PRIMAVERA EN INVIERNO Y ALGO MÁS, TOTALMENTE INESPERADO
¡Arre, bolígrafo! ¡No te me hagas el atracado ahora! ¡Suelta la verdad, nada más que la verdad! Bueno, yo llevaba como media hora acariciando el teléfono y pensando en los perros que nunca había llegado a tener en París, por no maltratarlos, en que nuestras vidas son los ríos, y en el mar, cuando sonó la llamada de Octavia y no sé qué demonios hice pero resulta que, lo juro por lo más sagrado, colgué en vez de descolgar, al descolgar. Y si alguien no me creyera, puedo contarle además que el teléfono continuó sonando, motivo por el cual realicé nuevamente la misma operación, o sea la de descolgar colgando, y comprobé con horror que sólo a mí me pasa, porque el teléfono continuó sonando.
—¡Octavia! —exclamé, cuando por fin logré descolgar y exclamar normalmente.
—¡Maximus, qué maravilla encontrarte en casa! ¡Pero por qué tanta taquicardia, Maximus!
—No sé, no me había dado cuenta; debe ser cosa del teléfono…
—¡Has visto el sol con que me ha recibido París! ¡Ah, Maximus, si supieras cuánto extraño siempre París!
—¿Y a mí, me extrañas?
—En un cuarto de hora llego a la plaza de la Contraescarpe para quitarte la taquicardia. Espérame en el café grande. Corre, corre inmediatamente a reservarme una mesa al sol. Llegaré con Bimba bella bellíssima…
—Pero ¿y a mí, me extrañas?
Colgó, colgué, y volví a descolgar para saber, de una vez por todas, si me extrañaba o no, pero el teléfono me dio línea y además quién demonios era Bimba bella bellíssima.
La esperaba bajo el sol de la Contrescarpe. La esperaba, pero ya no era el hombre que deseaba saber si lo extrañaban. De golpe, era el hombre que se deja arrastrar. El tiempo, cambiando de ritmo, vertiginoso ahora, me obligaba a asomarme en silencio a los minutos que Octavia tardaba en llegar. Cara a cara, mi enemigo eran mis propias palabras, el vacío de su gran ausencia, y lo inminente de su breve presencia. Había, como siempre que me asomaba, un enorme basurero italiano (era italiano, siempre), y en el fondo un enorme sombrero negro, mi amor. ¿También mi pantalón y mi chompa, Martín? Todo arrugados debajo del sombrero, mi amor. Una tacita de café frío temblaba sobre un plato, también frío y pequeño, y éste hacía temblar una cucharita, dos terrones de azúcar, y un paquete de cigarrillos con un encendedor encima, también fríos. La mesa la hacía temblar yo y a mí me hacían temblar mis manos y a éstas las hacía temblar una espantosa normalidad.
Dejé de ver a los clochards, sentaditos felices con el cielo azul en el centro de la plaza, porque se detuvo entre ellos y yo el Mercedes de Carmencita Brines pero ahora convertido en taxi. No eché la mesa abajo cuando corrí a pagar el taxi y La Sopa China había cerrado para siempre unos cien metros más allá… Una maravilla de perrita cocker, Bimba bella bellíssima, pegó un saltito, dejó caer un paquete destrozado que traía en el hocico, hizo pipí, y Octavia moría de risa: mientras contemplaba el cielo de París, por las ventanas del taxi, Bimba se había estado comiendo mi regalo, unas maravillosas pantuflas de gamuza marrón, pero Bimba sólo se comía las pantuflas de la gente que quería, ¡maravilloso, Maximus…! Octavia moría de risa. La imité, mirándole el pelo bastante más corto, un peinado como el fin de algo, hiriente, ¡pero mira el cielo con que me recibe París, Maximus!, ¡oh Maximus…! Le dije tres veces Octavia de Cádiz en el instante de regalo en que me dejó retenerla, ferozmente, contra mi cuerpo.
Nos sentamos, miró a Bimba, bella, bellíssima, divertentíssima, la acarició mirando a los clochards, vieni qui, Bimba, sentadita, quietecita, sobre la silla, mejor. Nuevamente le fue imposible contener sus ojos, su mirada resbaló hasta dar con los clochards, nuevamente. Sobre la silla, Bimba, vamos, huuup… No hay nada más traicionero que los recuerdos de una colegiala, Maximus, ¿por qué? ¿Puede dar asco la poesía, Maximus…? Me fue imposible abrazarla (nunca me dejó responder a este tipo de preguntas con un abrazo. Y con los años dejó de hacérmelas). No, no había pasado nada, había sido uno de esos momentos de instantánea, terrible fragilidad, que jamás se debían comentar (aunque en una carta escrita poco antes de su matrimonio me había confesado: He visto cosas horribles y sé muy bien a qué no quiero parecerme jamás). Le mostré la mano de la gran cicatriz y el dedo bloqueado. Mira el hincón que me has pegado, le dije. Imposible, no he sido yo, Maximus. No, no has sido tú, ha sido esta uña tan roja, roja de vergüenza, roja como una colegiala sorprendida in fraganti… ¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus! Besó la mano del coronel sin mencionar su grado ni nombre y recordé que se iba a quedar en París sólo tres días. Pero lo que más me hirió en Octavia, aquella vez, fue la súbita manera en que, al cruzar una pierna, se dibujó, bajo su precioso y largo abrigo color beige, la diversión terriblemente femenina y sensual de un muslo imposible de mencionar.
Esto es lo que yo llamaba una espantosa normalidad, y Octavia, tu taquicardia, Maximus, que yo me encargaré de calmar. Pero resulta que esa tarde, como si fuera poco, había taquicardia también en el ambiente.
—Maximus, es horrible: estoy causando problemas en casa de mis padres.
—Me alegro muchísimo, Octavia —temblé.
Pero temblé muchísimo más cuando empezó a explicarme de qué se trataba el asunto y cómo podía colaborar yo.
—¿Colaborar yo con tus padres, mi amor? Prefiero colaborar con tu esposo, que me resulta mucho más distante y simpático tranquilito allá en Italia y…
—No abuses, Maximus.
—Y por qué no, mi amor… Déjame abusar un instante, en vista de que nadie sabe para quién abusa.
—Basta, Maximus, por favor. Detesto cuando te pones irónico mientras dos personas sufren.
—Ah, eso sí que está muy claro, mi amor, en vista de que siempre se sabe para quién se sufre.
—Maximus, te encuentro realmente insoportable, ¿qué te ha pasado desde mi última visita?
—Nada anormal, mi amor, te lo juro por lo más sagrado…
—¡Maximus! ¡Maximus! ¡Maximus!
—Octavia Octavia Octavia, dame la mano para llevármela al pecho y cuéntame qué pasa.
—Bimba y Turgueniev, Maximus…
—No me digas que empieza otro cuento de hadas…
—Es horrible, Maximus; resulta que Bimba…
—Bimba qué, mi amor.
—Resulta que Turgueniev has fallen in love with her.
—¿For ever?
—Es horrible, Maximus; gime, se desespera, y aúlla peor que un lobo…
—¿Peor que un wolf, no, mi amor?
—Exactamente, Maximus, y nadie va a poder dormir estos días…
—¿Y qué piensa exactamente hacer tu familia…?
—Lo que yo les he propuesto, Maximus, en vista de que soy la que ha causado el problema.
—¿Y qué es lo que les has propuesto, exactly, my love for ever?.
—¡Maximus!
—Deme un comprendido, por favor, Artacho.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que, a veces, no sé quién eres, mi amor; he dicho que, a veces, ni siquiera sé lo que ha pasado entre nosotros, ni de dónde vienes ni hacia dónde vas, Octavia de Cádiz; y he dicho que a veces me parece que te conociera como si te hubiera parido, Principessa Octavia Torlatto-Fabbrini…
—Perdón Maximus, Maximus, perdón, por favor… te ruego… es que te adoro, Maximus, es que no puedo dejar de… ¡Te adoro, Maximus!
—Antes me amabas y todo era más fácil, Octavia, porque se podían mencionar tus mus…
—Perdón.
Lo vuelvo a vivir: le anuncié que iba a volver a coger su mano, a recogerla, más bien, de mi pecho, y a llevarla a mis labios para darle un beso. No le dije que para darle un beso de los nuevos. Oscar Artacho, esa tarde, en plena Contrescarpe, daba comprendidos como loco. Y un automóvil muy elegante, a juzgar por la señora tan elegante que iba sentada atrás, se detuvo a un par de metros de nuestra mesa.
—Sí, mamá —dijo Octavia, en voz muy baja, aunque la ventana del automóvil seguía cerrada.
Entonces el chofer, muy elegante también, a juzgar por el automóvil, abrió la puerta y se nos acercó con la siguiente estúpida pregunta:
—¿A quelle heure, madame?
—A las ocho en punto, huevón, como siempre —me di el gustazo de responder.
—A huit heures, s’il vous plaît.
—Merci, madame.
—¿Y nada para el rey, pelotudo?
Se retiró el chofer, para poder retirar el autor de madame la mamá, y por poco no se me retira a mí también la plaza de la Contrescarpe. Y sin embargo, lo humano muy humano que es uno: como a un hijo de puta cualquiera, la escenita increíble me produjo un gran placer, al mismo tiempo: el enorme placer de que la madre de Octavia, la madre de su hija princesa y todo eso, me viera, claramente, por la elegantísima ventana de su búnker con chofer, bien agarradito de la mano con Octavia de Cádiz, con la Principessa Octavia Torlatto-Fabbrini, y con quien quieran. Todavía descargo bilis, carajo, ¡qué tiempos aquellos!
Pero a las ocho en punto, tras haber intercambiado los últimos besos volados con Octavia con el pelo corto y como abstracto y volado también, en prueba de amor para siempre y porque era un perfecto Oscar Artacho, a mí me descargaron nada menos que al gran Turgueniev, qué importaba que antes me hubiese querido matar a mordiscos. Ahora, cual hermanos en el dolor, ya que eso éramos, cada cual con su cada cual, y el pobre sufriendo como un ser humano mientras yo sufría como un animal, íbamos a convivir tres días con sus noches, en vista de que, por parte de Turgueniev, y en vista de que, por parte mía. El encargado del traspaso de la pérdida de poderes fue el mismo huevón de antes, el del carrazo de la puta madre de la reina madre, o sea que el ceremonial se limitó a la indicación de que Turgueniev venía ya comido y sería alimentado tres veces al día desde el búnker, para que el señor no se moleste, a la entrega de una fotocopia del certificado de vacunas generales del perro de los señores, en caso de accidente por mordida durante un paseíto meativo, al traspaso del collar y la cadena del galgo ruso, y por último al traspaso de miradas traspasantes entre el huevón de mierda francés y el hijo de la gran puta peruano.
Cerramos la puerta, Turgueniev y yo, y a las ocho y media en punto nos lanzamos como locos al teléfono porque la llamada era de Octavia y de Bimba, según el cristal con que se mire. Y así lo hicimos saber, cada cual de una manera más lamentable que el otro, porque la verdad es que el pobre Turgueniev, que hasta por teléfono olfateaba jadeante y erecto a Bimba, andaba tan lánguido que más que ruso lo que estaba ahora era galgo de amor y no me dejaba ni escuchar a Octavia con sus gemidos.
—Estamos vivitos y coleando, Octavia.
—¡Dime algo alegre, por favor, Maximus!
—Turgueniev soy yo porque Madame Bovary era Flaubert, mi amor.
—¡Algo alegre, Maximus, por favor!
—Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.
—¡Imbécile! —y colgó.
Esto fue algo que siempre me conmovió profundamente en Octavia. Hasta el día de mi muerte, y a pesar de haber olvidado casi por completo el castellano, jamás dejó de reconocer un sólo verso de Vallejo. Y así, en el instante en que soltando una atroz carcajada y mi último Hay golpes en la vida, yo no sé, pasé a las verdes colinas de la perduración eterna, lo último que escuché fue su voz, llorando ya para siempre al pie de mi muerte:
—¡Imbécile!, ¡imbé!
Pero cronológicamente me quedaba aún mucho por vivir, y en ésas estaba, perdón. Colgado el teléfono por ambas partes, hasta el día siguiente, el muy fresco de Turgueniev se instaló de frente en el diván de Octavia, y como ya había comido realmente no se me ocurría otra cosa que ofrecerle más que un buen trago del excelente whisky que Gran Lalo me había acostumbrado a beber. Con el primer interminable gemido de una noche interminable, Turgueniev me aclaró que no bebía, lo cual me hizo pensar que no era tan grande su pena y que muy pronto se olvidaría de la pobre Bimba, porque siempre he desconfiado profundamente de la gente que no bebe. Allá tú, le dije, mientras me dirigía a poner el primer disco de la noche. Luego me serví un whisky, como a mí me gusta, es decir con nada de agua, muy poco hielo, y muchísimo vaso. El sillón Voltaire me esperaba y ahí fui a dar y mi mirada como siempre fue a dar al toldo de La Sopa China, de ahí al retrato de Octavia de Cádiz, y así sucesivamente. Era curioso: el retrato que alguna vez llamé de una desconocida, empezaba de pronto a parecérsele mucho: la elegancia, el pelo más corto, las cejas más delgadas que las de su modelo. Me serví otro whisky y tú nunca supiste, mi amor, que esa noche terminé jurándole fidelidad a todas las Octavias de Cádiz que en el mundo han sido y serán.
Fueron tres días de colonnello, con mis tres citas de cuatro a ocho, pero ya tampoco se mencionaba eso ni mucho menos se bromeaba con eso. La última cita tuvo lugar en «la Closerie des Lilas». Extraño encuentro, con las más inesperadas prolongaciones. Yo debía llevar a Turgueniev, para que ella lo recogiera, ya que vendría sin Bimba. Y ahí la esperábamos el galgo y yo, tomando un café. Y me estaba preparando para verla entrar, muerta de risa con el espectáculo que estábamos dando, pero la Octavia que llegó con una preciosa chompa blanca de enorme cuello alto, prefirió saludarme con un intenso y prolongado beso en la frente. Sentí inmediatamente algo que sólo puedo describir como una total falta de abstracción, y precipité mis manos hasta enlazarlas sobre su cuello mientras ella hacía lo mismo y en seguida pasaba a acariciarme tierna y dulcemente las mejillas. Al sentarse me dijo que le pidiera un café y me agradeció tanto tanto por lo de Turgueniev. Recién entonces empezó a acariciarlo y a agradecerle por haberse portado tan bien en mi casa. Turgueniev estaba prácticamente muerto de pena y yo estaba realmente asombrado.
Pero las caricias y los besos en la frente seguían y nuestros labios se acercaban y nada hacían nuestras manos por evitar la más dulce y sensual proximidad, la terrible y agradable intimidad del largo momento. En el fondo de mí, sin embargo, continuaba escrita aquella carta de Octavia, anunciándome su matrimonio: Estos tres días me han probado hasta qué punto soy frágil cada segundo que paso a tu lado. Nunca abuses de ello, por favor… Te suplico que jamás menciones esta carta cuando nos volvamos a ver. ¿En qué consistía la fidelidad? ¿En qué consistía mi fidelidad? Dejé que Octavia continuara acariciándome y, de rato en rato, retiré mis manos de entre las suyas y volteé a acariciar a Turgueniev. ¿Lograría que Octavia me quisiera más de esa manera?
«La Closerie des Lilas» se había ido llenando de gente y Octavia me pidió que camináramos un rato en dirección a mi departamento. A las ocho de la noche tenía que tomar un taxi y regresar a comer a casa de sus padres; a medianoche salía su tren rumbo a Milán.
Fue maravilloso y, al final, muy triste, hacer un alto en el camino. Era un bistró pequeño, viejo, feo, y casi pueblerino, de los que iban desapareciendo para siempre del Barrio latino. Lo atendía una mujer pequeña, vieja, fea, y casi pueblerina, de las que iban desapareciendo para siempre del Barrio latino. Octavia pidió un casis con champán, pero sólo había vino blanco para el casis. De acuerdo, y yo también estaba de acuerdo y a la vieja no le gustaba nada la abrumada enormidad de Turgueniev. Hace tres días que no duerme, señora, le dije, pero no conseguí arrancarle una migaja de sonrisa. Nos sirvió, regresó a su lugar de siempre, detrás del mostrador, y desde ahí empezó a observarnos. Éramos sus únicos clientes, en ese momento. Un par de clientes sumamente incómodos, porque la señorita no cesaba de acariciar al señor. Hasta que, por fin, tuvo que intervenir.
—¿No tienen ningún otro lugar donde irse a hacer esas cosas?
—No señora —le respondió Octavia—; ningún otro lugar. Pero ya nos vamos. Paga, por favor, Maximus.
A las ocho estábamos en mi departamento. Octavia miró unos instantes su retrato, me miró luego a mí, sonriendo, y corrió hacia el teléfono. Me enteré con asombro de que tomaría el tren a la mañana siguiente, de que todo estaba justificado porque Eros no regresaba de una cacería hasta pasado mañana, y de que esa noche no iba a comer en su casa. No me atreví a preguntarle con quién había hablado.
—Maximus —me anunció—, vamos a comer a La Sopa China Cerrada. Reserva una mesa rápido. Para dentro de una hora, porque primero quiero tomar una copa aquí y después quiero que caminemos hasta el restorán.
—¿Y el pobre Turgueniev?
—Yo me encargaré de que lo acepten y le den algo de comer. No te preocupes; sé perfectamente bien que detestas molestar, pero la que molestará seré yo.
—Pero…
—Despierta, Maximus, y dime rápido qué me vas a servir.
—Un excelente whisky, regalo de un excelente amigo.
—¡Maravilloso! ¡Corre!
Volvía con los vasos y con el hielo cuando Octavia se me apareció en la cocina. Mirándome intensamente me preguntó algo que nada tenía que ver con su mirada:
—¿Tienes agua mineral y algo para picar?
—En ese mueblecito encontrarás maní y una botella.
Abrió el pequeño mueble y se agachó para sacar ambas cosas. Lo hizo en un instante, pero ahí se quedó en cuclillas, mientras yo salía de la cocina. Me detuve al escuchar algo que sin duda sólo podía decirme mirando al interior del mueble. Por eso se había quedado así, en cuclillas, y por eso también yo permanecí en el pasillo, entre el pequeño salón y la cocina. Estábamos a unos tres o cuatro metros de distancia cuando empezó a decirme que esa noche deseaba hablar conmigo. En el restorán te lo diré todo, Maximus; te diré hasta qué punto jamás he olvidado que te llamas Martín Romaña y que eres un hombre que camina sobre sus dos piernas… Y esos silencios, Maximus, esos silencios sobre tantas cosas que a menudo hemos llenado contándonos viajes y tonterías, todo, menos la verdad… Te contaré, te explicaré la razón de esos silencios… Te contaré todo lo que ha pasado desde que nos conocimos, aunque me cueste trabajo saber cuándo nos conocimos… Trata de comprenderme, Maximus, tú me has contado lo tuyo, cada instante de lo tuyo, y como para mí ésa ha sido la única verdad, a veces me resulta difícil saber cuándo nos conocimos… Pero esta noche llenaré esos silencios que a menudo me has reprochado en tus cartas… O cuando me has agredido por teléfono desde el fin del mundo porque habías bebido… Tus palabras, por más duras y desagradables, contenían un gran fondo de verdad y esta noche quisiera darte todas las explicaciones que te debo… Pon un disco, Maximus…
Cinco minutos después, Octavia había expulsado a Turgueniev de su diván, los whiskies estaban servidos, un disco de Charlie Parker nos acompañaba, y Octavia se había devorado el paquete de maní. Fui a buscarle otro, pero cuando regresé tenía ya el abrigo puesto y estaba sacudiendo a Turgueniev. Había que emprender el camino a La Sopa China Cerrada y el cielo de París, Maximus, nos esperaba maravilloso y sería un paseo tan pero tan maravilloso hasta el restorán… En la calle, el cielo estaba simplemente oscuro, y con un brazo la pegué con todas mis fuerzas a mi cuerpo y Turgueniev nos seguía, deteniéndose cada cinco minutos para mear, y eso a Octavia le daba tanta risa y de pronto, haciendo un esfuerzo entre mi brazo, sus labios resbalaron sobre los míos, y el beso se detuvo por fin en mi cuello. Empecé a tararear algo, pero Octavia llenó el resto del camino de palabras, ¡oh, Martín, la maravilla de cada piedra de París, mira ese portal…!
En La Sopa China Cerrada, música de la época de Francisco I, y los mozos ya nos conocían y nuestra mesa nos esperaba y Turgueniev comería en un plato especial para Turgueniev y luego se estaría echadito tranquilo a los pies de Octavia. Para nosotros, cóctel de camarones, porque a Octavia le encantaba la palta, tournedós rossini, y vino de Borgoña. Luego, como siempre, terminaríamos pidiendo un sorbet casis con vodka. Y yo estaba dispuesto a rematar con una botella de champán porque éramos felices aunque ella partiera al día siguiente y yo tuviera que esperar algunos instantes el momento en que me lo explicaría por fin todo. Entonces, con un rápido y sorpresivo gesto, Octavia abrió su cartera, sacó un pañuelo, y empezó a estornudar. Trataba de reírse, mientras estornudaba, pero a duras penas lograba controlar la rapidez y violencia con que se sucedían los espasmos. Los mozos empezaron a preocuparse y ella trataba de explicarnos que era alérgico e inesperado y que se sentía muy bien y que ya no tardaba en pasar. Pero no pudo comer la entrada y tuve que prestarle mi pañuelo. Cuando no pudo comer el tournedós, el maître le trajo varios kleenex y por último el barman le trajo una enorme servilleta blanca. Los ojos le lloraban, los lentes de contacto le estorbaban terriblemente, y cuando se los quitó, por fin, fue el maquillaje y el hipo y el verdadero llanto.
Se disculpaba y estornudaba y yo le ofrecía llamar un taxi y ella me decía que esperara un momento todavía. Pero la crisis de nervios iba llegando a su fin y a Octavia, agotada, le quedaba ya muy poco que decirme.
—Martín, siempre creí que era capaz de detener el amor… Martín, a veces he llegado a odiarte por la forma en que realmente me ha sido y me será imposible dejar de adorarte… Y hay algo peor, Martín… Dile al mozo que llame un taxi, por favor… Hay algo que me fascina tanto, algo terrible… Y es que yo siempre he necesitado que alguien me encante… Ser encantada por alguien… Y tú, Martín…
Pero eso no era lo que ella había querido decirme esa noche, aunque eso fue lo que siguió determinando el resto de mi vida. Me había pedido perdón por lo desastrosa que había estado, me había tratado de explicar que para qué hablar en los pocos momentos que teníamos para ser felices. Y me había vuelto a pedir perdón y yo la tenía fuertemente abrazada contra mi pecho cuando llegamos a su casa. Se estaba riendo, como quien se burla de sí misma, como quien se ríe de lo estúpidas y absurdas que son las cosas. Me despedí de Turgueniev, sabe Dios hasta cuándo o a lo mejor para siempre. Y tú, mi amor, descansa bien esta noche y cuídate mucho y regresa muy pronto… Y gracias por haber estado en París…
—La nieve… El frío… La tristeza… La pena… El absurdo… La nada… —fue la despedida de Octavia antes de cerrar la puerta del taxi.
Le pedí al chofer que esperara mientras la señora cruzaba el jardín, entre los árboles. Octavia se había ido alejando con su abrigo largo y los hombros visiblemente cansados. Turgueniev la seguía con un trotecillo visiblemente cansado… Ahora le toca a él con Bimba, pensé: última noche y despedida… A veces, cuando te la das de gracioso, imbécil… La puerta blanca. Sí, ya podíamos regresar al Barrio latino. Volvería donde Gran Lalo, le hablaría como loco. Por entonces era la única persona que me escuchaba en París. Al cabo de unos días le escribiría a Octavia de Cádiz. Le diría, como siempre, porque eso a ella le encantaba: Primero pasé dos días reponiéndome de tu visita. Y después pasé tres días reponiéndome de tu partida.
Y al sexto día, tras haber despachado esa carta, desemboqué hecho una tromba en la gran oficina de Gran Lalo. El guía está de regreso, le anuncié, para que viera que jamás olvidaba mis compromisos de trabajo, pero a Gran Lalo como que no le hizo mayor gracia el asunto. Y me dijo que por una vez en la vida me sentara sin whisky y escuchara hasta el fin lo que los demás tenían que decir. Los demás eran nada menos que el experto en guías del Uniclam y él, en vista de que el informe sobre mis supuestas guías era breve pero era el siguiente:
En lo que se refiere a los tres tomos del señor Martín Romaña, basta y sobra con decir que se trata de un trabajo cuyo título integral no puede ser otro que Cartas de amor de la monja portuguesa. Tampoco he encontrado mejor título, para el primer tomo, que Milán visto desde Honduras. Para el segundo, Ciego en Guatemala. Y para el tercero, Guía de los bares más baratos de México, seguida de un rocambolesco apéndice sobre la Compañía Mexicana de Teléfonos.
—Bueno, en el tercer tomo ya hay algo de guía, Gran Lalo…
—Pensé que más bien me ibas a entregar tu carta de renuncia.
Siguió un largo, incómodo, y tristísimo silencio, y al final ni Gran Lalo ni yo pudimos más y él corrió a abrir el bar mientras yo corría a buscar el hielo para romper el hielo. Brindamos una sola vez, y en el instante en que me disponía a contarle todo lo de Octavia de Cádiz, para cambiar de tema y terminar con la tensioncilla, Gran Lalo me interrumpió diciéndome que lo esperaban los siete clientes más importantes que había tenido en su vida. Eso en lo que a mí se refiere, agregó, porque en lo que a ti se refiere, dentro de una semana partes a Kenya acompañando al experto en guías. Él tratará de enseñarte a escribir a máquina, por lo menos. Dicho lo cual, Gran Lalo me invitó a almorzar, dentro de un par de días, y me señaló mis tres mamotretos indicándome que lo mejor era que me los llevara porque con las justas se habían salvado de la basura y a ti a lo mejor te sirven un día para escribir una novela, cosa que en efecto ha sucedido, sobre todo en los momentos en que se me atraca el bolígrafo del diablo o se me termina inesperadamente mi frasquito de bencina o me mira demasiado fuerte el príncipe y deprimo, no esgrimo.