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La única condición que le puse al mecenazgo fue la del sapo de mi terapia. El sapo, expliqué, en respuesta a la maravillosa carta de amor por télex de Octavia, me era simple y llanamente indispensable para seguir adelante con vida. Condición aceptada, decía el telegrama del mecenazgo, y por consiguiente sólo me quedaba meter mis pocos trastos en una maleta y emprender el viaje definitivo a Milán. Y es que, en efecto, la carta de amoroso tormento que me envió Octavia era algo perfecto, algo sublime, una especie de entrega total a su nuevo esposo, Giancarlo Lovatelli, conde Faviani, al cual mi presencia le era simple y llanamente indispensable para seguir adelante con vida, lo cual, a su vez, le era simple y llanamente indispensable a Octavia para seguir adelante con vida. En el fondo, pues, todos dependíamos de mi sapo, y por ello creo que ha llegado el momento de explicar tanta indispensabilidad.
La historia es simple y muy llana, como los ríos cuando por fin desembocan a la mar, que, como todos sabemos, es el fin del célebre tan callando de Jorge Manrique, o sea el morir. Fue entonces y por pura coincidencia cuando estuve varios meses en lo que bien podríamos llamar un estado de desembocadura en Lima. Gran Lalo, que me visitaba anualmente, acababa de traerme, a pedido mío, un nuevo paquete de libros sobre Francia, ya que desde mi regreso al Perú me había entrado un afán desmesurado de entender en qué lío anduve metido los veinte años que viví en ese país. Y una noche, leyendo Historia personal de Francia, de François George, me encontré nada menos que con la siguiente frasecita: Qué hacer cuando se es poeta y el ideal le juega a uno la mala pasada de sustituirse a la realidad; cuando el ideal es lo suficientemente perverso como para presentársele a uno al alcance de la mano, como si se tratara de un utensilio… Cerré el libro despacito, para no arrojarlo por la ventana y romper el vidrio, porque la ventana estaba cerrada, y despacito, también, me dije, al mismo tiempo, la cagada, Martín Romaña, Octavia de Cádiz no era real, era un ideal, fue una quimera. Otros, Martín Romaña, se ganan la lotería, tú en cambio te ganaste el gordo de la vida, la quimera, nada menos que la quimera, Martín Romaña. Despacito, también, llamé a un médico y estuve un mes sin fumar. Pero nada ni nadie pudo con mi taquicardia galopante. Y, a la vez, moría porque no moría, moría porque no había llegado a ser un caballero enchapado a la antigua. Mi estado era el de una verdadera, inútil, e interminable desembocadura.
Entonces recordé, porque la necesidad hace al ladrón, al sapo que había en el pequeño estanque de la enorme casa que mis padres adquirieron en Chosica, porque ninguno de sus hijos soportaba el húmedo invierno limeño. Ah, si mis padres no hubiesen adquirido esa casa… Ningún gallo cantaría, tanto sufrimiento se habría podido evitar. En mi caso, en todo caso, lo que podríamos llamar una eutanasia húmeda, limeña, e invernal, me habría evitado tantas lágrimas y a ellos les habría ahorrado tantos disgustos y problemas, deudas, desilusiones, y una educación privilegiada que terminó en un sillón Voltaire y en Solmartur…
Bueno, pero estábamos en que entonces recordé al sapo y el alivio que le produjo a mi taquicardia infantil, bastante inconsciente aún, la diaria contemplación del sapo. ¿Por qué? Porque leyendo El tesoro de la juventud, esa sádica burla del tan sádico como falso lugar común juventud divino tesoro, descubrí que los pobres sapos tienen un corazón hasta dos veces más grande que una nuez, y que les late por pecho y espalda. Había, pues, en el mundo, un animal que latía mejor que yo. Y al estanque corrí y nadie en mi casa lograba explicarse por qué me pasaba horas contemplando al sapo pero en cambio todos quedaban tan satisfechos cuando, a la hora de las comidas, Martincito se presentaba a la mesa sin su taquicardita, ¿han visto lo sereno que está Martincito en los últimos tiempos, cómo ya casi no le tiemblan sus manitas, lo bien que se porta?, pero si ya llevamos un mes sin atarlo al árbol grande para que se esté tranquilo un segundo siquiera…
De la quimera al paso hay un solo paso y así pude continuar años escribiendo guías, gracias a la diaria contemplación, cuatro horas por la noche y dos por la mañana, de mi sapo Alberto en el estanquito que me construyó Serapio, el viejísimo jardinero indio de mi madre y sus rosas francesas.
Exactamente cuatro años más tarde, ahora que lo sé todo, Octavia, que había aprendido a levantarse y a trabajar a horas de oficina y que vivía independiente de su mundo y del mundo entero, ejerciendo de decoradora altamente lujosa, fue a decorar fastuosamente el tercer piso del palacio de Giancarlo Lovatelli, conde Faviani, y hasta hoy lo sigue decorando con su sola presencia. Tiene treinta y siete años, por lo cual yo tengo cincuenta y dos, aunque pronto vamos a tener más, los dos, porque aunque esta corta vida en Milán sea muy lujosa, el tiempo sigue pasando. Giancarlo tiene cuarenta, a pesar del decorado de Octavia y Octavia como decoración, o más bien condecoración, ya que Giancarlo es conde y la esconde, además, porque ni Otello, parece ser, pero a pesar del decorado de Octavia y etc., etc., porque me iba a repetir, y a pesar también de que Octavia hace todo esto del decorado etc. de todo corazón, el pobre Giancarlo no logra salir de la hermosa y profunda depresión que le da a su rostro algo mucho más agudo aún que un perfil aguileño, algo casi punzocortante y sumamente decadente. Pero Octavia encuentra maravilloso a ese ser tumbado por una herencia demasiado importante para un sólo hombre, y que más que para los negocios sirve para el arte, aunque sin ser artista, motivo por el cual el sufrimiento no le viene de ahí tampoco.
Fue la maravillosa Octavia (y no el médico), quien descubrió entonces que siendo ya independiente del todo y de todo, Giancarlo podía depender de su amor con mil cuidados y la más inmensa ternura del mundo, algo que sólo se parecía a la ternura que sentía por Maximus tres veces. Octavia descubrió, además, que la verdadera razón del sufrimiento de su esposo (se casaron en un momento en que la depresión había llevado a Giancarlo a un estado de verdadera, inútil, e interminable desembocadura en Milán), era la falta de un artista al cual proteger. Giarcarlo había nacido para ser mecenas y Octavia, que jamás me había olvidado, se acordó de mí y me ubicó en Lima a través del télex de Gran Lalo.
Y así se creó el mecenazgo y así aterricé en Milán una noche de invierno crónico. Sólo Octavia vino a recibirme, debido al estado tan importante de mi mecenas, y yo me incliné para besarle la mano, de lo cual la muy traviesa se aprovechó para clavarme interminable beso en la frente inclinada. Conocedor de mi secreto, de lo que es una quimera, y de la mala jugada que me había hecho el ideal, por idealista, procedí a no dejarme impresionar, a representar el papel del hombre fuerte que lo ha descubierto todo, aunque ello no me impidió manifestar el deseo de conocer a Albertino, mi nuevo y joven sapo italiano, lo más rápido posible, por favor te lo ruego.
El chofer de Giancarlo nos llevó, a mí bastante ligero de equipaje, como si en realidad estuviera de paso, como en realidad sucedió después, y a Octavia bastante cargada de joyas, directamente a mi nueva y preciosa vivienda, justo al frente del impresionante palazzo Faviani. ¿Qué te parece, Maximus?, me preguntó Octavia, no bien abrimos la puerta.
—Albertino antes que nada, Octavia… El viaje ha sido muy largo y se me ha hecho más largo todavía.
—¡Albertino es una joya! —exclamó Octavia.
Albertino era un sapo cualquiera, como todos los sapos, aunque claro, dicho por una quimera, Albertino era, por más que él lo ignorara, una joyita de indispensabilidad. Latía abundantemente, lo cual me permitió soltar por fin un interminable suspiro y manifestarle a Octavia la felicidad que me producía volver a verla tan linda, tan bien, tan elegantemente suya, con el pelo y las cejas como en nuestros tiempos, mi amor, y sobre todo tan pero tan indispensable, perdón, quise decir independiente, mi qui… mi amor.
—Soy una decoradora independiente —me comentó Octavia, coquetísima como siempre, cogiéndome luego la mano para pasearme por el departamento ideal que había concebido para mí.
Era un dúplex amansardado, en el cual el segundo piso era todo una inmensa mezzanine en que se hallaban mi gran dormitorio y mi gran baño, y a la que se accedía por una obra de arte de escalerita caracol. Lo demás era todo esa enorme planta baja que daba al pequeño jardín por el enorme ventanal de dos pisos que me permitía ver a Albertino desde cualquier punto de vista, gracias a un precioso largavistas de nácar que Octavia había puesto sobre mi mesa de noche en caso de que debido a la edad la vista… El jardincito era casi todo de arena no movediza y en el centro vivía Albertino en una piletita en forma de O que tenía tres enormes EMES de mayólica blanca dibujadas en la verde mayólica del fondo. Mil luces indirectas iluminaban invisibles cualquier punto del dúplex y su jardín y de pronto tuve la convicción de que lo que Octavia había querido lograr era la exacta contrarrestación (no hay otra palabra) del efecto de una noche de invierno crónico. Maximus iba a vivir en un interminable verano crónico blanco y verde, porque a rayas blancas y verdes habían sido pintadas todas las paredes, porque mi nuevo sillón Voltaire, joya de anticuario con su taburetito para mis pies, había sido tapizado a rayas blancas y verdes de seda, y porque hasta la preciosa mesita-bar sobre la cual me esperaban preciosos frascos de cristal y whisky, era blanca y verde. La verdad, no me quedó más remedio que felicitar a Octavia-decoradora-independiente: en mi vida habría logrado imaginar los resultados tan maravillosos que se pueden obtener de tanta insistencia en lo blanco y lo verde.
Giancarlo, en cambio, insistía en lo blue blue blue de su crónica melancolía invernal y sin raya blanca alguna siquiera, según me fue contando Octavia mientras cruzábamos la calle en dirección al portal del palacio Faviani y luego mientras subíamos hasta el tercer piso, el de ellos, porque en el primero vivían los abuelos de Giancarlo, muy retirados de todo ya, y porque en el segundo vivían los bisabuelos Faviani, tan retirados que no se había vuelto a tener noticias de ellos hacía más de diez años. Y en el tercero de los cuatro pisos, preciosamente decorado por Octavia, según pude comprobar instantes después, me esperaba como última esperanza Giancarlo llenecito de efectos secundarios del anafranil. La historia y Octavia se repiten, me dije, mientras ella tocaba el timbre con la llave de la puerta en la mano. Tanto la puerta como la llave y el timbre eran algo realmente precioso y también el mayordomo que nos abrió era algo realmente precioso y Bimba, que parecía sobrevivir a todas las catástrofes, seguía bella bellísima e divertentíssima, a pesar de la edad, como mi abuelita a su edad.
Fui presentado a Giancarlo, cuando Octavia cesó de besarlo y no bien pudo el pobre me contó que en mis tiempos también había tomado anafranil y que Octavia le juraba que ella, siguiendo el sistema de un mártir peruano llamado José Faustino…
—Daniel Alcides Carrión —lo corregí, explicándole que el otro fue más bien procer de nuestra independencia allá en el Perú.
… En fin, Octavia le había contado que siguiendo el sistema del mártir peruano Daniel Alcides Gran Lalo (ya no insistí), me había quitado tanto el sufrimiento como las pastillas en un hotelito azul de Bruselas. Lo del hotelito azul hizo que el conde sufriera una rapidísima recaída blue, motivo por el cual optó por cambiar de obsesión y tortura y decidió acercarse más al presente, que también era una tortura para él, según me explicó, mientras yo decía quimeras, elemental mi querido Rippley, son sólo quimeras, aunque con una taquicardia de la puta madre, valgan verdades aunque usted no lo crea.
—Mire, Romaña —continuó el conde azul, en vista de que antes Octavia había tenido un príncipe del mismo color—, mire, Romaña: mi padre, por lo menos, tuvo un sentido renacentista de los negocios y mi madre perteneció a ese tipo de mujeres que en el Renacimiento fueron conocidas con el nombre de virago.
Cáspita, pensé, ya se me casó la quimera con otro Edipo. Todos mis sentidos se concentraron en Albertino mientras Giancarlo continuaba.
—Y mi hermana, que heredó ese temperamento de virago, en vez de ayudarme, aunque sea quedándose en el cuarto piso del palacio que le corresponde, anda jugando con nuestro apellido y acaba de empezar una carrera cinematográfica en Hollywood.
—¿Es…?
—Ella misma, Romaña, y no sabe usted hasta qué punto la desagregación… el mundo moderno…
—¿La terrible modernidad del dinero?
—Eso mismo, Romaña, pero ¿cómo me ha entendido usted tan bien?
—Se lo oí decir en Bruselas a…
Bastó con mi mención blue de Bruselas para que Giancarlo reviviera toda la escena del hotelucho azul, con la puerta azul, el bañito azul, en fin, todo azul, y al pobre se le hizo un mundo blu dipinto di blu mi primera noche sexual con una quimera y tanto anafranil. Octavia intervino inmediatamente, besando primero a su esposo, luego a mí, y arrancándose a poner en claro todos los detalles del mecenazgo.
—¿Qué piensas escribir gracias a Giancarlo, Maximus?
—Pienso decorar, perdón, pienso corregir [9] mis cuadernos azul y rojo —le respondí, agregando que empezaba además a encontrar tema para un epílogo que tiempo atrás había imaginado completamente distinto.
—¿Cuánto tardarás?
—El tiempo que necesite Giancarlo para reponerse.
—Termina pronto, entonces, Maximus, por favor.
—Terminaré pronto, Octavia —le dije, alcanzando el más alto grado de desprendimiento de mi perra vida.
Pero Octavia, sin entender absolutamente nada, por primera vez en mi perra vida y en mi muerte, continuó tan tranquila:
—¿Y después qué piensas escribir?
—Nada, quimera…
—Nada, ¿qué?
—Nada, Octavia, pero yo mismo me encargaré de buscarle un remplazante al mecenazgo.
—Maximus, pero dos libros no son…
—Dos libros muy breves llevaron a Juan Rulfo a la inmortalidad, quimoctavia. Los míos, en cambio, son larguísimos, aunque eso dejó de preocuparme hace algunas horas. Me quedé dormido en el avión y soñé que conversaba con Juan Rulfo. Al principio, temía que se burlara de mí:
—Usted es el maestro de la economía, el rey de la concisión, Juan, en cambio yo…
—Estése tranquilo, Romaña: hay concisiones y concisiones. Lo que no puede haber, en cambio, es concesiones.
—Me desperté feliz, Octavia. Gran Lalo me había entregado mis cuadernos en la escala de París y lo único que tengo que corregir ahora son las concesiones y alguna que otra ligera mueca del destino, porque hoy sé más que ayer.
—¿Y el epílogo, Maximus? Perdona mi insistencia…
—Tardará todo lo que Giancarlo necesite para…
—Octavia siempre me ha hablado de usted como de un hombre profundamente…
Le hice stop con la mano, porque ése es el idioma que mejor entienden los deprimidos, y en buena hora Octavia creyó que estaba pidiendo un whisky. Que me fue servido por el precioso mayordomo, mientras Giancarlo se animaba a mostrarme el tercer piso del palacio.
La galería de los retratos de familia era una maravilla, de generación en degeneración, fastuosamente decorada por Octavia con descomunales y divinos arreglos florales, aunque con el toque justo y perfecto para un caso tan grave, o sea como quien no quiere la cosa. Al fondo de la galería, frente a frente, Giancarlo, al cual sin duda le tocó posar un día en que Dios estaba enfermo, y Octavia, a quien, como quien no quiere la cosa, le había tocado posar un día que sólo podría calificar como el del nacimiento de la quimera. Al desplazarme un poquito, noté, a punta de latidos, que la mirada de Octavia en el cuadro me seguía, o sea que retrocedí, avancé, torcí a la derecha, a la izquierda, y me puse incluso de espaldas al cuadro, lo cual marcó al pobre Giancarlo en dosis suficiente como para no darse cuenta de que los ojos de Octavia no sólo me seguían, me perseguían, sí, me perseguían, motivo por el cual Octavia, que también me estaba mirando y permirando, dijo que pasáramos por favor a la biblioteca.
Era para caerse sentado, la biblioteca, cosa que hizo Giancarlo mientras me contaba, con feroz taquicardia en lo aquilino de lo aguileño de su perfil, puesto que hay taquicardias sumamente distinguidas, justo es reconocerlo, que ya había habido un antecedente de mecenazgo en su familia. Stop, le dije en su idioma, porque mi vista acababa de detenerse en un volumen empastado en cuero verde y oro de oro, debido a lo exacto que era a los demás. Lo saqué de la estantería, ya que también yo sé hacer las cosas como quien no quiere la cosa, y era nada menos que Historia personal de Francia, mi querido Watson. Busqué y encontré la página que casi me había matado en Lima, la de Alberto, el sapo anterior, pero Octavia intervino arrancándome violentamente la página subrayada de las manos. Troppo tardi. Porque lo entendí toditito, desde el primer día, desde el primer instante: también yo era el quimero de Octavia. Y entonces ella lo supo todo también.
—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamó, con tal fuerza, que al pobre Giancarlo se le vino abajo, junto con la presión, íntegro su entusiasmo palaciego.
—Albertino, Octavia, llévame pronto donde Albertino —le supliqué.
—Romaña —logró decir el pobre Giancarlo, gracias a que seguía sentado—, necesito a Octavia, pero el mayordomo lo acompañará a atravesar la calle sin peligro. Puede usted depositar en él toda su confianza. Jaló un cordón de seda y oro, creo, que no estaba yo para detalles, y apareció precioso el mayordomo con el abrigo para esa noche que me acababa de comprar Octavia. ¡Qué claras son las cosas cuando se aclaran!, suspiré profundamente, pero para mis adentros, porque siempre me ha gustado el chocolate espeso. ¡Dios mío, qué claras!
—Otro día vendrá usted a visitar el estudio de Octavia —suspiró también Giancarlo.
—Y el salón de tus necesers, Maximus —suspiró también Octavia, como quien se dirige por última vez a lo que toda la vida la había aterrado tanto.
Ya sólo faltaba que suspiraran el mayordomo y Bimba, o sea que opté por decir buenas noches y me retiré para siempre a la claridad verde y blanca del mecenado escritor de enfrente.
Luego, empezó el curso natural de las cosas, aunque más bien debería decir el curso natural del río, por fin. Verde y blanca era también la decoración que Octavia había escogido para mí. Me puso precioso. Me acostaba con un pijama de seda a rayas, me despertaba también con ese pijama, y el desayuno lo recibía, como el almuerzo y la comida, en bandejas de plata y vajilla de porcelanísima, cubiertos los platos y fuentes por campanas de plata con su cupulita encima para poder destapar, cosa que por supuesto hacía precioso el mayordomo. Todo me lo traía él desde el mecenazgo de enfrente, tras haberme anunciado por teléfono el menú del día y la carta de vinos. Bata de seda a rayas, zapatillas con mis iniciales grabadas, hasta la hora del baño, y el día lo pasaba con finísimos zapatos blancos, calcetines del mismo color, un pantalón tan sport, largo, y color marfil, como el de los tenistas antiguamente en Wimbledon, chompa ligera, a rayas, por supuesto, camisa de seda blanca y pañuelo blanco también de seda, al cuello, como una soga.
A Albertino me lo dejaron color sapo, felizmente, y todos los días lo miraba en las horas en que no estaba escribiendo, comiendo, o recibiendo a Octavia que llegaba, como siempre, a las cuatro en punto de la tarde y se quedaba clásicamente hasta las ocho. Eran las horas que Giancarlo le consagraba a la astronomía y al médico, de lo contrario Octavia jamás lo hubiese dejado solo. Ni a mí tampoco, aseguraba ella, y yo repetía ni a mí tampoco, Octavia, para su entera satisfacción. Nuestras conversaciones nunca llegaron a las manos, ni a los besitos y besos volados, ni mucho menos a las caricias furtiva lágrima. Éramos ideales, y así fue también nuestro comportamiento. Nos encantaba, eso sí, repetir nuestras conversaciones sobre La Cartuja de Parma y Don Quijote de la Mancha, sobre todo para evitar nuestras conversaciones sobre Hemingway y Pío Baroja, y a veces yo notaba que buscábamos de esa manera crear una atmósfera en la que el tiempo no pasa. Las otras veces, estoy seguro, era ella quien lo notaba. Una hora antes de su partida, Octavia me servía un whisky, luego otro y el tercero, y me acompañaba con dos copas de oporto. Por supuesto, jamás aludimos en forma alguna a lo insoportable que es el amontonamiento de segundos y minutos entre las cuatro y las ocho, ni mucho menos al hecho que, a pesar de todo, con esas copas nos estábamos dando y quitando fuerzas para su partida. A las ocho menos cuarto, llegaba el médico con el boletín de salud del mecenazgo, asistía a la despedida de Octavia, y empezaba conmigo.
—La presión altísima, el pulso bajísimo, y la taquicardia, la taquicardia, señor Romaña… Pero conversemos un poco mientras usted mira a Albertino.
—Yo no miro a Albertino, doctor; en realidad yo lo admiro. Poderse pasar toda una vida así…
Eso se lo decía para no tener que concentrarme en él, porque estaba seguro que luego se lo chismeaba todo al mecenazgo. Y porque era un imbécil. Qué demonios sabía ese galeno milanés de mi vida. Era capaz de recetarme anafranil si le contaba, aunque sea por burlarme de él, que a mi vida sólo le faltaba un epílogo y que estaba escribiendo ese epílogo porque ese epílogo ya estaba escrito. Pero, en fin, un día fingí hacerle caso, para poder luego burlarme de él mejor.
—Doctor —le pregunté—: ¿A quién cree usted que quise más, a Inés o a Octavia?
Por supuesto que al día siguiente Octavia se me quedó hasta las nueve de la noche y hasta mencionó La Sopa China Abierta y Cerrada, de la manera menos quimérica que he visto en mi vida. Nos despedimos al quinto whisky y estuve un mes sin fumar. Pero cómo corregí, cómo añadí, y los últimos días no paré un instante de epilogar. Epilogué hasta cuando Octavia vino a quedárseme hasta las diez de la noche, porque Giancarlo había bajado a visitar a sus abuelos, a quienes no encontró porque éstos, a su vez, habían subido a buscar a sus bisabuelos. Giancarlo se nos presentó furioso, tan furioso que a la legua se notaba que mejor no podía andar de su depresión.
—¡Petronila! —exclamó, agresivísimo—. ¡Te estoy esperando desde hace casi dos horas! ¡Mis abuelos han encontrado a mis bisabuelos, pero mis bisabuelos no me han dejado entrar porque no me han reconocido! ¡Hace una semana que me suprimieron el anafranil y ahora resulta que empiezo a quedarme también sin antepasados! ¡Llevo dos horas esperando en palacio! ¡Qué demonios haces metida donde el artista de enfrente! ¡Nada menos que donde un pobre mantenido, Petronila!
—Octavia estaba viviendo sus horas de Octavia de Cádiz —le dije, para convencerme de una vez por todas de que había sanado. Luego, bastante intranquilo, agregué—: Lo que no sabía es que usted le llamaba Petronila en la intimidad.
—¡Yo sé cómo se llama mi esposa, cretino! ¡Y ahora, Romaña, quiero que sepa que no bien encuentre otro pordiosero lo cambio por usted!
Éste está sanísimo, me dije, mirando a Octavia como quien pregunta por su independencia. Pero Octavia se disculpó y se despidió con las justas. Claro, me despertó a las cuatro de la mañana, por teléfono, para decirme que le había enviado un telegrama a Gran Lalo, pidiéndole que me enviara su antiguo retrato, mientras me mandaba hacer una copia del que me perseguía. Y corto rápido, Maximus, porque no tarda en despertarse Giancarlo.
—De acuerdo, Octavia, muchas gracias. Y ahora duérmete tranquilita, por favor.
—Mañana a las cuatro, Maximus.
—Mañana como toda la vida, Octavia.
Luego, como quien practica su inglés, me dije how very little chimeric, aunque el asunto, más que muy poco quimérico, empezó a parecerme a gritos cosa de Octavia de Cádiz, antes de la Historia personal de Francia. Me cubrí la cabeza con la sábana de seda verde y blanca, empecé a concluir que había vivido toda una vida de soledad en excelente compañía, y le dije por última vez I really love you, Octavia.
Me desperté tarde y muy cansado y abajo estaba el cretino del mayordomo, esperándome blanco y precioso. Nunca lo había visto cretino, pero estaba decidido a ser muy amable con todo el mundo, al final, y le acepté con cortesía y buenos días, señor, el jugo de naranjas, las tostadas, y el café. Casi le doy una buena propina, cuando se despidió hasta la hora del almuerzo. Pero a la hora del almuerzo abrió la puerta y me encontró fatal. Hacía tres horas que le había atravesado el corazón a Albertino con la enorme aguja que le tenía preparada en un precioso e inútil costuretito. Llegaron ambulancias y médicos y clarito escuché cuando uno dijo no hay remedio, se muere porque se muere, señores, o sea que es mejor dejarlo ahí. Ahí, por supuesto, era el sillón Voltaire y su taburetito sobre el cual ya casi no latían mis pies.
La última alegría de mi vida fue que Octavia lo entendiera todo. No saben ustedes el ataque de celos que le dio al ver que me moría por ella aún y aun.
—¡Martín! ¡Martín! ¡Martín!
La verdad, jamás se me ocurrió que me fuera a salir con semejante cosa. Para ser una quimera, no se puede negar que era una real hembra, la mujer con más recursos del mundo. En los buenos, viejos, y horribles tiempos, sin duda alguna habría logrado de mí una erección que no quiero calificar de ideal, por lo que esta palabra tiene de abstracto y quimérico, pero digamos que… Troppo tardi. Y ni siquiera pude decirle que era una maravilla el amor, otra su orgullo, y otra sus piernas. No, ya sólo me quedó tiempo para la fenomenal y atroz carcajada que me tenía reservada la verdad verdadera, por fin. Y, por supuesto, también para Vallejo me quedó tiempo.
—Hay golpes en la vida, yo no sé…
La rabia que le dio sentirse tan insegura.
—¡Imbécile, imbé!
El cile ya no lo oí porque sin duda alguna estaba estertorando mientras pasaba bajo el toldo de La Sopa China y porque así se llega a las verdes colinas…
—¡Mierda! —exclamé, pero si son Las verdes colinas de África, un libro de Hemingway sobre el cual nunca llegamos a hablar con Octavia de Cádiz. Pobrecita, si supiera, pobre, pobrecita, si supiera la pobrecita… Y los ángeles, como le pedía la canción al pintor, eran todos angelitos negros. Aunque claro, Dios paga con creces y al autor de la canción le había respondido con unos enormes angelotes negros, nada menos que con los negros que cargan armas y municiones en Las verdes colinas de Africa. Negros espigados y finos de la tribu Massai, en Kenya. Eran los hombres, perdón, eran los ángeles más bellos del mundo. Pobre, pobrecita, Octavia, ella en mi entierro y yo aquí perdurando feliz. Lo descansado que me siento, Dios mío… En ese instante alguien me tomó del brazo y qué tal abrazote en seguida.
—¡Leopoldo!
No pueden imaginarse lo bien que le sentaba la muerte.
—¡Aquí sólo entran los santos y los sentimentales, mon très cher Martín!
—O sea que Octavia que es tan sentimental…
—Tendrás que acostumbrarte a la idea de que se llamaba en realidad Petronila.
—Pero si desde que me llenó la primera ficha de alumna en Nanterre, el día que la conocí…
—¿Qué otra cosa esperabas de una quimera, Martín?
—No puede ser verdad, Leopoldo, porque la noche en que me detuvo la policía, la noche que me interrogaron, los policías también la llamaron Octavia durante el interrogatorio… Y cuando yo llamaba a su casa preguntaba por Octavia. Y su primer esposo…
—Son las concesiones que Petronila logró arrancarle a su familia, para que nunca te enteraras. Petronila necesitó sobrehumanamente ser Octavia de Cádiz, darte el amor ideal, el amor que buscabas y necesitabas. Y luego la pobre, también… No, no creas que lo pasó menos mal que tú… Al contrario… Petronila Marie Amélie y Martín nunca supieron para quién amaron.
—No puedo llegar a creerlo, Leopoldo, porque también su hermana la llamaba Octavia en sus primeras conversaciones sobre mí. Y eso fue antes de conocerme, siquiera.
—No olvides, Martín, que fue Octavia quien te contó esas conversaciones.
—Bueno, pero yo seguiré llamándola Octavia toda la… toda la… Leopoldo, ayúdame por favor con el vocabulario del cielo.
—Los ángeles y algunos santos siguen hablando de eternidad, pero Dios dice que no puede haber nada más huachafo que esa palabra.
—¿Crees que Octavia siente que perduro, Leopoldo?
—¡Y cómo, mon tres cher ami! Pero vamos, te toca ya ver a Dios.
Íbamos subiendo y bajando ligeras y verdes colinas mientras Leopoldo me explicaba que a Dios no lo iba a encontrar en su mejor momento, porque desde el segundo mandato del presidente norteamericana Reagan, un vaquero que empleaba la palabra eternidad, precisamente, la NASA, sin darse cuenta, gracias a Dios, o sea gracias a Él, había instalado una estación espacial muy cerca al cielo, y ya eso era el colmo.
—Dios lo atribuye a los fines de siglo, que según Él, son todos igualmente aburridos y pesados, pero aun así no logra disimular su preocupación.
Colinas más adelante, sobre una preciosa colinita, había una santa que debía andar por las cuatrocientas y pico santidades [10], y que realmente parecía estar pasándolas muy mal en el cielo. Le pregunté a Leopoldo, y me dijo que se trataba nada menos que de Santísima Teresa de Ávila, muriendo porque no moría después de muerta. Pobrecita, Leopoldo, protesté, pero él me explicó que la santa exageraba, que simple y llanamente no se conformaba con no estar contemplando a Dios todita su santidad. Dios la quiere mucho, Martín, pero no puede darle preferencia sobre los demás santos.
—¿Hay muchos, Leopoldo? —le pregunté, mientras nos acercábamos a la sección serafines, que anunciaba la sección Dios.
—Mucho menos de lo que se cree en Roma; muchísimo menos.
—Una última pregunta, Leopoldo, ¿cómo crees que le llama Dios a Octavia?
—Hombre, Octavia de Cádiz, por supuesto.
—Ah, lo feliz que voy a ser, Leopoldo.
—Y mucho más cuando te enteres lo que le tiene preparado a los padres de Octavia.
—Lo peor, estoy seguro; bien hecho…
—Ssshiiii… Mira qué maravilla. Martín…
Montpellier, Bahía de Pollensa, El Escorial,
Fuenterrabía, Madrid, Montpellier.
1 de julio 1982 — 19 de febrero 1984.