CAPÍTULO TERCERO

1

Un servicio religioso en memoria de Vernon tuvo lugar en la pequeña y antigua iglesia de Abbotsford, situada a la sombra de los árboles de Abbots Puissants. La ceremonia fue casi idéntica a la que se había oficiado por su padre. Ninguno de los dos últimos Deyre sería sepultado en el panteón familiar. Uno quedaba en Sudáfrica. El otro, en Francia. En la confusa memoria de Nell perduró la monumental presencia de la señora Levinne, que parecía relegar a segundo término todos los aspectos del ritual litúrgico. Su vasta y matriarcal figura imponía, a la vez que resultaba ridícula. Nell tuvo que morderse los labios para no estallar en histéricas risotadas en cuanto la vio. Ella y sus gestos quedaban fuera de contexto en los funerales de Vernon.

La madre de Nell también estaba presente, vestida con elegancia, considerando cuanto la rodeaba con altiva condescendencia. A su lado se hallaba Sydney Bent, completamente de negro y luchando, sin duda, por no hacer sonar las monedas de su bolsillo. Se comportaba a la altura de las circunstancias, tratando de asumir una actitud acorde con el luto general. Junto a él estaba la madre de Vernon. Cubierta con un tupido velo, lloraba sin cesar. Pero era, sin duda, la señora Levinne la gran protagonista de la jornada. Terminada la ceremonia acompañó a la familia hasta la posada cercana para manifestar a todos sus sentimientos de simpatía y el dolor que la pérdida de Vernon le causaba.

—Pobrecillo —murmuraba con cariño—. Pobrecillo, qué valiente…

Estaba realmente desolada. Las lágrimas corrían en abundancia por sus mofletes e iban a dar en su costoso vestido negro. Dio unas palmaditas en el hombro de Myra.

—Bueno, querida, bueno. No ha de sufrir usted de este modo. Nuestra tarea y nuestra obligación consiste en soportar los trances amargos. Ha entregado usted a su hijo por Inglaterra. No podía hacer más. Mire a Nell. Mire con qué valor enfrenta su pérdida.

—Era todo cuanto me quedaba en el mundo —decía Myra sollozando—. Primero perdí a mi marido y ahora a mi único hijo. Ya no tengo a nadie.

Miraba fijamente hacia delante con los ojos enrojecidos por el llanto, sintiendo una especie de éxtasis resignado.

—El mejor de los hijos. Éramos todo el uno para el otro —cogió la mano de la señora Levinne—. ¡Para comprender lo que siento piense que es como si a Sebastián…!

Un espasmo de terror cruzó por el rostro de la señora Levinne. Sus manos se crisparon un poco.

—Veo que han traído bocadillos y un poco de oporto —dijo el tío Sydney como si buscara desviar el tema—. Muy acertado. Mira, toma un poquitín de oporto, hermana. Has estado sometida a una gran tensión y esto te vendrá bien.

Myra rechazó el ofrecimiento con un amplio movimiento de la mano. Su gesto era de horror. El tío Sydney no quiso, sin embargo, desempeñar el papel del despiadado.

—Tenemos que seguir adelante, Myra —dijo—. Es nuestra obligación.

Sin querer, su mano se le fue hasta el bolsillo y allí volvió a encontrar las familiares monedas, que no tardaron en sonar levemente.

—¡Syd!

—Discúlpame, Myra.

De nuevo asaltó a Nell el deseo nervioso de echarse a reír. No podía llorar y sentía, en cambio, la necesidad de reír y reír… Era horrible.

—A mi modo de ver, todo ha salido perfectamente —expuso el tío Sydney—. Perfectamente. Una gran cantidad de gente de la aldea ha asistido a la ceremonia.

Se dirigió a su hermana.

—¿No quisieras dar una vuelta hasta Abbots Puissants? Los arrendatarios nos han enviado una carta muy amable poniendo la casa a nuestra disposición durante todo el día.

—Odio ese lugar —repuso ella—. Siempre lo odié.

—Y tú, Nell, ¿has visto al abogado? Tengo entendido que Vernon hizo un sencillo testamento antes de embarcar para Francia, dejándote cuanto poseía. En tal caso, Abbots Puissants es tuyo, ahora. No hay más herederos. Se han acabado los Deyre.

—Gracias, tío Sydney. Ya he visto al abogado y me ha explicado la situación.

—Pues eso es más de lo que abogado alguno suele hacer. No sé cómo se las arreglan, pero consiguen que las cosas más simples parezcan complicadísimas. Desde luego que no me compete aconsejarte; pero, visto que no hay hombre en tu familia que pueda orientarte, te diré que, en tu caso, yo vendería la propiedad. Como sabes, no da dinero y cuesta mucho mantenerla. ¿Me entiendes, verdad?

Nell entendía. El tío Sydney dejaba bien sentado que de los Bent no podía esperar dinero en el futuro. Myra dejaría el suyo a los miembros de su propia familia, lo cual era perfectamente lógico. Nell nunca habría deseado otra cosa.

En realidad, lo primero que el tío Sydney preguntó a Myra en cuanto pudo fue si su nuera esperaba familia al morir Vernon. La respuesta fue que no, aunque Myra no estaba era condiciones de asegurarlo con toda certeza. Su hermano le dijo entonces que mejor sería asegurarse.

—Tendrás asimismo que cambiar tu testamento. No sé exactamente lo que dice la ley; pero, según creo, si hubieses testado dejando cuanto tienes a Vernon, ella heredaría todo si por cualquier desgracia tú mueres. Siempre es mejor ser precavido.

Myra repuso que era muy poco considerado hablar de su posible muerte.

—En absoluto —respondió rápidamente—. Vosotras las mujeres no cambiaréis nunca. Carrie permaneció una semana ofuscada cuando le pedí que hiciera un testamento como Dios manda. Es preciso que el dinero de la familia permanezca dentro de ella.

Lo que, en realidad, era preciso para el tío Sydney se resumía en algo muy concreto: que el dinero de la familia no fuese a parar a Nell. No le profesaba simpatía, pues, para él, era la culpable de que hubieran fracasado sus planes de casar a Vernon con Enid. Y menos simpatía aún le inspiraba su madre, quien siempre se las apañaba para hacerle parecer basto y hasta impresentable.

—Nell, por supuesto, se asesorará debidamente en su momento.

Era la señora Vereker quien hablaba, interrumpiendo la conversación de su hija con el tío Sydney.

—No vaya usted a creer que pretendo inmiscuirme —dijo el hombre.

En aquel momento, Nell sintió un agudo dolor. Hubiese deseado estar embarazada. Pero Vernon quería esperar, porque temía por ella.

—Sería terrible para ti, cariño, que yo muriera y tú te encontraras con un niño y sin recursos —le había dicho—. Por otra parte, no quiero que sufras. Hasta podrías morir. Es un riesgo que no estoy dispuesto a correr.

En verdad parecía asistirle la razón. Era más prudente esperar.

Y ahora lamentaba aquella decisión. Las palabras de consuelo de su madre no habían mitigado su deseo frustrado de tener un hijo.

—No esperas un niño, ¿verdad, Nell? —le dijo en cuanto se enteró de la muerte de Vernon—. ¿No? Pues gracias a Dios. Como es natural, volverás a casarte y es mucho mejor que no se interpongan impedimentos de esa índole.

Como respuesta a la apasionada protesta de su hija, la señora Vereker se limitó a sonreír.

—No debí decir eso en estos momentos. Pero es que aún eres una niña, Nell, y el propio Vernon hubiese querido que fueras feliz.

Nell pensó que su madre no entendía. No estaba dispuesta a casarse otra vez.

El tío Sydney cogió delicadamente un emparedado.

—En verdad, éste es un mundo bastante triste —dijo—. La flor de la juventud inglesa muere en los campos de batalla. De todos modos, estoy orgulloso de mi patria y siento el honor de ser inglés. De ahí que me guste pensar que también yo llevo a cabo mi tarea en bien de nuestro país, como los jóvenes cumplen con sus responsabilidades en el frente. A partir del próximo mes, comenzaremos a doblar la producción de municiones y explosivos. La fábrica trabajará día y noche. Puedo decir con altivez que las Industrias Bent merecen un aplauso.

—Si no lo obtienen, sí que arrojarán, en cambio, excelentes rendimientos en dinero —comentó la señora Vereker.

—Sí, pero no es ése el ángulo desde el cual me gusta considerar mis quehaceres. Prefiero pensar que, a mi modo, estoy sirviendo a mi patria.

—Oh, sabe usted, yo creo que todos nosotros hacemos lo que está de nuestras manos en pro de la causa común —dijo la señora Levinne—. He organizado en mi casa dos tardes de trabajo por semana y me intereso personalmente por las pobres chicas que quedan embarazadas.

—Me parece que hay por ahí demasiada benevolencia en materia moral —comentó el tío Sydney—. No debemos relajar nuestras costumbres. Inglaterra jamás ha sido un país de moral dudosa.

—De todos modos, es preciso tener en cuenta a los niños que nacen durante la guerra —insistió la señora Levinne.

Miró en torno.

—¿Cómo está Joe? Pensé que la vería aquí.

Myra y el tío Sydney parecieron presas de cierto desasosiego. Resultaba evidente que Joe constituía, lo que solía llamarse, un «tema delicado», de modo que evitaron tocarla. Estaba desempeñando trabajos de guerra en París. Muy ocupada. Imposible obtener permisos.

El tío Sydney echó un vistazo a su reloj.

—No nos queda mucho tiempo si queremos coger el tren Myra. He de estar necesariamente de vuelta esta misma noche. Carrie no está nada bien. De ahí precisamente que no haya venido conmigo hoy.

Suspiró.

—Es curioso constatar cómo a veces no hay mal que por bien no venga. Fue una gran desilusión para ella y para mí no tener un hijo varón. Sin embargo, tal vez con ello nos hayamos evitado un dolor muy grande. Pienso en la ansiedad que pasaríamos hoy en día. Los designios de la Providencia son insondables.

Nell y su madre volvieron a Londres en el automóvil de la señora Levinne. Apenas se encontraron a solas, la señora Vereker dijo:

—Espero, Nell, que no te sientas obligada a mantener estrecha relación con tus parientes políticos en el futuro. Me ha resultado repulsivo el modo con que esa mujer alardeaba de sentir pesadumbre y soledad. Se ha creído que engañaba a alguien con sus cursilerías. Mejor hubiese sido que prestara más atención al ataúd, comprando uno un poco mejor.

—Oh, madre, puedo asegurarte que se siente muy desgraciada. Adoraba a Vernon. Como ha dicho, él era lodo cuanto le quedaba en el mundo.

—Ésa es tan sólo una frase. Las mujeres como ella deliran por expresarse así en cuanto pueden, y he de asegurarte que no significa absolutamente nada. Por otra parte, no me irás a decir que Vernon quería mucho a su madre. Se limitaba a tolerarla, y lo sabes mejor que yo. No había entre ellos nada en común. Tu marido era un Deyre de pies a cabeza.

Nell no pudo negar la verdad de aquello.

Se quedó en casa de su madre durante tres semanas. Dentro de lo que cabía esperar, la señora Vereker se condujo muy delicadamente con su hija. No era una mujer condescendiente ni dada a la simpatía; pero respetó el pesar de Nell y evitó agravarlo con comentarios inoportunos. En lo referente a cuestiones prácticas, sus consejos fueron, como era de esperar, inobjetables. Ambas se entrevistaron con abogados en varias ocasiones.

Abbots Puissants seguía arrendado. El contrato expiraba al año siguiente y los asesores jurídicos de Nell le aconsejaron vender antes que volver a alquilar. Pero la señora Vereker para sorpresa de Nell, no se mostró de acuerdo con aquella opinión. Según ella, lo mejor sería pactar un nuevo arriendo, aunque por un corto período de tiempo.

—Tantas cosas pueden suceder en poco tiempo… —dijo.

El señor Fleming la observó, creyendo comprender la razón de aquella frase. Miró luego a Nell. Con su ropa de luto parecía más joven y encantadora que nunca.

—Eso es cierto, señora Vereker —concedió—. Pueden suceder muchas cosas. De todos modos, no hay prisa. Al expirar el presente arriendo, se podrá tomar una resolución definitiva.

Resueltas las cuestiones financieras, Nell volvió al hospital en Wiltsbury. Le parecía que allí y sólo allí la vida le iba a resultar tolerable. Su madre no se opuso cuando manifestó sus deseos de marcharse. Era una mujer razonable y sabía reservar su estrategia.

Apenas había pasado un mes desde la muerte de Vernon, cuando Nell volvió a entrar en el centro asistencial. Nadie hizo referencia alguna a su pérdida, lo cual le pareció mucho mejor. Seguir adelante, como si nada hubiese sucedido, era de momento lo que convenía hacer.

Siguió pues adelante.

2

—Alguien pregunta por usted, enfermera Deyre.

—¿Por mí?

Nell quedó muy sorprendida. Luego pensó que quizá se tratara de Sebastián. Sólo él podía llegarse hasta allí para verla. Nell se interrogó. ¿Deseaba verle o no? No pudo contestarse nada. No lo sabía.

Pero no era Sebastián quien la estaba esperando. Con asombro, Nell divisó a George Chetwynd. Éste le explicó que al pasar casualmente por Wiltsbury había decidido entrar por si podía verla e invitarla a almorzar.

—Creía que sólo trabajabas por las tardes —le dijo.

—Precisamente ayer me pasaron al turno de la mañana. Preguntaré a la directora del pabellón si me necesita. Creo que no. Hay poco trabajo ahora.

Otorgado el permiso, salieron ambos y media hora más tarde Nell estaba sentada frente a George Chetwynd en una mesa del County Hotel, con un plato de roast beef ante ella y un camarero ofreciéndole una ensalada de coles.

—Es la única verdura conocida para el County Hotel —observó George Chetwynd.

Habló con inteligencia y profundidad de diversos temas, sin aludir apenas a la muerte de Vernon. Sólo lo hizo para decirle que el hecho de que ella volviera a trabajar en el hospital era la acción más valerosa que jamás conociera en una mujer.

—No puedo decirte cuánto admiro a las mujeres. Luchan y colaboran echándose a las espaldas un trabajo tras otro sin alharacas ni falsas heroicidades. Tienen tesón y hacen lo que sea como lo más natural del mundo. Pienso que las mujeres inglesas son magníficas.

—Hay que hacer algo, sabes.

—Lo sé y puedo comprender la necesidad, porque cualquier cosa es mejor que estar sentada con los brazos cruzados; pero eso no mitiga mi admiración ante el tipo de faenas que desempeñáis y la perseverancia que mostráis.

—Siempre es mejor que no hacer nada, como tú mismo has dicho.

Sentía agradecimiento. George siempre había sido un hombre comprensivo. Le dijo que se disponía a partir para Servia dos días más tarde. Estaba encargándose de la ayuda a aquel país.

—Francamente —le dijo—, estoy avergonzado de mi patria, que no quiere entrar en la guerra en seguida. Aunque acabará haciéndolo, estoy seguro. Sólo es cuestión de tiempo. Entretanto hacemos lo que está de nuestra mano para aliviar los horrores de la contienda.

—Tienes muy buen aspecto.

Le parecía más joven si le comparaba con sus recuerdos. Bien plantado y con la tez tostada por el sol, era ciertamente un hombre aún guapo. El cabello blanco en las sienes, más que un signo de edad parecía una marca de distinción.

—Estoy bien. No hay nada como estar ocupado. Te aseguro que la ayuda exige lo suyo. Siempre te tiene atareado.

—¿Cuándo has dicho que te marchas?

—Pasado mañana.

Se hizo un silencio, que el mismo George rompió.

—Oye, no te he molestado por ir a buscarte, ¿verdad? ¿Comprendes que no es mi intención inmiscuirme en tu vida?

—Oh, claro. Por el contrario, pienso que has sido muy amable al visitarme. En especial, después de…

—Sabes, no te guardo rencor en absoluto. En verdad, he de decirte que te admiré por haber seguido los mandatos de tu corazón. Le amabas a él y no a mí. Pero eso no significa que no podamos ser amigos, ¿no lo crees así?

La miraba con expresión tan cordial y tan carente de pretensiones amorosas, que Nell sintió la inmediata necesidad de asegurarle que podía contar con ella.

—Estupendo —dijo él—. Y, por supuesto, me dejarás hacer por ti todo lo que un buen amigo ha de hacer, ¿verdad? Me refiero a aconsejarte, si lo necesitas, en cualquier situación que pudiera presentarse.

Nell repuso que agradecería mucho su concurso y su consejo.

Y así quedaron las cosas. Poco después de terminada la comida, George se marchó en su coche, saludándola con la mano. Poco antes le había dicho que seis meses más tarde esperaba volverla a ver, pero que no dejara de escribirle en caso de que necesitara algo de él.

Nell le prometió que así lo haría.

3

El invierno que siguió no fue particularmente agradable para Nell. Cogió un fuerte resfriado y no se cuidó adecuadamente. En consecuencia, su enfermedad se complicó y tuvo que guardar cama alrededor de una semana. Al cabo de ella no creía hallarse en condiciones de reasumir sus tareas en el hospital, de modo que la señora Vereker fue a buscarla para llevársela con ella a Londres. En casa de su madre convaleció lentamente, hasta encontrarse bien.

Pero surgieron otros problemas. Abbots Puissants necesitaba que le cambiaran enteramente los tejados y también caños y desagües, que estaban ya inservibles. La cerca de la propiedad no se hallaba por cierto en mejores condiciones.

Por primera vez Nell advertía el tremendo drenaje dinero que implicaba poseer un inmueble como el suyo. La renta era una ilusión, puesto que no bastaba para pagar los gastos. La señora Vereker se opuso con energía a que su hija se endeudase en exceso. Ambas vivían lo más estrechamente posible, porque los días del crédito fácil y de los acreedores pacientes habían pasado. La señora Vereker tenía que desplegar cuidados constantes para sobrevivir decentemente y acaso ni aun así lo consiguiera, de no mediar algunas ganancias que solía obtener jugando al bridge. Era una excelente jugadora y sabía sacar partido de ello, razón por la cual faltaba mucho de su casa y pasaba largas horas en uno de los pocos clubs de bridge que seguían funcionando en Londres.

La vida era monótona y aburrida para Nell. Preocupada por la falta de dinero, sin la salud necesaria para ocuparse de algo y debiendo vivir en una ciudad entristecida por la guerra, no le quedaba otro recurso que permanecer en casa, sentada y meditando. La pobreza, cuando se comparte con el ser que se ama es una cosa; pero sin un amor para suavizarla, resulta algo muy distinto. A veces Nell se preguntaba cómo haría para seguir viviendo aquella existencia gris y vacía. No podía soportarla.

En ese estado de ánimo se encontraba cuando el señor Fleming le telefoneó para solicitarle una rápida decisión en lo referente a Abbots Puissants. El arrendamiento terminaba aproximadamente un mes más tarde y algo era preciso hacer, aunque le advertía que, dadas las circunstancias, era difícil que se pudiese obtener un arrendatario que pagase más. Ya era de por sí problemático que se llegase a encontrar quien pagase lo mismo que el anterior. Nadie quería ya casas tan grandes desprovistas de calefacción y demás comodidades modernas. En opinión suya, lo mejor era vender.

Sabía bien cuál era el sentimiento de Vernon sobre Abbots Puissants; pero, dado que Nell no contaba con dinero suficiente para vivir en ella y que ya no habría ningún Deyre que llegase a desearla algún día…

Reconocía que el consejo del señor Fleming era sensato. Sin embargo le contestó que prefería esperar aún un poco para comunicarle más adelante su decisión definitiva. Por un lado, no deseaba vender la propiedad; pero por el otro debía reconocerse a sí misma que Abbots Puissants representaba la mayor preocupación de su vida y anhelaba verse libre de cargas. Así las cosas volvió a llamarla el señor Fleming para decirle que tenía una excelente oferta por la propiedad. Mencionó una suma que excedía por mucho las esperanzas de Nell. Pensó que incluso Vernon habría tenido que considerarla ventajosa.

El señor Fleming la urgió para que no desaprovechase la ocasión. Nell vaciló un poco.

—De acuerdo —dijo finalmente.

4

Le asombró constatar su felicidad al tomar la decisión. ¡Estaba libre de aquella tremenda pesadilla! Las cosas hubiesen sido tal vez diferentes si Vernon aún viviera; pero en el caso actual, la solución que adoptó era la única posible. Casas y haciendas se habían transformado en verdaderos elefantes blancos. No sólo eran innecesarias para quien carecía de mucho dinero, sino que llegaban a resultar ruinosas.

Ni siquiera una carta que Joe le escribiera desde París consiguió enturbiar su satisfacción ni alterar sus planes.

¿Cómo puedes vender Abbots Puissants cuando sabes bien lo que representaba para Vernon? Pensaba que sería lo último que se te iba a ocurrir.

Pensó que Joe era incapaz de entenderla, pero le contestó sin tardanza.

¿Qué otra cosa puedo hacer? No sé adónde recurrir en busca de dinero. Era preciso hacer frente a gastos exorbitantes para reparar techos, cañerías, cercas y demás. La lista sería interminable. No puedo continuar endeudándome. Todo esto es tan tedioso que quisiera estar muerta.

Tres días más tarde le llegó carta de George Chetwynd, preguntándole si podía visitarla. Decía que le era preciso confesarle algo.

La señora Vereker no estaba en casa cuando George entró. Nell se encontraba sola. Su visitante comenzó a hablar en tono embarazado y aprensivo. Por fin terminó declarándole que era él quien comprara Abbots Puissants.

Al principio, la idea de que George Chetwynd era ahora el dueño de la propiedad de Vernon le chocó desagradablemente. ¡George, nada menos! Pero con admirable sensatez él le hizo ver que era mejor así.

¿No le parecía mejor que Abbots Puissants pasara a sus manos y no a las de cualquier extraño? Esperaba que ella y su madre fuesen a visitarle alguna vez y también que se alojaran allí siempre que lo desearan.

—Quisiera que pensaras esto, Nell: que el hogar de tu marido mantiene abiertas sus puertas para ti, siempre que así lo quieras. No me propongo cambiar nada en la casa, a menos que sea absolutamente imprescindible. De todos modos, desearía que me aconsejases en los ajustes de la decoración. Piensa bien y comprenderás que es preferible que la casa sea mía y no de cualquier improvisado, capaz de llenarla de dorados y de cuadros de firma falsa.

Cuando terminó de hablar, Nell se preguntaba por qué había sentido el impulso de plantear objeciones. Naturalmente que George era el mejor comprador posible. Era simpático, comprensivo y bueno en todo… No pudo contener sus emociones y se echó a llorar. Estaba cansada y ansiosa. George la rodeó con su brazo, mientras ella seguía sollozando apoyada en su hombro. Le dijo que su reacción era natural, puesto que aún no estaba plenamente repuesta de su enfermedad, y que no se inquietara por nada.

Nadie hubiese podido mostrarse más bueno ni brindarle cariño más fraternal.

En cuanto llegó la señora Vereker, Nell le comunicó las novedades.

—Sabía que George buscaba una propiedad como Abbots Puissants. Me alegro que se haya decidido por ella. En cuanto al precio, no me asombra que fuese alto. No iba a regatear contigo. En un tiempo estuvo enamorado de ti.

Lo dijo como si aquello hubiese pasado a la historia, en un tono que tranquilizó a Nell. Temía que su madre aún albergara la idea de casarla con George.

5

Aquel verano Nell y su madre fueron a pasar unos días a Abbots Puissants. Eran los únicos invitados.

Nell no había estado allí desde que era una niña. Al mirar a su alrededor, sintió el dolor de no haber llegado a vivir con Vernon en la propiedad de sus antepasados. La casa era, sin duda, magnífica, sus jardines lucían esplendorosamente y las ruinas de la abadía acentuaban su misterio.

George estaba empeñado en restaurar a fondo la casa y solicitó consejo a Nell, pues decía tener fe en su buen gusto. Tanta atención le prestaba él que llegó a sentir en cierto modo el interés de una propietaria. Podía decir que casi volvía a ser feliz al verse rodeada de lujo y comodidad, y saber que no había razón para angustiarse.

Cierto que, una vez cobrado el dinero, tendría que pensar en invertirlo, de modo que le quedase una cómoda renta. Esto significaba una carga y la perspectiva de tomar nuevas decisiones en materias áridas. También tendría que pensar en algún trabajo o actividad. Pensaba asimismo dejar la casa de su madre; pero todas sus amistades se encontraban dispersas, de modo que temía la soledad. En verdad no sabía qué hacer con su vida.

Abbots Puissants le daba la paz y el descanso que tanto necesitaba. Allí se encontraba segura y protegida. La idea de volver a Londres la asustaba.

La última noche, durante la cena, George les pidió que se quedasen unos días más, pero la señora Vereker dijo que no debían abusar de su hospitalidad.

George y Nell salieron a dar un paseo por el amplio sendero empedrado que atravesaba el jardín. La noche estaba serena y el aire perfumado.

—Han sido unos días deliciosos —dijo Nell suspirando—. No me atrae nada la idea de volver a la ciudad.

—Ni a mí la de verte marchar.

Se contuvo. Tras un silencio agregó:

—¿He de convencerme de que no puedo albergar esperanzas, Nell?

—¿Qué quieres decir?

Nell sabía la respuesta a su propia pregunta. Mejor dicho, la supo en aquel momento, de repente.

—Si he comprado esta casa, ha sido con la esperanza de que algún día vivieras en ella. Deseaba que tuvieras la propiedad que realmente te pertenece. ¿Qué harás, Nell? ¿Pasar la vida alimentando un recuerdo? Piensa un poco. ¿Es eso lo que él, Vernon, hubiese deseado? No creo que los muertos alimenten anhelos de desgracia para sus seres queridos. Creo en cambio, que querría verte protegida y cuidada ahora que él ya no está aquí para hacerlo.

—No puedo, no puedo… —dijo Nell en voz baja.

—¿Quieres decir que no puedes olvidarle? Lo imagino. Pero yo sería muy bueno contigo, Nell. Estarías junto a mí, rodeada de amor y solicitud. Estoy seguro de saber hacerte feliz. Al menos mucho más feliz de lo que serías si tuvieses que enfrentar el resto de tu vida en soledad. Te repito que Vernon hubiese preferido la solución que te propongo. Lo creo honesta y sinceramente.

¿La hubiese preferido? Nell se lo preguntaba, aunque suponía que George tenía razón. La gente podría llamar a aquello deslealtad; pero se equivocaba. Los días de felicidad que pasara junto a Vernon eran algo con vida propia. Nada ni nadie podrían jamás afectarlos ni enturbiar de algún modo el recuerdo…

Pero la eventualidad de sentir que velaban por ella, que se preocupaban de su bienestar y que deseaban comprenderla, era terriblemente tentadora. Por lo demás, ella siempre había sentido afecto por George.

—Sí —murmuró suavemente.

6

A Myra le cayeron muy mal los hechos, y escribió largas e insultantes cartas a Nell.

Olvidas con mucha rapidez. A Vernon sólo le queda ahora un hogar: mi corazón. Tú nunca le amaste.

El tío Sydney, al enterarse de la noticia, dijo haciendo girar los dedos:

—Esa niña sabe dónde le aprieta el zapato.

De todos modos, le envió una carta breve y convencional, dándole la enhorabuena.

Una aliada sorprendente vino a resultar Joe. Estaba por unos días en Londres cuando aprovechó para ir a visitarla a casa de su madre.

—Me alegro mucho —le dijo besándola—. Y creo que también Vernon se alegraría. No eres de esas mujeres que pueden hacer frente a la vida por sí solas. Nunca lo fuiste. No prestes atención a lo que te escribe la tía Myra. Ya me encargaré de hablarle. La vida es mala con las mujeres. Creo que serás muy feliz con George Chetwynd y sé positivamente que Vernon hubiese querido verte así.

El apoyo de Joe sirvió a Nell de inestimable estímulo, puesto que nadie como ella podía considerarse cercana a Vernon ni conocerle mejor.

La víspera de su boda, de rodillas ante su cama, sobre la cual colgaba el sable de Vernon, Nell se cubrió los ojos con ambas manos.

—¿Verdad que me comprendes, amor mío? ¿Verdad que sí? Sólo te he amado a ti y nunca amaré a nadie tanto. Oh, Vernon, si yo pudiese saber que me comprendes…

Quería retenerle con toda su alma. Tenía que entender… Era preciso…