EL RETRATO DE UNA DESCONOCIDA
Estaba siempre ahí en la pared, pero el clochard de la cara de bueno jamás se fijó en él. Como tampoco volvió a fijarse en mí desde el día en que empecé a venir solo y a mirar el afiche y a no convidarle vino a nadie porque no deseaba hablar con nadie y me pasaba las horas mirando la pared. Nunca me preguntaron por Octavia y en el Rancho Guaraní don Cristóbal dejó de tocar ciertas canciones y así todo hasta el día en que desaparecí.
Digamos, simplemente, que los acontecimientos se precipitaron, aunque esta historia debo haberla contado de una y mil maneras pero siempre con el mismo resultado. Ni con humor, ni con rabia, ni con pena, logré cambiar el desenlace de esta historia, encontrarle alguna nueva explicación. Y hasta hoy ha mantenido exacto su sabor amargo, sucio, y terriblemente injusto. Jamás culparé a Octavia, tampoco, aunque lo haya intentado alguna vez. Su verdad es ésta: una vez me atreví a fugarme y fui a dar a la puerta de mi casa y por eso quise y respeté más que nunca a ese hombre que conocí con el estómago inflado de pastillas y que me hizo reír tanto que él mismo terminó sanando. Después me di cuenta de que ya no era capaz de abandonar mi mundo ni de hacer sufrir a mis padres. Pero entonces ya me había dado cuenta también de que me era imposible abandonar a ese hombre. Tomé una decisión: cerrar los ojos y sólo abrirlos cuando llegara a su casa y que eso durara una eternidad. Es el cálculo más tonto que he hecho en mi vida pero entonces era el único que podía hacer. Lo dejé durar todo lo posible desde el día en que me di cuenta que su duración no dependía en nada de mí. Enloquecí. Amanecía cada mañana en mi casa, apenas si tomaba un café, y salía disparada hacia el Barrio latino porque ahí estaba ese hombre esperándome en su casa y porque necesitaba disfrutar de mi diván hasta el último día. O sea que siempre supe que habría un último día y no me importó. ¿Fui egoísta? ¿Le mentí alguna vez? ¿Se puede destrozar a una persona de esa manera porque se le ama de esa manera? Sí lo sabía, porque a Martín lo había conocido destrozado. ¿Tenía la certeza de que volvería a amar? ¿De que volvería a ser él? ¿De que llegaría a escribir? Me di cuenta, muy pronto, de que no la tenía. ¿Tuve algún día la certeza de que lograría olvidarlo? Nunca la tuve. ¿De que lo seguiría viendo? Me lo juré. ¿Supe que, a la larga, sería peor para él que lo siguiera viendo? Sí y no. Entonces, fui terriblemente egoísta. ¿Pero acaso él no me buscó siempre? Sí, pero de mí habría dependido el que no lo hiciera. ¿Por qué no lo hice, entonces? No pude. Ahí estaban siempre París y su departamento y él esperándome. ¿Fue injusto que Martín me hiciera sentir y creer que me esperaría toda la vida? Sí y no, porque yo me había casado con Eros para toda la vida. ¿Traté de olvidarlo alguna vez? Sí, y llegué a odiarlo y a odiarme porque me era imposible. ¿Qué es lo que más me hizo sufrir? Tener que volverme abstracta, como decía tan acertadamente él. ¿Cuándo empezaste a volverte realmente abstracta? Una noche. Eros estaba de paso por París. No lo había visto desde que rompí con los tres. Regresaba a Milán al día siguiente y me pidió que saliera esa tarde con él. Por la noche fuimos a un cabaret. Una orquesta brasileña. Carnaval de Río. Me sentía realmente embrujada. Una mulata bellísima era la estrella del show. Necesité hablar con Martín. Se lo confesé a Eros y le arruiné su estadía en París. Me sentí pésimo. Pedí una botella de champán. Bebí y bebí y bebí. Me subí al estrado. Desplacé a la mulata. Me convertí en el espectáculo de la noche. Eros se largó. Corrí a abrazarlo. No lo alcancé. Volví al estrado y bailé frenéticamente hasta la madrugada. Me olvidé de Eros, de mi familia, del mundo entero, pero cuando regresé a mi casa supe que no había logrado lo que más quería en el mundo: deshacerme de Martín. Aturdirme hasta que mi vida no fuera más que ese aturdimiento. Fracasé. Al día siguiente llegué a su departamento y le dije que ayer había pasado un día maravilloso. ¿Qué hiciste?, me preguntó él, y yo le respondí no me acuerdo. Esto y mi cálculo tan tonto lo explican todo para mí. Aunque esto explica también mi cálculo. Y jamás trataré de explicarme las cosas diciendo que era demasiado joven entonces. Y es que hasta hoy siento que mi cálculo se llama vida…
Basta, amor, le dije, ya basta, por favor. Detesto que me des explicaciones porque las explicaciones no explican nada entre nosotros y porque todo quedó muy claro desde el comienzo de tu matrimonio, o sea desde la noche en que me contaste que mañana por la mañana te casabas y yo te pregunté: ¿y entonces, Octavia, qué demonios haces aquí comiendo conmigo? Te lo pregunté con un profundo respeto y comprensión por Eros y con un dolor de cabeza espantoso, aparte de la mano recién operada. Me preguntaste, cuando nos trajeron el menú, que si iba a invitar a otras chicas a La Sopa China, y yo te respondí que eso jamás, porque además qué chica te va a aceptar que la invites a La Sopa China, aquí no hay más que cadáveres del 68 y uno que otro muerto perdurante, tipo yo, que había pensado esperarte hasta el día en que se muriera Eros, pero en vista de que le llevo más de diez años, he decidido ser una pasión que perdura, cosa que sabes de antaño, además, y digo antaño porque no creo necesario recordarte que mi primera perduración tuvo lugar precisamente la primera vez que vinimos a este restorán. ¿Te acuerdas que se llamaba Bar de las Islas Reunidas y que ya estaban el clochard de la cara de bueno y Arrabal arrabaleando contra Arrabal? Ya ves, todo quedó muy claro desde el comienzo y no creo que deba darte más explicaciones acerca de si debo traer una chica en tu lugar o no. Y tú tampoco tienes que darme explicación alguna sobre mi vida. Y digo mi vida y no la tuya porque mi vida es tuya. Y no es que yo viva doble o demasiado sino que la vida me vive demasiado a mí. Y a mí eso me encanta compartirlo, Octavia, y sobre todo contigo. Aunque claro, lo admito, nada de esto debe ser muy contabilizable para la gente que crea familias y contabiliza citas de negocios. Pero cada quien con su cada quien, Octavia. ¿Me entiendes?
—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamó la pobrecita (1).