CAPÍTULO SÉPTIMO

1

Agosto fue un mes adverso para Vernon. Nell y su madre se encontraban en Dinard. Le escribió y ella contestó a su carta; pero decía muy poca cosa sobre lo que él deseaba saber. Se divertía mucho, según pudo intuir, aunque hubiese querido que Vernon se encontrara allí.

El trabajo del muchacho era extraordinariamente rutinario y requería poco ejercicio de la inteligencia. Era preciso ser cuidadoso y realizar la tarea con gran meticulosidad, eso era todo. Su mente, libre de otras distracciones, volvió a sus secretas inclinaciones: las musicales.

Tenía la idea de escribir una ópera y pensaba usar como libreto la casi olvidada pero maravillosa historia de su niñez, que ahora se vinculaba naturalmente con la de Nell. Todo su amor por ella corrió por esa nueva vía.

Trabajaba febrilmente. Lo que su amada le dijera a propósito de la vida fácil que llevaba junto a Myra le indujo a dejar la casa de ésta y a vivir por su cuenta en un alojamiento barato pero que le proporcionaba una inesperada libertad. En Carey no podía concentrarse, pues su madre siempre estaba cerca, importunándole y, si trabajaba por la noche, insistiendo en que debía dormirse cuanto antes. En cambio, en sus flamantes habitaciones de Arthur Street podía —y de hecho lo hizo con frecuencia— estudiar hasta las cinco de la madrugada si así lo deseaba.

Adelgazó y su rostro adquirió una expresión demacrada. Myra pronto se puso a sermonearle sobre su salud, pretendiendo que tomase reconstituyentes; pero Vernon insistía secamente en que se encontraba muy bien. Nunca le dijo lo que estaba componiendo. A menudo se desalentaba, aunque no por mucho tiempo; así, un súbito poder no tardaba en asaltarle y conseguía que aunque sólo fuera un insignificante fragmento de lo que se empeñaba en lograr quedase fijado en el pentagrama.

De vez en cuando iba a pasar el fin de semana a casa de Sebastián, cuando no era éste quien acudía a Birmingham para verle. En aquellos días, su amigo fue su más valioso punto de apoyo. Su comprensión era real, nunca fingida, y se desplegaba en dos vertientes: en la personal, como amigo que era, y en lo profesional, como persona con conocimiento e intuición del negocio artístico. Vernon tenía un enorme respeto por la opinión de Sebastián en todo lo que tenía que ver con el arte. Le ejecutaba al piano algunos fragmentos de su composición y al mismo tiempo le explicaba la orquestación que en definitiva aplicaría a los mismos. Sebastián escuchaba, asintiendo en silencio a veces. Hablaba poco. Al fin solía decir:

—Será bueno, Vernon. Continúa.

Nunca dejó escapar una palabra de crítica negativa porque a su criterio una actitud así podría ser perjudicial para su amigo. Vernon sólo necesitaba estímulo.

—¿Es esto lo que pensabas realizar cuando estudiabas en Cambridge? —preguntó una vez.

Vernon reflexionó un momento.

—No —dijo por fin—. Al menos no lo que originariamente pensaba. Aquello se me ha escapado, aunque acaso vuelva. Esto es, supongo, algo más convencional. Sin embargo, en algunos momentos he conseguido retener lo que pretendía.

—Ya veo.

A Joe, Sebastián le dijo francamente todo lo que pensaba.

—Vernon dice que está haciendo cosas convencionales. Sin embargo, no lo son. Su composición es enteramente nueva, sin antecedentes conocidos. Toda la orquestación está pensada de acuerdo a un planteamiento completamente distinto de lo habitual. Lo que en conjunto podría decirse en contra de la obra es que resulta inmadura.

—¿Le has dicho eso?

—¡Claro que no! A la menor insinuación se desesperaría, arrojando todo a la papelera; conozco bien a las personas como él. Por ahora me limito a alimentar sus ideas con elogios. Ya habrá tiempo para usar la tijera y demás instrumentos, como en la jardinería. Sé que mezclo mis metáforas, pero tú sabes lo que quiero decir.

A principios de septiembre Sebastián organizó una fiesta en honor de Herr Radmaager, el famoso compositor y, naturalmente, pidió a Vernon y a Joe que asistieran a ella.

—No seremos más que una docena, aproximadamente —dijo Sebastián—, Anita Quarll, la bailarina, que me interesa mucho aunque es un pequeño demonio. Jane Harding… Te gustará Jane. Canta en el conjunto de ópera inglesa que acaba de formarse, aunque creo que ha equivocado el camino. Para mí es, en realidad, una actriz, no una cantante. Luego habrá un par de personas más que tal vez te interesen. A Radmaager le llamará la atención tu música. Es un hombre particularmente interesado en la joven generación.

Joe y Vernon estaban entusiasmados.

—¿Crees que haré alguna vez algo que valga la pena, Joe? Quiero decir, una composición realmente importante.

—¿Y por qué no? —repuso Joe con acento retador.

—Es que no lo sé. Todo cuanto he escrito últimamente no es más que basura. Comencé a buen paso; pero ahora me encuentro detenido. Me siento agotado antes de emprender el trabajo.

—Supongo que se debe a que trabajas demasiado.

—Tal vez.

Permaneció callado un rato.

—Será maravilloso conocer a Radmaager —dijo por fin—. Es uno de los pocos que escribe lo que yo llamo música. Quisiera hablarle sobre lo que pienso. Sin embargo, creo que para eso hay que tener mucho valor.

La fiesta no se doblegó a las formalidades. Tuvo lugar en el estudio de Sebastián, que apenas contaba con una plataforma sobre la cual había un gran piano de cola y pocos muebles más. Gran cantidad de almohadones estaban esparcidos al azar por el suelo. Sobre una mesa plegable, colocada en una esquina, se veía toda clase de platos y bebidas.

Los invitados cogían lo que deseaban y luego tomaban asiento sobre los almohadones. Al llegar Vernon y Joe, una chica bailaba. Era pelirroja y menuda. Su cuerpo era extraordinariamente elástico. Lo que bailaba no resultaba hermoso, pero sí atrayente.

Al terminar sonaron fuertes aplausos. Ella, tras saludar bajó de la plataforma, reuniéndose con los demás invitados.

—Bravo, Anita —dijo Sebastián—. Vosotros, Joe y Vernon, ¿ya os habéis servido? Excelente. Haced una reverencia a Jane. Hela aquí.

Se sentaron junto a la cantante, que era una muchacha alta con un cuerpo magnífico y una gran mata de pelo castaño oscuro enrollado en la nuca. Su rostro era un poco demasiado ancho para resultar hermoso y su barbilla demasiado prominente. Tenía profundos ojos verdes. Contaba unos treinta años, según pensó Vernon, el cual la encontró desconcertante pero muy atractiva.

Joe comenzó a hablarle con gran interés. Últimamente su entusiasmo por la escultura no era lo que fuera poco antes; y como tenía una hermosa voz de soprano, jugaba ahora con la idea de llegar a transformarse en cantante de ópera.

Jane Harding la escuchó con bastante deferencia, limitándose a emitir de tanto en tanto algún divertido monosílabo. Finalmente dijo:

—Si quiere usted venirme a ver un día de éstos a mi estudio, probaré su voz. En pocos minutos creo que podré decirle a qué clase pertenece y qué papeles son los más indicados para usted.

—¿De verdad? Pues eso es muy generoso de su parte.

—De ninguna manera. Lo único que acaso le importe es que yo le daré una opinión desinteresada. Ya sabe que no se puede confiar en alguien cuya profesión es enseñar. Difícilmente le dirá la verdad.

Sebastián se acercó a ellos.

—Bueno, Jane…

La interpelada se puso en pie con un movimiento ágil. Luego, mirando a su alrededor, dijo secamente y como si se dirigiera a un perro:

—El señor Hill.

Un hombre pequeño y parecido a un gusanillo blanco se abrió paso hasta ella andando con aire desmañado. Juntos se encaminaron a la plataforma.

Jane cantó una canción francesa que Vernon nunca escuchara antes:

J’ai perdu mon amie. Elle est morte.

Tout s’en va cette fois pour jamais.

Pour jamais. Pour toujours elle emporte.

Le dernier des amours que j’aimais.

Pauvre nous! Rien ne m’a crié l’heure.

Où lá-bas se nouait son linceuil.

On m’a dit: «Elle est morte!». Et tout seul.

Je répète: «Elle est morte!». Et je pleure…

Como la mayor parte de los que habían oído antes cantar a Jane Harding, Vernon se veía imposibilitado de emitir un juicio. Aquella mujer tejía una atmósfera emotiva alrededor de ella. La voz era apenas un instrumento que comunicaba la sensación de una abrumadora pérdida, de un intolerable sufrimiento. Al final se sentía la necesidad de desahogar aquella sensación con lágrimas.

Fue muy aplaudida.

—Tiene una enorme capacidad para conmover —murmuró Sebastián.

Cantó de nuevo. Esta vez eligió una canción noruega en la que se hablaba de la nieve que cubría el paisaje. No había emoción ninguna en su voz, que escapaba de sus labios con la monotonía propia de la misma nieve. Y, como ésta, era de un tono exquisitamente claro que se fue apagando gradualmente hasta llegar el final.

Como los aplausos se renovaran, cantó aún una tercera aria. Al oírla, Vernon se puso en pie, súbitamente en tensión.

Vi a una dama parecida a un hada por allí.

Sus manos eran blancas y alargadas; su cabello le caía en cascadas

y su rostro era a la vez fiero y dulce.

Dulce y fiero, fiero y dulce, extraño y hermoso…

En el recinto parecía reinar un raro encantamiento, un clima de magia y de terror sobrenatural. La cabeza de Jane estaba tendida hacia delante. Sus ojos parecían mirar hacia algo situado a gran distancia, muy lejos de la concurrencia; algo aterrador y sin embargo fascinante.

Cuando terminó de cantar se oyó un suspiro colectivo. Un hombre corpulento, de pelo blanco cortado en brosse, se acercó a Sebastián.

—Ah, mi buen amigo —le dijo—. Aquí me tienes. Quiero hablar inmediatamente con esa señorita. En seguida.

Sebastián cruzó la habitación llevando tras de sí a quien le hiciera tan insistente proposición. Herr Radmaager cogió ambas manos de la cantante mientras la miraba con gran interés.

—Sí —dijo tras una pausa—. Su aspecto físico es bueno. Yo diría que tanto su digestión como su sistema circulatorio funcionan perfectamente. Si quiere usted darme su dirección, iré a verla. ¿Le parece bien, verdad?

«Esta gente está loca de remate», pensó Vernon.

Sin embargo, Jane parecía tomarse la cosa como si fuese lo más natural del mundo. Cogiendo lápiz y papel escribió lo que se le solicitaba, habló algo más con Herr Radmaager y vino a sentarse nuevamente junto a Vernon y Joe.

—Sebastián es un buen amigo —comentó—. Sabía que Herr Radmaager busca una Solveig para su nueva ópera Peer Gynt y por eso me invitó esta noche.

Joe se levantó y salió en busca de Sebastián. Vernon y Jane Harding se quedaron solos.

—Dígame —comenzó Vernon tartamudeando un poco—. Esa canción…

—¿La de la nieve?

—No, la última. Creo… creo haberla oído hace muchos años… cuando era un niño.

—Curioso. Pensé que constituía un secreto de familia.

—En cierta ocasión me rompí una pierna y mi enfermera solía cantarla. Siempre me pareció maravillosa y nunca pude saber cómo se llamaba ni quién la había compuesto.

Jane permaneció pensativa.

—Me pregunto… Sí, me pregunto si su enfermera no era mi tía Frances.

—Sí; precisamente, ése era su nombre: Frances. ¿De modo que era su tía? ¿Qué fue de ella?

—Murió hace ya muchos años. Un paciente le contagió la difteria.

—Oh, cuánto lo siento. —Se detuvo. Luego, juntando todo su valor, continuó—: Siempre la recordaré. Fue… fue una maravillosa amiga, si puedo llamarla así.

Vio que los ojos verdes de Jane se posaban en él. Era la suya una mirada a la vez firme y bondadosa. Comprendió de inmediato a quién le recordó cuando le fue presentada. Se parecía a la enfermera Frances.

—Usted escribe música, ¿no es así? Sebastián me ha hablado de usted.

—Bueno, al menos trato de escribir algo.

Se interrumpió, vacilante. «Es terriblemente atractiva —se dijo—, ¿le gustaré? ¿Por qué siento temor ante ella?».

Estaba un poco excitado. Podía llevar a cabo hazañas. Podía hacerlo.

—¡Vernon!

Sebastián le llamaba y se levantó para ir hasta él. Le presentó a Radmaager. El Gran Hombre se mostró amable y simpático.

—Me interesa su obra; al menos me interesa lo que Sebastián me ha dicho sobre ella —puso una mano en el hombro del anfitrión—. Un hombre muy listo nuestro amigo. A pesar de ser joven no suele equivocarse. Si le parece bien, nos pondremos de acuerdo para vernos, de modo que usted me pueda mostrar sus composiciones.

Prosiguió saludando a otras personas y Vernon se quedó tembloroso y agitado. ¿Habría hablado en serio Radmaager? Volvió adonde estaba Jane, que le miraba sonriente. Al sentarse otra vez junto a ella, una súbita ola de depresión ahogó su alborozo. ¿De qué servía todo aquello? Estaba atado de pies y manos a la casa de negocios de su tío. Ni siquiera podía vivir en Londres, puesto que aquél tenía su empresa en Birmingham. De todos modos, lo peor era que apenas podía escribir a ratos, cuando ya se sabe que para componer es preciso dedicar a esa actividad todo el tiempo, todos los pensamientos y toda la existencia.

Se sentía herido, desgraciado y necesitado de comprensión. Si al menos tuviese con él a Nell… La adorada Nell siempre comprendía.

Advirtió que Jane seguía contemplándole.

—¿Qué sucede? —preguntó ella.

—Que quisiera estar muerto, eso es todo —repuso Vernon con amargura.

Jane levantó un poco las cejas.

—Pues si lo quiere usted realmente, con subir al tejado de la casa y saltar…

No era la respuesta que Vernon esperaba, de modo que le dirigió una mirada de enfado. Pero los ojos de ella, tranquilos y simpáticos, le calmaron.

—Sólo hay una cosa que me interesa en el mundo entero —dijo—. Escribir música. Y sé que podría escribir buena música. En cambio, he de trabajar como un negro en un asqueroso negocio que odio. Día tras día he de apencar como un mulo. Le aseguro que hay de qué quejarse.

—¿Y por qué hace lo que está haciendo si tanto le disgusta?

—Pues porque he de hacerlo.

—Sí, eso puedo suponerlo. De otro modo lo dejaría —dijo ella con indiferencia.

—¿No acabo de decirle que lo que más deseo es escribir música?

—Pues hágalo.

—Es que no puedo, he dicho.

Aquella mujer le exasperaba. Parecía no entender nada. Se diría que sus puntos de vista sobre la vida consistían en desear algo y dedicarse a ello, simplemente.

Se puso a explicarle detalles de su vida. Le habló de Abbots Puissants, de aquel concierto al que asistiera, de la oferta de su tío y… de Nell.

Al terminar, dijo ella:

—Usted cree que la vida se parece a un cuento de hadas, ¿no es así?

—¿Qué quiere decir?

—Pues eso. Desea vivir en la casa de sus antepasados, casarse con la chica que ama, escribir música y llegar a tener mucho dinero. Yo diría que le será preciso elegir una sola de esas cosas y dedicarse a ella de lleno. No me parece sensato esperar que las cuatro aspiraciones de que me ha hablado se realicen. La vida no se parece mucho a esas novelitas de a penique.

Vernon sintió que la odiaba. Sin embargo, algo en ella le atraía. De nuevo sintió la sensación que despertara en él mientras cantaba. «Es un campo magnético —pensaba—. No me gusta. La temo».

Un hombre joven de largos cabellos se les acercó. Dijo ser sueco, pero hablaba perfectamente el inglés.

—Sebastián me ha dicho que se dispone usted a escribir la música del futuro —dijo a Vernon—. Tengo mis teorías sobre el futuro. El tiempo no es más que otra dimensión del espacio. Es posible moverse de acá para allá en el tiempo como en el espacio. La mitad de nuestros sueños no son más que confusos recuerdos del futuro; y tal como puede uno separarse de quienes quiere en el espacio, puede hacer lo mismo en el tiempo. Es la mayor de nuestras tragedias.

Como estaba evidentemente loco, Vernon no le prestó atención. No le interesaban las teorías sobre el espacio y el tiempo. Pero Jane no compartía aparentemente sus puntos de vista.

—¿Separarse en el tiempo? —preguntó—. Nunca había pensado en ello.

Estimulado por aquellas palabras, el sueco continuó hablando. Se refirió al tiempo y también al espacio final. Luego pasó a ocuparse del tiempo uno y del tiempo dos. Vernon no podía saber si en verdad Jane se interesaba en aquella charla o sólo lo simulaba. Miraba hacia delante y no parecía escuchar con mayor cuidado al conferenciante. Cuando el sueco comenzó a explicar lo que era el tiempo tres, creyó mejor escabullirse.

Buscó a Joe y a Sebastián. Joe hablaba en aquellos momentos de Jane Harding, usando los términos más entusiastas. Sebastián la escuchaba.

—Pienso que es maravillosa, ¿no lo crees así, Vernon? Me dijo que fuese a su casa a probar mi voz. Quisiera cantar como ella.

—Es más actriz que cantante —repetía Sebastián—. Una mujer llena de condiciones. Y eso que ha llevado una existencia más bien trágica. Durante cinco años vivió con el escultor Boris Androv.

Joe tendió la mirada en dirección a Jane con interés renovado. Vernon, en cambio, se sintió de pronto joven e inexperto. Podía ver aquellos ojos verdes, enigmáticos y ligeramente socarrones, mientras resonaba en sus oídos la frase que ella dejara caer con indiferencia: «La vida no se parece mucho a esas novelitas de a penique». Le había dicho que la vida no era como un cuento de hadas. Al demonio con sus palabras. Eran hirientes.

Sin embargo sentía deseos de volverla a ver algún día, más adelante.

¿Le preguntaría si era posible…?

No, no hubiese estado bien…

Por otra parte él iba tan rara vez a Londres…

De pronto oyó su voz. Una típica voz de cantante, aunque un poco ronca.

—Buenas noches, Sebastián. Gracias.

Se dirigió a la puerta; pero antes miró por encima del hombro a Vernon.

—Venga a visitarme alguna vez —le dijo con indiferencia—. Su prima tiene mi dirección.