LA SOLEDAD DE DOS PERUANOS EN PARÍS
Dados los resultados finales que también pude observar, por haber permanecido hasta el final, en vista de que necesitaba, aun a ese precio, estar con alguien que por lo menos hablara, el juego de Ribeyro y Bryce Echenique podía llevarlo a uno al suicidio por soledad. Tenía además varias etapas y cada cual más esperanzadora que la anterior, en caso de que precisamente la etapa anterior terminara en un desastre. Yo los encontré a cada uno con su cajita de fósforos sobre la mesa y una excelente botella de Burdeos. Las cajitas estaban cerradas porque así empezaba el juego: se servía cada uno su copa de vino y arrancaba la conversación sobre arte o literatura, pero siempre atentos ambos escritores a su respectiva cajita y a la gente que pasaba por aquella zona del bulevar Saint Germain. Si pasaba una amiga guapísima de Ribeyro, éste abría su cajita, extraía dos fósforos porque había ganado dos puntos, y a Bryce Echenique no le quedaba más que contemplar a Ribeyro poner sus dos fósforos que valían a su vez dos puntos, en total, a su derecha, y empezar a mirar como loco en busca de una chica muy linda, con la esperanza de que además de linda fuera amiga, porque de darse esta coincidencia habría ganado también el derecho a poner dos fósforos, pero a su izquierda. Si encima de todo la chica se acercaba a saludar a Ribeyro, éste, sin comentarle nada a la chica, tenía derecho a sacar un tercer fósforo y a considerar que ya llevaba tres puntos de ventaja. Si además de acercarse y saludar, la chica le decía a Ribeyro que deseaba sentarse un rato a conversar con él, éste tenía derecho a invitarle una copa y a sacar un punto-fósforo de su cajita de puntos a favor. Eso, en lo que a las mujeres bonitas se refería. Funcionaba también en el caso de mujeres muy simpáticas, cultas, o inteligentes. Ahora, si se trataba de una mujer fea, antipática, inculta, o de pocos sesos, Ribeyro estaba en la obligación de retirar uno de los puntos-fósforo de su derecha, sin darle explicación de ello a nadie, tampoco, y de guardarlo inmediatamente en la cajita de los puntos. Esto, en lo que a las mujeres no bonitas, ni cultas, ni simpáticas, ni inteligentes se refería.
Los hombres tenían un trato diferente. Si a Bryce Echenique se le acercaba un amigo muy inteligente, culto, o simpático, tenía el derecho de extraer de su cajita un sólo fósforo y de ponerlo a su izquierda. Si, por el contrario, después de tener ya un punto a su favor se le acercaba uno de esos latinoamericanos que abundan en París, Bryce Echenique estaba en la obligación de retirar su punto a favor de su lado izquierdo, para colocarlo inmediatamente a su lado derecho, ya que para Ribeyro el lado derecho era el de los puntos a favor y el izquierdo el de los fósforos en contra, mientras que en el caso de Bryce sucedía exactamente todo lo contrario.
Habían pasado dos horas desde mi llegada y empezaba a hacer bastante frío en la terraza del café. Unos tres millones de personas debían haber pasado por aquella zona del bulevar y ni Ribeyro ni Bryce Echenique, a pesar de haber mirado como locos de un lado a otro, hasta el extremo de no haberme dirigido ni siquiera la palabra, salvo para explicarme las reglas del juego, habían tenido que tocar, para abrirla, para cerrarla, ni para nada, sus respectivas cajitas de fósforos.
Bryce Echenique me miró con cierta ironía cuando les dije a ambos escritores, más por hablar que por otra cosa, que habrían podido quitarse un punto, aunque sea, al ver que llegaba y me sentaba con ellos. Me han hecho sentir que no existo, concluí, logrando con ello sólo que Bryce Echenique me mirara con mayor ironía. Ribeyro, en cambio, fue mucho más educado y me explicó que precisamente una de las reglas del juego consistía en que las personas que se acercaban a la mesa ignoraran a qué razón obedecía el que los fósforos estuvieran ahí. En seguida, dijo que empezaba a hacer demasiado frío y que encontraba conveniente que tanto Bryce Echenique como él se metieran sus respectivas cajitas de fósforos al culo, por esa noche, y que los tres nos trasladáramos al interior del café.
Allí empezó la segunda etapa, muy esperanzadora, a decir de Ribeyro. Varias mesas más allá, a nuestra derecha, se hallaba sentada una de esas mujeres que aparecen bronceadísimas y excesivamente vestidas de safari, en pleno invierno, por no decir nada de la rubia cabellera de domadora de leones. La rodeaban tal cantidad de hombres que era completamente imposible que la mujer nos llegara siquiera a ver. Ribeyro, sin embargo, había logrado ver lo dificilísimo:
—La fiera fuma un cigarrillo tras otro y a cada rato tiene que pedirle fuego a uno de los maricones que la acompañan. Y a ninguno de esos cretinos se les ocurre ofrecérselo antes.
El asunto mágico consistía, por consiguiente, en que Ribeyro iba a encender su encendedor cada vez que la mujer necesitase fuego, de tal manera que la reina africana terminara al final acercándosele, pidiéndole fuego, por favor, señor, momento éste que tendríamos que aprovechar para lanzarnos todos a la más amena y leonina conversación.
—La reina terminará sentada en nuestra mesa y nosotros invitándole vino —añadió Ribeyro—, motivo por el cual debemos pedir inmediatamente una botella del mejor Burdeos.
—El vino facilita la magia —agregué yo, pero éste era un detalle que Ribeyro parecía haberle confiado por completo a su encendedor. Esperar y observar era la consigna.
Y aquí empieza aquello que una media hora más tarde pudo haberse convertido en la tercera etapa de aquel juego tan esperanzador, de no mediar la rápida intervención de Bryce Echenique, que decidió ponerle punto final a todas las etapas del juego, de una vez por todas. Dos mesas a nuestra izquierda, y al frente, se habían instalado dos viejas putonas y pintarrajeadas que también debían tener sus cajitas de fósforos y que debían contar con nosotros para abrirlas y ganar unos puntos que luego colocarían a su izquierda y a su derecha, respectivamente. Y, a lo mejor, ni siquiera eran putonas, pues no pienso que a Bryce Echenique y sobre todo a Ribeyro se les pueda considerar putones. De mí no digo nada, porque la verdad es que ni me dejaban participar en el juego. En fin, sería para la próxima y por ahora no me quedaba más que limitarme a observar. Por lo cual vuelvo a señalar que nos hallábamos en la segunda etapa del juego y que tanto Ribeyro como Bryce Echenique tardaron aún cerca de una hora en ver a las dos mujeres que pudieron dar lugar a una tercera etapa sumamente pintarrajeada.
Mientras tanto, seguíamos observando y esperando, pues ésta era la consigna ribeyriana. Julio Ramón continuaba viendo lo dificilísimo de ver y encendiendo su encendedor como loco, porque la rubicunda realmente fumaba como loca, ya sólo le faltaba encender una pipa, a juzgar por el desmedido interés que ambos escritores ponían en esperar con fe ciega el momento en que el desenlace real maravilloso debía producirse ante nuestra vista e impaciencia. Y continuaba enciende y enciende, Ribeyro, cuando algo totalmente insólito ocurrió en la mesa vacía que teníamos a la derecha. Dos guapas jovencitas se sentaron y todo, cambiando por completo el panorama de ambas soledades, en vista de que yo existía con voz pero sin voto. Ribeyro tomó la iniciativa, anunciando que entrábamos a lo que bien podría considerarse como una etapa intermedia de la segunda etapa del juego. En seguida, Bryce Echenique tomó su propia iniciativa, pero pésimo, porque les habló de golpe y de la obra de Ribeyro a las dos muchachas, con lo cual lo único que sacó fue descalificarse y dejar igualmente descalificado al pobre Ribeyro. Volvieron al ataque, a dúo esta vez, pero las muchachas llamaron al mozo y le pidieron dos cafés con énfasis suficiente como para que sus pesados vecinos supieran de una vez por todas cuál era la única persona a la que estaban dispuestas a hablarle.
Lo curioso es que durante todo este tiempo Ribeyro continuaba enciende y enciende su encendedor. Y ello a pesar de que ninguna de las muchachas fumaba o bebía o jugaba al balón, como el hijo que tiene Asunción. Y ello a pesar también de que el interés de Ribeyro por la magia en la jungla parecía haberse desplazado a tiempo completo hacia Las muchachas de la plaza España, que realmente eran tan bonitas como en el bolero, pero que seguían sin hablar porque definitivamente no tenían la costumbre de hablar con extraños cuando los extraños no les interesaban, como se verá en seguida. Ribeyro seguía enciende y enciende su encendedor como si se tratara realmente de una costumbre ancestral.
De pronto, a la palabra Perú, reaccionaron las muchachas de la plaza España, a la derecha, justito al lado, con el mayor interés del mundo. Con tanto tanto interés reaccionaron ante la palabra Perú pronunciada por Ribeyro, que ya resultaron ser un par de interesadas.
—¿Ustedes son peruanos?
Ribeyro encendió su encendedor en señal afirmativa y las chicas reaccionaron a dúo:
—¿Los dos son peruanos?
Yo seguía fuera de juego, como se podrá apreciar.
—Bueno, los tres —dijo Ribeyro—, pero, en fin, sí, los dos.
Y al cabo de unos minutos el asunto estaba concluyendo en que las dos iban a viajar al Perú, en que Ribeyro les había entregado ya su tarjeta de Agregado cultural, en que las chicas mañana mismo le caían en su oficina porque necesitaban tarjetas de presentación, alguna beca, si es posible, mapas, itinerarios, planos de ciudades, facilidades de pago y hasta el alojamiento en Lima que Bryce Echenique les tenía ya prometido en casa de su madre cuando… Cuando apareció realmente maravillosa la diosa africana en busca de fuego divino y ambos escritores apenas la reconocieron por andar despidiéndose de las chicas de al lado, en vista de que éstas se acostaban temprano cada vez que conseguían tarjetas de recomendación para el próximo Añaje. Pobre diosa, tuve que ofrecerle un fósforo, un fósforo de los míos además de todo. Y pobres Ribeyro y Bryce Echenique. Empezaron a encender a dúo y como locos sus respectivos encendedores pero ya nadie fumaba y estaban pagando la cuenta en la mesa de una diosa rodeada de maricones, a decir de Ribeyro. Y al final lo único que lograron ver los pobres fue a un par de viejas que los miraban y los dejaban de mirar para poderlos volver a mirar.
—No hay elección, Alfredo —dijo, lacónicamente, Ribeyro, guardando su encendedor.
—Pero en estos casos tampoco hay erección —le respondió Bryce Echenique, agregando que había llegado el momento de largarse a dormir.