HOY CON EL CUADERNO ABIERTO
—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus!
Solre, prima, era mi sueldo de lector en Nanterre. Y como durante varios meses me lo gasté íntegro en invitarte a comer, creí que tus padres habían cedido… ¡Pobre de mí…! Nuevamente el disco de Bola de Nieve en el tocadiscos. Nuevamente sentado en el sillón Voltaire, diez años después. ¿Perduración? Plena. Bueno, estaba calentando motores.
Y todo parece indicar que el bolígrafo me va a dejar trabajar en paz esta mañana.
Y esa noche a las once, tras habernos lavado y vestido, entramos por primera vez al único restorán que frecuentamos Octavia y yo. Era el más barato de la rue Mouffetard y en el toldo, sobre la puerta, se llamaba Bar de las Islas Reunidas, pero todo el mundo lo llamó siempre La Sopa China porque la sopa china era el plato más barato de todos.
Y el menos malo. De segundo, se pedía siempre el arroz cantonés. Lo servían también acompañado de dos brochettes de carne correcta o es que uno ahí llegaba siempre muerto de hambre. El vino no llevaba corcho sino una tapita de plástico y las paredes estaban íntegramente cubiertas de afiches de mil exposiciones y los afiches de mil exposiciones estaban íntegramente cubiertos por la grasa del tiempo. Se les pegaba hasta el humo de los cigarrillos, imagen que a Octavia le fascinaba. Pero se les pegaba, sobre todo, cada recuerdo, sin que esto quiera decir que los recuerdos se vuelvan asquerosos con el tiempo. El restorán, que siempre estaba repleto, pertenecía, hasta donde pude averiguar, a un matrimonio bastante mayor, que puedo describir como si se tratara de una sola persona, pues hombre y mujer tenían exactamente la misma mirada buena y tristona y el mismo aspecto general cansado y malhumorado y la misma forma de ser armenios sin parecerlo. Atendían sus dos hijos, y también es posible describirlos como si fueran uno, porque los dos eran altos, fortachones, sonrientes, guapos, pálidos, exactos, y sí parecían armenios.
El asunto chino lo justificaba, muy de vez en cuando, haciendo su derrotada y difícil aparición por la puerta del fondo, un chinito viejo, totalmente impermeable a Francia, a París, al Barrio latino, a la rue Mouffetard, al ambiente de La Sopa China, a los afiches de las mil exposiciones, y a la pasión de Octavia por la vida. Caminaba, eso es todo. Aunque claro, caminar, en su caso, ya era demasiado. Porque definitivamente, o tenía los pies más planos del mundo y parte de Bolivia, o asumía tras la braguetita de su minúsculo pantalón, siempre marrón, un buen par de inenarrables testículos de losa.
Octavia se desternillaba de risa al verlo y sólo su juventud y lo feliz que era y la manera en que nos adorábamos me impedía decirle que su risa era de derecha y que se callara, por favor. Y todo esto porque yo soy así y no porque Octavia fuera así. No bien algo me produce una tristeza infinita, me convierto en un hombre de izquierda. O en un enfermo de izquierda, en este caso, porque a quién se le ocurre en plena felicidad comparar al chinito impermeabilizado por la vida con la manera en que Octavia era la reina de La Sopa China, de los mil afiches, del Barrio latino y de París de Francia.
¿Que cómo fuimos a dar a ese antro? Pues buscando un restorancito barato, divertido, y cerca a mi departamento. Y porque a Octavia le encantó lo de Bar de las Islas Reunidas. Debió imaginarse plantas y platos exóticos y todo a muy buen precio de lector de Nanterre. Se lanzó sobre la puerta y se dio, con algunos años de atraso, con medio mayo del 68 adentro. Yo la tenía sujeta del brazo y no me cupo la menor duda: hasta el brazo, bajo su chompa negra, se le había fascinado. Soltó sus tres Maximus, porque yo le había contado mil historias del 68 y porque en su casa nunca nadie se había dignado contarle que algo importante estaba ocurriendo en París mientras ella se aburría disciplinada y muy traviesa en un internado de Berna.
Lo de ella fue amor a primera vista y se emborrachó por primera vez en su vida, y por primera vez en su vida, también, bebió vino con tapita de plástico. Es más, no sabía que existía semejante barbaridad proletaria y le dio una pena horrorosa por mí, mientras yo me estaba muriendo de pena del mayo del 68 del 73, y mientras éste, el del 73, era purito amor a primera vista por la Octavia de siempre. La verdad, estaban fatigadísimos los héroes, y ver entrar a una muchacha así, que con todo el mundo quería hablar, que a todo el mundo le llenaba el vaso con mi sueldo de Nanterre, fue como un Lourdes laico, porque ahí todos eran ateos, aunque creo que bastante desencantados del ateísmo también ya. Además, a la barra llegaba uno que otro clochard y un español más feo, más chiquito, y más malo que Arrabal, pero exacto a Arrabal y buscando a Arrabal porque en realidad Arrabal era él con su teatro jamás representado por culpa de Arrabal. Era conocido como Alfredo el Increíble y Octavia era feliz.
Inhalé profundamente para evitar que la pobrecita se viera mezclada en un asunto de hash, de puro feliz, pero en realidad ahí sólo olía a afiches y sopa china. Exhalé: podía dejarla ser profundamente feliz. Y podía emborracharme también yo y ver cómo vivía tanta novedad, tanta diferencia, tantas islas reunidas, tantas vidas arruinadas. Para qué explicarle nada, para qué entristecer, por qué no acompañarla siempre, sí, eso Martín, nunca dejarla sola, seguirla con más vino y pidiendo más vino para que ella distribuya más vino de 68 en 68, para qué explicarle que estos que veis aquí señores fueron de la imaginación al poder y de regreso están de algún viaje al fondo de la India y ahora, perros tristes, se instalan confortablemente en el alcoholismo francés.
Se calmaban las mesas agradecidas, desde la barra la piropeaba el clochard de la cara de bueno, Alfredo el Increíble arrabaleaba y era Arrabal, pasaba el chinito de las bolas de oro, ya eras mía, no volteabas ya a hablar con nadie, se te escapaba uno que otro colonnello mientras bebías tu vino y yo no te soltaba la mano ni cuando llevabas la copa a tus labios.
—Aquí volveremos siempre, Octavia.
—Sí, por favor, siempre, ¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus!
Y para esa primera noche te guardé la sorpresa, que siempre siguió fascinándote como si fuera la primera noche, la de meses ya, atrás, la sorpresa del Rancho Guaraní. Adorabas a don Cristóbal y su guitarra y sus arpas paraguayas, adorabas a los cantantes del Che Güevará y yo no encontraba manera de hacerte pronunciar Guevara y entonces te preguntaba qué pensabas del Che y me decías que lo adorabas y entonces te preguntaba qué pensabas de un Che franchute y te matabas de risa y me decías que no y no y no mientras los cantantes del Che Güevará se te acercaban y tú abrías los brazos y la boca y los ojos para tragarte el mundo entero justo cuando llegaba aquel verso de aprendimos a quererte y mientras yo te decía Octavia Octavia, no te vayas a tragar el mundo sin mí, mira lo bien que he aprendido a quererte esta noche.
Y la misma escena se repetía noche tras noche, por primera vez, y hacia las tres de la mañana regresábamos al departamento, pero siempre, nunca falló, don Cristóbal nos invitaba una copa de champán, cogía su guitarra, y te cantaba por última vez la canción del Che Güevará, como le llamábamos ya todos a nuestro querido comandante. ¡Lo adoro!, gritabas siempre, y después ¡Vive l’Amérique latine!, y una noche, ¿te acordarás de aquella noche?, te subiste a un taburete y te proclamaste Comandante Che y yo que había aprendido a quererte me proclamé Monsieur le Président de la République. ¡No, no y no!, exclamaste, bajándote rápidamente del taburete, ¡tú eres el colonnello!, ¡el colonnello!, ¡el colonnello y el colonnello! ¿Qué quisiste decirme? ¿Por qué empezaste a llorar inmediatamente? ¿Fue ésa tu manera de ser concreta? ¿Qué mensaje trataste de transmitirme? Nunca lo sabré. Tampoco importa. Estoy recordando únicamente y no trato de interpretar nada. Y ya ves cómo vuelvo a caer hondo en el recuerdo y veo a don Cristóbal empuñar su guitarra enemiga y te veo saltar sobre el taburete del Che y dispararle mientras él te va diciendo señorita, por favor, de mis armas, para usted, sólo sale música. Y arranca justo por esa estrofa y todo vuelve al lugar perfecto en que lo habíamos dejado y los dos te estamos cantando aprendimos a quererte, Octavia de Cádiz.
Y de ahí, como todas las noches, volvíamos al departamento. Armabas turumba en la escalera y ladraban hasta los gatos de los vecinos. Te encantaba burlarte de mí de esa manera y yo era un hombre sano, fuerte, sin temor a las iras de los vecinos (claro, porque estoy yo para protegerte, me decías muerta de risa), un hombre feliz al que le importaban un comino los vecinos y el alcalde y lo que quieras, por quién sino por ti habría subido las escaleras cantando a gritos aprendimos a quererte.
Cerrábamos la puerta y encontrábamos la cortina cerrada. Del fondo de tu bolso sacabas el pijama turquesa, poníamos ese disco de Bola de Nieve (no de Nieva, mi amor), que tanto te gustaba, caíamos sobre el diván y Zalacaín, ya qué duda cabe, mi amor, partía a California con su colonnello y su colonnello, ya qué duda cabe, se quedaba solo con Octavia de Cádiz en París. El despertador sonaba a las seis en punto y volvías a poner el disco de Bola de Nieva (no, mi amor, Bola de Nieve), y te matabas de risa porque yo tenía las manos tan cansadas de apretar (bolígrafo de mierda), que ya ni te podía sujetar. Amor mío, era tu manera abstracta de evitar todo comentario sobre las razones concretas por las que a las seis y cuarto en punto estábamos saliendo disparados rumbo a los puentes del Sena, luego Trocadero, luego Porte de la Muette, donde le pedías a un taxi de aquella estación que nos siguiera hasta tu casa para llevar al señor, después, nuevamente al Barrio latino. Bois de Boulogne, el jardín, los árboles, la reja, la puerta blanca, un rápido adiós, a veces ni eso. El mayordomo se levantaba a las seis y cuarenta y cinco.
Y lo somnolienta que aparecías nuevamente. La ducha increíble del departamento te gustaba tanto como La Sopa China, nunca habías visto una ducha armable en la cocina de una casa. Il Piccolo teatro la llamabas tú, piccolíssimo te decía yo, sin pensar que algún día detestaría tanto la doble ese. Me apoyaba en la refrigeradora y desde ahí te iba pasando las toallas y cuando la cortina (debería decir telón) subía con esas poleas que nunca supimos usar muy bien, aparecías con tu pijama turquesa. Sólo entonces tenía yo derecho a abrir la bolsa que siempre contenía dos paltas, una lechuga para la ensalada, a veces ostras, a veces langostinos y, eso sí, siempre tartas de fresa, frambuesa y melocotón. Ducha, pijama, glotonería, diván, Sopa China, Rancho Guaraní: París era la ciudad más bella del mundo. París era una fiesta alegre como ninguna hasta que nos agarraba aquel silencio al cruzar el puente Alejandro III, nuestro favorito. Y París era, también, la ciudad más cómica y ridicula del mundo, dos o tres veces por semana, cuando encontrábamos sobre la mesita de la cocina tres o cuatro manzanas medio podridas que madame Forestier le había dejado tan generosamente a su guardián para que se hiciera una compota con las manzanas que a ella le habían parecido ya demasiado podridas para la compota de sus hijitas. A veces llegaba también el juez Forestier y en esos casos las manzanas eran bastante aceptables. Por las manzanas sabíamos cuál de los dos había venido.