CAPÍTULO 1
CAMERON Kelly abrió la pesada puerta lateral del edificio y, al cerrarla, se vio envuelto en la oscuridad. La clase de oscuridad espesa e insondable que haría que incluso el chico más valiente viese monstruos bajo la cama.
Pero había pasado mucho tiempo desde que él era ese chico; más aún desde que averiguó que la gente no siempre contaba la verdad. Como cuando descubrió que sus dos hermanos mayores se habían inventado lo de los monstruos.
El ventanuco que lo separaba del sol de invierno de Brisbane revelaba que nadie lo había seguido y Cameron apoyó la frente en el cristal, suspirando.
De todas las personas con las que podría haberse encontrado a muchos kilómetros de donde debería estar, tenía que ser precisamente su hermana pequeña, Meg, tomando café y charlando con sus amigas.
Si Meg lo había visto paseando por el jardín botánico, observando los lirios y los cactus en lugar de estar enterrado hasta el cuello en planos y permisos de obra para construir millonarios rascacielos, no lo hubiera dejado en paz hasta que le dijese por qué.
De modo que él, un adulto, un hombre rico y en general con sentido común, estaba escondiéndose. Porque la verdad sólo haría daño a su hermana. Y, aunque siempre había sido considerado la oveja negra del clan Kelly, hacerle daño a su familia era lo último que deseaba.
Cuando miró el reloj y vio que eran casi las nueve, Cameron torció el gesto.
Hamish y Bruce, respectivamente su arquitecto y su jefe de obra, llevarían una hora esperándolo para que aprobase los planos de la planta cincuenta y cuatro. Y, tan cerca del final del proyecto, si no se habían estrangulado el uno al otro para cuando llegase, tendría mucha suerte.
Pero le daba igual. Que pensaran que estaba haciendo una entrada triunfal cuando por fin llegase; así al menos se pondrían de acuerdo en algo. No le importaba que lo viesen como a alguien con un ego del tamaño de Queensland. Al fin y al cabo, era un Kelly.
–Está cerrado –oyó una voz tras él.
Cameron se dio la vuelta y, automáticamente, levantó los puños. Aunque no se había peleado con nadie desde el último año en el colegio St. Grellans, miró alrededor buscando a un posible atacante, pero no podía ver absolutamente nada en la oscuridad.
–Lo siento mucho, no quería asustarlo.
Era una mujer de voz ronca y dulce. Y, considerando que no sabía con quién estaba hablando, en su tono había un sarcasmo sorprendente.
–No me ha asustado.
–¿Entonces por qué no baja los puños?
Cameron, sorprendido al ver que seguía teniendo los puños levantados, dejó caer los brazos.
–Me encanta que los espectadores estén tan interesados, pero el espectáculo no empieza hasta dentro de media hora. Será mejor que espere fuera.
¿El espectáculo? Cameron empezaba a acostumbrarse a la oscuridad y podía ver delante de él un montón de butacas, todas ligeramente inclinadas para que los espectadores pudiesen mirar hacia arriba…
Ah, el espectáculo que tenía lugar allí no ocurría en un escenario, sino en el cielo.
Se había metido en el planetario.
No había estado allí desde que era niño pero, aparentemente, los asientos de plástico y la moqueta bajo sus pies no habían cambiado.
El ingeniero de estructuras que había en él se preguntó por el mecanismo de soporte del techo acristalado, mientras los vestigios del niño que una vez había creído en monstruos sencillamente se maravillaba del negro infinito sobre su cabeza.
–Esperaré aquí, si no le importa.
–Pues sí, la verdad es que me importa.
–¿Por qué?
–Reglas, regulaciones, seguridad, posibilidad de incendio, todas esas cosas. O que hoy es martes, elija la que quiera.
Cameron guiñó los ojos, pero seguía sin poder verla.
¿Sería del equipo de seguridad y estaría a punto de echarlo de allí o algo creado por su imaginación para olvidar lo que había visto esa mañana en las noticias?
–Puedo reservarle un asiento, si quiere. Incluso le buscaré la mejor butaca, en el centro, de las que no crujen cada vez que te mueves. ¿Qué le parece?
Cameron no dijo nada, pero notó que ella se había movido. No porque la viera, sino por un susurro de prendas, por cierto aroma a vainilla que lo hizo sentir hambre.
¿No había desayunado?, se preguntó. No, no lo había hecho.
La aparición del hombre que lo había echado de la familia muchos años antes en el programa de noticias económicas que solía ver cada mañana no había sido una gran sorpresa. Quinn Kelly, su padre, promovía el negocio familiar, el Grupo Inversor Kelly, sin empacho alguno en todos los medios de comunicación.
Su padre era el epítome del sueño australiano. Un inmigrante que llegó al país de niño sin un céntimo y que, años después, había creado el tipo de familia grande y fotogénica que encantaba a la prensa y un imperio financiero que todos envidiaban. Alto, guapo, encantador, directo, el hombre actuaba como si no fuera a morirse nunca, y el mundo entero se lo había creído. Tenían que creerlo porque Quinn Kelly había metido los dedos en tantas empresas…
Cameron no se había dado cuenta de que también él lo creía inmortal hasta que notó la palidez que el maquillaje no podía disimular, la pérdida de peso, el tono mate de unos ojos antes siempre brillantes.
Aunque seguramente ni su familia sabía que algo le ocurría a Quinn Kelly. El resto del clan se preocupaba tan poco por los demás que era más que posible que no se hubieran dado cuenta.
Cameron había intentado convencerse a sí mismo de que no era verdad. Y no por las razones que lo convertirían en un buen hijo sino porque, de repente, había vuelto a sentir el cariño que no quería sentir por su padre. ¿Por qué iba a importarle un hombre que lo había apartado de su familia para salvarse a sí mismo? Y a una edad en la que no tenía oportunidad de tomar decisiones.
Ni siquiera eran las nueve de la mañana y ya deseaba que el día terminase de una maldita vez.
–La puerta está justo detrás de usted.
Cameron se irguió todo lo que pudo.
–No he venido para ver el espectáculo.
–No tiene que disimular –se burló ella–. Incluso los chicos mayores como usted encuentran consuelo en la idea de que podría haber algo más grande y más importante que uno mismo en el cosmos. Algo que seguirá adelante cuando no seamos más que un nombre en la columna de necrológicas del periódico.
Cameron rió, algo que no había esperado hacer aquel día. La gente no solía tomarle el pelo. Era demasiado conocido, demasiado respetado; con reputación de hombre implacable y un apellido sinónimo de «ganar a toda costa». Quizá por eso le gustaba.
–Aparte de su experiencia con los chicos mayorcitos, la verdad es que ya vi el espectáculo hace años.
–¿Hace años? Ah, entonces no ha visto nada. Afortunadamente, los astrónomos siguen encontrando estrellas. Suficientes como para que centenares de generaciones de parejas sigan poniéndoles sus nombres el día de San Valentín. ¿Qué le parece?
Él rió de nuevo. No sabía si la mujer tenía dieciocho u ochenta años, si estaba casada o soltera o si era de otro planeta, pero estaba disfrutando demasiado como para que le importase.
Aunque no podía ver el suelo bajo sus pies dio un paso adelante… y era liberador, como lanzarse al abismo.
Algo se movió entonces. Cameron giró la cabeza a la izquierda y, por fin, la vio: un bulto oscuro mezclándose con las sombras. Era muy alta y, en la oscuridad, le pareció ver un pelo largo, ondulado y unas curvas interesantes bajo un vestido ancho por debajo de las rodillas. También le pareció que llevaba unas botas de hombre, pero no podía confiar en sus ojos.
En su instinto sí podía confiar, sin embargo. Y, aunque había ido al jardín botánico buscando la manera de olvidar una verdad difícil, la única verdad que había encontrado hasta el momento era la voz que tiraba de él hacia la oscuridad.
–¿Qué tal si enciende una luz? Así podremos llegar a un acuerdo que nos convenga a los dos.
–¿Me creería si le dijera que estoy intentando ahorrar energía?
Cameron sonrió y la tensión en sus hombros empezó a desaparecer.
–No, en absoluto –contestó, bajando el tono de voz para que hiciese juego con el de ella; esa voz ronca, femenina que parecía estar riéndose de él.
De un Kelly ni más ni menos.
Rosie mantuvo las distancias.
No porque el intruso le pareciera peligroso; ella conocía aquel sitio como la palma de su mano y, después de estar mirando las estrellas la mitad de su vida, podía ver en la oscuridad tan bien como un gato.
Mantuvo las distancias porque sabía quién era el intruso.
El hombre de los vaqueros negros, chaqueta de pana, corbata de seda y un chaleco que sólo un tipo elegantísimo se atrevería a llevar, no podía ser otro que Cameron Kelly.
Cameron Kelly, el hombre más guapo del mundo. Inteligente, serio, con unos ojos tan profundos como el océano. De los Kelly de Ascot. La dinastía de inversores y financieros que aparecían día sí y día también en las páginas de sociedad y bendecidos por la naturaleza en todos los sentidos.
Hubiera reconocido esos ojos azules, esos hombros invulnerables y las arruguitas de su cuello en cualquier parte. Porque se había pasado horas y horas mirándolo en la capilla de St. Grellans.
Pero, aunque hubiese encendido la luz, él no la habría reconocido. Ella era la niña con una beca que tenía que tomar dos autobuses y un tren para llegar al colegio desde el humilde apartamento de protección oficial que compartía con su madre. Él iba a St. Grellans por derecho divino.
Después del colegio, naturalmente, no salían con la misma pandilla, pero los Kelly nunca habían estado lejos de su vida. Las revistas decían que el patriarca, Quinn Kelly, había sido visto comprando algún objeto de arte o vendiendo un caballo de carreras, mientras su esposa, Mary, organizaba suntuosos banquetes para algún dignatario extranjero.
Brendan, el mayor y la mano derecha de su padre, que tenía dos hijas preciosas, había perdido a su mujer en un accidente, aportando así un toque de tragedia al folklore familiar. Dylan, el siguiente, era el seductor de la familia, su blanca sonrisa invitando a las lectoras de las revistas a enamorarse perdidamente de él. Meg, la más joven, era tan guapa y tan aburrida como una estrella de Hollywood.
Pero el Kelly por el que Rosie siempre había tenido debilidad permanecía casi siempre ausente de los ávidos ojos de los paparazzi. Aunque hacía honor a la leyenda de la familia Kelly apareciendo de vez en cuando con alguna novia del brazo: una joven y elegante senadora en una fiesta o una rubia de piernas interminables…
–¿Por qué está aquí si no es para saber de una vez por todas quién ha colgado la luna y las estrellas?
–Calefacción central –respondió él–. Ahí fuera hace un frío horrible.
Ella sonrió, aunque no debería hacerlo. Al fin y al cabo, quince años antes Cameron parecía no ver a las chicas flacas y listas con un color de pelo indefinido y busto inexistente.
Pero ahora estaba lo bastante cerca como para que ella pudiese ver su ceño fruncido mientras intentaba distinguirla entre las sombras.
Rosie dio un paso adelante.
–Hay un bar al otro lado de la calle y me han dicho que sirven cafés.
–Me gustaría tomar un café, pero el calorcito de aquí es más apetecible –murmuró él.
A Rosie se le doblaron las rodillas. ¿Cómo podía aquel hombre seguir siendo capaz de incapacitar sus rodillas sin darse cuenta siquiera? Sin saber su nombre siquiera.
Suspirando, intentó controlar el regreso de un viejo dolor que creía desaparecido: haber crecido siendo invisible.
Al crecer sin un padre, que la había abandonado antes de que naciera, y una madre que nunca lo había olvidado, ser invisible iba con el territorio. Y ser una niña tímida en un colegio saturado con la progenie de millonarios, políticos, magnates e incluso algunos miembros de la realeza europea, no había ayudado mucho.
Pero desde entonces había conseguido un máster en Astrofísica, había corrido delante de los toros en Pamplona, admirado la Esfinge de Gizeh, pasado un mes tomando grappa y aire fresco en Venecia y visto las estrellas desde todas las esquinas del globo. Había aprendido a aceptar quién era y ahora su vida era su vida y no dependía de la opinión de nadie.
Cameron dio otro paso adelante y Rosie levantó los ojos al cielo. Pero, al hacerlo, se le enganchó una pestaña en las lentillas… que era lo que se merecía por tonta.
Mientras parpadeaba furiosamente, se decía a sí misma que aquel hombre ya no era su Cameron Kelly. Aunque nunca lo había sido.
Ahora era el tipo que le estaba haciendo perder los preciosos minutos que le quedaban con el telescopio antes de que Venus, su forma de vida, desapareciese del cielo.
–Bueno, dígame: ¿qué tengo que hacer para que se vaya? –Rosie hizo una pausa, moviendo los ojos para colocar la lentilla en su sitio–. Hablo italiano, inglés y un poco de chino. ¿Alguna posibilidad de que «venga, fuera» en alguno de esos idiomas lo anime?
–¿Y si yo me marchase y apareciese otro?
Ella dejó caer los brazos.
–Pues… me sentaría en una butaca, pondría los pies sobre el respaldo de la de delante y me dedicaría a tirar palomitas de maíz al techo. No sería la primera vez.
Eso lo hizo reír de nuevo, una risa ronca, masculina.
Recordaba perfectamente cómo era su sonrisa: dos hoyitos a cada lado de la boca y unas atractivas arruguitas alrededor de unos preciosos ojos azul oscuro. Incluso tenía el proverbial hoyito en la mejilla.
Porras, hacía mucho tiempo que no recordaba esa parte de su pasado. Era hora de echarlo, antes de que le hiciese recordar otras vidas.
Sabiendo que la seguiría lo llevó hacia la izquierda, hacia la salida.
–Pensé que no estaba interesado en el espectáculo.
–No debería haberme contado lo de las palomitas.
Estaba acercándose y Rosie se daba cuenta de que ella no podía ir mucho más atrás. Entonces miró el reloj de la pared, al lado de la taquilla. Venus sólo sería visible durante quince minutos más. Y si quería terminar el informe del día, tendría que ponerse a trabajar lo antes posible.
–Vaya al cine. Hay mucha más acción.
–¿Más acción que las supernovas y las lluvias de meteoros?
–Oh, los chicos y su amor por las explosiones –suspiró ella–. Menos mal que hay mujeres en el mundo que aprecian los más finos detalles del universo. Debería mirar la luna de vez en cuando; se quedaría asombrado de lo relajante que es no hacer nada.
–A lo mejor lo hago –dijo él–. Tengo mi propio telescopio.
¡Maldita fuera! No había muchas cosas que la distrajeran, pero incluso un somero interés por la gran pasión de su vida era algo que no podía resistir.
–¿Qué tipo de telescopio?
–De plata. No de plata de ley. Bueno, a lo mejor no es de plata siquiera, pero lo parece.
–Los de plata son los mejores porque el brillo del metal refracta la luz.
–Si quiere que le diga la verdad, lo único que recuerdo son los agujeros negros. Y perdí el sueño más de una vez por su culpa.
Su voz era suave, ronca, sugerente. Los pulmones de Rosie se contrajeron hasta que el aire que quedaba dentro tuvo que salir a borbotones en un suspiro.
Nerviosa, empezó a jugar con una lentejuela de su cárdigan. Había sido cosida a mano por una mujer a la que conoció en Rosarito, México, y que vivía sola en un chamizo hecho de cosas que había ido encontrando en una de las playas más hermosas del mundo.
Eso le recordaba que había viajado, que había estado en sitios y había visto cosas asombrosas. Y que ya no se impresionaba tan fácilmente.
Estar en la oscuridad con Cameron Kelly no debería ser tan emocionante.
–Muy bien. Como no va a quedarse a ver el espectáculo, voy a contarle el final: Plutón ya no es un planeta.
–¿No? –exclamó él, asombrado–. Pobre Plutón. Esta vez fue ella la que rió. Pero entonces se dio cuenta de que la luz del sol empezaba a colarse por el techo, iluminando su piel bronceada, su nariz recta, el mentón cuadrado… y los ojos. Uno ojos que se habían acostumbrado a la oscuridad y, por fin, encontraron los suyos.
Seguramente no podría ver mucho más que un bulto, pero parecía muy interesado.
Miraba su pelo, que seguramente estaría hecho un caos porque lo había llevado suelto, en un moño y en una trenza desde que llegó al planetario antes del amanecer. Miraba el vestido de flores que se había puesto esa mañana porque fue lo primero que encontró, el cárdigan que estaba tirado en el asiento del coche y las cómodas botas que la habían llevado por todo el mundo y de vuelta a casa de una pieza… pero que no eran precisamente elegantes.
Aunque no pensaba hacerlo, Rosie deseó poder arreglarse el pelo, colocarse el sujetador y pasarse los dedos por los ojos por si tuviera legañas.
Tenía la impresión de que estaba quedándose sin tiempo, pero no recordaba para qué y deseó que se le encendiera la bombilla…
Y ocurrió, de repente.
Los fluorescentes empezaron a encenderse y apagarse como las luces de una discoteca.
Y Cameron sonrió, con sus hoyitos a cada lado de la boca, con las arruguitas que se formaban alrededor de sus ojos, con el hoyito de la mejilla. Y Rosie sintió que de nuevo tenía catorce años y que, de nuevo, era la chica con gafas y ropa de segunda mano que estaba loca por él.
Las gafas habían desaparecido, sustituidas por lentillas y, aunque su ropa seguramente seguía siendo un poco rara, al menos ya no era la niña tímida y apocada de entonces.
Cuando por fin los fluorescentes se encendieron del todo, Rosie clavó los pies firmemente en el suelo.