CAPÍTULO 11
ROSIE durmió durante gran parte del día siguiente y el sábado por la mañana despertó tarde, despeinada y absolutamente feliz.
Estaba mirando un escaparate en la mejor zona de Brisbane después de comer cuando Adele llegó a su lado, sin aliento.
–Lo siento, llego tarde. ¿Cuál es la emergencia?
–Tengo que comprarme un vestido.
–¿Y ya has visto alguno que te guste?
–No, aún no. No he entrado todavía.
Adele miró los preciosos vestidos del escaparate.
–¿Alguna razón especial para que te hayas parado aquí precisamente?
–Esta noche tengo que ir al cumpleaños del padre de Cameron.
–Ah, entonces sigues saliendo con el gran y magnífico Cameron Kelly –rió Adele.
–No estamos saliendo. Hemos acordado que nuestra relación consiste en cenar juntos de vez en cuando. Nada más.
–Jo, Rosie, nunca te había visto tan tontita.
–No estoy tontita. Es que… mira, déjame en paz.
–Te ha invitado a la fiesta de cumpleaños de su padre, donde conocerás a toda la familia. A mí me parece que estáis saliendo juntos.
–Venga, ayúdame a encontrar un vestido.
–¿Tú has visto los precios?
–Puedo permitírmelo –Rosie se encogió de hombros.
–Pues ése de ahí cuesta lo mismo que un coche pequeño.
–Lo de vivir en una caravana tiene sus beneficios.
–Ya veo.
Rosie miró un vestido negro precioso, el que se esperaría que llevase la acompañante de Cameron Kelly.
No hablaba de broma al decir que se sentía orgullosa de que la hubiera escuchado porque sabía lo difícil que sería para él enfrentarse con su padre. Y quería estar a su lado en ese momento. Y, si era sincera consigo misma, cuanto más lo pensaba, más le apetecía ir; como si quisiera vivir la experiencia porque ella nunca podría vivirla con su propio padre.
Y si eso significaba tener que alisarse el pelo, ponerse pechugas de pollo bajo el sujetador y ponerse un vestido que ella jamás hubiera comprado para cualquier otra ocasión, que así fuera.
¿Debía hacerlo?, se preguntó entonces. ¿Tendría que incluir a Cameron en todas sus decisiones a partir de aquel momento? ¿Era eso o perderlo?
–¿Vamos a entrar o no? –preguntó Adele–. Estoy segura de que la dependienta no va a sacar los vestidos a la calle para que los veas.
–Espera un momento.
–Te veo un poco colorada. ¿Te encuentras bien?
Rosie acababa de darse cuenta de algo. Ella era totalmente diferente a las chicas con las que Cameron solía salir. Ella, con su aspecto hippy, con el pelo desesperadamente necesitado de un buen corte, con su bocaza.
Y Cameron lo sabía.
Y, sin embargo, de todas las mujeres con las que podría haber ido a la fiesta, la había elegido a ella.
–Vamos a otro sitio.
–No, Rosie, no voy a dejar que compres un vestido de segunda mano para ir a la fiesta de Quinn Kelly. Por favor, hazlo por mí. Por el príncipe de Brisbane, al que un día podrías presentarme, me niego en redondo.
Cameron conducía por la carretera de Samford, con una mano en el volante, la otra en el labio superior.
En unas horas tendría que ver a su padre cara a cara por primera vez en muchos años.
Podría haber inventado una excusa creíble. Nadie en su familia se hubiera llevado una sorpresa, pero ahora que se había comprometido no podía echarse atrás.
Respirando profundamente, pisó el acelerador para llegar a la caravana de Rosalind.
Rosalind…
Esa noche juntos había sido más de lo que hubiera podido imaginar. En realidad, había sido la noche más intensa de toda su vida. Y no podía estar más impresionado consigo mismo por haber ido a buscarla.
Cameron se vio obligado a levantar el pie del acelerador y a concentrarse en la carretera porque las ramas de los árboles rozaban el coche.
Habían pasado treinta y seis horas desde la última vez que se vieron, desde que la dejó en la puerta de su caravana, con sus soles y flores pintadas, como una reliquia de los años setenta. Desde que tocó su pelo, desde que le dio el último beso.
Cuando detuvo el coche frente a la caravana comprobó que, afortunadamente, el suelo no estaba lleno de barro, de modo que no iba a mancharse los elegantes zapatos. Pero como no había ni timbre ni campanilla levantó la mano para llamar a la puerta…
Enseguida oyó ruido de pasos, seguido de un golpe y luego una palabrota. Cameron tiró de su corbata y se colocó el cinturón para que la hebilla estuviera exactamente bajo su ombligo. No había razón para estar nervioso, se dijo. Entonces, ¿por qué de repente se sentía como si tuviera diecisiete años otra vez y fuera a buscar a su cita para el baile del instituto?
La puerta de la caravana se abrió entonces y, a la luz de la luna, Rosalind apareció como la heroína de una película de los años treinta.
Con los hombros desnudos salvo por una delgada cadenita de plata sobre el hombro derecho, llevaba un vestido de color malva hasta los pies, el pelo sujeto en un moño, con dos mechones cayendo sobre su cara.
Nunca en toda su vida se había quedado sin habla, pero Rosalind Harper, con su noble encanto, lo había dejado mudo.
–Hola.
Lo miraba como si le hiciera feliz, como si él fuera todo lo que deseaba.
Y el corazón de Cameron latía a una velocidad de vértigo.
Rosalind soltó un silbido, mirándolo de arriba abajo.
–¡Qué bien te queda el esmoquin!
–Tú sí que estás guapa. Y ese vestido… no tengo palabras.
–¿Este vestidito de nada? –bromeó ella.
–Sí, claro. ¿Estás lista?
–Dos segundos. No encuentro uno de mis pendientes –dijo Rosie–. En un sitio tan pequeño no debería perder nada, ¿verdad? Pues yo lo pierdo todo.
–¿Quieres que te ayude a buscarlo?
–Sí, por favor.
En la cocina, o el espacio que hacía de cocina, había un tendedero con ropa interior de encaje. Y Cameron tuvo que tragar saliva, preguntándose qué llevaría bajo el vestido. Podría saber la respuesta si quisiera, claro. Y estaba convencido de que, al menos, iba a intentarlo.
–¡Ah, aquí está! –exclamó Rosalind–. Venga, vamos, se está haciendo tarde –dijo luego, tomando un bolso y un echarpe de piel falsa del mismo color que su pelo.
–¿No cierras con llave?
–No hace falta, por aquí no viene nadie. Además, si alguien es tan valiente como para aventurarse en este lado del bosque, les invito a que se lleven lo que quieran.
Cuando llegaron al coche, Cameron la tomó por la cintura para mirarla a los ojos.
–Prométeme que cuando vuelvas a casa esta noche cerrarás la puerta con llave.
–Es una vieja caravana y la puerta no se puede abrir a menos que sepas exactamente cómo hacerlo. No puede entrar nadie, te lo aseguro.
Rosie le dio un besito en los labios, un beso suave, como una promesa, antes de subir al coche, y Cameron tardó un par de segundos en dar la vuelta y sentarse frente al volante.
Estaba a medias concentrado en la carretera, a medias en la fiesta de esa noche. Y, sin embargo, no podía dejar de pensar en la mujer que iba a su lado.
Cuando llegaron frente a la verja de la mansión de los Kelly, Rosie estaba tan nerviosa que apenas podía disimular.
Conocer a los famosos Kelly sólo era la mitad del problema. Estaba allí con Cameron y, mientras fuera ella misma y lo apoyase, no pasaría nada. Pero cuando apareció en su puerta, tan guapo, tan elegante con su esmoquin, se dio cuenta de que el día que dejaran de verse sería el día más triste de su vida.
Rosie se incorporó un poco en el asiento.
–¿Eso que veo ahí es una bandera irlandesa?
–Bienvenida a la mansión de los Kelly, donde todo se hace a lo grande.
Poco después detenía el coche frente a una enorme casona de piedra que parecía una mansión de una vieja película inglesa y un sirviente con librea, ni más ni menos, tomó las llaves para aparcar el deportivo en el garaje.
–¿Habrá mucha gente en la fiesta?
–Sólo doscientos de los mejores amigos de mi padre –replicó él, sin poder disimular la amargura.
Rosie puso una mano en su brazo.
–Estás haciendo lo que debes hacer, Cameron. Cuando te dije que me hubiera gustado tener la oportunidad de hablar con mi padre para que me explicase por qué había hecho las cosas que había hecho, lo dije completamente en serio.
–Eres una mujer magnánima, Rosalind Harper.
–Y tú, Cameron Kelly, eres un hombre asombroso. Y tienes una familia que, evidentemente, quiere que formes parte de su vida. No lo estropees o nunca te lo perdonaré.
–Ah, no, eso nunca –sonrió él.
Cameron pulsó el timbre mientras Rosie se arreglaba un poco el pelo e intentaba llevar aire a sus pulmones.
–¿Todo bien?
–Sí, sí… pero, para tu información, la vista desde tu casa es mucho mejor que ésta.
Él sonrió cuando se abría el enorme portalón de madera.
–Sabía que te había traído por alguna razón.
Si el aspecto exterior de la casa era impresionante, el salón de baile donde tendría lugar la fiesta lo era mucho más.
Unas doscientas personas, todas con elegantes trajes de fiesta, se movían por el impresionante espacio rectangular con suelo de parqué brillante y seis lámparas de araña colgando del techo.
–Vamos –dijo Cameron, tomando su mano para llevarla a la pista de baile, al fondo de la cual tocaba una banda de jazz.
–¿Qué haces?
–Vamos a bailar –sonrió él, apretándola contra su pecho–. Ah, si me hubieras dejado bailar así cuando estábamos en el colegio, a saber qué hubiera pasado.
–¿Perdona?
–Durante el último año… tú estabas en el baile de fin de curso, ¿verdad?
Rosie cerró los ojos para no mostrar lo que ya no podía negar: que seguía siendo la joven ingenua que había visto algo excepcional en él tantos años antes.
–Te acuerdas de mí.
–Me acordé hace un par de días, pero se me había olvidado contártelo –dijo Cameron–. Llevabas unos vaqueros, una camiseta rosa sin mangas y suficiente raya negra en los ojos como para ocultar el resto de tu cara. Y puede que me equivoque pero… ¿no llevabas dos trenzas?
–Oh, no, se me había olvidado –suspiró Rosalind–. Estaba en la fase: «Apártate de las princesitas antes de que ellas se aparten de ti». ¿Pero sabes una cosa? Creo que aún no se me ha pasado.
Cameron levantó su barbilla con un dedo para mirarla a los ojos.
–Me alegro. Y, para que lo sepas, estabas adorable. Aunque dabas un poco de miedo.
–¿Yo, miedo?
–Yo estaba por ahí bailando con unas y con otras y, al darme la vuelta, me encontré con esa fascinante criatura de barbilla levantada y ojos fieros, retando al mundo a criticarla por ser ella misma.
–¿Estás hablando en serio? –murmuró Rosie, recordando aquel momento, cuando le pareció que miraba al chico más guapo del planeta.
–Pues claro que sí. Pero enseguida me di cuenta de que tú tenías demasiada personalidad como para fijarte en mí. ¿Y sabes una cosa? Nada de lo que has hecho o dicho esta semana me ha hecho pensar lo contrario. Claro que ahora soy lo bastante mayor como para que no me importe.
Y luego la besó, tan suave, tan tiernamente, que se le puso el corazón en la garganta.
–Vaya, pero si es el pequeño de los Kelly. No me lo puedo creer –oyeron una voz masculina.
Cameron la soltó y Rosie tuvo que parpadear.
–Brendan, te presento a mi amiga Rosalind Harper –dijo él, sin poder disimular la tensión–. Mi hermano Brendan, el heredero del imperio de mi padre.
Brendan Kelly la saludó con una fría sonrisa.
–Encantado.
–Lo mismo digo. Bueno, voy a dar una vuelta por ahí… a ver si como algo –se despidió Rosie.
–Iré a buscarte en cinco minutos –dijo Cameron.
Mientras se abría paso entre grupos de gente que no conocía y a los que no tenía intención de conocer, Rosie volvió la cabeza para verlo hablando con su hermano.
Ella lo había llevado allí; había hecho que el primer paso fuera soportable. ¿Volvería a necesitarla?, se preguntó. ¿Iría a buscarla como había prometido? Mientras seguía caminando, intentó ignorar la tristeza que, de nuevo, se había instalado en su corazón.
Era lo que mejor sabía hacer porque lo había hecho toda su vida.