Capítulo Dos
¡Improvisar!, pensaba Jordan con furia mientras hacía su maleta a puñetazos.
Debería haberse negado desde el principio; aquello era ridículo. Probablemente Mallory habría pensado que sería divertido jugar un poco a ser Celestino, o quizá lo que intentaba era buscarle pareja a su relamida criptógrafa. Pues bien, en ese caso, la víctima no iba a ser Jordan Trent, ni soñarlo.
El era un solitario por vocación, y siempre lo había sido. Le gustaba la vida tal y como era, y no necesitaba introducir ningún cambio. Mallory tenía razón en lo que le había dicho. A él le gustaba vivir al borde del precipicio, sin saber dónde lo sorprendería la semana siguiente. Prefería una vida agitada e insegura a la monotonía de un trabajo fijo de nueve a cinco, con una casa grande en las afueras, una esposa e hijos.
Sin embargo, tampoco tenía motivos para estar tan disgustado, porque al fin y al cabo iba a lanzarse a una acción difícil, de las que a él le gustaban, con la ventaja de contar con ciertos contactos que podrían arrojar luz sobre el secuestro de la señora Monroe.
Jordan hizo un esfuerzo para descubrir lo que en realidad le estaba atormentando.
No era tan difícil; todo residía en su carácter insociable, que dificultaba sus relaciones con los demás. Por eso nunca había pasado una temporada larga con nadie, ni hombre ni mujer. Aquella manera de ser suya estaba plenamente justificada por la vida que había llevado.
Cuando Jordan tenía ocho años, su madre murió de una pulmonía. A raíz de ello su abuela materna, que tampoco andaba demasiado bien de salud, se puso en contacto con su padre, que vivía en Chicago, y le habló por primera vez de la existencia de su hijo. Morgan Trent se puso en camino, inmediatamente hacia la pequeña ciudad del sur de California donde había sido criado. Nunca puso en duda su paternidad. Jordan, que era un niño muy pequeño, nunca llegó a comprender por qué de pronto llegaba aquel desconocido para llevárselo lejos del lugar en el que había pasado su corta vida.
A pesar de los intentos de explicación de Morgan, diciéndole que era su padre, Jordan había seguido inflexible, porque aquello no le importaba. En su mente infantil se decía que si había pasado ocho años sin un padre y se las había arreglado perfectamente, no necesitaba uno que apareciera de pronto trastornándolo todo. Sin embargo, ahora, mirándolo desde la perspectiva de sus treinta y cinco años, Jordan veía las cosas de manera muy diferente y sabía apreciar lo que su padre había intentado hacer por él.
Jordan era un niño introvertido, que se había pasado la vida solo, aprendiendo a defenderse y ocuparse de sus cosas sin la ayuda de nadie. Su madre trabajaba muchas horas al día y apenas la veía. La encargada de cuidarlo era su abuela, que nunca se había preocupado excesivamente de sus idas y venidas.
Por eso Jordan tuvo dificultades para adaptarse a la nueva vida que se le presentaba con su padre recién aparecido y su madrastra. No le gustaba su modo de vida, las normas que se veía obligado a responder, su casa grande y sus formalidades. Nunca los veía demostrarse afecto o por lo menos camaradería.
En aquella casa todo eran esfuerzos y rigideces; la espontaneidad brillaba por su ausencia. Con aquel programa, aceptaba con alegría el deber de ir al colegio, porque para él suponía más bien una liberación. No obstante, allí seguía siendo un solitario.
Cuando se graduó en la universidad, era el perfecto elemento para ser reclutado.
Como no tenía lazos fuertes que lo unieran a nadie, podía desaparecer durante semanas sin que nadie se preocupara por él ni lo echara de menos. Jordan elegía siempre amigas que no se interesaran por conocer su trabajo y que no mostraran el menor síntoma de afán posesivo. Poco a poco, se había acostumbrado a ese tipo de mujeres y sólo con ellas conseguía sentirse a gusto.
Pero no sabía nada de las mujeres como Lauren Mackenzie.
Jordan consultó su reloj. Debía pasar a recogerla dentro de un momento. Después se dirigirían al aeropuerto de Nueva York, pasarían toda la noche volando, y en cuanto llegaran a Francfort se pondrían en contacto con sus conocidos de Viena. Para él era una novedad viajar en las líneas comerciales, ya que en sus anteriores misiones en el continente europeo se había servido siempre de medios militares. Jordan echó una ojeada a los pasajes que Mallory le había entregado. Viajaban en primera clase.
Qué hombre tan intrigante. Jordan hubiera dado cualquier cosa por saber qué estaba tramando.
Lauren Mackenzie se plantó delante del espejo de su cuarto de baño intentando por todos los medios reconciliarse con su nueva imagen. Su pelo pelirrojo oscuro había sido aclarado con tintes y ahora era rubio rojizo. Iba a tener que acostumbrarse a ello, porque si no su suplantación de personalidad no iba a resultar nada convincente. No podía hacer una mueca de susto cada vez que se mirara al espejo.
El color del pelo no era lo único que le habían cambiado. También estaba el peinado, por ejemplo, al que Lauren nunca había prestado demasiada atención. Ella tenía un cabello sano y fuerte que siempre procuraba llevar apartado de la cara, sin más complicaciones. Ahora, sin embargo, se lo había dejado demasiado corto como para recogérselo, con el corte a capas y flequillo. Era extraordinario lo que podía hacer un corte de pelo, pensó con una sonrisa. Quizá merecía la pena ponerse de vez en cuando en manos de profesionales.
La mujer que le había explicado cómo tenía que maquillarse se había quedado maravillada con su cutis. Lauren, dado el hecho de que no lo tenía como su madre y su hermana, nunca le había prestado demasiada atención. Su piel la preocupaba solamente cuando debía ponerse al sol y no conseguía broncearse, sino quemarse y que le salieran pecas. Por eso, mientras sus amigas se divertían en la piscina y en la playa, ella se quedaba siempre sola en casa, roja como un tomate.
Sin embargo, no tenía que preocuparse; por lo que había podido ver en la entrevista de aquella tarde, el señor Trent tampoco se caracterizaba por su sociabilidad, si es que las cuatro palabras que había cruzado con él servían de indicativo.
A partir de esa tarde no podía seguir refiriéndose al hombre que iba a ser su marido como señor Trent. Pero es que el nombre que le daba el señor Mallory, J.D., no le gustaba nada. Aquel era un nombre de jugador, de vicioso.
Cuando les entregaron los pasaportes, había visto su nombre: Jordan Daniel. Pero seguía sin saber cómo le llamaría la gente ¿Jordie? ¿Dan? ¡Qué horror!
Lauren terminó de retocarse el maquillaje y volvió a su dormitorio, donde tenía la maleta a medio hacer. Le habían comprado tanta ropa, que todavía no había tenido tiempo material para verla toda. La mujer que se encargó de prepararla para la misión, le había explicado que Jordan y ella debían parecer los típicos turistas americanos, lo que significaba que debían tener dinero como para permitirse un viaje por Europa.
Lauren tomó en primer lugar los diferentes camisones de seda y satén de todos los colores que se suponía que debía ponerse en aquellos días. Lo único que esperaba era no tener que hacerlo delante de él. La verdad era que nadie se había molestado en explicarle qué debía hacer cuando se encontrara a solas con su fingido marido en las habitaciones de los hoteles. ¿Y si en vez de dos habitaciones les daban una? De todas maneras, por si acaso, también tomó uno de los suyos, que más que camisón era una camisa larga de dormir.
Lauren dio un salto cuando oyó el timbre de la puerta. Desde luego, sus pretendidos nervios de acero dejaban bastante que desear. Pero su decisión era firme: se disponía a acometer la mayor aventura de su vida y no estaba dispuesta a dejarse intimidar por el absoluto desconocido que la esperaba ahí fuera. Ella nunca había salido de Estados Unidos; las únicas vacaciones que había tenido habían sido siempre con su familia.
¿Qué habrían pensado su padre y su madre de saber que su pequeña Lauren se disponía a hacer un viaje al extranjero haciéndose pasar por la mujer de un desconocido? Bueno, para qué engañarse; la verdad era que sabía perfectamente lo que habrían pensado, algo natural y lógico. Meg y Amy, sus hermanas, no se habrían cansado de hacerle bromas acerca de su amplia experiencia en lo que a hombres se refería.
Volvió a sonar el timbre y Lauren corrió a la puerta. Después de asegurarse de que se trataba, en efecto, del señor Trent, o mejor dicho, Jordan, quitó la cadena y abrió.
Lo encontró muy diferente a como lo había visto unas horas antes en el despacho de Mallory. Había cambiado su ropa informal por un impecable traje gris que le iba muy bien con su cabello y ojos oscuros y su piel morena. Si antes le había parecido una figura imponente, ahora se le hacía verdaderamente intimidante.
Lauren lo hizo pasar.
—Pasa—dijo, proponiéndose dejar el tratamiento formal para irse acostumbrando.
Jordan entró sin apartar los ojos de ella.
—¿Qué te han hecho? —preguntó entornando los ojos.
Lauren empezaba a sentirse fastidiada en serio por aquellos modales. Tampoco había necesidad de demostrar tan a las claras la aversión que le producía... ¿o es que quizá tenía miedo de que fuera a atacarla en cualquier momento?
—Ya te dijo el señor Mallory que me iban a preparar para que respondiera lo mejor posible al aspecto de la señora Monroe.
—¿Y ella se viste así? —preguntó Jordan, con una nota de incredulidad en la voz.
Lauren bajó la vista y contempló el vestido que llevaba puesto. Le habían dicho que no se arrugaba, que podía lavarse a mano y meterse en la secadora sin problemas. Es decir, un vestido de viaje perfecto.
—¿Qué le pasa a mi vestido? ¿Tiene algo de malo?
Jordan se dio cuenta demasiado tarde de que ella lo estaba mal interpretando.
Aquel vestido verde le había revelado de pronto que se encontraba ante una mujer que no tenía ningún problema con su figura ni cosa semejante. Todo lo contrario.
Probablemente hubiera organizado un buen revuelo en la playa de haber aparecido enseñando las curvas que el vestido insinuaba o quería ocultar.
—No, no pasa nada. Me parece muy bien. Sólo es que me había sorprendido, nada más. Yo había dado por hecho qué la señora Monroe era mayor. Y ese vestido no parece... bueno, quiero decir que...
—Según tengo entendido, la señora Monroe tiene alrededor de treinta y cinco años.
—¿Y cuántos años tienes tú?
—No sé qué tendrá que ver. Yo tengo veinticinco años.
—¡Vaya! Antes, cuando te vi, pensé que...
Afortunadamente, Jordan tuvo el suficiente sentido común para no acabar la frase que se disponía a dejar caer.
—¿Qué es lo que pensaste? —preguntó ella con marcado interés.
—Bueno, por lo que me había dicho Mallory, yo daba por hecho que eras mayor.
—Ah —dijo Lauren, dirigiéndose hacia el dormitorio con la intención de tomar la maleta. Pero al llegar a la puerta, un pensamiento la hizo detenerse—. ¿Y eso qué importa? —preguntó volviéndose con curiosidad.
—No, nada, nada.
Jordan la miró desaparecer pensando que después de aquel cambio se le iba a hacer todavía más difícil trabajar con ella, porque iba a distraerlo, seguro. Pero no, no debía dejarse influir por semejante tontería.
Al cabo de un momento, ella volvió a aparecer con una maleta.
—¿Es eso lo único que llevas?
—Me han dicho que lleve poco equipaje.
—Ah.
—¿Qué pasa?
—No sé. Yo suponía que las mujeres llevan siempre un montón de equipaje. Por lo menos las que yo conozco viajan siempre con media docena de maletas por lo menos.
Lauren se acercó a él y dejó la maleta a sus pies.
—Mira, creo que va a ser mejor que dejemos las cosas claras antes de empezar nuestro viaje. A mí no me gusta que te dediques a compararme con todas las mujeres que has conocido en tu vida. Del mismo modo, te aseguro que yo no voy a ponerme a compararte con los hombres que yo he conocido, ¿de acuerdo?
Jordan se quedó sorprendido por la frialdad de su tono. Lo único que él pretendía era romper el hielo con una pequeña conversación, y de pronto se encontraba con que lo único que había conseguido era aumentar el distanciamiento.
—Mira, Lauren, ya sé que todo esto es nuevo para ti, pero va a ser necesario que demuestres un poco más de confianza conmigo. En primer lugar, podrías llamarme por mi nombre de pila.
—Me parece muy bien. ¿Cómo quieres que te llame?
—Mis amigos suelen llamarme Jordan.
—Ah. Tus amigos. Es un alivio enterarse de que tienes algún amigo. Por lo que el señor Mallory me había dicho, yo creía que eras el típico lobo solitario que prefiere trabajar siempre solo.
—En efecto, me gusta trabajar solo, y así lo hago siempre. Pero contra lo que tú puedas pensar, a lo largo de los años he ido conociendo a gente y he hecho muchos amigos.
La conversación había ido subiendo de tono hasta casi convertirse en un griterío.
Lauren, muy molesta forzó una sonrisa y dijo:
—Sobre gustos no hay nada escrito, ¿verdad? Ahora debemos irnos si no queremos perder el avión.
Jordan agarró la maleta y la precedió por la puerta, mientras pensaba que por lo menos en aquella operación no tendría que preocuparse por su seguridad, sino más bien por la de ella, ya que si seguían así, quien iba a tener tentaciones de asesinarla iba a ser él.
Cuando el avión despegó del aeropuerto de Nueva York, Lauren se dio cuenta de que Jordan y ella apenas sí habían intercambiado palabra desde que salieron de su apartamento. Así las cosas no podían salir bien. Hasta las azafatas se darían cuenta y pensarían que habían tenido una discusión incluso antes de comenzar las vacaciones.
Miró a Jordan por el rabillo del ojo. Se había quitado la chaqueta, había aflojado su corbata y se encontraba enfrascado, aparentemente, en la lectura de un periódico que le había proporcionado la azafata. Ella miraba la revista que tenía entre las manos sin verla realmente, pensando que quizá debería estar charlando por aquello de empezar a conocerse y acostumbrarse el uno al otro.
Finalmente, carraspeó y dijo en voz baja:
—¿No crees que estaría bien que nos contáramos algo de nuestra vida? Quién sabe, puede que en algún momento nos encontremos en una situación en que nos haga falta saber algo de nuestro pasado.
Jordan se volvió lentamente y la miró, con una expresión inescrutable en los ojos.
Tenía razón, y aquello era además algo que debía habérsele ocurrido a él antes.
Asintió.
—¿Por qué no empiezas tú?
Un poco fastidiada por su evidente desgana, Lauren comenzó:
—Yo nací en Pennsylvania, y allí pasé los primeros veintiún años de mi vida. Mis padres viven todavía en Reading. Tengo dos hermanas, y yo soy la mediana —se detuvo un momento, tratando de resumir mentalmente algún detalle importante—.
Me llevo muy bien con toda mi familia. De hecho, siempre que podemos, aprovechamos para reunirnos. Mi hermana mayor está casada, y la pequeña todavía estudia en la universidad.
—¿Cómo se llaman? —preguntó Jordan, repentinamente interesado.
—Meg, Margaret, es la mayor. Y Amy la pequeña.
—¿Se parecen a ti?
—¿A qué te refieres, al carácter o al aspecto físico? Bueno, supongo que nos parecemos un poco en todo. Al parecer hemos heredado el genio escocés de mi padre junto con el pelo rojo.
—¿Ellas también son genios de las matemáticas?
Lauren se quedó mirándolo un momento, intentando adivinar algún indicio de sarcasmo en la pregunta, y se quedó sorprendida al descubrir en lugar de ello un sincero interés.
—La verdad es que a todos nos va bastante bien con los números. Meg se dedicó a la música. Toca unos cuantos instrumentos bastante bien. Y en cuanto a Amy, no sé qué decirte, porque es una soñadora que siempre anda en las nubes.
—Tú, por el contrario, eres una persona de carácter lógico y práctico —observó él con una sonrisa que a Lauren le gustó.
—Intento serlo, podría decirse, pero alguna vez mi temperamento me juega malas pasadas y lo echa todo a perder —diciendo aquello, no pudo resistirse al impulso de tocarle el brazo con actitud conciliadora—. A propósito, me gustaría pedirte disculpas por lo que te he dicho antes. Normalmente, no suelo comportarme de esa manera con las personas a las que acabo de conocer. No sé por qué, pero me pusiste nerviosa.
Jordan sonrió abiertamente.
—Ya que entramos en el terreno de las disculpas, creo que yo también te debo un par de ellas. No tenía derecho a descargar contigo la rabia que me produce esta misión.
Guardaron silencio unos momentos, mientras se miraban el uno al otro.
—A decir verdad —dijo por fin Lauren—, tenía la impresión de que yo era una imposición molesta para ti.
—Lo eras, en efecto. Sin embargo, a estas alturas, creo que debería estar acostumbrado a que no se contara conmigo a la hora de tomar decisiones. No se puede decir que nuestro sistema de trabajo sea democrático, precisamente. Aquí se hace lo que Mallory ordena, y punto.
—Pero eso no es impedimento para que tú trates de hacerlo cambiar de opinión de vez en cuando.
—Sí, alguna vez ha ocurrido que lo he convencido de que mi plan era más eficaz que el suyo. Pero eso no es lo normal, te lo aseguro.
Hubo otro silencio. Jordan tomó entre las suyas la mano izquierda de Lauren y vio que llevaba dos anillos: un solitario y una alianza de oro.
—¿Y estos anillos? —le preguntó.
Lauren sonrió con picardía.
—¡Pero cariño, cómo puedes haber olvidado que tú mismo me los pusiste en el día más feliz de nuestra vida!
Jordan se quedó mirándola, sorprendido al principio, pero después no tuvo más remedio que echarse a reír.
Al verlo cambiar así de expresión, Lauren se quedó sorprendida, descubriendo que era mucho más guapo de lo que había pensado.
—Bueno, ahora te toca a ti. ¿Tienes hermanos? ¿En dónde te criaste?
—Nací en California, viví allí hasta los ocho años y después me trasladaron a Chicago. A partir de entonces, la mayor parte del tiempo la pasé interno en un colegio de Nueva Inglaterra.
—Ah. ¿Y tus padres? ¿Viven todavía?
—Mi padre sí. Mi madre murió cuando yo era muy pequeño.
—Ah —musitó Lauren, sin saber qué decir, porque la impasibilidad de su tono la confundía—. Entonces, ¿eres hijo único?
Jordan asintió.
Lauren se estremeció.
—¿Tienes frío?
Al mismo tiempo que le hacía la pregunta, Jordan desconectó el dispositivo del aire acondicionado.
—Gracias —respondió ella dulcemente.
—¿Quieres que te traigan una almohada y una manta? Nos queda una larga noche por delante. A mí también me hará bien dormir un poco, porque ya tengo la sensación de llevar no sé cuántos días viajando.
Jordan le hizo una seña a la azafata, que no tardó en volver con lo que le pedían.
—¿Jordan? —preguntó Lauren cuando estuvieron cómodamente instalados.
—¿Mmmm?
—¿Cuánto tiempo llevamos casados?
El volvió la cabeza hacia ella, de manera que sus caras casi se rozaban.
—No sé. ¿A ti cuánto tiempo te gustaría que lleváramos casados?
—¿Tres años, por ejemplo? Con ese tiempo ya estaríamos acostumbrados el uno al otro, ¿no te parece?
—No tengo ni idea. De todos modos, tres años es un período tan bueno como cualquier otro, creo yo.
—¿Tenemos hijos?
—¡No! —respondió él con brusquedad.
—¿Tú no quieres tener hijos?
—¿Se puede saber a qué vienen esas ridículas preguntas, Lauren? ¡Mi opinión sobre tener hijos o no tenerlos es irrelevante en este asunto!
—Yo no estoy tan segura. Un hombre y una mujer que llevan varios años casados tienen que haber hablado alguna vez de ello.
—Empiezo a comprender por qué eres tan buena criptógrafa. Necesitas conocer todas las respuestas, ¿verdad?
—No es que sea así siempre, pero reconozco que me encanta ir juntando las piezas de las cosas, como si hiciera un rompecabezas.
Después de aquello reinó el silencio, y los dos dieron la conversación por terminada.