CAPÍTULO 8
EL SOL apenas empezaba a asomar en el horizonte, pero Cameron ya estaba sentado en un taburete manchado de pintura mientras hacía de diplomático entre Bruce, el jefe de obra, y Hamish, el arquitecto. Con un mes para terminar el edificio, las cosas estaban muy tensas entre ellos.
Pero, mientras levantaba un poco el casco para secarse el sudor de la frente, pensó en Rosalind la noche anterior.
Con esos ojos grises y su larga melena cayendo en seductoras ondas bajo el casco amarillo tenía un aspecto sencillamente adorable. Aunque estaba seguro de que no se daba cuenta.
–¡Kelly! –gritó Bruce, devolviéndolo a la tierra.
–¿Qué?
–¿Dónde has estado durante los últimos cinco minutos? Desde luego no estabas en este planeta.
Cameron arrugó el ceño. Bruce tenía razón. Pasar tiempo con Rosalind estaba distrayéndolo más de lo esperado, pero no quería que esa distracción se extendiera a otras áreas de su vida.
Desde que se fue de casa, su negocio lo era todo para él. Llenaba las horas del día y también muchas de la noche. Era su ambición, su pasión, su sueño.
Mientras, por otro lado, Rosalind era…
–Cameron –dijo Bruce.
–Estoy aquí. Dime.
–Estaba contándole a Hamish lo de tu cenita de anoche. ¿Velas, marisco?
–Por favor, dime que no es verdad –suspiró Hamish–. No has traído aquí a una mujer por la noche, sin la supervisión adecuada… un mes antes de terminar las obras.
Cameron miró a su arquitecto y amigo, Hamish, a quien conocía desde la universidad.
–Me temo que sí.
–Y yo me temo que te has saltado como una docena de normas de seguridad, por no hablar de las reglas del sindicato.
–¿Crees que no se lo he dicho yo? –suspiró Bruce.
–Cameron, el último hombre honrado, vencido por una mujer misteriosa. ¿Se puede saber quién es?
–No la conoces. Y el tema está cerrado.
–Muy bien –rió Hamish–. Yo tengo que irme.
–Hay mucho trabajo que hacer, McKinnon –protestó Bruce–. ¿Dónde tienes que ir ahora?
–Tengo una cita esperándome en el andamio. Debe de andar por la planta treinta ahora mismo, así que voy a ponerme el arnés… y a llevar una botella de champán.
Cameron ni se molestó en decirle a Hamish dónde podía meterse la broma; sencillamente se levantó del taburete y se dirigió al ascensor.
–¿Dónde vas? –lo llamó Bruce.
–Si quieres robarme a mi chica –le advirtió Hamish–, habrá un duelo al amanecer.
Cuando las puertas del ascensor volvieron a abrirse en la última planta, Cameron fue recibido por la cacofonía de ruidos que normalmente le alegraba el día porque significaba progreso, trabajo, sudor. Y se sentía orgulloso de las ampollas que tenía en las manos por esa misma razón.
Pero cuando llegó al sitio donde Rosalind había estado sentada la noche anterior, con su mezcla de candor y belleza, ya no oía nada.
En algún sitio, más allá de los extremos de la ruidosa ciudad, estaría ella mirando el cielo. Quizá exactamente el mismo punto que estaba mirando él en ese momento.
Y mientras Rosalind pensaba en trayectorias, nubes y universos en expansión, Cameron estaba pensando en ella. En verla otra vez esa noche. Sería su tercera cita, de modo que estaba pasando más tiempo con ella del que había pasado con una mujer desde que podía recordar. Más tiempo del que pasaba con Meg o Dylan.
De repente, se sintió culpable. Mantenía a distancia a las personas que más quería para salvarles de lo que sabía sobre su padre. Pero lo que había dicho Rosalind hacía que se preguntase: ¿mantenerlos a distancia no estaría hiriéndolos aún más?
Si de verdad quería verlos, sabía dónde estarían ese fin de semana; todos en el mismo sitio al mismo tiempo, lo cual era casi siempre imposible.
Si iba a la fiesta de cumpleaños de su padre, sabía lo que iba a pasar: Brendan tomaría una copa de más, Dylan ganaría dinero con alguna apuesta sobre la fecha de su regreso a la familia y Meg se echaría en sus brazos… y luego intentaría liarlo con alguna de sus amigas.
Y su madre seguramente lloraría.
Se le encogió el estómago al pensar en su madre. Sobre todo, al pensar en cómo la había tratado su marido. La idea de celebrar el setenta cumpleaños de ese hombre le resultaba imposiblemente dolorosa.
Tenía que olvidarse de ello, pensó, mirando el reloj. Doce horas antes de que fuese a buscar a Rosalind al planetario.
–¿Cam?
Cuando se volvió, Hamish estaba en el ascensor, sujetando la puerta.
–¿Quieres que revisemos el proyecto antes de que me vaya?
–No, pero si se me ocurre algo, te llamaré.
–A meno, claro, que necesites otro tipo de consejo –dijo su amigo, burlón–. Yo conozco algunos trucos que un hombre como tú ni siquiera podría imaginar.
–No te preocupes por eso –rió Cameron–. Lo tengo controlado.
–Me alegra saberlo.
Lo tenía controlado, sí. Sólo necesitaba encontrar cierta perspectiva. Su empresa era toda su vida; su familia, la cruz que llevaba a cuestas. Y Rosalind Harper, aunque encantadora, sólo era una distracción temporal. Y esa noche se encargaría de que las barreras quedasen claramente definidas.
Cuando se reunió con Hamish en el ascensor tenía las ideas claras y estaba dispuesto a actuar como el propietario de una constructora millonaria.
Pero después de unos segundos se dio cuenta de que el ascensor seguía sin moverse… porque había olvidado pulsar el botón. Y lo pulsó con tal fuerza que se hizo daño en el dedo.
–Si está así de nervioso, debe de ser una pelirroja –bromeó Hamish.
El rostro de Rosalind apareció entonces en su mente… sus ojos brillantes, su sonrisa, esos labios tan jugosos.
–Tiene el pelo de color caramelo, la piel de porcelana y unas piernas interminables.
Hamish le dio un codazo en las costillas y Cameron se apartó, riendo.
Al otro lado de la ciudad, en el planetario, Rosie se apartó del telescopio para concentrarse en su ordenador… pero el cursor parpadeaba en una pantalla negra. Las notas sobre el color de Venus, la opacidad, las sombras y otras circunstancias perdidas en el agujero negro de su mente.
En realidad, no sabía cuánto tiempo había estado mirando el cielo sin dejar de pensar en Cameron.
¿Dónde estaría en ese momento? ¿Con quién? ¿Qué llevaría puesto? ¿Estaría pensando en ella?
–¡Buenos días!
Al oír la voz de Adele, Rosie prácticamente saltó de la silla.
–¿Qué hora es?
–Alrededor de las siete.
Rosie dejó caer la cabeza sobre su antebrazo y estuvo a punto de comerse un trozo del poncho de lana.
–Llevo aquí desde las cinco y aún no he hecho nada.
–¿Y cómo es posible que tú, Rosalind Harper, hayas pasado dos horas frente a un telescopio sin tomar una sola nota?
–Estaba pensando en otra cosa.
–¿Y quién es la pobre víctima?
–Cameron Kelly.
–Cameron Kelly –repitió su amiga–. ¿El Cameron Kelly que estuvo aquí el otro día?
–Sí.
–Bueno, chica, te entiendo. Qué ojos, qué espalda, qué voz. Yo misma he tenido algún que otro sueño agradable.
Rosie se mordió el labio inferior.
–La cosa ha ido más allá de un sueño agradable –suspiró–. Hemos salido a cenar dos veces desde entonces y va a venir a buscarme esta noche.
–¿Y por qué pareces tan triste?
–Porque no es el tipo de hombre con el que yo suelo salir.
–¿Cómo que no? Normalmente sales con hombres guapísimos y encantadores. Acuérdate del rubio al que te ligaste el verano pasado y que se pasaba el día aquí.
–Jay estaba siguiendo las olas por la costa Este y su trabajo terminaba a las nueve de la mañana.
–Sí, bueno, pero era guapísimo. Y el invierno pasado…
–Marcus.
–Ah, sí, Marcus, el profesor norteamericano. Era como Harrison Ford cuando hace de profesor de arqueología en Indiana Jones. ¿Y por qué éste es diferente?
Rosie se encogió de hombros.
–No sé.
–¿Tiene algún defecto insoportable? ¿Alguna desviación de la personalidad que uno no esperaría nunca?
–No, no es eso.
–¿Entonces?
–Es maduro, serio, responsable… y demasiado ocupado con sus propios problemas como para buscar a la chica de sus sueños.
–Entonces se parece a ti –sonrió Adele–. Salvo en lo de buscar a la chica de tus sueños, claro.
–En ese sentido sí, supongo. Es la clase de hombre que te abre la puerta del coche. Y no te imaginas cómo besa…
–¿Y entonces a qué esperas?
Rosie asintió con la cabeza, pero era la ferocidad con la que ansiaba conocerlo mejor lo que la tenía tan nerviosa.
–¿Qué hago, salgo con él esta noche o me retiro ahora que estoy a tiempo?
–¿Miss Independiente quiere mi humilde opinión?
–Te pido opinión todo el tiempo.
–Sí, claro, cuando quieres algún texto científico que te interesa para una investigación.
–Oye, que no soy tan mala.
–Sí lo eres –dijo Adele–. Pero yo te quiero de todas formas.
–Es verdad, tienes razón. Es que estoy acostumbrada a cuidar de mí misma.
–Lo sé, cariño. Y me parece muy bien. Bueno, ¿de verdad quieres mi opinión?
–Sí.
–¿Dices que es vuestra tercera cita?
Rosie asintió con la cabeza.
–Pues entonces te espera una noche emocionante –rió su amiga, levantando las cejas.
–Adele, las cosas no son así. Nada pasa a menos que tú quieras que pase.
–¿No quieres acostarte con él?
–Yo no he dicho eso.
–Entonces hazlo, mujer. Pensar que, si hubiera llegado diez minutos antes esa mañana, podría haber sido yo la que estuviera en tu sitio… aunque yo no creo en la regla de la tercera cita. A mí la segunda me va bien.
–¡Adele!
–¿Puedo decir una cosa más antes de cerrar mis labios para siempre?
–Sí, por favor.
–Te gusta ese hombre, ¿verdad?
Rosie asintió y Adele le dio una palmadita en la mano.
–La familia de Cameron Kelly es una institución en esta ciudad. Al contrario que tu profesor o tu surfista, que tenían fecha de caducidad, él no va a irse a ningún sitio.
Por alguna razón, la idea de que Cameron siguiera a su lado más tiempo del normal no la asustaba tanto como podría haber imaginado.
Claro que eso la aterrorizaba.
Esa noche, mientras recorrían la carretera de Hamilton en el MG de Cameron, Rosie se mantenía tozudamente pegada a la puerta del coche, los brazos cruzados bajo el poncho, mirando por la ventanilla.
Había estado esperando en la puerta del planetario hasta que él apareció, guapísimo con unos vaqueros oscuros y una camiseta negra bajo una cazadora de diseño. Cameron la había tomado por la cintura para llevarla al coche y, después, se había molestado en poner la capota para evitar el viento, mostrando lo amistoso que era. Claro que luego le dio un beso en los labios, mostrando lo poco amistoso que podía ser.
Y en lo único que Rosie podía pensar todo el tiempo era en lo guapísimo que era.
Giraron en una calle flanqueada por altas palmeras, donde todas las casas estaban escondidas tras altos muros de piedra y verjas de hierro, pero el MG se detuvo frente a una pared de ladrillo. Y, cuando se abrió la puerta del garaje, Rosie se encontró en un sitio con espacio para tres coches. O, en aquel caso, un coche, una bicicleta de montaña, una moto acuática y tres canoas colgadas en la pared del fondo.
–Bienvenida a mi hogar.
Cameron la tomó por la cintura para entrar en la casa… de sus sueños. Tenía un salón enorme, abierto, con suelos de madera clara y una pared enteramente de cristal que llegaba hasta el segundo piso. A la derecha, una cocina con encimera de granito y una isla que hacía las veces de mesa de comedor bajo una claraboya del tamaño de un coche. En la zona del salón había un sofá de piel color crema en el que podrían sentarse diez personas, una pantalla de plasma de unas sesenta pulgadas y una enorme chimenea. Y, al otro lado de la pared de cristal, podía ver una piscina de agua azul turquesa.
Rosie dejó de catalogar y tragó saliva.
–¿Tú has hecho todo esto?
–Acabé con ampollas, me arranque una uña y me disloqué un hombro, así que no olvidaré nunca. Fue la mejor educación, te lo aseguro. Mi simpatía cuando los obreros están cansados es genuina… como lo es mi insistencia de que, si yo puedo hacerlo, ellos también. Ven, pasa –sonrió Cameron, poniendo una mano en su espalda.
Ella miró hacia el jardín. Más allá de los tejados de color naranja veía los árboles en la curva del río Brisbane. En la distancia, el puente Storey y la ciudad a punto de encender sus luces mientras la luna se levantaba como un dólar de plata entre los rascacielos.
Aquel sitio era algo más que una casa; la personalidad, la calidez, los detalles hacían que fuese algo más. Era… un hogar.
Y para una chica encantada de que el sitio en el que dormía fuera eso precisamente, un sitio en el que dormir, sin historia, sin recuerdos, nada que temiese perder, era un pensamiento extraordinario.
Adele tenía razón: Cameron Kelly podía parecer un lobo solitario, pero era un hombre con raíces en aquella ciudad.
–¿Rosalind?
–¿Duermes en el sofá? –le preguntó.
–No, mi dormitorio y el estudio están en la planta de arriba. Y más dormitorios, un bar y una sala de juegos en la planta de abajo.
–Es una casa preciosa.
–Gracias.
Cameron Kelly era diferente a los hombres con los que solía salir. Ningún surfista, ningún profesor la había tenido en aquel estado de permanente anticipación, pensó. Pero decidió que cambiar de tema era lo que necesitaba si quería calmarse.
–¿Dónde está ese telescopio que decías tener… o sólo lo dijiste para impresionarme?
–La verdad es que es más una pieza de decoración que otra cosa.
–O sea, que está lleno de polvo.
–La noche que me vine a vivir aquí estuve mirando un rato el cielo. Pero todo estaba boca abajo, así que lo dejé y me puse a ver un partido de críquet.
–¿No has oído hablar de los manuales de instrucciones? –sonrió Rosie–. Tienes que recordar que en el espacio nada está ni boca abajo ni boca arriba, es tu forma de pensar lo que coloca las cosas de ese modo. Tu problema es que te crees el centro del universo.
–Tengo la impresión de que, si seguimos viéndonos, tú solucionarás ese problema –bromeó Cameron.
¿Cuánto tiempo iban a seguir viéndose? ¿Y cuánto tiempo iba a tardar en relajarse, por el amor de Dios?
–¿Dónde está? Puedo darte una lección rápida.
–En mi dormitorio.
–Ah, claro. ¿Hay un sitio mejor desde el que espiar a tus vecinos?
–Sólo hay una manera de averiguarlo.
–No, déjalo, te creo –murmuró ella, sin saber dónde mirar.
Pero en ese momento se dio cuenta de que había estado engañándose a sí misma; había mordido más de lo que podía tragar.
Cameron estaba tan seguro de sí mismo como sólo podía estarlo alguien nacido en una familia como la suya, mientras ella había tardado una vida entera en encontrarse a gusto en su piel.
Cuando dejaran de verse, él no tendría magulladura alguna, mientras ella podría estar dañada para siempre.
Cameron Kelly no era sólo un apellido, una cuenta corriente, un arquetipo o un recuerdo distante de su pasado. Era un hombre. Un hombre de verdad. Posiblemente el único hombre de verdad que había conocido nunca.
–Hoy he tenido un día tremendo –suspiró él–. Un caos detrás de otro, empezando por una bronca de tu amigo Bruce. Y tengo tanto hambre que me comería la nevera si tuviera un cuchillo lo bastante afilado.
Rosie pensó entonces que, si de repente aparecía con una lasaña que hubiera hecho él mismo, se desmayaría.
Aquélla era una cita importante, ¿pero estaba dispuesta a hacer el amor con él sabiendo que después Cameron no se iría a ningún sitio?
Como si hubiera leído sus pensamientos, él le sonrió, con los hoyitos más seductores del mundo a cada lado de la boca y un brillo provocativo en los ojos azules que era prácticamente una invitación.
Tal vez había mordido más de lo que podía tragar. Tal vez tenía que ajustar su perspectiva sobre quién era Cameron y si ella podría controlarlo. Tenía que confiar en que sabría cuándo había llegado el momento de apartarse antes de ir demasiado lejos. O quizá, sólo quizá, merecía la pena lanzarse de cabeza al precipicio por él.
–No sé qué esperaba encontrar aquí –suspiró Cameron, mirando el interior de la nevera–. ¿Qué tal si pedimos comida china por teléfono?
Rosie dejó escapar el aire que había estado conteniendo.
–Me parece estupendo.