CAPÍTULO QUINTO

1

—Entonces no me amas.

—Pero Vernon, no comprendes que sí, que te amo. ¡Si quisieras tratar de entenderme!

Ambos se enfrentaban con expresión ansiosa, perplejos ante la querella que de pronto se había planteado. Una de esas querellas inexplicables e inesperadas propias de enamorados. Momentos antes habían estado tan unidos que el pensamiento de uno parecía ser compartido por el otro; ahora ambos se situaban en extremos opuestos y se irritaban ante lo que creían ser mutua incapacidad de comprensión.

Nell se volvió con un leve gesto de enojo, dejándose caer sobre una silla.

¿Por qué las cosas habían de ser de aquel modo? ¿Por qué no serían como ella imaginaba que tenían que ser, y permanecían así para siempre?

Aquella noche en que Vernon le declarara su amor en el puente, y la noche siguiente, había permanecido largo rato despierta, envuelta en maravillosos sueños. La deleitaba saberse amada. Ni las hirientes palabras de su madre habían logrado enturbiar aquella felicidad nueva: parecían venir de tan lejos, que eran incapaces de desgarrar la brillante red de brumosas ilusiones en la que se hallaba.

Al día siguiente había despertado llena de alegría para encontrarse con que, afortunadamente, su madre no insistía en los reproches de la víspera. Sumida en sus secretos pensamientos, Nell había pasado el día desarrollando sus actividades normales, charlando con amigos, paseando por el parque, almorzando, merendando, bailando. Estaba segura de que nadie hubiese podido notar nada raro en ella, aunque interiormente una nueva nota latía, haciendo variar de modo sutil todas las cosas. A veces, por un breve instante perdía el hilo de lo que estaba diciendo, porque otra voz a la vez distante y cercana le susurraba: «Te amo; te amo tanto…». La luz de la luna reflejándose en el agua… la mano de ella entre las de Vernon… Con un ligero escalofrío, reanudaba de inmediato la conversación, reía, charlaba. ¡Qué feliz se puede llegar a ser! ¡Qué feliz había sido aquella noche!

Luego comenzó a preguntarse si Vernon le escribiría, siempre echaba un rápido vistazo al correo. Su corazón latía con fuerza cada vez que veía al cartero encaminarse a la casa y llamar a la puerta. Al segundo día, en efecto, le llegó una carta que ella escondió debajo de las demás, guardándola hasta que llegó el momento de retirarse a su habitación. Ya en su cama la abrió, con el corazón palpitante.

Oh Nell, mi querida Nell, ¿dijiste aquello en serio? Ésta es la tercera carta que escribo. Las otras dos las he echado al cesto de los papeles. Temo tanto decirte algo que pueda desagradarte… Tal vez no hablaras enserio, después de todo. Pero sí que hablabas enserio, ¿verdad? Eres tan encantadora Nell, y te amo con tal pasión… Siempre estoy pensando en ti. Cometo continuas equivocaciones en el escritorio porque no puedo concentrarme en mi trabajo. Pero te prometo que trabajaré con ahínco. Tengo unas ganas locas de verte. ¿Cuándo crees que podría ir a Londres? Debo verte. Mi amor, quisiera escribirte muchas cosas bonitas; pero no puedo comunicarte por carta lo que siento. Por otra parte, acaso te esté aburriendo. Escríbeme y dime cuándo y dónde podré verte. Que sea pronto, por favor. Me volveré loco si tarda mucho en llegar el día en que te encuentre otra vez.

Tuyo para siempre,

Vernon.

Nell leyó y releyó muchas veces la carta, poniéndola luego bajo la almohada. A la mañana siguiente, apenas despierta, volvió a leerla varias veces. Era tan feliz, tan maravillosamente feliz. Pero no fue hasta el día siguiente cuando se decidió a contestarla. Con la pluma en la mano, lo que se le ocurría era formal y embarazoso. No sabía qué poner en el papel.

Querido Vernon:

Gracias por tu carta…

Se detuvo. Con el extremo de la pluma entre los dientes se quedó mirando con expresión ausente el muro que tenía ante ella.

Algunos de nosotros pensamos ir a la fiesta de los Howard el viernes. ¿Por qué no cenas con nosotros y te vienes? A las ocho.

Volvió a detenerse, esta vez por más tiempo. Debía decirle algo… deseaba decírselo. Inclinándose sobre la mesa escribió a la carrera:

Quiero verte. Lo deseo con toda el alma.

Tuva

Nell.

Vernon no tardó en contestar.

Querida Nell:

Encantado de ir el viernes. Gracias mil veces.

Tuyo

Vernon.

Un miedo súbito la asaltó al leer las palabras de Vernon. ¿Le habría ofendido? Acaso pensara que no había sido muy explícita. Su felicidad pareció desvanecerse. Se acostó pero no podía dormir. Se sentía desgraciada, insegura y se odiaba a sí misma pensando que acaso hubiese cometido algún error.

Hasta que llegó el viernes. A la hora indicada se presentó Vernon y a Nell le bastó una ojeada para comprender que todo iba bien. Los ojos de ambos se encontraron y el mundo se inundó otra vez de luz y de radiante felicidad.

No se sentaron juntos cuando llegó la hora de la cena y sólo después del tercer baile pudieron hablar. En el amplio salón, daban vueltas al compás de un vals emotivo y sentimental.

—Espero no haberte pedido demasiados bailes —susurró él.

—No.

Cuando estaba junto a Vernon parecía quedarse muda. Su amado la mantuvo junto a él un instante después de terminar la música. Sus dedos apretaron los de Nell y ella le miró sonriente. La felicidad de ambos llegaba al delirio. Minutos después él bailaba con otra y le hablaba distraídamente al oído. Nell bailaba con George Chetwynd. Una o dos veces sus ojos encontraron los de Vernon y ambos esbozaron imperceptibles sonrisas. El secreto compartido era delicioso.

Al volver a bailar con Nell, el talante de Vernon mostró un cambio.

—¿No sería posible encontrar un lugar donde pudiéramos conversar, mi amor? Tengo tantas y tantas cosas que decirte… Qué casa tan ridícula ésta: no hay un solo sitio donde podamos refugiarnos.

Se sentaron en la escalera, escalando más y más, como es habitual en las fiestas londinenses, pero parecía imposible colocarse a razonable distancia de la gente. De pronto vieron una escalerilla de metal que llevaba al tejado. Se miraron.

—¿Y si fuéramos por allí? —preguntó Vernon—. ¿Podrías hacerlo sin echar a perder tu vestido?

—No me importa mi vestido.

Vernon subió primero, quitó el cierre a la puerta que se veía en el techo y abriéndola llegó arriba. De inmediato se arrodilló para ayudar a Nell, que no tardó en unirse a él.

Estaban completamente solos. Londres se extendía a sus pies. Sin darse cuenta se juntaron. La mano de ella encontró pronto el camino hasta la suya.

—Nell, mi amor…

—Vernon…

La voz de Nell era apenas un susurro.

—Es cierto que me quieres ¿verdad?

—Sí, Vernon, te quiero.

—Es demasiado maravilloso para ser cierto. Oh, Nell, qué ganas tengo de besarte.

Ella colocó su rostro frente al de su amado y se besaron, vacilantes y tímidos.

—Tu piel es suave y deliciosa —murmuró Vernon.

Sin cuidarse del hollín y la tierra que lo cubrían todo por allí, se sentaron en un saliente. Los brazos de él la envolvieron y ella le ofreció su rostro para que la besara una y otra vez.

—Te quiero tanto, Nell, que casi temo tocarte.

Ella no entendió lo que Vernon quería decir. Sus palabras le parecieron extrañas. Se acercó aún más. La magia nocturna se completó con los besos de la pareja.

2

Despertaron de un sueño feliz.

—Vernon, creo que hace horas que estamos aquí.

Vueltos de pronto a la realidad, corrieron a la portezuela. Vernon bajó primero y, llegado abajo, cuidó que Nell descendiera sin tropiezos.

—Me temo que te has sentado sobre un buen montón de hollín, Nell.

—¿De verdad? ¡Oh, qué contrariedad!

—La culpa ha sido mía, cariño; pero valió la pena, ¿no?

Ella le sonrió con la felicidad pintada en el rostro.

—Sin duda —dijo suavemente.

Mientras descendían las escaleras, agregó con una pequeña sonrisa:

—¿Qué fue de todas las cosas sobre las que íbamos a hablar? Eran muchas.

Ambos rieron a la vez y entraron nuevamente en la sala donde se bailaba. Mostraban un aspecto tímido y furtivo.

Habían permanecido algo menos de media hora fuera del salón.

Una noche encantadora. Nell se durmió pensando en los besos de Vernon.

Al día siguiente por la mañana (era sábado) Vernon la llamó por teléfono.

—Debo hablarte. ¿Puedo ir a tu casa?

—Oh, no, amor mío; eso es imposible. Tengo que salir dentro de un rato con un grupo de personas y no puedo excusarme.

—¿Por qué no?

—Pues porque no sé qué podría decir a mamá.

—¿No le has contado nada?

—¡Claro que no!

La vehemencia de aquella negación sorprendió a Vernon, dejándole momentáneamente confuso. Pensó que la pobrecilla no podía de manera alguna contar a su madre lo sucedido entre ambos la noche anterior.

—¿No sería mejor que yo mismo le hablase? Iría de inmediato.

—No, no, Vernon; no antes de que tú y yo hablemos.

—Muy bien entonces; ¿cuándo hablaremos?

—No lo sé. Hoy debo comer al mediodía con unos amigos; luego he de asistir a una sesión teatral y a otra por la noche. Si hubiese sabido que ibas a pasar este fin de semana en Londres, hubiese arreglado las cosas de otro modo.

—¿Y mañana?

—Bueno, debo ir a misa…

—Muy simple: no vayas. Di que tienes dolor de cabeza o algo así y yo iré a tu casa. Hablaremos y cuando tu madre vuelva de la iglesia, le expondré personalmente la situación.

—Oh, Vernon, es que no creo que pueda…

—Sí que puedes. Ahora mismo corto la comunicación para que no inventes más excusas. Mañana a las once.

Cortó. No había dicho a Nell desde dónde la llamaba. Ella, por su parte, quedó prendada de su viril poder de decisión, aunque sus palabras le causaban honda ansiedad. Temía que al actuar precipitadamente lo echara todo a perder.

Al día siguiente no tardaron en verse envueltos en una gran discusión. Nell había comenzado por pedirle que no dijese aún nada a su madre.

—Sería contraproducente. No permitirá que sigan nuestras relaciones.

—¿Por qué?

—Ya verás. No querrá que nos veamos más.

—Pero Nell, deseo casarme contigo y tú conmigo, ¿no es así? Yo no quisiera esperar mucho.

Fue entonces cuando Nell sintió por primera vez exasperación. ¿Acaso no podía Vernon comprender cómo estaban las cosas? Hablaba como un niño.

—Es que no tenemos dinero, Vernon.

—Lo sé; pero trabajaré como un condenado. Por lo demás, a ti no te importa ser pobre, ¿no es así?

Ella respondió lo que se esperaba de ella: que no. Pero tenía conciencia de no decir toda la verdad. Era terrible ser pobre. Vernon no sabía en realidad todo lo terrible que era.

De pronto le parecía ser mucho mayor que él y tener mucha más experiencia. Vernon hablaba como un chico romántico, en la ignorancia de cómo eran en realidad las cosas.

—Vernon, ¿no podríamos continuar como hasta ahora durante un tiempo más? Somos tan felices así…

—Claro que lo somos; pero podríamos serlo mucho más. Quiero comprometerme contigo; que todo el mundo sepa que me perteneces.

—No veo qué diferencia marcaría el hecho de que todo el mundo lo supiese.

—Ninguna, en el fondo. Sin embargo, el compromiso me daría el derecho de verte libremente y haría innecesarios los tapujos. Además, ya no tendría por qué sentirme celoso por tontos como ese Dacre.

—¿No me dirás que sientes celos?

—Sé que no debiera sentirlos. Pero es que tú misma ignoras lo adorable que eres, Nell. Todos los hombres que te conocen han de sentirse enamorados de ti. Creo que hasta ese solemne norteamericano te ama.

Nell palideció un poco.

—Sea como fuere —dijo—, insisto en que con tu actitud no harás más que complicar las cosas.

—Piensas que tu madre no querrá saber nada, ¿verdad? Lo siento mucho. Le diré que todo ha sido por mi culpa. Después de todo tendrá que enterarse algún día. Creo que sentirá desaliento porque desea que te cases con un hombre rico, cosa muy natural. Pero, ya sabes que el dinero no proporciona la felicidad.

Nell no pudo contenerse.

—Hablas así muy despreocupadamente. ¿Qué sabes tú lo que es la pobreza? —preguntó con voz dura y apasionada.

Vernon se sorprendió.

—Pero, Nell, yo soy pobre.

—No, no lo eres. Has ido a los mejores colegios y universidades y, al llegar las vacaciones, has vivido en casa de tu madre, que es rica. No sabes absolutamente nada de la pobreza. No sabes…

Se detuvo. Estaba muy agitada. No era muy diestra para hablar y no podía en consecuencia expresar cabalmente lo que quería. ¿Cómo describirle el cuadro que ella tan bien conocía? Las mentiras, la desesperada lucha por guardar las apariencias… El aplomo con el que algunos decían que no se podía seguir con aquel tren de vida; los desprecios, las secretas burlas y, aún peor, la irritante benevolencia de otros. Nada había cambiado. En vida del capitán Vereker y una vez muerto éste, su madre siempre había deseado aparentar más y más. Cierto que era posible vivir en una casita de las afueras y no ver nunca a nadie, ni concurrir a bailes como las otras chicas, ni saber lo que eran los hermosos vestidos. Sí que hubiesen podido arreglárselas con la reducida renta de que disponían y dejar que la vida transcurriese en medio de la rutina y el hastío. Pero en cualquiera de los dos casos, todo era difícil y hasta asqueante. Era injusto eso de carecer de dinero. Por lo mismo, el casamiento era la meta dorada, puesto que constituía la única vía de escape. Así se terminarían los desprecios, las mentiras y los subterfugios.

No es que ella quisiera casarse fríamente por dinero. Con un optimismo sin límites, propio de la juventud, siempre había imaginado que se enamoraría de un hombre lleno de condiciones personales que, además, sería rico. Y se encontraba con que estaba enamorada de Vernon Deyre. Su modo de concebir aquella relación no incluía la idea de casamiento. Se limitaba a sentirse feliz, eso era todo.

Por lo mismo casi se sentía inclinada a odiarle, puesto que le había hecho tocar tierra, cuando tan bien se encontraba en las nubes. También le fastidiaba que Vernon diese por sentado que ella estaba dispuesta a encarar una vida de privaciones por el amor que la animaba hacia él. Si al menos hubiese planteado el problema en otros términos…

Si le hubiese dicho, por ejemplo: «Sé que no debiera proponerle matrimonio; pero ¿crees que sacrificarías tus perspectivas de bienestar para casarte conmigo…?». Algo así habría resultado más justo y adecuado a las circunstancias.

Del modo en que Vernon veía las cosas, el sacrificio pasaría casi desapercibido. Al fin y al cabo era un sacrificio lo que él estaba pidiendo. Nell no quería ser pobre. De hecho odiaba hasta la idea de la pobreza. La odiaba y la temía. De ahí que la actitud inexperta y desdeñosa de Vernon frente al problema la fastidiara. Era tan fácil despreciar el dinero cuando no se ha sentido nunca la falta de él… Vernon nunca había sabido lo que era carecer de medios económicos y, lo que era peor, lo ignoraba todo respecto a tal carencia. Siempre había vivido cómodamente y sin apuros.

—Dime, Nell, ¿verdad que no te importaría ser pobre? —dijo con sorprendido acento.

—Yo, que soy pobre —repuso ella—, sé de lo que estoy hablando.

Se sentía muchos años mayor que Vernon. Éste le parecía un niño. ¿Qué sabía él sobre las dificultades para que te otorgaran un crédito o te prestasen dinero? ¿Qué sabía sobre la angustia de deber lo que no se está en condiciones de pagar? Ella y su madre sí que lo sabían. De pronto, se sintió sola y desgraciada. ¿De qué servían los hombres? Te decían palabras maravillosas, te amaban, pero ¿eran capaces de comprenderte? Vernon no hacía esfuerzos por comprender, aparentemente. Por eso se expresaba en tono de reproche, dejando ver a la muchacha en qué medida bajaba en su estima.

—Si me dices que no eres capaz de amarme…

—Es que no entiendes —repuso ella ya sin esperanza de ser comprendida.

Se miraron con ojos desolados. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué las cosas tomaban aquel cariz?

—Tú no me quieres —dijo Vernon con enojo.

—Sí, Vernon, te amo, te amo…

De pronto, como por encanto, el mutuo amor los arrolló. Se unieron en un largo beso. Eran víctimas del inmemorial engaño de los enamorados, que consiste en decirse que todo ha de salir bien ya que se aman. Vernon se salió con la suya: insistió en hablar con la señora Vereker y Nell ya no se opuso. Los brazos de él la apresaban y sus labios estaban sobre los suyos; no estaba en condiciones de seguir discutiendo ni quería hacerlo. Mejor sería abandonarse a la dicha de sentirse amada.

—Sí, sí, mi amor… Si así lo quieres… Todo cuanto tú quieras…

Sin embargo, casi a pesar suyo, latiendo por debajo de su amor, sentía como un ligero disgusto…

3

La señora Vereker era una mujer lista. La noticia la cogió por sorpresa pero no dejó que se evidenciara en su rostro, reaccionó de manera muy diferente a la prevista por Vernon, mostrándose un poco divertida ante la idea y también algo desdeñosa.

—De modo que a vuestra edad creéis hallaros enamorados. Vaya.

Escuchaba las palabras de Vernon con expresión tan bondadosamente irónica que, sin quererlo, su lengua articulaba de tanto en tanto algún chasquido.

Cuando el muchacho terminó su exposición, dejó escapar un débil suspiro.

—¡Qué maravilloso ser joven! ¡Casi siento envidia de vosotros! Ahora, querido hijo, escúchame. No voy a prohibir las amonestaciones matrimoniales ni tomar ninguna actitud melodramática. Si Nell desea en realidad casarse contigo, allá ella; aunque no hay razón para ocultarte que me sentiría algo desilusionada. Es mi única hija y, naturalmente, deseo que se case con alguien que se encuentre en condiciones de darle lo mejor en todo sentido y que sepa rodearla de lujo y de comodidades. Creo que es natural que así lo quiera.

Vernon no tuvo otro remedio que asentir. La sensatez de la señora Vereker era extraordinariamente difícil de enfrentar. Por otra parte, él no esperaba que ella atacara por aquel flanco.

—Con todo, repito que no intentaré prohibir las amonestaciones. Lo único que exijo es que Nell se encuentre absolutamente segura de que no se arrepentirá de haber tomado la decisión de casarse contigo. ¿Supongo que lo que digo te parecerá razonable, no es así?

Vernon afirmó que, desde luego, le parecía razonable. Sin embargo, sentía la incómoda impresión de que le estaba metiendo en una trampa de la que no le sería fácil salir.

—Nell es muy joven. Tal es mi primera objeción. Quisiera que llegara a encontrarse completamente segura de que te prefiere a todos los demás hombres. Que entre vosotros lleguéis a algún arreglo es una cosa; pero el anuncio público de vuestro compromiso es algo muy distinto y por lo mismo no lo consentiré por ahora. Cualquier trato o convenio entre nosotros tres ha de permanecer necesariamente en secreto. Creo que podrás advertir la justicia y conveniencia de lo que propongo. Nell ha de gozar del privilegio de cambiar de opinión si siente que ha dejado de amarte o que prefiere a otro.

—¡Eso es imposible!

—Si es como tú dices, no hay razón alguna para que te preocupes. Entretanto, puesto que eres un caballero, creo que aceptarás lo que te propongo. Si lo aceptas, no opondré obstáculos para que Nell y tú os veáis.

—Pero señora, lo que quiero es casarme con Nell cuanto antes.

—¿Cuáles son exactamente tus ingresos?

Vernon le dijo a cuánto ascendía su sueldo en casa de su tío y las perspectivas que tenía de recuperar plenamente Abbots Puissants.

Cuando terminó, la señora Vereker hizo uso de la palabra para detallar breve y esquemáticamente los gastos de un matrimonio: alquiler, servidumbre, vestidos, etcétera. Hasta se refirió veladamente a los gastos suscitados por los niños que podrían nacer. Por fin comparó la posición que Vernon ofrecía a Nell con la que ésta ya tenía.

A Vernon, como a la reina de Saba, le pareció que se le iba el espíritu. Se sentía apabullado por la implacable lógica de los hechos. Terrible mujer la madre de Nell. Realmente terrible. Pero tenía que aceptar que decía la verdad. Tendrían que esperar y Vernon, tal como se lo pedía la señora Vereker, habría de conceder a Nell la posibilidad de que pudiera cambiar de opinión, aunque no era probable que esto sucediese.

Probó, con todo, un último argumento.

—Tal vez mi tío quiera subirme el sueldo. A menudo me ha dicho que cree en las ventajas de que las personas se casen jóvenes. Incluso se ha mostrado muy convencido sobre tal punto.

—¡Oh! —dijo la señora Vereker.

Durante unos momentos caviló sobre aquello.

—¿Tiene hijas?

—Sí: cinco. Las dos mayores ya se han casado.

La señora Vereker sonrió. El chico era un inocente. Ni siguiera pareció percibir el sentido de sus preguntas. De todos modos, había averiguado lo que deseaba.

—Bien, pues dejaremos así las cosas —dijo.

¡Una mujer lista!

4

Cuando Vernon abandonó la casa se sentía nervioso. Necesitaba encontrar a toda costa a alguien con quien conversar libremente sobre el episodio que acababa de vivir. Pensó en Joe, pero no tardó en descartarla: ambos ya habían discutido casi hasta enfadarse sobre Nell. Joe despreciaba a la que ella describía como «una chica convencional de la alta sociedad, con la cabeza hueca». Hablaba de ella en términos injustos y albergaba prejuicios en su contra. Para caer bien a Joe era preciso que una mujer se cortase el pelo, llevase blusa de obrero y viviese en Chelsea.

En resumidas cuentas, el más indicado era Sebastián. El hebreo era un hombre siempre dispuesto a considerar tu punto de vista y ocasionalmente podía resultar útil por alguna vía inesperada, producto casi siempre de su actitud realista y sensata ante los hechos. Un amigo de confianza.

Y rico. ¡Qué extraña era la vida! Si él tuviese el dinero de Sebastián, probablemente pudiera casarse al día siguiente con Nell; sin embargo, con su gran fortuna Sebastián no conseguía casarse con Joe. Una verdadera lástima, porque Vernon hubiese preferido que su prima se casase con él y no con algún gandul de los que solían llamarse a sí mismos artistas.

Sebastián, desafortunadamente, no estaba en su casa. En cambio se encontraba en ella su madre, la señora Levinne. Curiosamente, Vernon halló una especie de presencia reconfortante. La gorda, vieja y un poco cómica madre de su amigo, con sus costosos vestidos, sus diamantes y su espeso cabello negro, le resultaba mucho más comprensiva que su propia madre.

—No debes sentirte desgraciado, querido —le dijo—. Veo que algo malo te sucede. ¿De qué se trata? De alguna chica, supongo. Bueno, ya sabrás que lo mismo le sucede a Sebastián con Joe. Le he dicho ya muchas veces que hay que tener paciencia. De momento Joe parece vivir en las nubes; pero ya sentará cabeza y entonces estará en condiciones de saber qué es lo que realmente le conviene.

—Sería fantástico que se casara con Sebastián. Me encantaría porque así los tres podríamos seguir siendo íntimos y hallarnos juntos.

—Sí. Por mi parte he de decir que Joe me simpatiza mucho. No quiero decir con esto que la considere como la mujer ideal para Sebastián, porque son dos caracteres muy dispares y acaso terminen no entendiéndose en absoluto. Soy una mujer a la antigua, hijo. Por ello, quisiera que se casara con alguien de nuestra propia raza. Siempre es más seguro y a la larga resulta mejor en muchos sentidos. Es mejor compartir los mismos intereses y los mismos instintos; y no hay que olvidar, además, que las mujeres judías son muy buenas madres. De todos modos, tal vez mis deseos se cumplan si Joe sigue empeñada en sus puntos de vista. Lo mismo te digo a ti, Vernon. Ten en cuenta que hay soluciones mucho peores que la de casarse con una prima.

—¿Quiere decir usted que podría casarme con Joe, señora Levinne?

Vernon miraba a su interlocutora con gran sorpresa. Ella se echó a reír con toda franqueza y al hacerlo toda su gordura pareció trepidar, en especial su gran papada blanca.

—No, hombre —dijo por fin—. No hablaba de Joe, sino de tu prima Enid. Tal es la idea que alimentan en Birmingham, me parece.

—Oh, no… Bueno, al menos yo creo que no.

La señora Levinne volvió a reír.

—Estoy segura de que hasta este momento ni siquiera te había cruzado por la cabeza lo que acabo de decirte. Sin embargo, créeme que casarte con Enid sería lo más sensato, en especial si la niña que amas no te quiere. Hay que conservar el dinero en la familia.

Vernon salió de la casa con la mente en ebullición. Ahora, toda clase de pequeños episodios tomaban sentido. Aquellas bromas e insinuaciones del tío Sydney, la manera como siempre se ponía a Enid en su camino y hasta las palabras con que la señora Vereker pusiera fin a la entrevista de aquella misma mañana. Todos esperaban que se casase con Enid, por supuesto. ¡Con Enid!

Otro recuerdo acudió a su conciencia: la escena de su madre cuchicheando con sus amigas y aquella referencia a los primos hermanos. Se le ocurrió de pronto que allí estaba, además, la clave que permitía comprender por qué Myra había permitido a Joe que se fuese a vivir por su cuenta a Londres. Su madre había pensado que él y Joe acaso…

Le entraron ganas de reír. ¡Joe y él! Aquello demostraba, por si fuera poco, hasta qué punto su madre desconocía su carácter y sus sentimientos. No podía imaginarse, bajo ninguna circunstancia, enamorado de Joe. Ambos eran ni más ni menos que hermanos y así sería siempre. Tenían los mismos amigos, les apetecían las mismas cosas y compartían hasta las diferencias de opinión. Estaban hechos con el mismo molde. Era imposible que de pronto resultaran encantadores el uno para el otro y que el amor naciera como consecuencia de aquel descabellado cambio.

¡Enid! De modo que allí estaba lo que el tío Sydney buscaba. Pobre tío, pensó Vernon. Sus planes estaban destinados a fracasar. Nunca debió ser tan ingenuo.

Sin embargo, acaso se apresuraba a extraer conclusiones. Quizá la idea no fuera del tío Sydney, sino de su madre. Ya se sabe que las madres siempre están casando imaginariamente a sus hijos con una u otra. Sea como fuere, su tío no tardaría en ser puesto al corriente de la verdad.

5

La entrevista de Vernon con el tío Sydney no resultó agradable, éste se sintió a la vez molesto y trastornado, aunque nada dejara ver exteriormente a su sobrino. Cogido por sorpresa, no acertó de inmediato a adoptar una actitud concreta. En consecuencia, se limitó a efectuar una o dos intentonas vagas en diferentes direcciones.

—Tonterías. Todo cuanto me dices son puras tonterías. Eres demasiado joven para pensar en el casamiento. Nada de lo que dices tiene sentido.

Vernon recordó a su tío lo que él mismo dijera sobre aquello de casarse temprano.

—¡Bah! No me estaba refiriendo a la clase de matrimonio que tú pretendes hacer. ¡Una niña de sociedad! Vaya, como si yo no supiera lo que son.

Vernon se acaloró.

—Lo siento, muchacho —se apresuró a decir su tío, antes de que Vernon hablase—. No quise herir tus sentimientos. Sólo advertirte que esa clase de niñas no se casan por amor sino por dinero. En consecuencia no estarás en condiciones de ser un pretendiente a tener en cuenta hasta pasados unos cuantos años. Bastantes.

—Pensé que tal vez…

El muchacho se detuvo. Se sentía incómodo y un poco avergonzado.

—Te diré lo que pensaste. Que yo podría dotarte de un sueldo amplio. ¿Es eso lo que la niña te ha metido en la cabeza? Pues yo te pondré en ella algo diferente: has de pensar que los negocios son los negocios. Estoy seguro de que me darás la razón.

—La verdad es que no creo merecer ni siquiera lo que me pagas ahora, tío Sydney.

—¡Bah! No debes pensar eso, porque no es a esto a lo que me estaba refiriendo. Te estás comportando muy bien teniendo en cuenta que eres un novato. Siento mucho todo lo que sucede y, aunque no te guste, te daré un consejo: abandona el proyecto que tienes en la cabeza. Ya comprenderás algún día que es lo mejor.

—No puedo seguir tu consejo, tío Sydney.

—Pues allá tú. Se trata de tu vida, no de la mía. A propósito: ¿has hablado de todo este asunto con tu madre? ¿No? Pues creo que sería preciso que tuvieras con ella una buena conversación. A ver si no te dice lo mismo que yo. Estoy seguro de que así será. No olvides el viejo refrán: el mejor amigo de un muchacho es su propia madre.

¿Por qué decía el tío Sidney tantas insensateces? La verdad era que, desde su infancia, sólo le había oído decir tonterías. Sin embargo, se trataba de un hombre de negocios astuto e inteligente.

Bueno, de todos modos no quedaba nada por hacer sino esperar. La primera bruma maravillosa del amor se disipaba para dejar ver algo que podía ser tanto el cielo como el infierno. Pero deseaba tanto a Nell…

Le escribió una carta.

Mi querida:

Nada que hacer. Debemos tener paciencia y esperar. De todos modos, ahora tendremos oportunidad de vernos con frecuencia. Tu madre estuvo muy franca y sensata en la conversación que mantuvimos: mucho más de lo que yo mismo esperaba. Comprendo perfectamente la fuerza de sus argumentos. Pienso que es justo lo que pide, es decir, que permanezcas libre para saber a ciencia cierta que no existe otro hombre que te parezca mejor que yo. Eso no sucederá, ¿verdad, mi amor? Sé que no. Nos amaremos para siempre y nada importará que seamos pobres… Contigo, todo será maravilloso…