CAPÍTULO 3
ROSIE miró al cielo, esperando ver un elefante rosa volando, pero lo único que vio fue el brillo anaranjado del atardecer.
Para que la sangre circulase por todos los sitios por los que debía circular, y no sólo en las zonas donde parecía haberse estancado, se levantó y empezó a caminar, pasando las manos por la alta hierba.
Cenar con Cameron Kelly.
Para la mayoría de las chicas sólo habría una respuesta a esa petición. Cameron era guapísimo y no podía negar que seguía sintiéndose atraída por él. Y luego estaba la fantasía de liarse con su amor de la adolescencia. Una de las «invisibles» conectando con uno de los «imposibles».
Pero Rosie no era como la mayoría de las chicas. Normalmente salía con hombres poco complicados, libres, de los que podía despedirse sin problemas. No con hombres que la mareaban. No, a ella le gustaba tener la cabeza en su sitio.
Y sólo se había saltado esa regla de oro con el recorte a tamaño natural de un actor de cine que Adele había robado en la puerta de un videoclub para ella el día que cumplió diecisiete años. Era guapísimo, no replicaba, nunca le quitaba el mando de la tele, no dejaba levantada la tapa del inodoro, no molestaba nunca, no la abandonaba…
Su madre, que era la definición perfecta de «las demás chicas», se había enamorado del hombre equivocado; un hombre que creyó que la amaría para siempre y que la había dejado con una permanente expresión de sorpresa, como si el mundo le produjera un enorme asombro del que no se recuperó nunca.
Después de años de pensar y estudiar el asunto, Rosie tuvo un momento de lucidez y decidió que la única manera de que eso no le pasara nunca era salir siempre con los hombres equivocados, aquéllos que por una razón u otra jamás se comprometerían. Así podía disfrutar saliendo con ellos sabiendo que, de manera infalible, la relación terminaría. Y que cuando así fuera no se llevaría un disgusto.
De vuelta a Cameron Kelly. Era guapísimo, sí. Y encantador. Pero bajo esa imagen encantadora había algo sombrío, oscuro, algo que pretendía esconder de los demás. Resultaba fascinante, pero no había manera de tomarlo por un hombre en busca de amor.
Y ella no cometería el error de enamorarse de Cameron, no lo convertiría en su hombre ideal.
–Sigues ahí, ¿verdad?
–Intento decidir si me apetece salir a cenar.
–Tienes que comer algo, ¿no? –el sonido de su voz hizo que la tostada con queso se esfumase–. Podemos recordar la comida de la cafetería del colegio, los malos cortes de pelo, a los profesores…
–¿Cuándo has llevado tú un mal corte de pelo?
–¿Quién ha dicho que esté hablando de mí?
–¿Sabes una cosa? No recuerdo que fueras tan burlón en el colegio.
–Cena conmigo y haré lo posible por recordarte lo malo que soy.
A Rosie empezaron a temblarle las manos y, nerviosa, las pasó por la pernera del pantalón.
–¿Dónde iríamos?
–Donde tú quieras: pollo frito, chocolate, judías rehogadas, lo que tú quieras. Tú eliges.
–¿Judías rehogadas?
Rosie sintió que sonreía y, aunque no pudiera verlo, se le encogió el estómago. Pero ahora que se había reconciliado con la atracción que sentía por él era… maravilloso. Un poco alocado, pero podía controlarlo. No iba a pasar nada.
–No quería imponerte mis gustos carnívoros. Podrías ser vegetariana… incluso de ésos que no comen pescado siquiera.
–Me alegra saber que te he dado esa agradable impresión.
–La impresión que me has dado es estupenda –bromeó él.
–Pues imagina que soy la chica más flexible que hayas invitado a cenar en toda tu vida.
–Entonces conozco un sitio perfecto. Es tan informal que prácticamente se puede ir en pijama. Y hacen las mejores quesadillas que te puedas imaginar.
–Queso frito al estilo mexicano, ¿eh?
Qué ironía.
–Parece que he fracasado al intentar impresionarte con mis conocimientos de cocina internacional. Vaya, tendré que hacerlo mejor.
–Y yo supongo que la cena es una forma de compensar tu bromita sobre la astrología.
–Admito que no era muy graciosa.
–Y tampoco muy original.
Él rió de nuevo, el sonido colándose por el teléfono hasta su espina dorsal.
El tono distante de una campanita de alarma sonó en su cerebro, pero Rosie tenía confianza en él y en ella misma.
–Muy bien, vamos a cenar entonces.
Después de quedar una hora más tarde en la dirección que Cameron le había dado, se despidieron.
Pero cuando cortó la comunicación se dio cuenta de que le temblaban las rodillas y, dejándose caer sobre un escalón de la caravana, Rosie miró hacia arriba.
Las nubes se habían movido, el color del cielo se había vuelto más naranja y ya empezaban a aparecer algunas estrellas. Y, sin que se diera cuenta, también se había movido el suelo bajo sus pies.
El mundo siguió moviéndose hasta que la noche cayó sobre Brisbane. Afortunadamente, el tráfico había disminuido un poco y Rosie, a toda prisa, se puso la chaqueta mientras salía del coche. Llegaba tarde a su cita.
Un minuto después, el maître del Red Fox le indicaba el camino hasta una mesa al otro lado del bar.
Cameron le había dicho que el sitio era tan informal que podrían ir en pijama, pero no era verdad. Era un sitio alegre, moderno, lleno de hombres que se ponían más cosas en el pelo que ella y mujeres con las últimas creaciones de los diseñadores europeos. Mientras ella había estado en tantos sitios sombríos en su vida que podría escribir un libro, Cameron por lo visto seguía siendo un Kelly.
Nerviosa, se pasó una mano por el pelo, deseando haberse hecho un moño o habérselo cortado en los últimos seis meses, y pidió disculpas mientras empujaba a un grupo de jóvenes.
Y entonces lo vio, sentado a la cabecera de una ruidosa mesa llena de ex estudiantes de St. Grellans.
Chicos a los que regalaban deportivos cuando cumplían dieciséis años mientras ella tenía que fregar platos después de clase para ayudar a su madre. Chicos que se saltaban las clases para ir de compras pero que, curiosamente, habían conseguido ingresar sin problema en las mejores universidades mientras ella había tenido que matarse a estudiar. Chicos que no la habían mirado dos veces cuando, después de haber sido aceptada en St. Grellans, Rosie había esperado que, al fin, alguien se fijase en ella.
Ahora no entendía por qué había pensado que cenar con Cameron Kelly era una buena idea. Ponerse brillo en los labios, atravesar una nube de perfume, ponerse su mejor conjunto de ropa interior… qué tontería.
Varios pares de ojos estaban clavados en ella y no sabía qué les gustaba menos: ver que seguía sin tener busto o el símbolo de la paz impreso en su camiseta negra.
Pero no eran ellos los que la preocupan, sino Cameron. Estaba de pie, mirándola con tal intensidad que casi fue suficiente para lanzarla hacia él como un objeto cayendo del cielo.
Casi, pero no del todo.
Era guapísimo y había sido su sueño adolescente, pero no tenía la menor intención de hacer el pino para que se fijase en ella.
De modo que, encogiéndose de hombros a modo de disculpa, se dio la vuelta para salir del restaurante.
Cameron se abrió paso entre la gente que abarrotaba el restaurante y, una vez en la acera, miró a derecha e izquierda. Y entonces la vio, como un pájaro exótico entre los paseantes nocturnos. Con los vaqueros, los zapatos planos, un cárdigan atado a la cintura, el pelo largo balanceándose por su espalda. Todo en ella libre y alegre, sin pretensiones.
Y, como aquella mañana, tenerla cerca hacía que el peso del mundo fuese problema de otro.
–¡Rosalind, espera! ¿Dónde vas?
–¿Me creerías si te dijera que, de repente, he perdido el apetito?
–Ni aunque me dieras un golpe en la cabeza.
Rosalind siguió caminando y Cameron la siguió. Nunca había tenido que luchar tanto para cenar con una mujer. De hecho, nunca había tenido que esforzarse en absoluto para hacer nada con una mujer. Y, para ser una simple distracción, Rosalind estaba siendo más difícil de lo que había anticipado.
Pero él era perseverante y no pensaba dejarla en paz. El esfuerzo de la caza sólo hacía que su aroma a vainilla le pareciese más embriagador, su piel más tentadora, la necesidad de estar con ella esa noche más trascendental.
–Rosalind…
–¿Es que no puedo cambiar de opinión?
–Sin una explicación lógica, no.
Ella se mordió los labios y Cameron se encontró mirándola como transfigurado. E imaginando que la tomaba entre sus brazos y la besaba hasta que las oscuras nubes que enturbiaban su cerebro desapareciesen del todo.
–¿Vas a decírmelo o no?
–Cuando me invitaste a cenar pensé que querías decir los dos solos. De haber sabido que iba a ser una reunión escolar te habría dicho que tenía que lavarme el pelo o algo así.
Cameron vio a uno de sus ex compañeros en la puerta, supuestamente ligando con una chica. Pero sabía que estaba allí para informar a los demás. Su mundo era excesivamente cerrado, todos parecían tener derecho a saberlo todo sobre los demás.
Y por eso aquella chica, una extraña, con su refrescante candor y su espíritu libre, era justo lo que necesitaba.
Pero cuando se volvió, Rosalind había cruzado los brazos y lo miraba con cara de pocos amigos. Tenía los ojos de color gris… gris mercurio a la luz de las farolas. Pero en ellos vio que estaba buscando una excusa para estar con él y no al revés.
–Te invité a cenar porque sabía que lo pasaríamos bien y elegí este sitio porque es el mejor restaurante mexicano de la ciudad. Y en cuanto al grupo… no tenía ni idea de que estuvieran aquí, te lo aseguro. Hacía siglos que no veía a la mitad de ellos. Hubiera sido más sensato por mi parte evitarlos, pero uno de ellos es abogado laborista y, como soy un adicto al trabajo, vi una oportunidad para hablar de negocios. Ésa es toda la verdad, palabra de boy scout.
–¿Cuándo has sido tú boy scout? –se burló Rosalind.
Cameron soltó una carcajada.
–Está en mi lista de cosas que hacer.
Ella lo miró durante unos segundos hasta que, por fin, se encogió de hombros.
–Muy bien.
Cameron se quedó unos segundos más disfrutando de su aroma, de las suaves curvas bajo la chaqueta. Incluso pensó sugerir que pasaran de la cena.
Pero debía controlarse, pensó. El autocontrol separaba a los niños de los hombres y a Cameron de ser como su padre.
De modo que hizo lo que pudo para poner un pie delante de otro, sin dejar de mirar el suave contoneo de sus caderas mientras volvían al Red Fox.
–Espera, voy a buscar mi chaqueta. Luego buscaremos otro sitio para cenar.
–¿Después del tiempo que has pasado convenciéndome de que aquí tienen las mejores quesadillas de la ciudad? No, de eso nada.
Bueno, pues le había salido el tiro por la culata. Lo único que quería era estar con ella, a solas. Y ahora tendrían que quedarse con los amigos de Dylan y Meg, que sabían lo suficiente sobre él como para querer charlar, pero no tanto como para saber qué temas debían evitar.
–Hay un restaurante cerca de aquí donde puedes elegir la langosta que más te guste.
Ella negó con la cabeza.
–¿Segura?
–¿Es que una chica no puede cambiar de opinión… dos veces? –lo retó ella.
–Claro, muy bien. Entonces entraremos, saludaremos amablemente a todo el mundo y le pediremos otra mesa al maître… lo más lejos posible de ellos.
¿Suena bien?
–Suena estupendo.
–Aunque debo advertirte: seguro que nos tiran patatas fritas y nachos. Si tenemos suerte, no los habrán mojado antes en guacamole.
–A mí me gusta el guacamole.
Y a él le gustaba su perfume. Y sus labios. Y, sobre todo, le gustaba que cuando estaba con ella no podía pensar en otra cosa.
–Entonces pediremos guacamole.
Cameron tomó su mano y, como si eso hubiera sido lo que estaba esperando, ella entrelazó los dedos con los suyos.
Y el roce lo excitó tan rápido que cualquiera pensaría que había sido un monje durante los últimos treinta y dos años.
–Relájate –le dijo, al ver que estiraba los hombros, como preparándose para una pelea–. No te van a morder. Aunque, por si acaso, espero que estés vacunada.
Rosie intentó apartarse un poco, pero la gente no dejaba de empujarla.
–La verdad es que no los conozco. Bueno, la verdad es que apenas te conozco a ti… –dijo ella.
Cameron se detuvo entonces, una cabeza por encima de los demás, los hombros más anchos y más capaz de hacer temblar a una mujer con una sola mirada que cualquier otro hombre que hubiera conocido.
–¿Qué quieres saber?
–¿Qué?
–Dices que no me conoces. ¿Qué quieres saber de mí?
–No sé… cuéntamelo tú.
–Me llamo Cameron Quinn Kelly. Signo astral: Aries. Estatura: un metro ochenta y ocho. Peso… desconocido. Me gusta el críquet más de lo que algunos consideran natural y puedo pasarme horas en una ferretería sin gastarme un céntimo y jamás lo consideraría una pérdida de tiempo. Compro demasiadas cosas inútiles en E-Bay porque una vez comprometido con una puja no soporto perder. No me gusta reconocer que mi sitio favorito de vacaciones es Las Vegas, pero no me avergüenza en absoluto decir que lloré con El club de los poetas muertos.
Rosie respiró profundamente. ¿De verdad era posible que un hombre le gustase tanto después de tan sencilla explicación?
–Se te ha olvidado tu color favorito.
–El azul.
Ah, claro. La camisa azul hacía juego con sus ojos. Y le quedaba tan bien que tenía serios problemas para recordar qué más había dicho.
–¿Suficiente?
Rosie tragó saliva.
–Es más de lo que sé sobre mi cartero, por ejemplo, y a él le regalo siempre una caja de cerveza en Navidad.
Cameron sonrió.
–Antes de soltarte entre mis amigos, a lo mejor también yo debería saber algo más sobre ti.
Rosie tiró de los dos lados del pañuelo que llevaba al cuello.
–Rosalind Merryweather Harper. Signo astral: Tauro. Mido un metro setenta y siete y mi peso no te concierne.
Cameron la miró de arriba abajo, con una sonrisa que, tontamente, la hacía pensar en sábanas limpias, iluminación suave y café por la mañana.
–¿Merryweather?
–No me interrumpas –sonrió Rosie–. ¿Por dónde iba? Ah, sí, he estado dos veces en Nevada, pero nunca he ido a Las Vegas ni tengo intención de hacerlo. Con tantas luces, tiene que ser uno de los sitios del planeta donde menos estrellas se ven. Mi placer oculto son las películas de Elvis Presley y nací con siete dedos en cada pie.
Él miró hacia abajo, perplejo.
–Era una broma, tonto.
Antes de mirarla a los ojos de nuevo, Cameron se tomó su tiempo viajando por ese metro setenta y siete de mujer.
–¿Ya estás satisfecha?
–Más o menos. Pero estoy casi segura de que alguien me prometió una cena.
–Y yo estoy casi seguro de que es verdad.
Un segundo después se acercaban a la mesa de los ex alumnos de St. Grellans. Rosie reconocía un par de caras: el capitán del equipo de fútbol, una chica que era hija de un ex primer ministro…
–¿Crees que para algunos de ellos el colegio fue el mejor momento de sus vidas?
–¿Lo fue de la tuya?
Rosie lanzó un bufido.
–De verdad no te acuerdas de mí, ¿eh?
Su silencio fue respuesta más que suficiente.
–¿Tú sí te acuerdas de mí?
Y Rosie pensó que lo mejor sería dejar que su silencio hablase por sí mismo.