CAPÍTULO 6
EL RELOJ biológico de Rosie le decía que era más de medianoche cuando salieron del casino. Y eso significaba que, aparte de la siestecita, llevaba veinte horas despierta.
Por eso debía de estar delirando cuando aceptó la sugerencia de tomar chocolate en el casino. Aunque si Cameron hubiera sugerido pasear por la ciudad hasta encontrar un puesto de perritos calientes, también le habría dicho que sí.
Después de tirar el bolso sobre el asiento se volvió para despedirse, pero Cameron estaba sujetando la puerta, atrapándola en el círculo de sus brazos. Tan cerca como para ver que la luz de las farolas dejaba su rostro en sombras. Pero no así el decidido brillo de sus ojos.
–Lo he pasado muy bien.
–¿Cuándo? ¿Mientras tus amigos interrumpían la cena o cuando has tirado el helado? ¿O cuando yo he tropezado en las escaleras del casino y casi te rompo una pierna?
Cameron levantó una ceja.
–He visto tu expresión al probar el chocolate. Estabas pasándolo increíblemente bien.
–Sí, es verdad, el chocolate estaba riquísimo y por eso siempre estaré en deuda contigo.
Ése era el momento en el que debería haberse despedido. Pero, aunque se daba cuenta de que su vida se complicaba con cada segundo, no podía marcharse.
Afortunadamente, su cuerpo acudió al rescate cuando tuvo que levantar la mano para disimular un bostezo.
–Son las dos de la mañana.
–¡No puede ser!
Cameron levantó su brazo para mirar el reloj.
–No llevas reloj.
Rosalind se encogió de hombros.
–Cuando lo llevaba tampoco me acordaba nunca de mirarlo, así que…
–Yo miro el reloj al menos cien veces al día.
–Pues imagínate lo que podrías hacer con todo ese tiempo perdido.
Incluso en la oscuridad pudo intuir los hoyitos a cada lado de la boca.
–Tiene usted una manera muy extraña de ver el mundo, señorita Harper.
–Lo miro exactamente como lo mira usted, señor Kelly. Sólo que unos centímetros más cerca del suelo.
–Y lo que ocurre con la información cuando llega a ese alocado cerebro suyo, después de pasar por sus preciosos ojos grises, nunca lo sabré.
Rosie apenas había oído nada además de la frase: «preciosos ojos grises». Y partes de su cuerpo escondidas durante mucho tiempo empezaron a despertar a la vida.
–Rosalind…
–¿Sí, Cameron? –suspiró ella.
Se miraron en silencio un momento. Un momento tan largo que la noche se extendió entre ellos como una goma elástica. Pero si alguien no decía algo pronto, Rosie temía sufrir un desmayo.
–Me gustaría volver a verte.
Ella abrió los ojos como platos.
–¿En serio?
Cameron rió y Rosie se mordió los labios.
Que alguna vez lo hubiera pillado mirándola como si fuera la criatura más fascinante de la tierra no significaba que estuviera enamorado. Al contrario.
–¿Quieres una lista de razones o prefieres que te escriba un poema? –bromeó él.
–¿Un poema? Ah, ahora entiendo que tuvieras una noche libre en tu agenda.
–¿Quién ha dicho que estuviera libre?
El corazón de Rosie empezó a bailar dentro de su pecho, pero debía de ser el cansancio, se dijo. Ella sabía que dejarse guiar por los dictados del corazón era tan sensato como usar el hígado para decidir sobre inversiones financieras. En realidad, habiendo visto de primera mano lo que seguir los dictados del corazón podía hacerle a una mujer, no necesitaba más razones para despedirse…
Pero entonces Cameron tuvo que decir:
–¿Qué vas a hacer mañana?
Su corazón siguió bailando, pero intentó concentrarse en el hígado. Sin embargo, era como si todos sus órganos estuvieran pendientes de Cameron Kelly.
–¿Mañana? Mañana tengo que comer, dormir, ver la televisión, mirar las estrellas… lo de siempre. ¿Y tú?
–Trabajar, trabajar y trabajar. Aunque también yo tendré que comer en algún momento del día.
–¡Qué coincidencia!
–¿Cenamos juntos entonces? Esta vez, los dos solos.
¿Los dos solos? Rosie miró al cielo, pero no podía ver una sola estrella entre las nubes y las luces de la ciudad.
–¿Qué tal si miras tu agenda y luego, si tienes un hueco, llamas al planetario para que me den el mensaje y yo miro mi agenda para ver si puedo?
Cameron soltó su brazo, pero sólo para apartar un mechón de pelo de su frente, sus dedos dejando un rastro en su piel tan ligero como la brisa.
–Necesito una agenda como tú necesitas un reloj. Y todo sería más fácil si me dieras el teléfono de tu casa.
Rosie nunca había tenido necesidad de poner cara de póquer, pero la necesitaba en ese momento.
–No, no puedo.
–¿Por qué no?
–Porque no tengo teléfono. Considerando que vivo en una caravana, no es fácil.
En lugar de torcer el gesto, como le había pasado tantas veces cuando contaba dónde vivía, Cameron soltó una carcajada.
–¿Por qué te hace tanta gracia que viva en una caravana?
–Si tuvieras una casa en las afueras o un apartamento de lujo en el centro de la ciudad, me habría llevado una desilusión.
Se había acercado un poco más, su rostro iluminado por el reflejo de las farolas en un escaparate cercano.
–Ah, vaya.
–Entonces cenamos juntos mañana. Los dos solos. Llamaré al planetario para decir en qué restaurante.
–Muy bien, de acuerdo. Aunque tengo un teléfono móvil.
–¿Ah, sí?
–Hemos hablado antes por el móvil, no sé si te acuerdas. Es tan pequeño que suelo perderlo, así que no me molesto en darle el número a casi nadie. Pero ahí está, si te parece.
–Me parece muy bien.
Rosie se inclinó para sacar el móvil del bolso, pero al darse cuenta de que él estaba mirando su trasero se incorporó a toda prisa… y se golpeó la cabeza con el techo del coche.
Mientras le daba el número se sintió como una adolescente otra vez, esperando que el chico más guapo del colegio la llamase. Un chico de inquietantes ojos azules…
«Bésame», pensaba.
«No, no me beses» pensaba luego.
Cameron se acercó un poco más.
«Sí, por favor, bésame».
Notó su cálido aliento mientras la besaba en la mejilla y, con un suspiro indisciplinado, sus párpados se cerraron para disfrutar del momento. Su roce, su aroma, su fuerza. Cómo la hacía sentir deseable y femenina.
Cuando se apartó, todo su cuerpo fue tras él. Y cuando abrió los ojos comprobó que los de Cameron estaban clavados en sus labios.
Tenía dos opciones: echarse en sus brazos o alejarse de una situación que, de repente, parecía escapársele de las manos.
–Te llamo mañana –dijo él.
–Ya es mañana.
–Sí, lo sé.
–Y es hora de que vuelva a mi cama calentita. Y tú a la tuya –dijo Rosie, diciéndole adiós con la mano antes de subir al coche. Y que recordase cuál era el pedal del acelerador y cuál el del freno la asombraba.
Una hora después, ya en su caravana, decidió que no iba a poder pegar ojo y, después de darse una ducha, volvió a ponerse los vaqueros, el jersey y sus viejas botas marrones para salir al campo, como solía hacer de madrugada, con su telescopio favorito.
Pero encendió la televisión mientras se hacía un café y oyó el nombre de Quinn Kelly. Aunque no lo conocía, era el personaje más famoso de la ciudad. Un hombre carismático y atractivo a pesar de la edad, con un fuerte acento irlandés que lo hacía inolvidable.
Rosie buscó en su sonrisa, y en los sorprendentes ojos azules, alguna señal de que estuviera enfermo y, como si Cameron estuviera a su lado señalando los signos de cansancio en el rostro de su padre, enseguida se dio cuenta de que algo iba mal.
Pero como ella había vivido la pérdida de su madre y no se lo desearía a nadie, y mucho menos al hombre que había pedido que le pusieran canela en el chocolate, decidió apagar la televisión.
–Sólo era un poco de canela, boba. No exageres.
Tomando su mochila y el termo de café, Rosie salió de la caravana para perderse en la oscuridad.
Al día siguiente, Rosie llegó a la dirección que Cameron le había indicado por teléfono… y descubrió que allí no había nada. Sólo una acera con un puñado de árboles de aspecto triste y un edificio en obras.
Rosie golpeó el suelo con sus botas para calentarse los pies, pensando que debía haberse puesto un cárdigan de lana sobre el vestido de algodón.
Un grupo de jóvenes paseaban por la otra acera, charlando y riendo, pero pronto se alejaron, dejándola sola de nuevo.
Sola con su charlatán inconsciente.
¿Y si Cameron había tenido una reunión de última hora? ¿Y si estaba solo en algún sitio, atrapado bajo una tonelada de hormigón? O mejor, ¿y si estaba a punto de demostrar lo ideal que había sido durante la primera cita dejándola plantada en la segunda?
Cuando estaba a punto de darse una palmadita en la espalda por elegir tan bien a los hombres con los que salía, una puerta medio escondida se abrió en el bloque de cemento gris. Y enseguida vio un pelo oscuro seductoramente despeinado y los antebrazos de un hombre que, sin duda, sabría arreglar un fregadero atascado, por ejemplo.
Cameron. Incluso envuelto en la oscuridad no había la menor duda de que era él.
–He llegado tarde. Otra vez –se disculpó Rosie.
–Llegas justo a tiempo. Y estás preciosa.
–Tú también –admitió ella, antes de poder censurarse a sí misma.
–Gracias.
–¿Dónde estamos?
Después de cerrar la puerta con un enorme candado, Cameron le ofreció un casco de seguridad de color amarillo.
–¿Qué? –exclamó Rosalind.
–Póntelo o no nos movemos de aquí.
–Pero me va a aplastar el pelo…
–Mientras estemos aquí no te lo puedes quitar.
–Jo, podrías ser un poco más simpático –suspiró Rosie, poniéndose aquella cosa amarilla.
–Muy bien –dijo él, poniéndose otro casco–. Si algo te cayese en la cabeza, tendría que enterrar tu cuerpo en la obra.
–Pues tienes suerte de que el amarillo sea mi color –dijo ella–. ¿Vamos a hacer algún deporte de riesgo antes de cenar? ¿Debería haberme puesto protección para las rodillas?
Cameron la tomó del brazo para llevarla bajo andamios y pilas de ladrillos hasta que llegaron a un ascensor.
–Me siento como una heroína en una mala película de terror, con el público gritando: «¡No entres ahí!».
–Entra ahí –rió Cameron–. Confía en mí.
Rosie miró la tentadora sonrisa, los increíbles ojos azules y todo lo demás. ¿Confiar en él? En aquel momento le costaba confiar en sí misma.
Pero subió al ascensor e hizo lo que pudo para no respirar profundamente el delicioso aroma a camisa masculina recién planchada. O a lo mejor era él. El limpio y delicioso Cameron Kelly.
Cuando el ascensor se detuvo, él puso una mano en su espalda.
–Ya hemos llegado.
–¿Dónde hemos llegado exactamente?
–A lo que será el ático más caro de Brisbane.
Las puertas del ascensor se abrieron y lo que vio hizo que sus pies se quedaran pegados al suelo.
–¡Madre mía!
Habían llegado a la última planta del edificio… o más bien a lo que sería algún día la última planta. La estructura estaba puesta, pero aparte de las vigas de acero y el suelo de cemento no había nada entre ellos y el cielo.
–No tengas miedo.
Rosie vio algo más entonces: dos sillas y una mesa de hierro decorada con velas, su llama protegida por campanas de cristal. A su lado, un carro con varias bandejas y una botella de vino blanco en un cubo con hielo.
–¿Qué has hecho?
–Tenía que compensarte por el desastre del Red Fox.
Y, aparentemente, por todas las citas mediocres que había tenido en su vida.
Tuvieron que saltar por encima de cubos y sacos de cemento para llegar hasta la mesa, pero después de tomar el primero sorbo de vino sus piernas dejaron de temblar.
–Bueno, ¿qué tal el día?
De repente, a Rosie le dio un ataque de risa.
–¿Qué he dicho?
–¿Estamos en la cima del mundo, rodeados por todas las velas que había en Brisbane y de verdad esperas que te cuente qué tal el día? Pero bueno, supongo que tú habrás cenado aquí un montón de veces.
–He tomado comida china encima de muchos rascacielos, pero mi única compañía eran hombres con casco de trabajo. Y no creo que las velas hubieran sido apropiadas. Pero me temo que la cena tendrá que ser rápida –sonrió Cameron–. Estamos aquí sin permiso alguno y los del sindicato podrían cerrarme la obra.
–¿En serio? –sonrió Rosie.
–Bruce, el jefe de obra, estuvo a punto de dimitir cuando le conté lo que tenía en mente.
–¿A punto?
–En realidad, es un blando. Después de protestar durante media hora me hizo prometer que nos pondríamos el casco y luego se olvidó del asunto.
Rosie se dio cuenta de que organizar aquello no había sido fácil. De modo que Cameron había estado pensando en ella durante gran parte del día…
Pero no sabía si debía salir corriendo.
Él levantó y su copa y Rosie acercó la suya en un brindis; el choque del cristal haciendo eco en aquel espacio vacío.
–Por Bruce.
Cameron tomó un sorbo de vino, sin dejar de mirarla a los ojos. Aquello era irreal, la clase de cosa que le ocurría a otras chicas. A chicas normales, soñadoras. No a chicas pragmáticas que habían arruinado deliberadamente todas sus relaciones plantando a su pareja en el momento más inesperado.
–¿Tienes hambre? –preguntó él.
–Sí, claro. ¿A quién más has tenido que sobornar esta noche?
–A un amigo que tiene un restaurante. Nos ha preparado calamares, ensalada de langosta con aceite de trufa y pastel de manzana con helado de vainilla y canela…
–Dame, dame, dame –lo interrumpió Rosie.
Con la boca llena no podría hablar. Mejor. Y tampoco tendría que oírlo hablar a él. Mejor todavía.
Media hora después de haber tomado la cena más deliciosa de su vida, Rosie dejaba escapar un largo suspiro. Y Cameron estaba mirándola como había mirado la cola de langosta: disfrutando de lo que estaba por llegar.
Con esos ojos azules que eran como los de su padre…
El móvil de Cameron empezó a sonar en ese momento, pero él no parecía darse por aludido.
–Creo que es tu teléfono.
–Es mi hermano Brendan. Y sólo llama cuando quiere algo.
–A menos que sea un tema familiar urgente…
Él pareció pensarlo un momento.
–¿Te importa si contesto?
–No, en absoluto.
Tomando una fresa, Rosie aprovechó la oportunidad para apartarse… y así respirar un poco.