Capítulo XX

LOS EMISARIOS

Rodas.

Diciembre de 1522

Los aghas se reunieron en la serai del sultán, felices una vez más de poder calentarse y guarecerse del mal tiempo. Había mejor humor, pues los espías habían informado al sultán de que los rodios se hallaban al filo de la insurrección. El monarca había oído que el Gran Maestre estaba siendo presionado para que aceptase la capitulación.

—¿Qué nuevas tenemos de la situación de la ciudad, Piri bajá?

—Majestad —contestó levantándose del diván—, la ciudad está en ruinas, y su población se muere de hambre. Incluso los hospitalarios han destacado tan pocos hombres en los parapetos que ya no pueden repelar adecuadamente nuestros asaltos. Con cada oleada, más soldados de los nuestros logran penetrar en la ciudad. Pero —el anciano bajá alzó las manos con las palmas hacia arriba—, todavía no hemos lanzado un asalto que haya resultado decisivo en ningún sector. Por lo tanto, aunque estoy convencido de que la victoria llegará simplemente con perseverar, el precio va a ser muy, pero que muy elevado.

Solimán asintió y se volvió hacia Ahmed agha, al que había ascendido a serasquier.

—¿Y qué hay de nuestras tropas? ¿Cómo les va?

—Majestad —replicó Ahmed con una profunda reverencia—, las cosas no están tan mal entre los nuestros como entre los Hospitalarios. Al menos, nosotros contamos con suficiente agua y provisiones, y nuestros campamentos ya han sido acondicionados para proporcionar un mejor refugio y condiciones de vida a los soldados. Sin embargo, nos encontramos en una terrible situación si se nos compara con el ejército que desembarcó en la bahía de Kallithéas hace más de cuatro meses. Están cansados y decepcionados con la batalla. Cada uno de ellos ha perdido a muchos camaradas, o han sido heridos o agonizan. Las enfermedades se extienden por nuestras secciones, y nuestros médicos son incapaces de atajarlas. Los hijos de Sheitan han enviado cadáveres de enfermos a nuestros campamentos para contagiarnos. El hedor es insoportable. Nosotros hemos hecho lo mismo con ellos, pero no sabría decir si lo sufren igual. En resumen, en nuestro campamento hay barro, frío, cadáveres y apestosos olores. Incluso la morriña, no olvidemos que muchos de los jenízaros no son más que niños, se está cobrando un fuerte peaje. De todos modos, combatirán por vos hasta el final.

»Con los esclavos aún es más difícil. Aprovechan la menor oportunidad para huir. Sólo el contacto del acero de nuestros alfanjes en sus espaldas los mantiene avanzando. Pero siempre ha sido así con los esclavos. Majestad, cuanto antes acabemos con esto, mejor.

Ahmed hizo el gesto de retroceder hacia su diván, pero dudó.

—Decidme, Ahmed, ¿tenéis algo más que añadir?

—Majestad, no lo digo por mí, pero debo hablar por el bien de los hombres que actúan bajo mis órdenes. Los jenízaros, los Hijos del Sultán, son los soldados más leales del mundo, y cada uno de ellos estaría dispuesto a morir un millar de veces por vos. Por eso debo añadir que si pudiésemos obtener la rendición de los Hospitalarios sin más pérdidas de vidas entre las filas de los yeni cheri, sería una bendición de Alá.

Ahmed hizo una reverencia y regresó a su asiento.

Solimán parecía estar a punto de preguntar algo, pero entonces cambió de opinión y no pidió más informes.

—Concederemos a los Hospitalarios una última oportunidad —dijo inclinándose hacia delante en su enorme butaca—. Ahmed agha, traed a vuestro sobrino y a nuestro intérprete oficial. No quiero que haya errores cuando los Hospitalarios escuchen nuestro ultimátum. Mostraréis nuestra intención izando una bandera de tregua en la torre de la iglesia que se alza dentro de nuestras líneas. No enviaremos a ese estúpido genovés de nuevo. Sólo mis hombres serán portadores de este mensaje, y lo entregarán por escrito y de viva voz. Decid a vuestro sobrino que se dirija a los caballeros en estos términos: tienen que rendirse de inmediato; no toleraré ningún retraso; podrán quedarse en Rodas y vivir en paz bajo el Islam; seguir practicando su religión o convertirse; quedarse o marcharse sin recibir daño alguno. También se les permitirá llevarse sus pertenencias si así lo desean. Estas condiciones se hacen extensivas a los rodios; pueden abrazar el Islam o practicar su religión, y también podrán irse o quedarse, con o sin sus pertenencias personales. Como prefieran —Solimán hizo una pausa para reflexionar si había alguna cláusula de rendición que se debiese incluir—. Pero decidles esto también: si no aceptan estos términos de inmediato y de modo inequívoco, ordenaré ejecutar a todos los hombres, mujeres y niños de la isla. Ahora, marchad.

* * *

Al alba del día 10 de diciembre de 1522, los centinelas apostados en la Torre de San Juan para vigilar las líneas turcas bajo la débil luz del amanecer, distinguieron un elemento nuevo en el paisaje. Había una gigantesca bandera blanca ondeando sobre la torre de la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, la única situada fuera de los muros de la ciudad.

Se dio aviso al maestre, quien de inmediato mandó llamar a Tadini y a Prejean de Bidoux. Los dos hospitalarios llegaron a los pocos minutos, para confirmar que el sultán había desplegado una bandera de tregua en la torre de la iglesia.

El aspecto del maestre impresionó a Tadini y Bidoux. Su uniforme lucía limpio, pero tenía los ojos enrojecidos y la piel hinchada y oscura bajo los párpados. Cuando hablaba lo hacía con voz frágil, sin aparente capacidad de mando.

—Buenos días, Gabriele, Prejean. ¿Qué hay de nuevo?

—Mi señor, no hay posibilidad de error —comenzó Tadini—. Las baterías del sultán no abren fuego y tampoco hay movimiento entre sus líneas. Y no se oyen ni tambores, ni trompetas. No tenemos ninguna razón para pensar que hoy se efectuará ningún ataque. Creo que nos enviará un mensajero si alzamos una bandera de tregua.

Philippe asintió lentamente sin levantar la mirada.

—Por supuesto. Izad una bandera blanca en la Torre de San Juan. Veremos qué es lo que el sultán quiere de nosotros.

Tadini y Bidoux se despidieron con una reverencia y salieron de la sala. Ambos se encaminaron hacia las murallas, Bidoux llevaba la bandera doblada bajo el brazo. Abandonaron el Collachio y atravesaron toda la ciudad hasta llegar a la judería, para encaminarse después hacia la Torre de San Juan. Cada uno de sus pasos habían de efectuarlo entre cadáveres o cuerpos de moribundos. Los animales yacían bloqueando varias calles, obligando a los dos hombres a rodear sus hinchados y apestosos cuerpos. Apenas había una casa que se mantuviese intacta, o de pie. Ardían algunas hogueras aisladas, alimentadas con los restos de maderos y basura que se esparcían por la devastada ciudad. Los excrementos formaban arroyos a lo largo de las calles que corrían cuesta abajo hasta las murallas, donde se detenían y almacenaban hasta encontrar un hueco que los vertiese en los fosos. Bidoux hizo un gesto de negación con la cabeza ante tan sombrío espectáculo.

Mon ami, c’est fini.

Tadini no contesto; temía romper a llorar si hablaba. En cuanto alcanzaron las murallas de la zona septentrional, se dirigieron sin demora a la Torre de San Juan para izar allí la bandera blanca. Después, los dos hombres se sentaron en las almenas a esperar.

* * *

El emisario, sobrino de Ahmed agha, y su intérprete esperaban entre las tropas hasta que la bandera blanca se elevó sobre la torre. Los dos otomanos caminaron juntos a través de sus líneas hasta los fosos. A ellos también les horrorizó el panorama del lado turco de la guerra. No eran capaces de encontrar un sendero que no estuviese plagado de cadáveres, tanto de soldados como de esclavos. Ninguno había presenciado antes una carnicería de semejantes proporciones. Tuvieron que apoyarse el uno en el otro para evitar resbalar al salvar los fosos repletos de cadáveres.

Cuando alcanzaron la puerta, el intérprete lanzó una voz a los dos hombres que los esperaban arriba, sentados en el parapeto. Tadini los saludó con la mano y después, junto a Bidoux, bajó a recibirlos a la puerta.

El sobrino de Ahmed repitió el ultimátum del sultán textualmente, y el intérprete tradujo cuidadosamente cada una de las frases al francés. Después le entregaron a Tadini un pergamino que contenía las condiciones de la rendición escritas en turco y en francés; estaba sellado con el tugra, el emblema del sultán. Los emisarios se inclinaron haciendo una respetuosa reverencia y abandonaron la puerta, de vuelta a la serai de Solimán.

Esta vez Tadini no realizó comentarios ni gestos de desprecio; tampoco hubo fuego de mosquetería que acelerase el paso de los turcos.

* * *

11 de diciembre de 1522: ciento treinta y tres días de asedio. Dos hombres vestidos con ropas negras estaban saliendo de la ciudad, dirigiéndose directamente hacia las líneas turcas. Caminaron al pie de las murallas del sector de Aragón y después salvaron el foso al llegar a la altura del pabellón de Ahmed agha.

Cuatro jenízaros los detuvieron y registraron en busca de armas. Después, flanqueados por un guarda a cada lado, los condujeron a la presencia de Ahmed. El oficial los mantuvo esperando durante dos horas, mientras se enfundaba su uniforme de gala, se tocaba con un alto turbante adornado con plumas y terminaba su desayuno; después, mandó llamar a los emisarios.

La guardia introdujo a los dos hombres cubiertos con ropas negras en los aposentos del jefe militar. Los jenízaros tomaron posiciones en cada uno de los lados de la sala, lo suficientemente cerca del agha para protegerlo en el hipotético caso de que los desconocidos intentasen algún acto de traición. Ahmed comenzó a hablar en cuanto el intérprete estuvo preparado.

—¿Quiénes sois vosotros, que traéis un mensaje para Ahmed agha?

—Yo soy Antoine de Grollée, magistrado de la corte de Rodas —contestó el más alto, avanzando un paso.

—Sí, ya veo que no lucís la capa de los Hospitalarios; ¿y este que os acompaña?

—Je m’appelle Roberto Peruzzi —se presentó el otro, avanzando un paso también—. Y, al igual que él, soy magistrado en la corte de Rodas.

El intérprete tradujo la respuesta al turco, e informó a su señor que ese segundo juez no hablaba en su lengua materna. Ahmed sonrió ante la habilidad de su intérprete y continuó:

—¿Qué mensaje traéis?

—Traigo un mensaje del Gran Maestre —contestó Grollée—, Philippe Villiers de L’Isle Adam, para el sultán Solimán kan. Nuestro mensaje trata de la súplica de una tregua de tres días para preparar la capitulación de la plaza, y también para aclarar algunos puntos de las condiciones de rendición.

—Muy bien, seréis llevados ante el sultán. Entonces entregaréis vuestro mensaje.

Ahmed se levantó, hizo una indicación a sus guardias y la pequeña comitiva abandonó el pabellón. Los escoltaron durante el corto trecho que los separaba del lugar donde guardaban los caballos. Ahmed montó su caballo, y los turcos ofrecieron monturas a los emisarios. Los jenízaros y el intérprete caminaban detrás, cerrando el grupo, y los españoles abrían la marcha montados en sus caballos de guerra. Avanzaron a través de los campamentos hasta ascender la colina situada al oeste de la ciudad, donde estaba situado el pabellón de Solimán.

Los emisarios no hicieron ningún comentario durante la marcha, pero ambos se asombraron al ver las condiciones de los campamentos militares que atravesaban. Aunque no alcanzaban el nivel de limpieza y disciplina que reinaba en un campamento militar turco en condiciones normales, los emisarios estaban asombrados por la diferencia respecto a la situación que se sufría dentro del recinto amurallado. Y no sólo por el aroma a comida de verdad que emanaba de las gigantescas marmitas de los jenízaros, sino porque después de ser testigos de tanta muerte y destrucción, Grollée y Peruzzi observaban aquella ingente cantidad de soldados turcos como algo inconcebible. «Hemos tomado la decisión correcta al rendirnos —pensó Peruzzi—, de otro modo, no nos quedaría más salida que la muerte.»

La partida alcanzó el campamento del sultán, situado en las laderas del monte San Estéfano, y allí la guardia personal de Solimán los condujo directamente a la serai del monarca.

Los siervos se llevaron los caballos, y Ahmed guió personalmente a los emisarios y al intérprete hasta el pabellón real. Allí estaba Solimán, ocupando su trono, con Piri bajá e Ibrahim sentados a su diestra en un diván. Ahmed se inclinó ante el sultán y el monarca le indicó que se aproximase, mientras los emisarios permanecían aguardando al lado de la puerta.

—¿Quiénes son estos hombres, y qué nuevas traen? —quiso saber el soberano antes de recibirlos, para mantener así una posición de ventaja sobre sus interlocutores.

—Son dos jueces, majestad, magistrados de la corte de Rodas. Quizás el maestre piense que serán más dignos de crédito que una comitiva de Hospitalarios. Sea como fuere, majestad, el Gran Maestre pide tres días de plazo para preparar la capitulación y una clarificación de términos.

Solimán meditó la situación y después indicó a Ahmed que se colocase a un lado. El monarca asintió hacia los jenízaros y éstos llevaron a los emisarios cristianos frente al trono. Los dos hombres se quedaron de pie, con las manos cruzadas ante ellos, pero entonces sintieron cómo les fallaban las piernas cuando los jenízaros los obligaron a arrodillarse ante el sultán. Ambos letrados adoptaron la posición con dignidad, preguntándose si Solimán se disponía a asesinarlos en aquel mismo instante para mostrar su poder sobre ellos. Pero no fue así; finalmente el intérprete les indicó que debían postrarse ante el monarca primero, y que después se pusiesen en pie manteniendo la distancia respecto al trono.

Ambos accedieron, pero ninguno de los dos tocó con la cabeza en el suelo. El sultán había mostrado su talante, y ellos también. Los emisarios se levantaron y aguardaron a que se les diese permiso para hablar.

—Salaam Aleikum. Bienvenidos a mi campamento. ¿Qué mensaje me traéis de vuestro Gran Maestre, Philippe Villiers de L’Isle Adam?

Grollée avanzó unos centímetros y miró directamente a los ojos del sultán. Había oído hablar tanto de aquel hombre que se quedó impresionado al ver a Solimán en persona. La idea del poder del Imperio y del ejército otomano había creado en la mente de Grollée una imagen del sultán como un hombre de masivas proporciones, dueño de una voz profunda, estentórea, y de una barba tupida y negra. Pero, en vez de eso, se encontró con un individuo de constitución ligera, vestido de un modo casi femenino con ropas de seda blanca y dobladillos brocados en oro. Estaba tocado con un alto turbante blanco y una corona de oro, y calzaba babuchas bordadas. El enviado lo observaba todo detenidamente, y cuanto más lo hacía, más se sorprendía por la opulencia desplegada en lo que se suponía que era un campamento militar. Aquél era un hombre distinto al que esperaba encontrar, y eso le ponía nervioso.

Los ojos de Solimán no se apartaron ni un instante de los del emisario mientras esperaba una respuesta.

—El Gran Maestre os desea una buena jornada, y buena salud —dijo Grollée aclarándose la garganta.

Solimán parecía complacido con el tono del mensaje. Había esperado un preámbulo consistente en largos regateos de condiciones, y estaba preparado para contestar enviando un asalto general sobre la ciudad. Pero tuvo que volverse hacia el intérprete y preguntarle si había algún problema con la traducción.

—No, majestad —contestó—, ninguno.

—Muy bien, decidle al enviado lo siguiente: acepto conceder los tres días de tregua que necesitan para la capitulación —Grollée y Feruzzi no podían creer que el sultán accediese tan rápidamente a sus demandas—. No realizarán tareas de reparación en las defensas de la ciudad, ni en las piezas de artillería, ni en ninguna otra arma, durante esos tres días. Cualquier intento de evitar cumplir esas condiciones desencadenará un asalto general sobre la ciudad que no concluirá hasta que todas las personas que se refugian dentro estén muertas.

Los dos emisarios se inclinaron ante el monarca. Entonces Solimán se volvió hacia Ahmed y le dijo en turco:

—Enviad a ese hombre con la respuesta —señaló a Peruzzi—. El otro permanecerá con vos en calidad de huésped.

Ahmed aceptó haciendo una reverencia, y después le dio una orden al intérprete.

—Vos regresaréis a la ciudad escoltado por los jenízaros hasta alcanzar las murallas —le dijo el traductor a Feruzzi. Después se dirigió a Grollée—. Y vos permaneceréis como invitado en el campamento de Ahmed agha hasta que la capitulación sea efectiva.

Grollée retrocedió asustado al saber que era un huésped del sultán. No importaba la amabilidad que mostraba la palabra. No le cabía la menor duda de que si algo no iba bien durante el período de rendición, su cabeza adornaría una pica en la vanguardia de la primera oleada de asalto que enviase el sultán.

El magistrado asintió a Peruzzi, y éste retrocedió hasta salir del pabellón, guiado por los jenízaros.

Fuera de la serai, Ahmed agha ordenó a los infantes que escoltasen a Peruzzi hasta las murallas. Después el agha miró a Grollée, señalándole los caballos con una sonrisa. Los dos cabalgaron tras la patrulla de espahíes de regreso a las líneas turcas, al pabellón de campaña de Ahmed.

* * *

Antoine de Grollée estaba sorprendido por el trato que le brindaba Ahmed agha. Había llegado a caballo hasta el pabellón del agha. Hablaron muy poco durante su vuelta al campamento y, además, el emisario se puso muy nervioso por el modo en que los espahíes cerraban su guardia. «¿Por qué iba a estar yo bajo tan estrecha vigilancia, si no tuviese que temer algo de estos turcos?», pensaba el atribulado juez.

Al llegar al campamento, llevaron al rodio directamente a la tienda privada de Ahmed. El oficial le indicó que entrase y después, en tono de disculpa, le dijo:

—Debo estar aproximadamente una hora pasando revista a mis tropas y a las líneas del frente. Regresaré tan pronto como me sea posible —y dicho eso salió de la tienda.

Grollée se quedó solo durante unos minutos. Deambuló por la tienda, sin saber siquiera si le estaba permitido sentarse. Pero antes de que pudiese decidir nada, entró un siervo en la sala. Traía ropa interior y un caftán brocado. Colocó las ropas sobre una mesa pequeña y le indicó al huésped que se pusiese aquellas ropas limpias. Cambiaron sus raídas botas por cómodas babuchas y colocaron frente al diván una pequeña bandeja con vino y alimentos.

El rodio se lavó las manos y la cara, y después se sentó en el diván vestido con sus nuevas ropas. Su dieta de las últimas semanas, basada en chuscos de pan duro, agua y poco más, había comenzado a minar su fuerza. El aroma de la comida recién cocinada le hizo salivar.

Comió parte de las viandas y luego esperó, pues no sabía si la comida habría de compartirla con su huésped. La espera se convirtió en una tortura.

Una hora después, Ahmed regresó a su pabellón. Y ordenó llamar al intérprete.

—Ah —comenzó a decir en turco—, veo que mis siervos se han ocupado adecuadamente de vos —hablaba como si hubiese sido iniciativa de los sirvientes vestir y alimentar a su invitado—. Bien. Está bien pero... comed. Este pequeño refrigerio es para vos. Ya prepararemos una cena de verdad para todos en cuanto anochezca.

El emisario apenas podía creer en su buena fortuna. Sin más dilación, dio buena cuenta del resto de carnes y frutas de la bandeja y, sintiéndose un tanto culpable, lo regó todo con buenos tragos de vino tinto. Ahmed se cambió de ropa en una sala contigua, y regresó vestido de modo similar a su invitado.

—Bien. Con un poco de suerte, el asedio concluirá antes de vuestra fiesta de Navidad, y con la llegada de vuestra celebración del Año Nuevo algunos de nosotros también estaremos de vuelta a casa. Y Ojalá termine la muerte y la agonía.

Grollée escuchó con interés el discurso de Ahmed. El agha parecía conocer muy bien las fiestas del calendario cristiano y sus festividades. ¿Constituía aquello una prueba para sondear la decisión de los Hospitalarios? Seguramente no, concluyó el juez, pues la batalla ya había finalizado.

—Nuestros ejércitos, y nuestra gente, han sufrido terriblemente desde que comenzó todo esto —terció Grollée, voluntarioso—. Ha sido una dura prueba para todos.

—En efecto —convino Ahmed—. Ambos ejércitos han sufrido. Hemos derramado una pródiga cantidad de vidas durante los pasados meses. Mis oficiales estiman en unos sesenta y cinco mil los muertos y en unos cincuenta mil los heridos o moribundos. ¡Más de cien mil bajas en sólo cuatro meses!

—Mon Dieu! — replicó Grollée—. ¡Más de cien mil bajas! Es difícil creerlo. No. No es que dude de vuestra palabra —añadió cuidadosamente—, pero es que son muchas vidas. Aunque basta con echar una mirada a los fosos para que se haga creíble. Pero, decidme, ¿por qué el sultán estaba tan decidido a destruirnos, hasta el punto de sacrificar a miles de hombres para conseguirlo? —quiso saber el emisario, un poco nervioso.

—Estamos aquí porque el sultán, y su padre, y su abuelo, y su bisabuelo también, veían a los caballeros de la Orden de San Juan como una isla de problemas en medio del tranquilo mar otomano. Seguramente no se os escapa que cientos de leguas de Imperio otomano os rodean por todas partes. Controlamos la ley, el comercio y cualquier otra cosa, a excepción de Rodas.

El agha se inclinó para tomar un dulce y, como su interlocutor no respondía, continuó hablando:

—Los Hospitalarios han cometido piratería por estas aguas durante doscientos años, y toda ella desde esta isla. Los sultanes otomanos los han desplazado de una fortaleza a otra durante los últimos quinientos años, y Solimán está decidido a ser quien arranque esa mala hierba del Imperio de una vez para siempre. Yo mismo, por ejemplo, estoy sorprendido de que os haya ofrecido la oportunidad de una rendición honorable. Hasta ayer, habría jurado que Solimán no estaría conforme hasta que el último de vosotros hubiese muerto. ¿Por qué ha cambiado de opinión? Eso no lo ha compartido conmigo. Pero, si el Gran Maestre es tan prudente como sus Hospitalarios creen que es, capitulará sin tardanza. El sultán podría cambiar de opinión muy fácilmente.

Grollée se ajustó el caftán al cuerpo. De pronto, y a pesar del calor que emanaba del brasero, comenzó a tiritar.