CAPÍTULO SEGUNDO
1
Winnie, la asistenta, se marchaba. Todo sucedió con gran rapidez. Abundaban los murmullos entre la servidumbre y Winnie lloraba y lloraba. La niñera le echó lo que ella llamaba una reprimenda, tras lo cual los llantos de la chica redoblaron. La niñera presentaba un aspecto temible. Parecía más grande que nunca y sus movimientos resultaban especialmente ruidosos. Su bata almidonada crujía a cada gesto de sus brazos. Vernon pudo comprender que la partida de Winnie tenía que ver con su padre, pero el hecho no le provocaba especial curiosidad ni le interesaba mucho. Ya otras veces las doncellas se habían marchado a causa de su padre.
Su madre se había encerrado en su habitación. Ella también lloraba. Vernon la oía porque sus gemidos traspasaban la puerta. No le mandó buscar y él no quiso presentarse por su cuenta. En verdad, el pequeño sentía algo parecido al alivio al sentirse lejos de su madre. Detestaba los llantos, los lamentos, el sonar de narices. Y si hubiese estado junto a su madre, ella le habría estrujado y todos aquellos sonidos le hubieran llegado como truenos. Nada le gustaba menos que oír ruidos equívocos y desagradables. Le provocaban un verdadero malestar físico. La lógica de los sonidos era siempre justa en el señor Green. Por eso su amigo le parecía tan magnífico. Nunca emitía ruidos equivocados.
Winnie estaba haciendo sus maletas y la niñera la acompañaba. El aspecto de esta última era ahora menos importante. Parecía casi humana.
—Bueno, que esto sea una lección para ti, muchacha. Muéstrate prevenida en tu próximo empleo. Nada de dejarte llevar así como así.
Winnie murmuró algo sobre su inocencia. Parecía decir que no había causado daño alguno.
—Imposible que lo causaras, mujer. Para eso estoy yo. Creo que gran parte de la culpa se debe al hecho de ser pelirroja. Las chicas pelirrojas siempre son coquetas. Ya lo decía mi madre. Yo no digo que seas mala, entiéndeme bien, pero lo que has hecho es incorrecto. Incorrecto. Es todo cuanto cabe decir.
—¿Qué quiere decir incorrecto? —preguntó Vernon algo más tarde.
Su niñera tenía en la boca un montón de alfileres, porque estaba cortando un traje de lino.
—Inadecuado.
—¿Y qué quiere decir inadecuado?
—Los niños pequeños suelen hacer preguntas tontas —repuso la mujer con la destreza que sólo otorga una larga carrera profesional.
2
Aquella tarde el padre de Vernon penetró en el cuarto de juguetes. Tenía un aspecto extraño y su mirada era furtiva. En conjunto daba la impresión de no ser feliz; pero eso no le privaba de mostrarse desafiante. De todos modos se paró momentáneamente ante la intensa mirada de los redondeados ojos de Vernon.
—Hola, chico.
—Hola, padre.
—Me voy a Londres. Adiós, amigo.
—¿Te vas a Londres porque has besado a Winnie?
El tono de Vernon mostraba interés.
Su padre dejó escapar una de esas palabras que Vernon sabía ya que no debía escuchar y menos aún repetir. Palabras que los caballeros suelen emplear, pero que los niños no deben utilizar. Por ello, las pocas que conocía le resultaban muy atractivas. Tanto que acostumbraba a decírselas mentalmente antes de dormir, junto con otro término igualmente pecaminoso: «corsé».
—¿Quién demonios te ha dicho eso?
El niño reflexionó un momento.
—Nadie.
—¿Cómo lo sabes, entonces?
—¿De modo que lo hiciste?
Su padre atravesó la habitación dando grandes zancadas, sin responder.
—Winnie me da besos algunas veces —dijo Vernon—. Pero a mí no me gusta que lo haga. Además, quiere que se los devuelva. A quien le gustan mucho sus besos es al segundo jardinero. Él también la besa a veces y parece gustarle. A mí todo eso me resulta tonto. ¿Tú crees que cuando sea grande me gustará besar a Winnie, papá?
—Sí —repuso su padre deliberadamente—. Creo que sí. Ya sabes que los hijos, al crecer, tienden a parecerse a sus padres.
—Yo quisiera ser como tú. Eres un jinete formidable, según afirma Sam. Dice que no tienes rival en el Condado y que eres el mejor juez en materia de hembras o de yeguas; no recuerdo bien.
Vernon había pronunciado sus últimas palabras con rapidez.
—Prefiero ser como tú y no como mamá. Dice Sam que cada vez que monta deja al caballo con el lomo dolorido.
Se hizo un silencio.
—Mamá está acostada. Dice que le duele mucho la cabeza.
—Lo sé.
—¿Te has despedido de ella?
—No.
—¿Lo harás? Date prisa, porque por allí viene el coche a buscarte.
—Pues entonces no me dará tiempo para despedidas.
Vernon asintió gravemente con la cabeza.
—Tienes razón. Tampoco a mí me gusta dar besos a personas que lloran. Y tampoco que mamá me dé demasiados besos. Me apretuja y me habla muy fuerte en el oído. Creo que me gusta más besar a Winnie. ¿Y a ti?
La rápida salida de su padre desconcertó un poco al niño. Un momento antes, la niñera había penetrado en la habitación. Al ver que el hombre se disponía a abandonarla, se hizo respetuosamente a un lado, para dejarle pasar. A Vernon le pareció que a su padre le había embarazado un poco aquella nueva presencia.
Katie, la otra criada, entró para disponer la mesa de té. Vernon se puso a jugar con unos ladrillos de madera situados en un rincón del cuarto. De nuevo, la vieja y apacible atmósfera le invadió.
3
Se produjo una interrupción súbita al aparecer su madre en el umbral. Tenía los ojos inflamados y muy rojos, y se llevaba a ellos un pañuelo que estrujaba con las manos. Se detuvo junto a la puerta en actitud dramática.
—Se ha marchado —exclamó—. Se ha marchado sin decirme una palabra. ¡Oh, hijito mío! ¡Mi pequeño!
Atravesando impulsivamente la estancia cogió al niño y levantándole lo estrechó entre sus brazos. La torre que estaba construyendo Vernon —tan alta que tenía al menos una planta más que cualquiera de las anteriores— se derrumbó en pedazos. La voz de su madre, fuerte y lastimera, retumbó en sus oídos.
—¡Mi pequeño! Mi hijito, ¡júrame que nunca olvidarás a mamá! ¡Júramelo!
La niñera se acercó a ellos.
—Bueno, señora, bueno… Cálmese. Será mejor que vuelva usted a la cama. Diré a Edith que le lleve una taza de té caliente.
El tono de su voz era autoritario y hasta un poco severo.
Su madre lloraba aún y apretaba al pequeño contra sí. Todo el cuerpo de Vernon comenzó a tornarse rígido por la pasiva resistencia que oponía. Toleraría aquello un poco más, muy poco, y luego juraría a su madre lo que ella quisiera que jurase, a condición de que le dejase libre.
—Tú me compensas la pérdida y los sufrimientos que tu padre me ha causado. Dios mío, ¿qué haré?
De algún modo instintivo Vernon sabía que por allí andaba Katie. Silenciosa, gozaba extáticamente de la escena.
Se acercó, en efecto.
—Vamos, señora —insistió la niñera—. Alarmará usted al niño.
La autoridad de su voz creció tanto esta vez, que la madre de Vernon no pudo ya hacer frente a la súplica que era virtualmente un mandato y sucumbió. Apoyándose con languidez en el brazo de su interlocutora, le permitió que la llevase a su dormitorio.
La niñera volvió al cabo de unos minutos. Su rostro estaba rojo.
—Caramba —dijo Katie—. ¡Vaya escena que ha hecho! Ataque de histerismo se llama eso. ¡Qué espectáculo!
Su tono cambió.
—No cree usted que tome alguna decisión fatal, ¿verdad? Esos estanques del jardín… Es que el señor, por su parte… Cierto que debe soportar cada cosa de ella que… Jaleos, peleas…
—Bueno, ya está bien, hija —dijo la niñera—. Será mejor que vuelvas a tu trabajo. Eso de que las criadas novatas traten estos temas con sus superiores es algo que no puede ocurrir en una casa de rango. No toleraré comentarios de esa clase. Tu madre debió educarte mejor.
Bajando la cabeza con sumisión, Katie se dirigió a la puerta. La niñera fingió encontrarse muy atareada con el servicio de té. Cambiaba tazas y platos de lugar, sin poder evitar que, al hacerlo, se notase en su rostro y en sus modales una rigidez que delataba su estado de ánimo. Sus labios, entretanto, murmuraban algo ininteligible.
—Qué ocurrencia… Hacer escenas sin pensar en el niño. No tengo paciencia para soportarlo…