MAÑANA CON EL CUADERNO CERRADO
Se cansa Bola de Nieve en el tocadiscos, descansa mi mano derecha, pero en cambio se aviva el seso tan despierto y contempla cómo, ya desde hoy, mañana será un día exacto al que murió hace diez años… Mañana, mi amor, yo creía que tus padres habían cedido… Octavia, mi flacuchento cronopio cumplidor de su deber, mi heroína preferida que Corneille nunca escribió… ¿Y las cartas que te escribía por haber creído, a partir de mañana, que tus padres habían cedido? ¿Las recuerdas? Yo tendré que recordarlas todo el tiempo, mañana. Recordar frases como: Aún está conmigo la comodidad aterciopelada de tus cejas incorruptibles… En realidad, esto te lo escribí para que olvidaras, de una vez por todas, lo mucho que me había afectado que te depilaras un trozo tan importante de nuestros días más felices. Te lo había dicho, te lo había advertido:
—Así se empieza, Octavia. Se empieza por las cejas y después… Lo que están tratando es de depilarte el alma, mi amor. Tratan de corromperte.
Y tú, como siempre, defendiste furiosa a tu esposo, cosa que yo nunca quise advertir por conveniencia propia y gran espíritu de parche, como te expliqué una vez. Recuerdo que me preguntaste:
—Maximus, ¿qué es gran espíritu de parche?
—Es evitar que se le infecten a uno las heridas, Octavia.
¡Dios mío, qué tan bofetadón! Y sin besito ni perdón [4]. Y empecé a pensar, aunque nada te dije de eso, que además lo que te estaban haciendo era irte transformando poco a poco, para que yo, a mi vez, me fuera convirtiendo ante tus ojos ya transformados, por supuesto, en aquel corrupto y detestable individuo que te había ido dejando de querer poco a poco, a medida que los dos íbamos cambiando. Y me convencí de eso cuando te rompieron las dos piernas en pedacitos, en aquel «accidente» de esquí que tuviste en Suiza, según la versión oficial que quedó totalmente desmentida por el telegrama que me enviaste de Ginebra, no bien despertaste de la primera de tus cinco operaciones. Cinco en cada pierna. Acuérdate:
MAXIMUSKI: NO PODRÉ VERTE EN SIGLOS. HASTA LAS REINAS SE ROMPEN LAS PIERNAS. STOP. ME LAS VAN A LLENAR DE CLAVOS. TE RUEGO ENCONTRARLAS SIEMPRE DIVERTIDÍSIMAS. STOP. TODOS MIS BESOS. STOP. VOLADOS. STOP. OCTAVIA DE CADIZ. NON STOP. STOP.
Lo leí y me debatí. Nunca me he debatido tanto en mi vida. Me debatí extremadamente y esa tarde descubrí que en efecto todos los extremos son malos. Por un lado, deseé, como nunca he deseado nada en la vida, salvo volver a verte lo más pronto posible, hace diez años y mañana cuando vuelva a abrir mi cuaderno, deseé tener en casa un aparato de rayos X para verle el corazón al telegrama. De ese imposible extremo pasé al otro y quise ser grafólogo para que la letra del telegrama me dijera qué le habían hecho al carácter de tu alma con esta nueva transformación. Pero los telegramas, aunque entren con sangre, tienen todos letras de telegrama y carácter uniforme. Me debatí más, a cabezazos contra la pared, pero sólo logré que ladraran madame Devin y Dora, su perra. Bueno, entonces decidí ser un hombre razonable con un telegrama en la mano, para lo cual volví a leer el telegrama. Recuerdo que lloré lo siguiente: Me ha llamado Maximuski porque debía andar aún bajo los efectos de la anestesia y en esos casos uno suelta cualquier cosa y seguro que ella ha soltado todita la seguidilla de Zalacaín y el colonnello en una sala azul suizo de operaciones en Bruselas y de regreso a su habitación en Ginebra todavía le queda ternura y anestesia y de ahí que Maximus se haya convertido en ese tiernísimo diminutivo Maximuski que resulta ser el primer diminutivo aumentativo de la historia de la gramática puesto que quiere decir todo lo contrario de Minimus. ¡Bravo, Octavia! Tienes alma de Tarzán, rey de la selva, y yo sin duda tengo alma de Chita, reina de estos gemidos de animal con que sigo analizando tu telegrama. La frase NO TE PODRÉ VER EN SIGLOS me hizo y me sigue haciendo demasiado mal o sea que pasémosla por alto. HASTA LAS REINAS SE ROMPEN LAS PIERNAS STOP estuvo a punto de lanzarme nuevamente contra la pared, de cabeza, pero siempre te he sido incondicional y la palabra STOP me hizo detenerme en el aire, aunque también, debo confesarte, no quise molestar más a madame Devin y a Dora, por miedo a que se molestaran más. ME LAS VAN A LLENAR DE CLAVOS, fue una frase clave, pues desde ese instante no me cupo la menor duda: empezaron por tu chompa, tu sombrero negro, tu bolso, tu pantalón negro, después por ponerte trajes anchos y ajenos, después por las cejas y el pelo, y ahora resulta que son las piernas. ¿Qué nos va a quedar de Octavia de Cádiz a Octavia y a mí?, me pregunté, mientras sacaba el bolígrafo y me disponía a escribir el siguiente juramento, porque a mí jamás me iba a cambiar nada ni nadie:
JURO SOLEMNEMENTE ENCONTRAR SIEMPRE DIVERTIDÍSIMAS LAS PIERNAS DE OCTAVIA. HASTA CON MULETAS. NON STOP.
Sí, eso iba a hacer, con estilo de telegrama pero con letra de carta de amor para que Octavia sí pudiera examinar grafológicamente el estado de no transformación en que se hallaba mi perra vida en París, pero el bolígrafo de mierda se pegó tremenda atracada y, como desde que ella me lo regaló me había jurado no escribir jamás una sola línea con otro bolígrafo, en mi casa sólo había un par de lápices y no saben ustedes la desesperación que me entró al pensar que la pobrecita iba a recibir un juramento que fácilmente se podía borrar.
Volví al telegrama, desesperado, y descubrí para mi desesperación una falta de ortografía, como le llamaba yo, con gran espíritu de parche, a las faltas de ortografía que cometía Octavia: DIVERTIDÍSSIMAS con doble ese. Se lo atribuí a la anestesia, para calmarme un poco, pero los superlativos en castellano, mi querida Octavia, se escriben con una sola ese. Tu esposo era italiano. Empezabas a olvidarte de mi idioma…
¿Podrás leer un libro mío, hoy, tú que tanto me empujaste a escribir?
—Y ahora, Gran Lalo —le dije, horas después, al último amigo que me seguía escuchando atentamente en París. Ahora, por favor, lee el final del telegrama y dime si esta parte no ha sido dictada por Octavia cuando ya se le habían pasado los últimos efectos de la anestesia. Mira: TODOS MIS BESOS. Luego, un STOP, y sólo entonces VOLADOS, para disimular. Lo mismo al final: OCTAVIA DE CÁDIZ NON STOP, seguido de un STOP, también para disimular. Este telegrama ha sido escrito en clave, Gran Lalo. Esa chica me sigue adorando y la están matando.
—Mira, Martín, lo del telegrama sólo te lo podrá explicar la misma Octavia.
Y te lo pregunté, Octavia, la primera vez que te vi con tus piernas tan remendadas y tan divertidas. ¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus!, exclamaste, y yo nada te dije porque nada puede lo concreto contra lo abstracto. Y tal vez por eso esté recordando esta noche que mañana hará diez años que sentí una vez más la imperiosa necesidad de hablar de ti. Pero la mala suerte quiso que me encontrara con Bryce Echenique y todo un grupo de españoles y latinoamericanos en aquel café de Saint Germain des Près y les soltara a chorros, por enésima vez, los desastres de tu ausencia, los horrores a los que te estaban sometiendo, la macabra conspiración que la espantosa modernidad del dinero había puesto en marcha para terminar hasta con la abstracción de nuestro amor. Les conté, horas estuve explicándoles que en el fondo lo que deseaban era que te fueras transformando poco a poco en otra persona, sin que nadie se diera cuenta, y así hasta que llegara el día en que tocaras a mi puerta y yo ni cuenta me diera de que eras tú, mi amor.
—Típico caso de mujer objeto —explicó un español, y tuvieron que sujetarme entre diez—. ¡Repite eso y te mato! —gritaba yo mientras el tipo decía que bueno, que retiraba sus palabras. Es increíble, mi amor, uno sale a denunciar un verdadero crimen y mira con lo que te sale la gente. Y ni qué decirte de Bryce Echenique.
—Martín —me dijo—, con todo el respeto del mundo debo decirte que hay millones de mujeres que se depilan las cejas.
—¿Y el telegrama? Lee bien este telegrama. Es la primera de las cinco operaciones. Cinco en cada pierna. Terminarán por ser las piernas más tristes del mundo.
En fin, Octavia, ya te he contado cómo acabó el asunto del telegrama. Eras tú quien debía aclarármelo todo. Pero cómo podías tú aclararme algo sin tu sombrero negro, con un brillante en la mano que a mí mismo me cegaba, con el pelo corto, con un traje de esos que yo nunca había visto, depilada y remendada. La soledad que sentí, mi amor. No, no había nada que hacer en aquel café. O sea que probé en otro y terminé saliendo como con diez años más de soledad. Nadie me creía, nadie me hacía caso, hasta me tomaban por loco cuando te daba la palabra, imitando tu voz brasileña (mierda, les explicaba, si hay voces argentinas, por qué no las va a haber brasileñas), para que tú misma, en vista de que siempre estabas ausente, les dijeras que en todo estabas de acuerdo conmigo y que todo era verdad, para lo cual hipaba y tosía, incluso, igualito a ti, sí, sí, exacto, y te juro que a veces lo hacía tan bien que me entraba una alegría frenética por lo presente que estabas y por las cosas tan concretas que lograbas decir aun estando ausente. Pero la gente, nada, la gente más maravillosa tampoco nada, y diez, veinte, treinta años más de soledad al salir del café.
Recuerdo que cada cien años de soledad cambiaba de café, después de ciudad, porque París sólo tiene veinte distritos, y después de país. Europa es toda cartesiana, mi amor, y a menudo en Praga tuve la sensación de estar entrando en un café de París. La gente se ha olvidado por completo de sus novelas de caballería, de su Edad Media, y de mí estoy requeteseguro que se olvidaban no bien abandonaba un lugar con la cuota de cien años, porque a todos, mi amor, les daba equitativamente cien años. Después, al diablo, cretinos, me voy a respirar aire puro, y ni se les ocurra que voy a venir a darles una segunda oportunidad sobre la tierra. Y digo la tierra, mi amor, porque la verdad es que ya me estaba quedando corto de países. Claro, siempre me faltó Italia, pero en Italia estabas tú y qué sacaba con caerte una tarde hablando de Octavia de Cádiz con Octavia de Cádiz al lado.
Podían dolerte las cosas tan concretas que decías cada vez que te daba la palabra, podía dolerte que yo tosiera, hipara y llorara mejor que tú, podía dolerte que te encontrara en la ciudad en que te habían depilado por primera vez, podía dolerte estar bajo los efectos de la anestesia y que yo te escuchara soltar la seguidilla de Zalacaín y el colonnello, pobrecita, mi amor: tú, diez operaciones y mil clavos en tus piernas; yo, diez países y mil cafés desde los cuales te escribía miles de cartas y te enviaba decenas de poemas y cuentos de escritores españoles y latinoamericanos para que siguieras leyendo en castellano y no me contestaras que mi última carta, la de Palencia, había sido divertidíssima con dos eses. Palencia…
Palencia: última etapa del hombre que hablaba de Octavia de Cádiz. El asunto se había ido volviendo peligroso. En Marruecos me habían pegado. En la India me botaron a patadas de un bar cuando declaré a gritos, en una sucia juerga, que era un intocable. Se lo creyeron, Octavia, imagínate el estado de verosimilitud en que andaría para que me lo creyeran. Untouchable, grité, en inglés, porque yo de hindú no sé ni una palabra. Y felizmente que me creyeron porque fue la única manera de librarme de un tipo que, cada vez que arrancabas a hablar tú, se arrancaba a meterme mano como Dios manda: no llores, no tosas, Octavia, me decía, imagínate el estado de travestisimilitú en que andaría, amor mío.
O sea que me fui a descansar a España, con meditación trascendental e hindú, porque había que ponerle freno a ese asunto tan extraño y peligroso. Juré no hablar con nadie y mis amigos me encontraron antipatiquísimo. Uno de ellos hasta se ofendió cuando le dije, tratando de responder muy seriamente a su pregunta ¿por qué andas tan ensimismado, Martín?, que andaba tan ensimismado porque estaba dos veces ensimismado, una por ti y otra por mí, Octavia. Dicho lo cual me ensimismé de tal manera que no me quedó más remedio que dejar Madrid para no ofender a mis amigos y luego evitar todas las ciudades españolas en que tenía amigos. Consulté el mapa, y en Palencia no conocía a nadie.
Mi llegada a esa ciudad coincidió con la existencia de un bar abierto aquella negra noche que empezó tan bien, terminó tan bien, y me hizo tanto pero tanto bien. Entré, me senté en la barra, y estaba empezando a ensimismarme cuando se me acercó una tristísima mujer de la vida alegre. Comprendió, mucho mejor que mi amigo de Madrid, cuando le dije ando doblemente ensimismado, señorita, por favor respete. Luego se acercó el barman, con el cual sólo quería intercambiar dos palabras.
—¿Qué desea beber, señor?
—Dos whiskies.
—Querrá decir un whisky doble, señor…
Lo miré hindú, trascendental, y sobre todo sumamente cansado. Era un buen barman y me trajo primero tu whisky con mucha agua, mi amor, como a ti te gustaba, después el mío, siempre en las rocas, ¿recuerdas? Luego, como de costumbre, cumplí con la obligación de escribirte una linda carta de amor abstracto. Palencia, Octavia, te debo haber contado, es inolvidable por su románico, qué iglesias, qué claustros… En fin, algo así, algo que siempre sacaba de las guías que compraba para poderte contar lo que en realidad era cada ciudad. Ahora que la verdad era otra. La verdad es que yo siempre buscaba el lugar más apropiado para hablar de Octavia de Cádiz. Esa noche, sin embargo, no quería hablar con nadie y empecé a beber en silencio contigo. Sólo contigo. Contigo y solo. Solo y contigo, Octavia.
Palencia y sus tristísimas mujeres de la vida alegre… Recién ahora me doy cuenta que digo tristísimas porque fui yo mismo quien las dejó tristísimas. Pero jamás sabré en qué momento alguna de ellas logró arrancarme de la barra y trasladarme a un saloncito que había al fondo del local. Son tan profesionales estas mujeres, mi amor, que sin darse uno la menor cuenta termina instalado en un saloncito de lo más apto para menesteres. Pedían champán y yo les invitaba champán y venían más mujeres y nuevamente se pedía más champán en mi nombre. Cerraron el local porque se hizo de día y volvieron a abrirlo cuando se hizo nuevamente de noche y ahí seguíamos cuando volvió a amanecer y eso que el champán era pésimo. A veces traían algo pésimo de comer pero yo no comía porque tenía que seguir hablando ahora que por fin alguien me escuchaba con verosimilitud.
Cerraron nuevamente el local y ahí seguíamos cuando lo volvieron a abrir. Ellas me habían puesto una sola condición, como buenas profesionales que son: que bebiera de una sola copa. Costaba trabajo, diablos si costaba trabajo, Octavia, pero ¿sabes?, esas mujeres trabajaban en lo que se ha dado en llamar el oficio más antiguo del mundo y yo trabajaba en lo que debe ser el segundo oficio más viejo del mundo: contar una historia y que te hagan caso. Por más triste que sea. Además, a menudo, todos terminábamos desternillándonos de risa y yo sentía que por ese camino había que seguir con la historia tan triste de cómo perdí a Inés para poder encontrarte por fin a ti y para que luego también tú, cambiando de besos a besitos, me convirtieras en lo que definitivamente será el título de esta novela: El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz.
Claro, no todo es tan fácil, porque esas maravillosas mujeres de Palencia a lo mejor jamás habían leído un libro pero sabían escucharlo hasta el punto de que fueron ellas quienes me enseñaron para siempre que conmigo no había más que una copa, la mía, y que allá en Italia tú tenías tu copa, la tuya, y que juntos, maravilloso, y que separados, tristísimo, pero que revueltos, locura, Martín Romaña. Esas maravillosas mujeres me arrancaron el juramento, amor mío, el juramento de que volvería a casita a París y me sentaría a escribir, solo pero no revuelto sino resuelto, sobre Inés y sobre ti.
Y así ha sido hasta ahora, por lo menos, pero con matices sumamente enriquecedores. Modesto apártate, mi amor, porque quien escribe sobre ustedes escribe sobre mí y así resulta que sobre mí escribe sobre ustedes o, lo que sería tal vez lo mismo: escribo estando en mí mientras que antes hablaba estando fuera de mí o, lo que sería tal vez lo mismo: antes moría porque sólo hablaba y ahora no muero porque sí escribo. Razón de ser, por consiguiente, y por consiguente razón de ser de tanta teoría, también, amor mío, perdona, pero es la falta de práctica.
Y esas mujeres maravillosas, amor mío, me sugirieron un título que realmente les encantó por horrorosa unanimidad: El cuento de hadas más feo del mundo. Bueno, no les vas a pedir que además de todo tengan buen gusto. Pobrecitas. Me pagaron la cuenta y todo. Pobrecitas. Y si digo tanto pobrecitas es porque estas hijas de la gran pepa a cada rato me tocaban la cabeza y me decían pobrecito con el índice de la locura y pedían más champán para el pobrecito que llegó tan ensimismado y ya lleva tres noches hablando… Desternillamiento general de putas…