CAPÍTULO 5

 

 

EN CUANTO lo hubo dicho deseó retirarlo. Rosalind debería estar distrayéndolo para que no pensara en el canalla de su padre, no induciéndolo a pensar en él.

–¿Eso era lo que esperabas escuchar?

–No, más bien esperaba que me contases que cantas en la ducha –sonrió Rosalind. Pero su voz era ronca, cálida–. Háblame de tu padre.

Él se pasó una mano por el pelo.

–Preferiría hablar de otra cosa.

–Oye, que yo no me paso el día mirando las estrellas. Sé quién eres y entiendo que te resulte difícil confiar en los demás, pero te aseguro que puedes confiar en mí. Nada de lo que me cuentes saldrá de aquí, te lo prometo.

Cameron se preguntó entonces qué había sido de la promesa de no hacer promesas.

–A menos que quieras hablar de fútbol… –siguió ella.

Estaba sonriendo, animándolo, siendo amable. Cameron no podía hablar de su familia; no podía hablar con sus amigos o compañeros de trabajo. Y, aparentemente, la única persona que podía distraerlo de sus problemas podría ser también la única que lo ayudase a enfrentarse con ellos.

–Mi padre salió en televisión esta mañana, hablando del precio del petróleo, de la crisis de la vivienda y cosas así. Y, por supuesto, estuvo coqueteando con la presentadora. Nada fuera de lo normal. Pero, por primera vez en mi vida, mi padre me pareció… pequeño.

–¿Pequeño?

–Ahora que lo he dicho en voz alta suena ridículo –suspiró Cameron–. Mira, ¿por qué no lo dejamos? No tenemos por qué hablar de mí.

–¿Ah, no?

–Podemos hablar de zapatos, de laca de uñas, de chocolate…

–Yo quiero hablar de ti. Preocuparte por tu padre no es ridículo, es humano. ¿Y sabes una cosa? Además, te pega.

–¿Me pega preocuparme?

–Ser humano –sonrió Rosalind–. Suaviza un poco esa pinta de superhombre.

Cameron se pasó una mano por el mentón mientras miraba a la extraordinaria mujer que tenía a su lado.

–Pinta de superhombre, ¿eh? –bromeó.

–¿Tu familia también está preocupada por tu padre?

–No, estoy seguro de que no saben nada.

Si lo estuvieran, habrían llamado por teléfono para decirle que fuera a casa inmediatamente.

–¿Y tu padre? ¿Por qué no le preguntas a él?

Cameron respiró profundamente. «De perdidos al río», pensó.

–Considerando que llevamos quince años sin vernos, no creo que fuera fácil.

Rosalind lo miró, sorprendida.

–¿No os veis a propósito?

¿Cómo demonios había sabido que ésa era exactamente la pregunta que debía hacer? ¿Que nadie sabía el esfuerzo que había tenido que hacer para alejarse de Quinn Kelly sin darle explicaciones a su familia?

Cameron asintió con la cabeza.

–¿Entonces por qué pensaba yo que trabajabas para él?

–Brendan y Dylan trabajan para él, yo no trabajo para mi padre.

«Ni lo haré nunca».

–Pero ésa era tu intención, ¿no? Tienes un título en Económicas y otro en Dirección de Empresas por la universidad de Harvard –Rosalind se quedó callada un momento–. Confieso que te oí hablar un día con Callum Tucker en la cafetería del colegio. Claro que sólo me acuerdo porque él dijo que pensaba ser el mánager de una banda de rock.

Su sonrisa era contagiosa.

–Callum es dentista. Y yo no estudie Dirección de Empresas, me hice ingeniero de estructuras.

–Ah, ya veo. Bueno, no, no veo. ¿Qué es un ingeniero de estructuras?

–Te lo advierto, la mayoría de la gente se pone bizca cuando empiezo a hablar de sistemas, estructuras, fuerzas laterales y el soporte y la resistencia de las cargas.

–Como que la gente no se pone bizca cuando yo empiezo a hablar de cuerpos celestiales y composiciones químicas de la atmósfera.

–Perdona, ¿has dicho algo?

Rosie le dio un golpe en el brazo.

–Qué gracioso.

–Venga, ha sido un poco gracioso.

–Háblame de tu trabajo como ingeniero.

–Me pareció que era algo que pegaba mucho con mi familia –suspiró él, medio en serio medio en broma–. Cuantas más cosas lleven el nombre de Kelly, más contentos estamos. Aunque, irónicamente, haber estudiado Dirección de Empresas me hubiera ahorrado mucho tiempo y mucho dinero cuando decidí trabajar por mi cuenta.

–No, qué va, la universidad sólo sirve para ciertas cosas. Al final, tienes que ponerte a merced del universo y sentirte orgulloso por lo que hayas conseguido.

Cameron se quedó pensativo. Él era un hombre meticuloso que exigía mucho tanto de sí mismo como de sus empleados. Pero a los diecisiete años se había alejado del único mundo que conocía. Si no lo hubiera hecho, no sería el hombre que era ahora.

–Yo estoy orgulloso de lo que he hecho.

–Y me alegro por ti.

Su sonrisa lo hizo sentir como si lo hubieran cubierto con una cálida manta. El deseo de tocarla otra vez era abrumador, pero apartarle el pelo de la cara no sería suficiente. Deseaba enterrar los dedos en su melena, tirar de ella y besarla en los labios…

¿Qué se lo impedía?, se preguntó.

Que Rosalind supiera lo peor de él no ayudaba nada.

Ella apartó la mirada para seguir comiendo su helado y, sin la mirada gris manteniéndolo en su sitio, Cameron recordó que algo le ocurría a su padre. Y lo peor era que, después de una década y media discretamente alejado de su familia porque él no le había dejado otra alternativa, aún seguía importándole.

Cameron parpadeó, intentando apartar de sí esos pensamientos. Estando con ella tenía la impresión de que todo iba bien. Aunque era absurdo. Él no dependía de Rosalind para sentirse bien. Al final del día, cuando se separasen, de nuevo sólo podría contar consigo mismo.

–¿Has terminado?

Ella se pasó la lengua por los labios, disfrutando hasta la última gota de helado.

–¿Y tú?

Cameron no se molestó en fingir que no entendía.

–Del todo. No te he invitado a salir para hacer una sesión de terapia.

–¿Y por qué me has invitado entonces? –le preguntó Rosalind, con la adecuada mezcla de flirteo y simpatía.

–Porque es evidente que tú eres de las que aprecian las cosas buenas de la vida.

–¿Quesadillas y helado? –sonrió ella, tirando el cartón de helado a la papelera.

–Sí.

–Ah, primero era una empollona y ahora soy transparente. Desde luego, tú sabes cómo hacer que una chica se sienta especial.

–Quédate un rato más y ya veremos –dijo Cameron, con voz ronca–. La noche es joven.

La atracción que había entre ellos era como una pompa de jabón, ligera y con una vida limitada. Como a él le gustaba.

–Me gustaría pasear un rato para bajar el helado. ¿Te apetece? –le preguntó, ofreciéndole su mano.

Ella la miró durante unos segundos y luego, después de secársela en la pernera del vaquero, le ofreció la suya.

Ir de la mano la hacía sentir como si tuviera dieciséis años otra vez. Pero le gustaba.

Mientras paseaban por la orilla del río hablaron de política, de cine, de religión y de trabajo. Rosie se rió de su adoración por el críquet mientras él se negaba a admitir que el hombre hubiera puesto el pie en la Luna de verdad.

Pero no podía dejar de pensar en lo que le había contado sobre su padre. Era algo muy íntimo, pero se lo había confiado a ella… y no sabía si sentirse halagada o preocupada porque lo que había empezado siendo una cita divertida se había convertido en algo más complicado.

Claro que no pasaría nada mientras recordase quién era y, sobre todo, quién era él. Podría haberse escapado del nido, pero seguía siendo un Kelly. Tenía ese aura de privilegios y riqueza mientras ella sabía lo que era luchar para ganarse la vida y sentirse sola en una habitación llena de gente.

Era evidente que no estaban hechos el uno para el otro.

Un grupo de ciclistas pasó a su lado y Cameron puso una mano en su cintura para apartarla. Pero, una vez que los ciclistas se alejaron, no se apartó.

Y Rosie tuvo que hacer un esfuerzo para no apoyar la cabeza en su hombro y olvidarse de todo lo demás.

–Bueno, cuéntame cómo es ser un Kelly.

–¿Por qué crees que sólo hay una manera de ser un Kelly?

–La verdad es que no lo sé.

–¿Por qué no dejamos de hablar de temas serios? Aunque me gustaría saber una cosa: si tú fuiste una niña pobre mientras yo tenía todo lo que una persona puede desear, ¿cómo es posible que calcules el veinte por ciento de una factura antes que yo?

Rosie soltó una carcajada.

–No debería sorprenderte. Después de pasar diez minutos con esa pandilla, es lógico que vuelvas al cociente intelectual de tu adolescencia.

–Me temo que eso no ha sido un piropo para ninguno de nosotros.

Rosalind lo miró a los ojos.

–Bueno, la verdad es que no eres tan estirado como pareces.

–¿Y cómo una listilla como tú ha terminado estudiando astrofísica?

–No sé, porque me gustaba pedir deseos cuando veía una estrella fugaz, supongo.

–¿En serio?

–Cuando no conseguí un viaje a Disneylandia al cumplir los ocho años dejé de pedir deseos y me dediqué a estudiar a Venus, que siempre está separado de los otros planetas. Era un espectáculo gratuito, podía verlo desde la ventana de la cocina. Ése fue el principio de una maravillosa historia de amor que ha durado hasta hoy.

Cameron se había quedado parado, sus ojos oscuros, intensos. Tanto que ella tuvo que apartar la mirada.

–¿Sabes que Venus es el único planeta en el sistema solar que lleva nombre de mujer?

–Sí, lo sé.

–Pero, con muy pocas excepciones, casi todas las estrellas llevan nombre de mujer.

–Eso no lo sabía.

–¿Y que si pesaras cien kilos en la Tierra pesarías noventa en Venus?

–Eso tampoco lo sabía –sonrió Cameron–. ¿Puedes mirar otros planetas o te dedicas exclusivamente a Venus?

–Soy una mujer de un solo planeta –contestó Rosalind–. La Tierra y Venus son los dos más parecidos en tamaño y aparecieron más o menos al mismo tiempo en el sistema solar. Tienen el mismo radio, masa, densidad y composición química. Pero en Venus hay nubes de ácido sulfúrico y su superficie es tan caliente que podría derretir acero. Y la presión es equivalente a estar un kilómetro bajo el agua.

–Ah, una chica muy alegre.

–¿Verdad que sí? ¿Lamentas haber preguntado?

–No, en absoluto. ¿Desde cuándo trabajas en el planetario?

–No trabajo en el planetario –contestó ella–. Pero conozco a la directora desde la universidad y me deja usar el observatorio cuando quiero.

–¿Y te ganas la vida observando a Venus?

–Como eminente especialista en Venus, he dado conferencias por todo el mundo, clases maestras en la universidad… incluso he hecho entrevistas en televisión. Y llevo años trabajando como autónoma para la NASA. Así que yo diría que sí, me gano bien la vida.

–Veo que eres muy humilde –rió Cameron.

–La más humilde de todas.

Caminaban al mismo paso, tranquilamente. Su corazón, por el contrario, parecía tener un ritmo errático. Era algo que no había experimentado antes, extraño y sexy a la vez.

Poco después llegaron al final del paseo y giraron hacia el puente de la calle Victoria, donde habían dejado los coches.

Hacia el final de la noche.

Cameron sintió alivio y desilusión al mismo tiempo al pensar que su cita estaba llegando al final.

Aunque, por otro lado, se sentía extrañamente contento. Debería estar enfadado consigo mismo por hablar demasiado, pero sólo podía pensar que estaba paseando con una chica guapísima.

–¿Qué tal te llevas con tu padre? –le preguntó, quizá para que hubiera cierto equilibrio entre los dos.

Rosalind levantó la cara para mirarlo, su pelo cayendo hacia un lado, largo, suave, fabuloso.

–Lo preguntas como si hubiera una respuesta fácil.

–¿Era un hombre complicado?

Ella se encogió de hombros.

–No tengo ni idea. Se conocieron, se casaron, mi madre se quedó embarazada y él se marchó.

Cameron asintió con la cabeza. No sorprendido, sino desilusionado por el comportamiento de algunos miembros de su propio sexo.

–Imagino que no debió de ser fácil para tu madre.

–No, no lo fue. Dejó la universidad al conocer a mi padre y no volvió nunca. Esperaba que volviese algún día y parecía querer que todo estuviera igual que cuando se marchó.

–¿Y qué fue de ti?

–Crecí perpetuamente enfadada con el mundo, pero sacando unas notas estupendas –sonrió Rosalind, sin poder disimular la tristeza–. Mi madre murió hace unos años, cuando yo estaba de viaje fuera del país. Me gustaría que siguiera viva para que viese que todo me va bien. Y mi padre también, lo cual es completamente absurdo.

Hablaba con seguridad, como si estuviera contando una historia que hubiera contado mil veces. Pero Cameron estaba lo bastante cerca como para ver que había un ligero temblor en sus labios.

–¿Tienes primos, tíos, abuelos?

–No, no tengo familia. Pero conozco a Adele desde los diecisiete años. Es tan mandona como una hermana mayor, tan cariñosa como una abuela y tan protectora como un padre, así que tengo mis necesidades familiares cubiertas.

Cameron tuvo que hacer un esfuerzo para no inclinarse hacia ella y besar su pelo.

–Ay, por favor –sonrió Rosalind entonces–. Lo último que deseaba era ponerme sentimental. Vamos a hablar de otra cosa.

–¿Por qué?

–No me gusta hablar de esto, prefiero hablar de ti. De tu familia, por ejemplo. Tienes la clase de familia con la que soñamos muchos.

–¿Has visto alguna vez uno de esos programas de televisión en los que un vecino dice: «Eran una familia tan buena, nadie lo hubiera esperado»?

Rosie tuvo que sonreír.

–De todas formas tienes hermanos… habla con ellos sobre tu padre. O habla directamente con él.

Cameron apretó los dientes con tal fuerza que casi se hizo daño.

–Tengo mis razones para no hacerlo.

–¿Y son?

–Perfectamente sensatas.

Rosalind lo miró a los ojos, esperando más. Pero él no podía darle más.

Aquel día, tantos años atrás, al descubrir que su padre engañaba a su madre con otra mujer, se dio cuenta de que el patriarca de la familia, el hombre adorado y respetado por todos, no existía en realidad. Pero no podía contárselo a Rosalind y librarse así de la carga porque eso sólo serviría para herir a los demás.

–Hace unos años, a mi madre se le escapó que había vuelto a hablar con mi padre –dijo Rosalind entonces–. Vivía en Brisbane, pero no se había molestado en ir a verme ni una sola vez. Murió antes que mi madre y, aunque resulte ridículo, sigo deseando haber tenido la oportunidad de conocerlo, de que él me conociera a mí. Y no me gustaría que algún día tú despertases sintiendo ese vacío.

Sus ojos grises brillaban, resueltos, bajo las luces de las farolas. ¿De verdad estaba tan segura de sí misma?

En cualquier caso, aquella conversación tenía que terminar.

–Me rindo –dijo Cameron–. Tú ganas.

Rosalind levantó los ojos al cielo y luego se dobló por la mitad, como si se hubiera quedado sin fuerzas.

–No es un concurso, sólo era un buen consejo.

–¿No te gusta ganar?

–Depende del premio.

De vuelta en terreno firme otra vez, el territorio en el que se encontraba más cómodo, Cameron pensó en una docena de premios que podría darle sin hacer el mínimo esfuerzo. O mejor, sudando como nunca.

–Bueno, pues ya estamos –suspiró Rosalind.

Él tardó un momento en entender que lo decía de forma literal. Estaban al lado del Red Fox, donde habían dejado los coches.

Podría hacer lo que había planeado: besarla en la mejilla, darle las gracias por una noche agradable y seguir adelante.

Considerando que le había contado detalles de su vida que no sabía nadie más y que Rosalind Harper no era sólo la chica alegre y burlona que había conocido aquella mañana en el planetario, sería lo más inteligente.

Pero, por lo visto, aquella noche había dejado sus reglas en la oficina.

–¿Te apetece tomar una copa? –su corazón latía con más fuerza de la normal mientras esperaba la respuesta.

–¿Qué tienes en mente? –preguntó ella. Y el tono ronco de su voz lo hizo sentir dos metros más alto.

–El casino sólo está a dos manzanas de aquí.

Rosalind lo miró con sus luminosos ojos grises y Cameron se preguntó, y no por primera vez, cómo habían podido ir al mismo colegio sin que se fijara en ella.

–No sé…

–¿Qué te parece si seguimos juntos un rato más? –insistió él, prometiéndose que sería la última vez–. Creo que en la segunda planta del casino hay un bar donde hacen un chocolate caliente para morirse.