CAPÍTULO SEXTO

1

Si Vernon hubiese tenido que resumir en una sola palabra todos los acontecimientos ocurridos durante los breves años que siguieron, habría acudido a «escenas». Permanentes y repetidas escenas.

Comenzó asimismo a registrarse un curioso fenómeno: tras cada escena, su madre parecía crecer y su padre encogerse. Las grandes tormentas emotivas, cargadas de reproches e insultos, proporcionaban a Myra una especie de escape bienhechor, que le sentaba de maravilla, tanto física como espiritualmente. Salía como nueva de las discusiones: animada, tranquila y llena de buena voluntad hacia el mundo entero.

En cambio, a su esposo le sucedía precisamente lo contrario. Tras cada asalto, se refugiaba en sí mismo, herida cada fibra de su sensibilidad. Los débiles y corteses sarcasmos que constituían su única arma defensiva nunca dejaban de azuzar los ánimos de su esposa, llevándolos a la furia más extremada. Su autocontrol tranquilo y cauteloso la exasperaba, haciéndole perder los estribos.

A decir verdad, no le faltaban razones a Myra para discutir. Walter pasaba cada vez menos tiempo en Abbots Puissants. Cuando volvía se le veían grandes ojeras y las manos solían temblarle ligeramente. No prestaba mayor atención a Vernon. Sin embargo, el niño percibía una especie de comprensión hacia él, aunque no se manifestara en palabras. Por acuerdo tácito, Walter no «interfería» en la educación del niño. Su madre era la única persona que decidía en la materia y Walter sólo opinaba cuando se hablaba de las clases de equitación. Aparte de eso, se mantenía al margen. De no hacerlo así, se veía de inmediato envuelto en violenta y vehemente controversia, en la que abundaban los reproches y los insultos. Para evitarla se apresuraba a reconocer de antemano que Myra poseía todas las virtudes del mundo y que era una madre experta e incomparable.

Sin embargo, a veces sentía que era capaz de dar a su hijo algo que su madre no estaba en condiciones de proporcionarle. Lo malo era que ambos se mostraban tímidos en las relaciones mutuas. Ni al padre ni al hijo les resultaba fácil expresar sus sentimientos, rasgo de carácter que Myra hallaría incomprensible. Entretanto, las relaciones entre padre e hijo eran graves y corteses.

Pero cuando tenía lugar una «escena», el corazón de Vernon rebosaba de simpatía silenciosa por su padre. Sabía con toda certeza qué experimentaba él en aquellos momentos y conocía el efecto que aquellas palabras airadas, dichas en tono estridente, producían en los oídos y en la cabeza. Su madre contaba seguramente con toda la razón, porque ella siempre la tenía. Eso era dogma de fe en la casa y no se prestaba a discusión alguna. No obstante, las simpatías de Vernon se inclinaban inconscientemente hacia su padre.

La situación familiar fue deteriorándose cada vez más, hasta alcanzar una crisis. La madre de Vernon se encerró en su dormitorio y allí se estuvo dos días enteros mientras la servidumbre comentaba con deleite la situación. Por otra parte el tío Sydney se presentó en la casa para averiguar si estaba de su mano hacer algo.

El tío Sydney tenía indudablemente el poder de calmar los nervios de su hermana. Recorría de un lado a otro la habitación con las manos en los bolsillos y haciendo sonar, como siempre, las monedas que llevaba en uno de ellos. Parecía más saludable y rubicundo que nunca.

Myra le había manifestado cuáles eran sus problemas y rencores.

—Sí, sí, ya veo —dijo el tío Sydney, redoblando el ritmo de la calderilla—. Sé, querida, que has tenido que tolerar muchas cosas. Eso nadie puede discutirlo, conozco el caso mejor que nadie. Pero hay que sopesar lo bueno y lo malo. Eso es, en síntesis, la vida matrimonial. Un toma y daca.

Myra volvió a estallar.

—No; que no voy a defender a Deyre —interrumpió su hermano—. En absoluto. Me limito a considerar el asunto como un hombre de mundo que soy. Las mujeres lleváis una vida protegida y recoleta que os impide saber tanto como sabemos los hombres. Y es mejor así. Eres una buena esposa, Myra; en consecuencia no te resulta fácil comprender el fondo de esta situación. Las buenas esposas saben poco, felizmente, sobre la vida. Lo mismo le sucede a la mía.

—¿Y qué es lo que tu esposa Carrie ha tenido que tolerar, si puede saberse? —exclamó Myra—. Tú no eres de esos hombres que van por ahí de juerga en juerga con mujerzuelas desvergonzadas. Tú no persigues a las criadas.

—No… —repuso el tío Sydney—. No. Claro que no. Ahí está, precisamente, el nudo de la cuestión. Comprenderás que Carrie y yo no siempre estamos de acuerdo en todo y que a menudo tenemos nuestras diferencias. Vaya, si hasta hemos llegado a pasar dos días sin hablarnos. Pero son desacuerdos sin importancia: pronto hacemos las paces y las relaciones siguen adelante mejores aún que antes. Una riña de vez en cuando aclara la vida matrimonial. Y esto me lleva a lo que te decía antes: hay que saber dar y recibir. Y, una vez que se han hecho las paces, nada de importunar regañando sobre lo pasado. El mejor hombre del mundo no aceptaría eso.

—Pues yo nunca importuno así a Walter —dijo Myra sollozando y mostrándose muy convencida de la verdad de cuanto afirmaba—. ¿Cómo puedes decir semejante cosa?

—Vamos, no te sulfures, mujer. Yo no he dicho que seas inoportuna ni regañona. Me limito a establecer algunos principios generales. Por otra parte, admito que Deyre no es como nosotros. Es de los delicados. De esos individuos sensibles y recelosos, quiero decir. A la menor tontería ya se apabulla.

—¡Me lo dices a mí! —exclamó Myra con amargura—. Es un hombre imposible. ¿Por qué me habré casado con él?

—Bueno, hermanita, habrás de comprender que no puede tenerse todo. Fue una boda equitativa y eso es algo que no podrás negar. Aquí estás, viviendo en una magnífica mansión, conocida por toda la alta sociedad del condado y ocupando en ella una situación casi digna de la familia real. ¡Dios! Si nuestro padre aún viviera se sentiría muy orgulloso. Por eso te digo que es preciso tomar lo bueno y lo malo de cada situación. No te ganas medio penique en esta vida sin recibir con él algún golpe. Estas viejas familias son decadentes, como ya sabemos; y quien se casa con un integrante de ellas ha de tener muy presente ese hecho. Es como en cualquier negocio: de un lado se asientan las ganancias y del otro las pérdidas más los dolores de cabeza. Es del único modo que pueden considerarse las cosas en la vida, créeme. Del único modo.

—Yo no me casé con Walter teniendo en cuenta las «ganancias», como tú dices —repuso Myra—. Odio esta casa y siempre la he odiado porque él se casó conmigo sólo para conservarla. Todo por Abbots Puissants.

—Tonterías, mujer. Eras una muchacha maravillosamente bonita y aún lo eres —dijo su hermano, inclinándose al manifestar su galantería.

Pero la frase no hizo mella en el ánimo de Myra.

—Walter me tomó por esposa con el fin de salvar Abbots Puissants —insistió—. Lo afirmo y puedes creerme.

—Vaya. Sea como fuere, la cosa pertenece al pasado. Déjala estar.

—No te tomarías las cosas con tanta filosofía si estuvieras en mi lugar —añadió Myra con disgusto—. No sabes lo que es vivir con él. Hago cuanto puedo por agradarle y a cambio recibo desprecio y malos tratos.

—Le importunas y le regañas —sentenció el tío Sydney—. Oh, sí, no me lo negarás. Es tu manera de ser y no puedes remediarlo.

—Pero si al menos él respondiera en el mismo lenguaje… —anotó su hermana—. Si dijera algo, en lugar de quedarse ahí sentado…

—Bueno, ése es su carácter. No puedes pretender que la gente cambie de modo de ser tan sólo para satisfacerte. No te diré que a mí particularmente me caiga bien. Es demasiado «fino» para mi gusto. No dudo que si le pusieras al frente de una empresa, donde hay que trabajar duro, no tardaría quince días en llevarla a la ruina. Sin embargo, he de reconocer que siempre se ha mostrado muy cortés conmigo. Como un auténtico caballero. Es la verdad. Cuando nos encontramos en Londres, cierta vez, me llevó a comer a su elegante club y he de decir que si no me sentí del todo cómodo con él, la culpa no fue suya. Tiene sus cualidades.

—Hablas como hombre que eres —dijo Myra—. Carrie me entendería mejor. Me ha sido infiel, te digo. Me ha sido infiel y me ha mentido.

—Bueno, Myra —repuso su hermano con sonrisa cómplice y dirigiendo al techo la mirada—. Ya sabes cómo son los hombres.

—Pero Syd, tú nunca…

—Oh, no, claro que no —interrumpió rápidamente—. Como comprenderás, estoy hablando en términos generales, Myra.

—Pues he de decirte que se ha terminado —concluyó Myra—. Ninguna mujer hubiera resistido tanto como yo. Ahora se terminó. No quiero verle nunca más.

—¡Ah!

El tío Sydney llevó una silla hasta la mesa y tomó asiento, con el aspecto de quien se dispone a hablar de negocios.

—Si es así —continuó—, veamos los hechos tal como se presentan. ¿Es firme tu resolución? ¿Qué piensas hacer?

—Te he dicho que no quiero volver a ver a Walter.

—Sí, sí —dijo el tío Sydney pacientemente—. De acuerdo, eso has dicho. Pero ¿qué piensas hacer, repito? ¿Quieres pedir el divorcio?

—¡Oh! —exclamó Myra con sorpresa—. No había pensado que…

—Pues tendrás que hacerlo si realmente deseas buscar soluciones prácticas. Personalmente, dudo que puedas lograr el divorcio. Tendrías que probar el hecho de que tu esposo se ha conducido contigo con crueldad y no creo que pudieras aportar evidencias en tal sentido.

—¿No? Si supieras los sufrimientos por los que he debido pasar…

—Supongo que los has pasado. Pero no es a eso a lo que me estaba refiriendo, sino a tus posibilidades de convencer al tribunal. Por otra parte, no hay abandono de hogar; supongo que si le escribes pidiéndole que vuelva, volverá, ¿no es así?

—Pero ¿no acabo de decirte que espero no verle nunca más?

—Sí, me lo has dicho; pero vosotras las mujeres no comprendéis las cosas. Yo considero ahora las cosas desde el punto de vista estrictamente legal. No creo que pudieras obtener el divorcio.

—No quiero el divorcio.

—¿Qué es entonces lo que quieres? ¿Una separación?

—¿Una separación para que Walter se vaya a vivir con esa condenada en Londres? ¿Para que se instale a vivir permanentemente con ella? ¿Y yo qué? ¿Qué me sucedería a mí?

—Pues hay casas muy bonitas cerca de la zona donde vivimos nosotros. Y supongo que podrías tener al niño contigo la mayor parte del tiempo.

—¿Para que Walter pudiera traer libremente a esta casa a toda clase de desvergonzadas? No, eso no. Me niego a hacerle esa clase de favores.

—Diablos, Myra, ¿qué deseas entonces?

Myra se puso a llorar de nuevo.

—Soy tan desgraciada, Sydney… tan desgraciada. Si Walter fuera diferente…

—Pues no lo es y nunca lo será. Tendrás que hacerte a la idea de una vez por todas, Myra. Te has casado con una especie de Don Juan y sería bueno que así lo aceptaras. En el fondo, por otra parte, tu marido no te resulta indiferente. Bésale y haced las paces, es lo que te aconsejo. Ningún ser humano es perfecto. Ya sabes: dar y recibir. Eso es lo que tienes que tener en cuenta. Dar y recibir.

Su hermana continuaba llorando quedamente.

—El casamiento es asunto complicado —reflexionó el tío Sydney—. Las mujeres son sin duda demasiado buenas. Mejores que los hombres.

—Supongo —contestó Myra entre sollozos— que la mujer ha de perdonar y perdonar, una y otra vez.

—Ésa es la verdad. Las mujeres son ángeles y los hombres no; de modo que no tenéis más remedio que hacer la vista gorda. Así ha sido siempre y así seguirá siendo.

Los sollozos de Myra fueron menguando. Se veía ahora en el papel del ángel que perdona y olvida.

—No es que me haya negado a hacer cuanto estaba de mi mano —dijo con voz entrecortada—. He hecho lo posible por llevar bien la casa y estoy segura de que ninguna mujer habría sido una madre más dedicada que yo a su hijo.

—Naturalmente. Y como resultado ahí tienes a ese magnífico chico. Ya quisiéramos Carrie y yo tener uno como él. Ponte en nuestro caso: cuatro chicas, caramba. Sin embargo, como yo siempre le digo: «Tal vez haya más suerte la próxima vez, querida». Esta vez, los dos estamos seguros de que será varón.

La atención de Myra se vio desviada.

—No sabía nada. ¿Para cuándo esperáis al niño?

—Para junio.

—¿Cómo está Carrie?

—Le molestan un poco las piernas. Se le hinchan, sabes, aunque se las apaña bastante bien. Pero ¿quién está ahí? Hola, pequeño. ¿Hace rato que estabas ahí?

—Oh, sí, mucho rato. Ya me encontraba en la habitación cuando vosotros entrasteis.

—Es que eres tan callado —dijo su tío en tono de queja—, que ni se nota tu presencia. En eso no te pareces a tus primas. Puedo asegurarte que a veces el jaleo que arman entre todas no se soporta. ¿Qué es lo que llevas ahí?

—Una locomotora.

—No, no es una locomotora —dijo el tío Sydney—. Apuesto a que es un carro de leche.

Vernon permaneció callado.

—¡Hey! —insistió el tío Sydney—. ¿No llevas un carro d leche?

—No —dijo Vernon—. Una locomotora.

—¿A que no? Yo digo que es un carro de leche. ¿Gracioso, no? Tú dices que llevas una locomotora y yo que llevas un carro de leche. ¿Quién tendrá la razón?

Como Vernon sabía la respuesta, no creyó oportuno replicar.

—Tienes un hijo muy serio, Myra —dijo el tío Sydney a su hermana—. No sabe bromear.

Y dirigiéndose al niño, prosiguió:

—Mira, pequeño, has de acostumbrarte a las bromas. En el colegio te las harán continuamente.

—¿Sí? —repuso Vernon, sin acertar a explicarse qué tenían que ver las bromas del tío Sydney con el colegio.

—Un hombre ha de saber reír con una broma. Ésa es la clase de individuos que se abren camino en la vida —dijo el tío Sydney.

Poniéndose de pie, hizo sonar sus monedas, tal vez estimulado por una brusca asociación de ideas. Vernon le contemplaba con gesto intrigado.

—¿En qué piensas? —le preguntó.

—Oh, en nada.

—Lleva tu locomotora a la terraza, hijo —dijo su madre.

Vernon obedeció.

—¿Qué habrá sacado en limpio el pequeño de nuestra conversación, Myra? —preguntó Sydney a su hermana en cuanto Vernon salió de la habitación.

—Oh, poca cosa. Es muy pequeño.

—Hum… —dijo su hermano—. No estoy tan seguro. Algunos niños entienden mucho más de lo que pudiera creerse. Nuestra Ethel, por ejemplo, no tiene un pelo de tonta.

—No creo que Vernon haya comprendido nada —afirmó Myra—. Y me alegro que así sea. En cierto modo, es mejor.

2

—Mamá —dijo más tarde Vernon—. ¿Qué es lo que sucederá en junio?

—¿En junio?

—Sí. Dijisteis que pasaría algo en junio.

—Oh, eso. —Myra se sintió cogida por sorpresa—. Bueno, sabes, es un gran secreto…

—Cuéntamelo —dijo Vernon ansioso.

—El tío Sydney y la tía Carrie esperan que en junio les llegue un bebé precioso. Un pequeño primito para ti.

—Oh —dijo Vernon, desilusionado—. ¿Eso es todo?

Tras un minuto o dos, insistió:

—¿Por qué se le han hinchado las piernas a la tía Carrie?

—Bueno, porque se ha cansado mucho últimamente, sabes.

Myra temía que Vernon continuara haciendo preguntas. Trataba de recordar los temas que ella y su hermano abordaran aquella tarde.

—Mamá.

—¿Sí, hijito?

—¿Verdad que el tío Sydney y la tía Carrie quieren tener un hijo varón?

—Pues sí, naturalmente.

—¿Por qué esperar hasta junio, entonces?

—Porque Dios conoce más que nosotros mismos lo que nos conviene; y Dios considera que lo mejor será que les llegue en junio.

—Pues vaya espera —dijo Vernon—. Si yo fuera Dios, daría de inmediato a las personas lo que cada una me solicitara.

—No debes blasfemar, querido —le advirtió Myra dulcemente.

Vernon permaneció callado; pero estaba perplejo. ¿Qué significaba «blasfemar»? Se inclinaba a creer que se trataba de la misma palabra que la cocinera había usado cierto día al hablar de su hermano. Había dicho que era algo así como un hombre muy blasfemo y que nunca bebía alcohol. Su conducta parecía algo muy recomendable. Sin embargo, su madre no parecía estar de acuerdo con la cocinera sobre el punto.

Aquella noche añadió a sus plegarias habituales, que consistían en decir: «Dios, bendice a papá y a mamá y haz que sea un niño bueno», algo más.

—Querido Dios, ¿podrías enviarme un muñeco en junio? Aunque si estuvieses muy atareado podrías enviármelo en julio.

—¿Y por qué en junio, si puede saberse? —le preguntó la señorita Robbins—. Sí que eres un niño extraño. Cualquiera hubiese creído que lo deseabas cuanto antes.

—No debes «abstemiar» —le advirtió Vernon, mirándola con gesto de reproche.

3

De pronto el mundo pareció tornarse apasionante. ¡Había guerra en Sudáfrica y el padre de Vernon se aprestaba alistarse!

Todos estaban sumamente agitados y confusos. Por primera vez, Vernon oía hablar de unos hombres llamado «boers». Ellos eran los que su padre iba a combatir.

Walter volvió a casa por unos días. Se le veía más joven y vivaz. Tan desbordante de alegría que Vernon lo veía muy distinto. Él y su madre se sentían muy felices juntos y ni un sola vez se produjeron peleas ni escenas.

Un par de veces Vernon pudo notar que su padre parecía molesto por algo que su madre decía. En cierta ocasión exclamó irritado:

—Por Dios, Myra, deja de hablar sobre los valientes héroes que dan la vida por la patria. No puedo soportar esa clase de trivialidades.

Pero su madre no se enfadó por eso.

—Ya sé que no quieres que lo diga —se limitó a observar—. No obstante es la verdad.

La víspera de su partida, Walter pidió a su hijo que le acompañara a dar un paseo. Caminaron un buen rato por los terrenos de la propiedad, casi sin hablar. Por fin, Vernon se armó de valor para hacerle a su padre algunas preguntas.

—¿Estás contento de ir a la guerra, papá?

—Muy contento.

—¿Es divertida?

—Bueno, yo no diría que divertida, aunque en cierto modo lo resulte. La guerra es sobre todo algo apasionante. Por lo demás, te aleja de la rutina. De golpe, te encuentras algo muy diferente a la vida cotidiana.

—Supongo —dijo Vernon meditando— que no hay mujeres en la guerra.

Walter Deyre miró fijamente a su hijo. En su boca se percibía una ligera sonrisa. Le asombraba el modo que tenía su hijo de dar a veces en el clavo sin parecer que aquello respondiera a una voluntad consciente.

—Las mujeres son para tiempos de paz —respondió con voz grave.

—¿Crees que matarás a muchos hombres? —preguntó el niño muy interesado.

Su padre le repuso que era difícil darle de antemano una contestación.

—Espero que sí —dijo Vernon, ansioso de que su padre alcanzara notoriedad—. Espero que matarás lo menos a un centenar.

—Gracias, camarada.

—Y supongo… —Vernon se interrumpió.

—¿Sí? —le animó su padre.

—Digo que también será probable que quienes hacen la guerra mueran.

Walter comprendió.

—A veces, sí.

—Pero no te matarán a ti, ¿verdad?

—Hombre, podría ser. Se corre cierto riesgo.

Vernon se detuvo a pensar en la frase de su padre. Lo que implicaba le vino lentamente a la conciencia.

—Pero a ti no te gustaría morir.

—Acaso fuera lo mejor —dijo Walter Deyre, más para mismo que para el niño.

—Espero que no te maten.

—Gracias.

Su padre apenas sonreía. El deseo expresado por Vernon parecía tan cortés y convencional… Pero no cometió el error, tan frecuente en Myra, de tomar la frase de su hijo como una muestra de insensibilidad.

Entretanto, habían llegado junto a las ruinas de la antigua abadía. El sol desaparecía ya en el horizonte cuando padre e hijo pasearon sus miradas por el lugar. Walter contuvo un instante el aliento, como si sintiera un ligero dolor. Quizá nunca más volviera a contemplar aquello.

«He hecho un lío de mi vida», pensó.

—¡Vernon!

—¿Qué, papá?

—Si me mataran en la guerra, Abbots Puissants sería tuyo. ¿Ya sabías eso, verdad?

—Sí, papá.

De nuevo reinó el silencio. Walter hubiese querido decir mucho más; pero no estaba acostumbrado a hablar de intimidades. Para él, muchas cosas no podían expresarse mediante palabras. Le resultaba extraño sentir la comodidad que le aportaba la presencia de aquel pequeño ser humano. Aquel hombrecito que era su propio hijo. Tal vez cometió el error, entre otros, de no haberlo tratado más estrechamente y conocerlo mejor. El contacto con el niño era tímido. No obstante, reinaba entre ambos una especie de armonía. A ambos les disgustaban las expansiones sentimentales y las grandes frases.

—Me gusta este lugar —dijo Walter— y espero que también te guste a ti.

—Sí, papá.

—Siempre me ha divertido pensar en los antiguos monjes. Pescarían, supongo, por aquí. Serían de estos tíos gordos. Siempre los he imaginado como individuos que se daban la buena vida.

Dieron unas vueltas más, al cabo de las cuales Walter dijo:

—Bueno, será mejor que volvamos a la casa. Se está haciendo tarde.

Regresaron. Walter se irguió. Aún le quedaba la despedida. Habría efusiones, sin duda. Escenas emotivas, si conocía algo a Myra; adioses que le resultaban sumamente embarazosos. Bueno, pronto habría pasado todo aquello. Las despedidas ya eran de por sí penosas y siempre era mejor abreviarlas; pero Myra no pensaría del mismo modo.

Pobre Myra. En definitiva tampoco ella había salido ganando. Aquella hermosa criatura se había casado con alguien que la quería para conservar Abbots Puissants. Ella, en cambio le había amado por lo que él era. Allí radicaba el principio de todo aquel lío.

—Habrás de cuidar mucho de tu madre, Vernon —dijo de pronto—. Ya sabes que siempre ha sido muy buena contigo.

En cierto modo esperaba no volver. Sería mejor. Vernon no le necesitaba: tenía a su madre.

Sin embargo, al pensar así, le asaltó una incómoda sensación. Como si abandonara traicioneramente al niño…

4

—¡Walter! —exclamó Myra—. No te has despedido de Vernon.

El padre dirigió la mirada al chico, que a su vez le contemplaba con los ojos muy abiertos.

—Adiós, camarada. Que te vaya muy bien en mi ausencia.

—Adiós, papá.

Y eso fue todo. Myra estaba escandalizada. ¿No tenía el menor afecto a su propio hijo? Ni siquiera le había dado un beso. Qué extraños eran los Deyre… Qué indiferentes… El modo como se despidieron, con toda una inmensa habitación entre ambos… Eran muy parecidos.

«Pero Vernon no crecerá para ser una réplica de su padre», se dijo Myra.

Desde los cuadros, en las paredes, varios Deyre miraron hacia abajo y sonrieron burlonamente…