CAPÍTULO 2
ADELE, pensó Rosie, como si fuera una maldición.
Tenía que ser ella quien había encendido las luces. Adele era su mejor amiga, la astrónoma encargada del planetario, que la dejaba usar el observatorio cuando quería… y la persona a la que más veces deseaba atar y amordazar.
–Ah, una forma nueva de entender el famoso «hágase la luz» –bromeó Cameron.
Su asombrosa visión en la oscuridad no la había preparado para el impacto de esos ojos azules, más azules que los de ningún otro ser humano, más azules que el color azul, rodeados de largas pestañas.
En cuanto al resto de Cameron Kelly…
Los dioses parecían haber decidido que el chico que una vez lo tuvo todo tuviera, además, la suerte de mejorar con el paso del tiempo. Los años habían creado ángulos en su rostro y atemperado la tonta confianza de la juventud, dándole una madurez que parecía envolverlo como una segunda piel.
Y por lo tanto ella, con su vestido ancho, el pelo hecho un asco y las botas de hombre, se sentía como una pordiosera.
–Oye, cariño, ¿seguro que no te estás convirtiendo en una vampira? –la llamó Adele desde la escalera–. ¿Tanta actividad nocturna por fin te ha transformado? Ah, lo siento, no sabía que tuvieras compañía.
Rosie se volvió hacia su amiga, que estaba sonriendo y levantando las cejas como una maníaca mientras señalaba la espalda de Cameron.
–Intentaba convencer a este señor de que el planetario aún está cerrado.
–Cameron –dijo él–. El nombre del señor es Cameron.
Rosie tardó un segundo o dos en darse cuenta de que le estaba ofreciendo su mano y se encontró con una piel endurecida por el trabajo manual…
¿Trabajo manual? Rosie buscó en sus ojos una respuesta a la pregunta pero, por mucho que lo intentase, lo único que podía ver era aquel azul increíble. ¿Porque no quería que ella viera otra cosa o porque no quería que nadie lo viera?
Cameron Kelly, guapísimo y adolescente, había estado para comérselo. Cameron Kelly con cualidades escondidas era una fuerza de la naturaleza.
–Rosalind –dijo Adele apoyando el trasero en una butaca–. La señorita se llama Rosalind, como el octavo anillo de Urano.
–Como el personaje de Como gustéis, la obra de Shakespeare –la corrigió Rosie–. El octavo anillo de Urano no se descubrió hasta 1986.
–En cualquier caso es un placer conocerte, Rosalind –dijo Cameron, haciendo que el anticuado nombre que siempre había sido otro obstáculo para ella sonase precioso, romántico, soñador.
Y se encontró a sí misma irguiendo los hombros para estar a la altura.
Pero luego se dio cuenta de que, aun sabiendo su nombre, no había un brillo de reconocimiento en los ojos de Cameron Kelly.
De modo que volvió a su postura relajada. No necesitaba que un hombre se fijase en ella para sentirse feliz… y no podía creer que tuviera que recordárselo a sí misma.
Pero entonces Cameron dijo:
–Sé que suena muy poco original, pero… ¿nos conocemos?
–Ah, ya –murmuró Adele, irónica.
Rosie fulminó a su amiga con la mirada, pero Adele se limitó a señalar el reloj porque estaban a punto de abrir al público.
Y, como fingir que no sabía de qué estaba hablando sólo la haría sentir más tonta, contestó:
–Pues sí, soy Rosie Harper y fuimos al mismo colegio. Estábamos juntos en la clase de Matemáticas Avanzadas del profesor Blackman.
Aunque ella había pasado más tiempo imaginando cómo sería besarlo que estudiando matemáticas y, por lo tanto, sacó un simple notable que era una seria amenaza para su beca.
Y eso demostró que había heredado de su madre la propensión a enamorarse loca e indiscriminadamente, sin pensar en protegerse a sí misma.
Ahora se protegía tan vigorosamente que incluso un simple resfriado temía acercarse a ella.
–Ah, el mundo es un pañuelo –dijo Cameron–. Pero ya que me he puesto tan cursi, ¿qué tal si…?
Antes de que pudiera terminar la frase, una mujer entró con expresión apurada y Rosie se apartó de Cameron como si fueran dos adolescentes pillados in fraganti.
–Soy la señorita Granger, del colegio Kenmore. Por favor, dígame que los niños pueden entrar. Otro minuto al aire libre y voy a perderlos a todos.
La profesora consiguió sonreír a pesar del estrés. Probablemente porque estaba dirigiéndose directamente a Cameron, que parecía más el jefe con su chaqueta y su corbata que Rosie con su vestido de flores y sus botas.
O quizá era ese factor indefinible que hacía que todas las mujeres acabasen orbitando hacia él. Ella, por lo visto, se acercaba peligrosamente a aquel astro una vez cada quince años más o menos.
Quince años antes Cameron Kelly había sido el chico guapísimo con el que se cruzaba en el pasillo del colegio, pero ahora era un adulto y parecía someramente interesado en ella; lo bastante como para no marcharse.
«Rompe el contacto ocular», se dijo. «Date la vuelta, sal corriendo, lo que sea para dejar de mirarlo ».
–¿Por favor? –insistió la profesora.
Rosie tenía la impresión de que la señorita Granger estaba haciendo ahora una pregunta completamente diferente.
Pero antes de que pudiese decirle que estaba hablando con la persona equivocada, Adele intervino:
–¡Diles que pasen, cariño! ¿Quiénes somos nosotros para rechazar a una horda de niños deseosos de conocer los misterios del universo?
–Tiene toda la razón –sonrió Cameron.
Cuando comenzó la invasión, Rosie mantuvo la mirada fija en los ruidosos escolares, pero no podía evitar la atracción gravitacional de Cameron, su aroma a camisa limpia, a invierno y a piel masculina…
–¡Que nadie ponga los pies sobre las butacas! –gritó Adele.
Y pronto quedaron los dos solos otra vez. Solos, bajo la implacable luz de los fluorescentes que no parecía encontrar un mal ángulo en el rostro masculino.
–Parece que tienes que irte a trabajar –dijo Cameron, con cierta tristeza.
–No hay descanso para los malvados –murmuró Rosie, permitiéndose a sí misma una última mirada.
Mirar estaba permitido. Mirar cosas grandes y brillantes era su trabajo. Pero, como era mucho más seguro hacerlo a distancia, empezó a alejarse, poniendo así en marcha los siguientes quince años hasta que sus caminos volvieran a cruzarse.
–Encantado de volver a verte, Rosalind –se despidió él.
Rosie le hizo un gesto con la mano y desapareció en la sala de control, desde la que no podía ver si se había dado la vuelta o se había quedado mirándola.
La puerta se cerró de golpe, devolviéndolo a la fría mañana.
Cameron se quedó parado durante unos segundos, dejando que el sol del inverno calentase su cara, saboreando la neblina que el encuentro con una mujer interesante podía inducir en el cerebro de un hombre.
Rosalind Harper, alumna de St. Grellans.
¿Cómo habían podido ir al mismo colegio sin que él se fijara en esa pálida piel, en esos labios tentadores y en ese pelo ondulado que hacía que un hombre quisiera alargar la mano para tocarlo?
Respirando profundamente, Cameron miró su reloj. Y lo que vio allí lo devolvió a la tierra. Y más abajo.
Al mundo de su padre.
Quinn Kelly era un tiburón despiadado que, mucho tiempo atrás, lo había convencido para que escondiese un terrible secreto que, según él, podría destrozar a la familia.
Y Cameron lo había hecho como únicamente sabía: apartándose del negocio familiar. Si su padre era tan poco escrupuloso en los negocios como lo era en la vida privada, que Dios ayudase a los accionistas.
Pero Quinn Kelly, sintiéndose traicionado, le había retirado la palabra; una excusa estupenda para no tener que acudir a las reuniones familiares.
No era fácil mirar a su madre y a sus hermanos a los ojos sabiendo lo que ellos no sabían. Al final, Cameron había trabajado día y noche para hacerse una identidad propia, sin tiempo para echar de menos lo que ya no tenía o anhelar cosas que habían desaparecido.
De modo que no podía saber si Quinn estaba enfermo. La única forma de saber era preguntárselo directamente.
Y la oportunidad estaba allí, haciéndole guiños como una gran broma cósmica. Su padre cumplía setenta años la semana siguiente y todos los miembros de la familia lo habían llamado para recordárselo. Todos salvo el patriarca, claro.
Pero no pensaba ir. Porque no quería que supiera que, en el fondo y después de todo lo que había pasado, le seguía importando. Metiendo las manos en los bolsillos del pantalón, se levantó el cuello de la chaqueta para contrarrestar el frío y corrió hacia el aparcamiento. Pero se volvió para mirar la cúpula blanca del planetario por encima de los árboles. Había encontrado allí una distracción extraordinaria. Con su descarada actitud y su atractivo escondido, Rosalind Harper lo había hecho olvidar del trabajo y la familia durante más tiempo del que recordaba.
Mientras se adentraba en el tráfico de la ciudad, alejándose de los árboles y el aire limpio… y de Rosalind Harper con su melena despeinada y su descarada simpatía, de nuevo volvió a sentir aquel peso sobre los hombros.
Que siguiera pensando en ella cinco semáforos después no significaba que se hubiera vuelto blando. Él no era así.
Sus padres llevaban casi cincuenta años casados y, según las revistas, el suyo era un romance de los que hacían época. Incluso habían hecho una miniserie de televisión sobre ellos.
Pero incluso una relación que el mundo creía segura y duradera podría ser otra mentira. De modo que Cameron tenía serias dudas sobre el amor.
Por otro lado, la compañía de chicas sin complicaciones podía hacer maravillas por un hombre. Una relación con la promesa de que no hubiera promesas.
Rosalind Harper había sido una distracción extraordinaria y él tenía experiencia suficiente como para saber que bajo aquel exterior burlón, no era inmune del todo. Habían saltado chispas entre los dos.
Cameron pisó el acelerador, abriéndose paso entre los coches. Pero se daba cuenta de que para poder soportar la semana siguiente con cierta tranquilidad, una distracción era exactamente lo que necesitaba.
Esa tarde, después de echarse una siesta para compensar la falta de sueño, Rosie se sentó en los escalones de metal de su morada: una caravana de segunda mano con una cama y un cuarto de baño.
Mientras tomaba un café, miró las hectáreas de terreno que le pertenecían sobre el valle de Samford, a veinticinco minutos de la ciudad.
En cuanto vio aquel sitio se enamoró de él. La ondulante parcela había permanecido verde durante la sequía gracias a un arroyo que la cruzaba y estaba cubierta de una hierba tan alta que, si uno se tumbaba, podría no volver a ser visto jamás. Un bosque de jarrahs la separaba de la carretera y, en la distancia, estaba la bahía de Moreton.
Pero era el paisaje sobre su cabeza lo que la había conquistado.
El cielo allí, sin las luces de la ciudad, sin humo, era completamente diferente. Sólo el azul interminable de día y, en las noches claras de invierno, la Vía Láctea proyectándose sobre su parcela.
Rosie se abrazó las rodillas, disfrutando del canto de los pájaros que anunciaba la llegada de la noche.
Una semana antes, su horario de trabajo empezaba cuando Venus iniciaba su paseo por el cielo, enmascarándose como una estrella. Ahora que Venus hacía su paseo por la mañana y Rosie tenía que levantarse tan temprano, no sabía qué hacer por las tardes.
Pero aquella tarde no tenía ningún problema para ocupar el tiempo porque no dejaba de pensar en su encuentro con Cameron Kelly: en cómo llevaba parte del cuello de la chaqueta levantado, como si hubiera salido de su casa a toda prisa. O cómo parecía seguir sin saber qué hacer para que el flequillo no le quedara tieso en todas direcciones. Cómo había sentido su sonrisa incluso cuando no podía verlo o cómo su piel parecía vibrar después de escuchar su voz…
Rosie suspiró profundamente, pensando que al menos aquella noche tendría dulces sueños.
Su trasero empezó a vibrar de repente y, al darse cuenta de que era el móvil que Adele le había obligado a comprar cuando volvió a Brisbane, lo sacó del bolsillo y pulsó una docena de botones hasta que dejó de hacer ese ruido infernal.
–¿Sí?
–Hola –era Adele. Qué sorpresa.
–Hola, chica.
–Tengo a alguien en la otra línea que quiere hablar contigo, así que no cuelgues.
–Adele… –empezó a decir Rosie. Pero enseguida se dio cuenta de que su amiga la había puesto en espera–. Voy a tirar el móvil al río si no…
–Rosalind –oyó entonces una voz masculina.
Rosie irguió los hombros.
–¿Cameron?
–¿Me has conocido? Ah, qué impresionante. ¿Te han dicho las estrellas que iba a llamar?
–Te estás refiriendo a la astrología, no a la astronomía.
–¿Hay alguna diferencia?
–Más bien sí.
–¿Eres astrónoma entonces?
–Eso es lo que dice mi título.
–Ah, al principio pensé que te dedicabas a vender entradas en el planetario, pero como no parecías interesada en venderme una decidí que la tuya debía de ser otra ocupación.
–¿Qué ocupación?
–Bueno, en realidad era una especie de sueño imposible. Pero no nos conocemos lo suficiente como para que te hable de ello.
Rosie tragó saliva, nerviosa.
–¿Qué quieres, Cameron?
–Sólo quería decirte que lo he pasado muy bien esta mañana.
–Ah, entonces te quedaste a ver el espectáculo. Me alegro por ti.
–No, no me quedé.
Rosie arrugó el ceño. ¿Llamaba para decir que lo había pasado bien hablando con ella? Ah, eso sí que era inesperado.
–No pude quedarme. Los agujeros negros, ya sabes.
Ella rió, aflojando un poco la presión en el móvil, que parecía a punto de partirse en su mano.
–Se me había olvidado.
–A mí no.
–Lo de esta mañana podría haber sido una oportunidad para perder el miedo. Ya que estabas allí…
–Ya, pero es que yo no suelo hacer lo que debería hacer.
Primero las manos callosas y ahora esa vena rebelde. ¿Dónde estaba el Cameron Kelly que ella conocía y qué había hecho aquel tipo con él?
–Estabas en el curso de Meg en St. Grellans –dijo Cameron entonces.
De modo que había estado preguntado por ella…
–Eso es.
–¿Y desde entonces qué has hecho?
–Pues… viajar, estudiar, pagar la hipoteca, ver un poco la televisión. ¿Y tú?
–Lo mismo.
–¡Ja! –exclamó Rosie. No podía imaginar a Cameron Kelly tirado en un sofá de segunda mano viendo episodios de Dinastía en una televisión de doce pulgadas.
–¿No tienes hijos? –preguntó él–. ¿Ni un novio que te dé masajes al final del día?
Rosie ni siquiera se molestó en soltar un bufido. Estaba demasiado ocupada intentando no imaginarlo tirado en la cama.
–Ni hijos ni novio. Y lo peor: nada de masajes.
–No me lo creo.
–Créelo.
Él rió y Rosie tuvo que sonreír.
–Pero tu profesión debe de estar llena de hombres. ¿Cómo es que no has sucumbido a las zalamerías de algún astrónomo con un cerebro del tamaño de Australia?
–No me siento atraída por los grandes cerebros –admitió Rosie.
–Ah, claro, y no debe de ayudar nada que la mayoría sean aficionados de Star Trek.
–Un momento. Yo puedo meterme con mis compañeros, tú no.
–¿Me he metido con ellos?
–Has querido decir que todos los astrónomos son unos empollones aburridos.
–¿Y no lo son?
Rosie se puso una mano sobre el corazón y descubrió que latía a una velocidad que no podría considerarse ni sana ni normal.
–¿Te das cuenta de que también estás diciendo que yo soy una empollona aburrida?
–Sí, eres una empollona.
Eso la dejó boquiabierta. No porque fuese un insulto, sino porque parecía querer decir que no le molestaba en absoluto que lo fuera.
–Rosalind –dijo Cameron entonces, con un tono que la hizo desear dar un golpe de melena y pasarse la lengua por los labios en un gesto sugerente.
–¿Sí? –suspiró Rosie sin poder evitarlo.
–Sé que es muy tarde, pero quería saber si tenías planes para cenar.
«Pues sí», pensó ella, «una tostada con queso».
–Porque yo no he cenado y, si tú tampoco lo has hecho, lo más sensato sería que cenáramos juntos.
Ay, ay… ¿qué?
¿Cameron Kelly estaba pidiéndole que saliera con él?