MANZANAS FORESTIER Y COSAS POR EL ESTILO
Para variar, fueron y siguen siendo hasta hoy, las manzanas de la concordia y de la discordia. Todo dependía, por supuesto, de con quién me encontraba madame Forestier cada vez que entraba a la habitación de su departamento que era tan suya como su departamento. Y para variar, también, otro que fue y sigue siendo yo hasta hoy, soy yo: concordia pura, guardián y cargador de manzanas. Todo empezó por el comienzo, porque así empiezan las cosas claras desde el comienzo, y el comienzo fue un domingo en que ella me llamó por teléfono desde su casa de campo, para avisarme que a las cinco (en punto de la tarde, me dije yo, para mis silencios), llegarían su esposo y ella, cada uno en su automóvil, car-ga-dí-ssi-mos, con doble ese, de manzanas con doble intención. La esperé en la puerta del edificio, desde las cuatro en punto, por temor a llegar atrasado a la cita, en caso de que ella llegara adelantada. Llegó a las seis, por culpa de los embotellamientos, y me explicó que éstos y los impuestos eran los únicos inconvenientes de tener una casa de campo los fines de semana también. Pero en fin, señor Romaña, cargue usted esta caja primero, qué no haría uno por sus hijitas, el aire puro del campo, ¿sabe usted?
—¿Y monsieur Forestier, madame Forestier?
—Debe estar embotellado, señor Romaña.
Madame Forestier sacó otra caja de manzanas, la puso en el suelo, cerró con llave la puerta de su auto, recogió la caja de manzanas, y me pidió s’il vous plaît que le abriera la puerta del edificio. Puse mi caja en el suelo, abrí la puerta de par en par, recogí mi caja de manzanas, y la dejé pasar primero s’il vous plaît. Todo iba perfecto, bajo la estrecha vigilancia del portero, que ni vigilaba ni barría los domingos, cuando madame Forestier me hizo saber que no todo iba perfecto porque había que cerrar la puerta del edificio por temor a la juventud de hoy. Puse mi caja en el suelo, cerré, recogí, y empezó la primera ascensión de la tarde. Llegamos a su departamento, puse la caja en el suelo para sacar mi-su llave del bolsillo, cuando, para mi asombro, vi que también ella había puesto su caja en el suelo.
—Señor Romaña —me explicó, asombrada, al verme llave en mano—: Olvida usted esa cláusula de mi contrato según la cual yo debo tocar el timbre tres veces antes de entrar con mi llave, para que no se levante usted a abrir por gusto.
Tragué saliva, puse mi-su llave en el suelo, y recogí la caja mientras ella me tocaba el timbre tres veces, lo suficientemente espaciadas como para que yo tuviera tiempo de volver a bajar la caja, recoger la llave, y guardarla para siempre en un bolsillo mío que era como si fuera suyo, también, por culpa de mi-su llave. Por fin entramos s’il vous plaît yo detrás, mientras madame Forestier y su caja de manzanas me explicaban en la lengua de Descartes, por ser ésta la única que sabía, para su entera satisfacción, y por ser ésta la más clara, para que toda duda quedara descartada, que si el timbre lo había tocado ella y lo iba a seguir tocando en cada nueva ascensión manzanera, era precisamente porque venía tan cargada que, a punta de cerrar la puerta al salir por más cajas, podía adquirir la mala costumbre de olvidarse involuntariamente de tocar el timbre tres veces espaciadas cuando viniera a su departamento en busca de manzanas o de ropa para las chicas de la casa de campo y la pureza del aire. Comprendí, pues, que, al igual que a ella con su auto, a mí me tocaba cerrar la puerta de su departamento cada vez que saliéramos a buscar manzanas por temor a la juventud de hoy. Y así se lo hice saber, para su mayor solaz y esparcimiento, pero resultó que si bien existía, no había pensado bien.
—No, no es lo mismo, señor Romaña —pensó, primero, y luegueó después—: Usted cierra mi puerta antes de bajar por más cajas, mientras que yo cierro mi puerta antes de subir con más cajas.
—Tiene usted toda la razón, madame —le dije—: Es igual nomás que diferente.
—¡Pero no, señor Romaña! —se impacientó—: Es exactamente todo lo contrario. Eso está clarísssimo.
Añado una tercera ese porque ya estábamos abajo y el portero asintió sonriente aunque no trabajaba los domingos. Y volvió a asentir dos o tres veces más, porque la verdad es que tardé bastante en acostumbrarme a tanta perfección, e incluso hubo una subida en que me toqué yo mismo el timbre, aunque con atenuantes, según le expliqué a mi dueña, porque si bien he tocado, y hasta espaciado, madame, no he llegado a sacar su llave del bolsillo (recuerdo claramente que olvidé el mi de bolsillo). Madame Forestier quedó momentáneamente desconcertada y yo viví uno de los momentos más felices de mi vida humana. A las ocho de la noche, sin embargo, había accedido a la perfección. Y habíamos terminado. Y llegó el pobre juez Forestier con una impresionante cara de embotellamiento y necesidad de ayuda. Llegó más distraído que nunca, pensando más que nunca en una sentencia, y lo primero que hizo tras haberme saludado y respondido ah, señor Romaña, sólo Dios sabe si las merecemos, cuando le pregunté por el aire puro de sus niñas, fue confesarle a su esposa que se le había perdido la llave de su departamento.
—¿Y dónde piensas que puede estar, Jean?
—No sé… Creo que la última vez que la vi fue durante el embotellamiento… Podría estar entre las manzanas…
Ahora sí que me jodí, pensé, habrá que buscarla caja por caja y el portero no trabaja los domingos, ¿qué hago?, ¿invento una cita a las nueve?, ¿me desmayo? La respuesta fue casi un verdadero desmayo durante el cual madame Forestier me explicó que el eterno surmenage de su esposo se debía a que sus sentencias tenía que meditarlas en medio de mil personas que lo interrumpían en su despacho. Luego, se dirigió a él:
—Jean, es realmente indispensable que vengas a meditar tus casos en el cuarto de las manzanas. Pero antes tienes que encontrar la llave de mi departamento.
Casi me desmayo definitivamente al ver que lo que había visto y no creído, la primera vez que lo vi, era cierto: yo tenía una llave en el bolsillo y la llave del juez la tenía en la mano. Cartesianamente, me las he robado, pensé, y estuve nuevamente a punto de inventar una cita a las nueve, pero pobre juez, a mí siempre me partió el alma y me invitó cigarrillos. ¿Qué había pasado? Pues que monsieur Forestier me había dado la mano y, como estaba pensando más que nunca en una sentencia, ahí me dejó la llave sin darse cuenta de que yo tampoco me había dado cuenta. Éste no se da cuenta de nada, me dije, y en efecto se la deposité tranquilamente en el bolsillo del saco, porque madame Forestier ya había empezado a buscar como loca entre las nuevas manzanas y el portero no trabajaba los domingos.
Monsieur Forestier encontró la llave no bien le dije que volviese a echar una miradita en sus bolsillos, y ahí sí que empezó la odisea de las nuevas cajas de manzanas. Las subíamos entre él y yo, porque aunque era domingo, el portero accedió a recibir a madame Forestier, interesada como siempre en la conducta del guardián de su departamento, en su ausencia, en vista de que ella tenía otros deberes de igual y aun mayor importancia, en vista de que no siempre tenía tiempo de venir por manzanas y…
—Y en vista de que no sólo de manzanas vivirá su familia —trabajó el portero en domingo. Luego, amabilíssssimamente, abrió su puerta, e invitó a madame Forestier a entrar en su portería en domingo. Madame aceptó y, tras de haberle agregado varias heces a su sonrisa, entró en domingo a su porquería. Por supuesto que adentro hicieron las paces por tratarse de mí.
Nunca he visto un Sísifo más torpe y más distraído que monsieur Forestier. Le expliqué todo mil veces y cada vez más cartesianamente, pero él era así y qué se le iba a hacer. Perdió varias veces las llaves de su auto, las de la casa de campo, las de su departamento, y la del departamento de su esposa. A mi pregunta: ¿Por qué no las pone todas en un mismo llavero?, respondió sin embargo con gran claridad:
—Porque las perdería todas juntas, señor Romaña.
Pero luego titubeó ante mi contundente aclaración: No es lo mismo, monsieur Forestier, porque yo cierro la puerta del departamento de su esposa antes de bajar por más cajas, mientras que usted cierra la puerta de su auto antes de subir con más cajas. Ahí sí que lo agarré, monsieur, me dije. Y, en efecto, el juez encendió un cigarrillo, se disculpó por no haberme ofrecido uno, me ofreció uno, volvió a encender el suyo, procedió a bañarse en cenizas, y por fin respondió:
—Tiene usted toda la razón, señor Romaña: es igual, nomás que diferente.
Después tocó el timbre tres veces seguiditas, entró corriendo, me cerró en las narices, y no saben ustedes la sorpresa que se llevó cuando le mandé tres toques bien espaciados y me encontró esperándolo cargado de manzanas. Jamás se lo conté a su esposa, por supuesto, como tampoco le conté jamás aquel asunto de no sé qué impuesto a la recogida de basuras, que, hasta mi llegada, ellos pagaban, y que desde mi llegada yo tenía que pagar, porque a su esposa se le había ocurrido que un guardián, en fin, que un guardián, en fin, que, en fin que…
—¿En fin qué, monsieur?
—En fin que se me ha hecho un caso de conciencia y a mi confesor, que también es el confesor de mi esposa, también se le ha hecho un caso de conciencia, señor Romaña.
—¿Y cuánto le debo a la basura? —le pregunté, con tremenda aludida, aunque eso sí con la total seguridad de que jamás se le iba a pasar por la cabeza que estaba aludiendo a su esposa. La verdad, el juez Forestier era un santo, pero yo realmente necesitaba aludir.
—Son ciento diez francos, pero tengo una idea…
—No se preocupe, monsieur, mañana mismo le llevo ese dinero a su esposa.
—Eso mismo. Y yo después se lo devuelvo a usted con… con…
Creí que me iba a decir con intereses, pero eso habría sido soñar y, en efecto, terminó diciéndome que era con dos condiciones.
—Jamás le diré nada a nadie, monsieur.
—Eso mismo, pero falta… falta algo…
—¿Falta dinero?
—No; se trata más bien de la forma en que le voy a devolver el dinero.
—Yo no le he pedido un cheque, monsieur. Ya sé que su esposa no acepta cheques.
—No, no, tampoco es eso, señor… Ese peligro ya lo evitó ella haciéndole firmar un papelito… Perdón… ¿Se acuerda?
—Sí… perdón.
—Mire, señor Romaña, de lo que se trata es de que yo no puedo dejar un hueco tan grande en mi cuenta bancaria porque mi esposa se daría cuenta.
—Ah, claro…
—Entonces, lo que voy a hacer es traerle cada semana diez francos, hasta completar la suma. Ni le tocaré el timbre, siquiera, para no molestarlo. Lo que haré será simplemente meter el billete por debajo de la puerta.
Pobre. Lo nervioso que se debía poner cada vez que llegaba con sus diez francos. Tan nervioso que no solamente tocaba el timbre, sino que a veces abría, entraba, y retrocedía, primero, y tocaba después (una vez tocó mientras conversaba conmigo). Y claro, llegó el día en que Octavia, rumbo a la ducha, se encontró desnuda con un tipo que imploraba no estar viendo nada, nada, oh por Dios, nada, oh Dios mío, nada, mientras con una mano paralítica le extendía un billete de diez francos, y que hasta hoy estaría repitiendo nada nada y Dios Dios, si no es porque a Octavia de Cádiz la perdí hace siglos y porque una implacable bofetada le hizo comprender que los timbres no se tocan con la puerta abierta, cretino. Yo acababa de aparecer, acababa de ver, y acababa de desaparecer.
Reaparecí sentadito aquí, en el Voltaire, con el silenciador en la taquicardia, concentradísimo en un poema de César Vallejo que a Octavia le encantaba, y con el índice pegado en el verso que dice Hay golpes en la vida, yo no sé, al pie de la letra. Pobre monsieur Forestier, pensaba, también con silenciador, de todos era el que menos se merecía ese cachetadón. Si hubiese sido su esposa, si hubiese sido el portero o madame Devin… En eso estaba pensando, cuando Octavia, que regresaba de tirar un portazo desnuda, y que me conoce mejor que tú, mamá, se me acercó, se enteró por amor a mí de que yo nunca había visto ni oído nada, me quitó el libro de las manos, y escuchó asombrada de verdad la siguiente pregunta asombrada:
—¿Cómo, pero no te estabas duchando, mi amor?
Insisto, mamá, en que la pobrecita me conoce mejor que tú, la prueba fue que respondió a mi pregunta con otra pregunta:
—¿Qué verso seguía tu índice y en qué estabas pensando y por qué?
Me besó el índice, mamá, cuando le confesé por qué, cómo, dónde, y cuándo… Y cuando firmé el contrato, Octavia, agregué, ella, y no él, me dijo que, y cuando firmé el contrato, mi amor, agregué más, ella, y no él, me dijo que, y cuando firmé el contrato, mi amor…
—¡Maximus! —exclamó la pobrecita, y yo la miré aterrado, porque siempre, desde que regresamos de Bruselas, cuando exclamaba, exclamaba tres veces Maximus. Qué horror, entré en carencia y todo. Jamás creí que me hubiese drogadictado tanto a una voz que, en el fondo, siempre había considerado más nasal y maravillosa que maravillosa y maravillosa. Me explico: Octavia no estaba desnuda: era desnuda, y también sus piernas eran, y no estaban, más divertidas que nunca, y además, por donde se le mirara, su cuerpo era el cuerpo menos nasal del mundo. Pero yo necesitaba su voz a gritos.
—¡Maximus! ¡Maximus! —exclamó la pobrecita, más fuerte que nunca.
—¡Pero si son tres! —carecí.
—¡Pero si ya te dije uno!
—¡Pero si son tres juntos! —le rogué, encarecidamente.
Entonces ella me volvió a conocer mejor que tú, mamá, y sentándose sobre mis muslos, rodeó mi cuello con sus brazos, aplastó ligeramente la nariz contra mi sien izquierda, en fin, todo de tal manera que sus labios no pudieran desembocar sino en mi oreja, y estrenó una palabra nasalmente preparada para la ocasión, mamá:
—Maximuski.
Introduje irremediablemente la mano izquierda en el bolsillo derecho del pantalón, porque Octavia me estaba apretando fuertemente la derecha con una tetita, y extraje varios metros ovillados del cordón de la cortina. Me explicó: siempre he estado contra esas incomodidades que retrasan el amor a primera vista, y nosotros teníamos que cerrar la cortina porque mi calle era tan estrecha que el edificio de enfrente quedaba casi en mi departamento y con mirones. Además, a mí me gustaba llevar a Octavia cargada hasta el diván. Y como no podía llevar ni el diván ni la cortina ni la ventana de un lado a otro del departamento, por lo chiquitito que era, y porque en el dormitorio estaba la hondonada, opté, en vista de que Octavia me mataba de amor a primera vista a cada rato y por todas partes, menos en el dormitorio que jamás conoció y que cambió de nombre [5], opté, decía, por quitarme el inconveniente de la cortina para poder llevarla cargada al diván cuando la recibía cargada en la puerta de entrada, entre otros ejemplos, como éste de la ducha, por ejemplo, y para ello compré tantos metros cuadrados de cordón de cortina cuantos metros cuadrados tenía el departamento. Lo até al incómodo cordón con que me alquilaron el departamento en el inventario, e hice feliz a Octavia. Lo malo fue que un día, por piropearla mejor, porque el clochard de la cara de bueno la piropeaba mejor en La Sopa China, le dije que yo por ella era capaz de seguir alargando el cordón hasta La Sopa China y de ahí hasta el Rancho Guaraní.
—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! —exclamó la pobrecita.
Y tuve que hacerlo, claro. La verdad, no me importó, a pesar de que me enredaba con personas, animales y cosas, pero mierda, hasta las monedas de oro tienen su cara y su cruz. Y así llegó el día en que Octavia estaba desenredándome en plena placita de la Contrescarpe, jala y jala el cordón que se había enganchado un par de metros detrás de mí, mientras yo trataba de avanzar, de acuerdo a sus instrucciones, cuando pasó toda una pandilla de latinoamericanos y claro, Bryce Echenique entre ellos. Bueno, el resto ya se lo imaginan: ayer vimos a Martín Romaña de perro por el Barrio latino.
—Maximuski.
Repito esta palabra, y vuelvo a recordar toda la escena que la precedió, porque francamente es la única manera de olvidar la maldad de la gente y seguir adelante en este perro mundo. La repito, además, porque Octavia no volvió a emplearla hasta años más tarde, al dictar un telegrama anunciándome que se había roto ambas piernas en un accidente de esquí en el cual yo nunca creí. La empujaron, estoy seguro, y la pobrecita cuánto debía acordarse de mí. Acababan de traerla a su habitación y ya necesitaba comunicarse conmigo. Casi enloquezco al abrir el telegrama y descubrir que me llamaba, por segunda vez en la vida, Maximuski. La anestesia, pensé, todo el amor subconsciente se le escapa con la anestesia. Me sigue adorando, concluí, porque Maximuski era una palabra concreta y en cambio sus tres Maximus, por más nasal maravillosos que fueran, formaban parte de esa criminal y forzada abstracción que acabó en besitos y besos volados. Este perro, señores, se resiste a creer lo contrario y aquí tienen ustedes una de las mil pruebas al canto de amor.