CAPÍTULO 10

 

 

ROSIE estaba agotada, pero no era capaz de pegar ojo y, en cuanto el despertador de la mesilla marcó las tres menos cuarto, se levantó de la cama.

No podría ver a Venus hasta una hora antes del amanecer, pero prefería estar al aire libre que mirando el techo de la caravana, preguntándose cómo podía haber dejado que Cameron entrase en su vida justo en el momento en el que él había decidido que no tenía sitio en la suya.

Pasándose una mano por el pelo, y encontrando muchos nudos en su caótica melena, entró en el baño para lavarse la cara. Y mientras se secaba se miró al espejo: los ojos oscurecidos, el gesto triste…

Parpadeando, se vio a sí misma a los catorce años, en el baño que compartía con su madre, y volvió a sentir aquel dolor tan familiar. No era el dolor de una niña que soñaba con el chico de su vida, era el dolor de una niña que nunca había sido lo bastante lista, lo bastante buena o lo bastante devota como para llenar el agujero en el corazón de su madre.

¿Cómo una chica invisible como ella había esperado llenar el corazón de otra persona?

Hora de irse, pensó. Concentrarse en el colosal misterio del universo haría que sus problemas pareciesen menos importantes.

Como hacía demasiado frío, se puso la ropa encima del pijama de franela: un jersey de lana gruesa que había comprado el año anterior, una bufanda gris, un gorro con dos pompones rojos y los vaqueros que había llevado por la noche.

Pero la excursión hasta la pradera donde solía colocar el telescopio no fue en absoluto agradable. Hacía frío, se sentía incómoda, la mochila pesaba una tonelada y, cuando llegó, el cielo nocturno estaba cubierto de nubes.

Después de montar la tienda de campaña, colocó una manta en el suelo y se sentó con las piernas cruzadas, esperando que las nubes se abriesen para revelar un cielo lleno de estrellas.

Pero el tiempo pasaba y el cielo seguía cubierto de nubes.

Nada de misterio, nada de majestad, nada que pudiera hacer que dejase de pensar en Cameron. Cerrando los ojos, Rosie se tumbó sobre la manta.

Adele y ella estaban equivocadas. Cameron no era diferente a los demás hombres. Todos se marchaban tarde o temprano; que vivieran o no en la ciudad era irrelevante…

Oyó entonces el crujido de una rama y levantó la cabeza, asustada.

Podría ser un conejo. Aunque había oído rumores sobre un felino en la zona. Y tampoco podía desechar la posibilidad de que hubiera un asesino demente merodeando por allí a la tres de la mañana.

Se levantó de un salto y estaba escudriñando entre las sombras cuando Cameron apareció por detrás de unos arbustos, alto, imponente, impresionante.

–¿Se puede saber qué haces aquí? –exclamó, apuntándole con un objeto metálico.

Cameron levantó las manos en señal de rendición.

–Te he llamado al móvil varias veces pero no contestabas, así que llamé a Adele.

–¿Adele?

–Ella me dio el teléfono de su casa la primera vez que te llamé. Imagino que por si hubiera alguna emergencia.

Rosalind bajó el arma.

–No creo que ése fuera el motivo.

–En cualquier caso, Adele me dijo dónde podía encontrarte. ¿Se puede saber qué haces aquí en medio de la noche, donde podría pasarte cualquier cosa?

Rosie guiñó los ojos, recelosa.

–Me has dicho cómo has llegado hasta aquí, pero no por qué. Y date prisa, tengo que ponerme a trabajar.

Cameron eligió una razón a la que ella no pudiera ponerle pegas:

–Estaba mirando el cielo desde el telescopio de mi habitación cuando recordé lo que tú habías dicho, que no había visto estrellas hasta que las hubiera visto desde aquí. Y pensé, ¿por qué no? De todas formas estaba despierto.

–¿Y qué quieres ver? –le preguntó ella.

–No sé, enséñame algo espectacular.

–Has elegido una mala noche –suspiró Rosie, mirando el cielo–. Ah, vaya, ¿qué te parece? Hace cinco minutos no se veía nada, pero entra él y ahí están las estrellas, luciéndose. Asquerosas todas.

Cameron soltó una carcajada mientras levantaba los ojos. Allí estaba la Vía Láctea, extendida sobre el cielo como si alguien hubiera volcado un cofre de joyas sobre una manta de terciopelo negro.

Luego miró a Rosie, su largo y pálido cuello, su pelo brillando a la luz de la luna. Espectacular.

–Echa un vistazo –dijo ella, colocando el telescopio.

Al mirar por la lente, Cameron se quedó sin aliento.

Estaba viendo la cara más brillante de la luna: cráteres y valles en blanco y gris, tan cerca y, sin embargo, tan lejos.

–También he venido porque no me gusta dejar una conversación sin terminar –le dijo, apartándose del telescopio.

–Me parece que los dos hemos dicho todo lo que teníamos que decir.

–¿Puedo preguntarte una cosa?

–¿Qué?

–¿Si no te hubiera besado…?

Rosalind tembló y, aunque Cameron sabía que no era de frío, le habría gustado ponerle su cazadora. Pero sabía que la rechazaría.

–¿Qué quieres de mí, Cameron?

–¿La verdad?

–Siempre.

–No me gustó que te fueras de mi casa anoche. Lo paso muy bien contigo, me gusta tu franqueza… y supongo que habrás notado que me cuesta trabajo apartar las manos de ti. Y nada de eso ha cambiado. Lo único que esperaba era que siguiéramos viéndonos mientras los dos quisiéramos hacerlo, nada más.

–¿Y quién decidirá cuándo dejamos de vernos? –preguntó Rosalind.

–Puedes decidirlo tú, si eso es lo que te preocupa.

–¿Y si creo que deberíamos dejar de vernos ahora?

–¿Lo crees?

Ella apartó la mirada.

–No, la verdad es que no.

–No quiero hacerte daño.

–Yo no dejaría que me lo hicieras –respondió Rosalind. No estaba sonriendo, pero tampoco parecía enfadada–. ¿No tienes frío?

Cameron se dio cuenta entonces de que estaba temblando. Ella iba vestida como para subir al Everest, pero él seguía llevando la camiseta y la cazadora.

–Estoy helado –contestó, saltando de un pie a otro.

–Tienes que conservar el calor corporal.

Él dejó de saltar como una rana.

–¿Quieres ayudarme?

–Oye, que yo estaba aquí haciendo mis cosas. Eres tú el que ha venido a buscarme.

Aún no sonreía, pero en sus ojos empezaba a asomar el buen humor.

–Sí, es verdad.

–Entra en la tienda y envuélvete en el saco de dormir, anda. Estarás muerto de calor en cinco minutos.

–¿Quién hubiera imaginado que en ti había un ángel de la guarda? –bromeó Cameron.

–No, qué va. Es que pesas demasiado como para tener que llevarte en brazos hasta el coche –murmuró ella, dándole un empujoncito.

Había ido a buscarla, a las tres de la mañana, por una carretera sin luces. Eso era algo enteramente nuevo para ella. Los hombres se habían ido antes, pero ninguno había vuelto.

No tenía mucha experiencia amorosa como para comparar, pero era lo bastante sensata como para entender el miedo de Cameron a ser como su padre. Y que ahora que el barco había vuelto a enderezarse, las cosas entre ellos serían como antes.

Pero no tuvo tiempo para decidir si había sido inteligente o sencillamente boba porque, de repente, oyó un inquietante desgarrón en la tienda.

–¿Se puede saber qué haces? –exclamó entrando en la tienda, los pompones de su gorro rozando el techo.

Pero cuando Cameron tiró de su jersey para aplastarla contra su pecho se quedó sin aliento. Esperaba que su instinto pudiera apartarla, pero su instinto parecía tan inmovilizado como ella.

Estaban muy cerca el uno del otro y podía oír los latidos de su corazón. Y supo entonces, como sabía su propio nombre, que había hecho lo que debía: su tiempo con Cameron Kelly no había terminado.

Él alargó una mano para acariciar su cuello y todo su cuerpo respondió abriéndose como una flor. Y cuando la besó, con una ternura exquisita, se derritió del todo… hasta que, de repente, llegó el cruel final.

Cuando abrió los ojos, Cameron estaba mirando su pecho. Y su pecho no era precisamente llamativo sin un poco de ayuda.

–¿Qué llevas debajo?

–El pijama. Hacía frío y estaba triste.

–Rosalind…

Cómo pronunciaba su nombre…

Rosie lo miró a los ojos. Esos profundos, oscuros, persuasivos ojos azules.

Cuando desabrochó el primer botón del pijama se quedó sin aire.

Y cuando volvió a besarla se sintió tan débil que temió romperse en mil pedazos antes de que la noche terminase.

 

 

Horas después, Rosie pasaba los dedos por el torso desnudo de Cameron mientras él jugaba con su pelo.

Los primeros rayos del sol se colaban en la tienda de campaña, dejando su hermoso perfil en relieve mientras ella estaba protegida por su cuerpo.

Como tenía que ser. Por mucho que luchara contra su verdadera naturaleza, él era hijo de la luz, ella de las sombras.

Tal vez los únicos momentos en los que pudieran estar juntos serían el amanecer y el anochecer, cuando todo parecía más suave, más tranquilo. Cuando nada, pasado o futuro, importaba más que aquel momento.

Una gran sensación de tristeza la abrumó entonces. Por qué, no lo sabía. Debería sentirse feliz.

Apoyando la barbilla en la mano, y en la semioscuridad de la tienda, le dijo:

–He llegado a la conclusión de que tú eres el equivalente humano de Alfa Centauri.

Cameron abrió los ojos y su tristeza desapareció.

–¿Debo preguntar por qué?

–Voy a decírtelo de todas formas: Alfa Centauri parece un simple punto de luz para el ojo humano, pero en realidad es un sistema estelar que tiene tres estrellas.

–¿Crees que tengo múltiple personalidad?

–No, pero creo que en ti hay algo más que lo que ve todo el mundo. Además, eres llamativo, brillante y pareces estar más cerca de lo que lo estás en realidad.

–¿Llamativo y brillante? –rió él, acariciando su espalda–. ¿Y cuánto tiempo has estado ahí pensando esas cosas?

–No mucho.

–¿Dónde está mi gemelo celestial ahora mismo?

–A cuatro trillones de kilómetros –sonrió Rosie, enterrando la cara en el hueco de su hombro–. Acabo de compararte con esferas de gases ardientes. Y después de las cosas tan agradables que me has hecho…

–Es culpa mía.

–No, qué va. Lo que quería decir es que al final no eres como yo esperaba que fueras.

–Un hombre debe intentar en lo posible exceder las expectativas de los demás.

–A lo mejor sí, pero en mi experiencia la mayoría de los hombres ni se molestan.

–¿En tu experiencia? Ah, ése es un tema del que me gustaría hablar –replicó él, moviendo las cejas.

–No, lo siento, no es momento para tener esa conversación –suspiró Rosie, incorporándose para ponerse la chaqueta del pijama, el gorro y la bufanda.

–¿Qué tal si seguimos hablando de ello el sábado por la noche, en la fiesta de mi padre? –sugirió Cameron.

–¿Qué?

–En el cumpleaños de mi padre. Anoche, mientras limpiaba el suelo de mi casa paseando de un lado a otro, pensé en algo que tú me habías dicho y tomé la decisión de ir.

–¿Qué dije?

–Que te hubiera gustado conocer a tu padre, fuera el hombre que fuera. Yo necesito enfrentarme con él. Y como eres tú la que me ha convencido, he pensado que te gustaría venir.

Unas horas antes le había dicho que debían dejar de verse tan a menudo y ahora quería llevarla a casa de sus padres. Rosie intentó imaginar a qué estaba jugando, pero su precioso torso hacía imposible que se concentrase de verdad.

–¿El sábado? Lo siento, no puedo.

–Será una fiesta estupenda.

–Sí, ya me imagino.

–La verdad es que te necesito allí, a mi lado.

Rosie intentó no pensar en lo maravillosa que era esa frase: «Te necesito allí, a mi lado».

Lo único que había querido de pequeña era sentirse necesitada, querida. Había sido una buena niña, estudiaba mucho y abrazaba a su madre cada vez que la encontraba llorando… aunque en el fondo sabía que eso nunca sería suficiente.

Desde que estaba sola en el mundo, lo único importante para ella era tener su telescopio y un refugio. Ser necesitada por otra persona era algo que casi había olvidado.

Y, sin embargo, la frase de Cameron…

Había pasado tanto tiempo desde que enterró ese deseo que cuando salió a la superficie era abrumador.

–Me lo pensaré.

–No lo pienses, ve conmigo –murmuró él, besando su hombro.

Rosie se apartó de sus traviesas manos y salió de la tienda. Prefería estar medio desnuda al aire libre que prometerle el sol y la luna por una simple caricia…

–Vendré a buscarte a las ocho, quieras o no.

–Está bien, iré. ¿Contento?

–Ahora estoy contento –sonrió Cameron, con las manos en la nuca, los bíceps sujetando su cabeza–. Tienes que llevar un vestido de fiesta.

–¿Crees que ésa podría ser una razón para que me echase atrás?

–No, en absoluto. Por el momento, no te resulta difícil decirme que no cuando de verdad quieres decirme que no.

–No tienes ni idea –murmuró ella.

–¿Qué?

–Nada –suspiró Rosie–. Iré contigo a esa fiesta porque estoy muy orgullosa de que me hayas escuchado. Nada más.

Cameron asintió con la cabeza. Y Rosie se alegraba de que la creyese… aunque no estaba muy segura de creerlo ella misma.

–¿No deberías irte? ¿No tienes obreros a los que maltratar?

–¿Tú tienes que ir a algún sitio?

–Pues no, porque éste es mi lugar de trabajo.

Pero desde que apareció, tan guapo y tan conciliador, diciendo que no podía apartar sus manos de ella, Rosie se había olvidado del trabajo, del tiempo y del desayuno.

Unas campanitas de advertencia empezaron a sonar en su cerebro, diciéndole que terminara de vestirse.

–¿Entonces qué haces ahí, con lo bien que podrías estar aquí? –sonriendo, Cameron apartó el saco de dormir para hacerle sitio.

Era lo mismo que ella estaba haciendo, pensó. Y quizá era lo que una chica tenía que hacer por el hombre que volvía a buscarla.

–¿Por qué no? –sonrió.

Y, tirando el gorrito y la bufanda por encima de su hombro, volvió a tumbarse a su lado.

–Así que estabas enamorada de mí en el colegio, ¿eh? –murmuró Cameron, mientras le quitaba el pijama.

–No sé, creo que eras tú, pero no estoy segura –rió ella–. Tú eras el capitán del equipo de fútbol, ¿no?

–Deja de mentir y háblame del día que pusiste tus ojos en mí y tu tierno corazón de adolescente se volvió loco de amor.

–Cameron Kelly –suspiró Rosie, mientras él acariciaba su espalda–. Vas a tener que hacer algo mejor si quieres que te cuente un solo detalle.

Cameron hizo algo mejor y, como una cobarde, ella empezó a cantar.

Y, como había esperado, las campanitas de alarma pronto fueron reemplazadas por una sinfonía de sensaciones que sólo podía experimentar con aquel hombre.