Capítulo XVII
EL ÚLTIMO TRAIDORRodas.
Octubre de 1522
Día 11 de octubre de 1522. Las brechas en los sectores de Italia, Provenza, Aragón e Inglaterra eran tan anchas, que los caballeros de la Orden de esos bastiones tuvieron que buscar refugio en otros lugares dentro del perímetro amurallado. En efecto, la ciudad estaba abierta. Y, además, donde los turcos no habían abierto brechas, sus mineros habían rebasado completamente las murallas, hasta emerger al otro lado de la ciudad.
Lo único que impedía que los jenízaros, y el resto del ejército del sultán, entrasen en tropel por los enormes huecos de las murallas, eran las atalayas y bastiones más altos, que aún resistían. Desde allí, los caballeros podían efectuar un mortífero barrido de fuego, capaz de crear una cortina de muerte ante cualquier destacamento que intentase penetrar en la fortaleza.
Cuando se reanudó la batalla, Ahmed agha obligó a sus hombres a avanzar por túneles y brechas. Las armas del sector de Auvernia sólo eran capaces, con mucho, de retrasar su avance: no podían detenerlo. Los tiradores apostados sobre la Puerta de San Juan disparaban directamente sobre las trincheras. Los mineros trabajaban protegidos por los escudos fabricados con piel tensada sobre armazones. Con todo, seguía siendo una carnicería. Los cadáveres turcos llenaban las trincheras con la misma urgencia con la que sus camaradas de armas los retiraban, o los amontonaban a los lados.
Ahmed agha condujo a sus azabs al frente. Sus hombres morían a centenares, y su general, simplemente, ordenaba que viniesen más. Parecían una enorme marabunta avanzando en busca de un sabroso alimento. Al revés de lo que ocurría con los caballeros, el sultán nunca agotaría sus recursos humanos.
* * *
Por aquellas fechas, Tadini apenas abandonaba el frente. El italiano parecía multiplicarse y estar en todos los sitios al mismo tiempo. Ordenaba a sus caballeros, y a los esclavos que quedaban, regresar una y otra vez para reconstruir las dañadas murallas. Empleaba parte de los escombros para rellenar otras brechas. Incluso llegó a ordenar derruir algunas de las torres con menor valor estratégico y utilizar sus sillares para tapar huecos abiertos en zonas críticas de las defensas.
Pero cuando las brechas mayores se ensancharon aún más, Tadini se vio obligado a construir una fuerte alcazaba, una fortificación dentro de la fortificación, para que sus hombres pudiesen controlar las brechas, obligando a que los turcos, a su vez, tuviesen que levantar un parapeto desde el cual poder lanzarse a la invasión de la ciudad.
En el bastión de Inglaterra se combatía con denuedo. Tadini no había abandonado el lugar desde hacía horas. Combatía al lado de sus hombres, tratando de contener la marea de soldados turcos que entraban en la ciudad, y se movía de un improvisado muro a otro para ordenar la táctica de combate.
Casi al mediodía, la línea de choque turca flaqueó. Cantidades ingentes de soldados parecían batirse en retirada.
Los caballeros se reunieron dentro del recinto de la alcazaba y observaban por las pequeñas troneras para estudiar el alcance de la maniobra. Tadini apoyó la frente contra la roca que hacía las veces de dintel y estudió el campo. La mayor parte de los turcos ya habían desaparecido tras la brecha, empujados por el creciente fuego que los hostigaba desde las torres.
De pronto, su cabeza se balanceó bruscamente hacia atrás. El impulso hizo que chocase violentamente contra uno de sus compañeros y éste, al rodar por el suelo tratando de zafarse, vio cómo se desplomaba el flácido cuerpo de Tadini. El ingeniero sangraba por su ojo derecho. La hemorragia formaba una mancha roja que se extendía por la sien.
Un mosquetero turco apostado entre las empalizadas había efectuado un buen disparo, apoyando su arma de largo alcance sobre una horquilla. La bala metálica había dado en el blanco, alcanzando a Tadini en el ojo derecho, muy cerca del puente de la nariz, y había salido por el parietal, por encima de la oreja derecha. El proyectil no tocó el cerebro, como si hubiese sido la mano de Dios quien guiase la bala, pero sí se llevó el ojo de Tadini, y lo dejó inconsciente. En aquella época, un tiempo en que la herida infectada de un dedo podría llevar a alguien a la muerte en cuestión de días, sus hermanos de la Orden apenas tenían esperanza de que Tadini sobreviviese a aquella terrible herida. Sus compañeros de armas sin duda echarían en falta la valentía y experiencia de Tadini.
Sus camaradas se llevaron al ingeniero del campo de batalla y se dirigieron al hospital a través de la calle de los Caballeros. Allí yació, atendido por Helena y los pocos médicos que quedaban, incapaz de ayudar al Gran Maestre mientras la batalla de Rodas continuaba librándose a su alrededor.
* * *
27 de octubre de 1522. En el sector de Auvernia.
El hombre escaló la escalera de madera, avanzando presuroso en cuclillas hacia las murallas. Desde allí podía ver los fuegos de los campamentos, incluso adivinar la presencia de figuras humanas recortándose delante de las tiendas. Era asombroso lo ordenado que estaba el campamento militar, la limpieza y la exactitud de su organización después de tantos meses de guerra, intemperie y muerte. El individuo corrió por el camino de ronda de la muralla con su ballesta en la mano izquierda y una saeta colocada y lista para ser disparada con el sistema de disparo martillado. Tomó una larga inspiración, después dejó salir el aire lentamente preparándose para el disparo. Cuando la última brizna de aire saliese de sus pulmones, apretaría el gatillo y la flecha volaría hasta el campamento de Ayas bajá.
El golpe le sacó el aire de los pulmones. Sintió cómo un rayo de dolor le corría por su hombro izquierdo al estrellarse contra las piedras del parapeto, y vio fogonazos de luz centelleando frente a él cuando su cabeza chocó contra el empedrado del adarve. Unas manos enguantadas sujetaban el arma vigorosamente contra su garganta.
Cejó en su lucha y, en cuanto oyó al guerrero pedir auxilio a voces, supo que todo había terminado. Aquel enorme caballero, que estaba en la muralla por Dios sabe qué razón, lo mantendría sujeto como una mariposa clavada con un alfiler hasta que llegaran más de los suyos.
Cuando la luz bañó el rostro del hombre, los tres caballeros se quedaron completamente helados... El hombre vestido de negro, derribado en el suelo a su merced...
—Mon Dieu! — dijo exhalando un suspiro jadeante el caballero que sujetaba el candil.
Los caballeros alcanzaron los jardines de entrada al palacio del Gran Maestre; las ropas del prisionero ya estaban rotas y cubiertas de barro; sus manos totalmente entumecidas por la presión de las correas de cuero con que lo ataron se retorcían tras su espalda, y la cara escoriada por el golpe contra los sillares del parapeto no expresaba emoción alguna. El hombre había tropezado tantas veces subiendo las escaleras, que los últimos seis peldaños lo llevaron en volandas.
El maestre se levantó de un salto al ver a aquellos tres caballeros irrumpir en la sala. Sin preámbulos, los soldados arrojaron al suelo a un prisionero que aterrizó sobre el duro empedrado de la habitación, golpeándose la frente y el hombro derecho.
Philippe miraba fijamente, y sin poder dar crédito, a la escena que se desarrollaba ante él. Se inclinó para asegurarse de que no había confundido aquel rostro y regresó a su puesto, tras el escritorio, sin pronunciar palabra, negando con la cabeza, resistiéndose a creer lo que veía.
Los caballeros se mantuvieron en su sitio, mientras que los guardias de la sala permanecieron en posición de firmes hasta que uno de ellos le entregó al maestre un arrugado pergamino, tras lo cual regresó a su puesto. La sala estaba en completo silencio, sólo se oía la áspera respiración del cautivo. Philippe levantó el pergamino hasta colocarlo a la luz de una candela. Sus ojos exploraron el mensaje y se abrieron incrédulos a medida que iba leyendo. El maestre miraba a la inclinada cabeza del preso cada vez que terminaba de leer una frase, para después continuar con la lectura. Cuando finalizó, tiró el documento sobre la mesa y se quedó mirando fijamente al individuo maniatado.
—Explica esto —sus palabras, mesuradas, fluyeron con una voz dura y fría—. ¿Quién ha escrito este mensaje?
El prisionero movió la cabeza, levantando poco a poco la mirada para comprobar si el Gran Maestre le dirigía la pregunta directamente a él. No hubo respuesta, hubo silencio.
—¿Y bien? —interrogó de nuevo, agitando el documento al aire.
Silencio.
—Muy bien. Bajadlo a las mazmorras, el potro le ayudará a hablar con nosotros.
Philippe tomó el pergamino y se lo tendió a Antonio Bosio. Su capitán se lo devolvió después de leerlo. Entonces el maestre despidió a su capitán con un gesto.
—Id a informar al Consejo de su contenido, y después uníos a mí en las mazmorras —ordenó mientras salía de la sala dando grandes zancadas, dejando a solas a Bosio con los otros tres caballeros.
En cuanto el maestre salió de la habitación, Bosio se sentó y leyó el mensaje una vez más.
—Está dirigido a Ayas bajá —comentó, dirigiéndose a los caballeros—, la grafía es inconfundible.
El oficial giró el pergamino para que sus compañeros pudiesen verlo bien.
—El mensaje ha de entregarse al sultán. En él se le aconseja que no abandone el asedio, y que reanude su ataque con más vigor. Dice que estamos hundidos y que hay disensión en nuestras fuerzas; que nuestra gente se halla al borde de la sedición; le confiesa al sultán que es poco probable que podamos rechazar un nuevo ataque general, y que nuestras reservas de pólvora y munición están a punto de agotarse; también sugiere que si el sultán tuviese alguna oferta que hacerle al maestre para negociar la rendición, Philippe aceptaría.
Los caballeros aguardaron en silencio a que Bosio continuase, pero no había más. El oficial posó cuidadosamente el pergamino sobre la mesa, frente a la silla del maestre, y después señaló la puerta con un gesto. Los caballeros abandonaron la sala para ir los tres juntos a la cripta donde llevarían al prisionero para subirlo al potro.
* * *
Los caballeros más veteranos se alinearon contra las húmedas paredes de la cámara de tortura. No había ventanas, toda la luz procedía de las bujías que colgaban de los muros. La temblorosa luz anaranjada mezclaba las sombras en la sala, lanzando su informe masa sobre el único mueble de la estancia: el potro.
La toscamente labrada madera del aparato estaba oscurecida por el sudor y la sangre de sus anteriores visitantes. A un lado, una gran rueda dentada se unía a la estructura por el eje. Sus radios salían de la circunferencia y el mecanismo de trinquete del eje se fijaba con una pieza de metal.
El prisionero estaba desnudo de cintura para arriba, temblando a causa del ambiente frío y húmedo. Tenía las muñecas separadas y levantadas por encima de la cabeza, atadas con tiras de cuero a un travesado de madera situado en la parte superior del potro. Sus tobillos estaban sujetos de un modo similar, pero a un travesado de la parte inferior. Habían colocado, hacia la mitad del aparato, unas tablillas a la altura de los lumbares, de modo que el cuerpo del reo adoptaba la forma de una «V» invertida sobre el instrumento de tortura.
A pesar del frío, tanto que hacía tiritar al condenado, el sudor que chorreaba de su cuerpo llegaba a mojar el suelo. El traidor estiró la cabeza hacia atrás para ver los rostros de los caballeros presentes, a los cuales, dadas las circunstancias, los veía al revés. Sus ojos recorrieron la estancia, y según lo hacían, iba identificando a cada uno de los presentes por su nombre. Al final, su mirada se detuvo a los pies del potro para observar al último de los presentes, hasta que descubrió que estaba mirando a los ojos al Gran Maestre.
Philippe no apartó la mirada del prisionero en ningún momento.
—¿Quién ha redactado el mensaje? —preguntó despacio, con el mismo tono monocorde.
Silencio.
Philippe asintió hacia el hombre encargado de girar la rueda. El individuo se inclinó sobre el largo brazo del mecanismo de torsión y la rueda se movió unos grados a favor de las agujas del reloj. Las correas se hundieron profundamente en las muñecas y tobillos del prisionero, y sus brazos y piernas se estiraron por la tensión. La fuerza de la vuelta le llevó la espalda contra el potro, y su columna presionó sobre las tablas. La fuerza de la presión fue constante, pero el dolor continuó aumentando mucho después de que hubiesen encajado los dientes del mecanismo y de que éste dejase de rotar.
El prisionero gritó desde la primera vuelta y babeó por la comisura de los labios. Pero, con todo, no pronunció las palabras adecuadas.
—¿Quién redactó el mensaje? —repitió Philippe casi con un susurro. Al no recibir réplica, asintió de nuevo al torturador.
Una vez más se movió el mecanismo, giró la rueda, las correas se tensaron, el cuerpo se estiró y el mecanismo se detuvo.
Algunos de los caballeros más jóvenes bajaban la miraba, clavándola en sus propios pies. Para ellos era la primera vez que contemplaban el verdadero uso del potro, y la realidad era mucho más atroz que las alegres bromas que se contaban al respecto en las charlas de sobremesa del auberge.
Una vez más, el aullido de dolor llenó la habitación y resonó hasta el exterior. Pero en esta ocasión hubo palabras acompañando a los bramidos, aunque nadie pudiese entender qué decía. Philippe alzó levemente la cabeza y miró al prisionero a los ojos, a quien el tremendo dolor le había hecho vomitar.
Philippe dirigió un nuevo gesto de asentimiento al torturador y la tensión del potro se relajó. La rueda giró en sentido contrario, y las correas apenas se aflojaron dos centímetros... el prisionero podía hablar.
—¿Quién redactó el mensaje? —preguntó Philippe.
El reo acertó a decir entre dientes tres palabras. Su voz sonaba aguda y las palabras brotaban entrecortadas por los jadeos. Philippe se inclinó hacia delante, al igual que el resto de caballeros. Sólo el torturador permaneció firme en su puesto, junto a la rueda.
El prisionero se lamió los labios, tenía la lengua seca y una molesta sensación arenosa en la boca. Era todo lo que podía hacer para pronunciar algunas palabras.
Con voz muy baja y titubeante, el preso pronunció el nombre una vez más.
Le cortaron las correas y la sangre manó por debajo de los trozos de cuero que tenía atados a sus muñecas y tobillos. Tres guardias sacaron del potro a Blasco Díaz, capitán del canciller Andrea d’Amaral, y lo llevaron a su celda.
* * *
Philippe y los suyos regresaron al palacio del Gran Maestre y, reunidos alrededor de la enorme mesa de roble, aguardaron en silencio la llegada de D’Amaral.
Cuatro de los caballeros corrieron a la posada de Castilla, donde sabían que dormía el canciller. Por lo general, los caballeros vivían en sus propios hogares, fuera de las auberges, pero el bombardeo había destruido la casa del militar. Por lo tanto, a lo largo del asedio, D’Amaral había pernoctado en una de las pequeñas salas de la posada de Castilla.
Los soldados irrumpieron por la puerta principal y salvaron raudos el único tramo de escaleras que los separaban de la sala del canciller. La puerta no estaba cerrada por dentro, de modo que los cuatro soldados pudieron abalanzarse sobre el oficial todavía dormido. D’Amaral respondió al asalto, pero los potentes brazos de los soldados lo inmovilizaron en cuestión de segundos. Sus captores apartaron del alcance del canciller su espada y su daga, dándoles una patada, y le amarraron las muñecas con resistentes tiras de cuero.
Para sorpresa de los enviados del maestre, D’Amaral cesó todo acto de resistencia una vez supo quiénes eran los que lo apresaban. Los caballeros le soltaron los pies y le ayudaron a calzarse las botas. Todos los militares dormían completamente vestidos desde que comenzó el asedio, ello libró a D’Amaral de la ignominia de ser trasladado hasta el palacio del Gran Maestre en camisón de noche, a través de las calles de Rodas. Simplemente tuvieron que calzarle las botas, atarle las manos y llevarlo al palacio.
* * *
Philippe y el resto de oficiales estaban sentados, inmóviles, cuando los guardias llegaron a la sala con D’Amaral. Se había colocado una silla de madera entre la mesa y la puerta, y hasta ella llevaron rudamente al canciller. D’Amaral se quedó de pie con la mirada fija en el Gran Maestre. Tras un minuto de completo silencio, durante el cual ninguno de los dos hombres apartó sus ojos de los de su rival, Philippe ordenó:
—Soltad al canciller.
Los guardias dudaron y miraron al maestre buscando la confirmación de lo que creían era un mandato mal entendido.
—¡He dicho que lo soltéis! —ordenó de nuevo.
Los soldados se apresuraron a los costados del canciller y cortaron las tiras de cuero que sujetaban sus muñecas. D’Amaral desenrolló las ligaduras y las arrojó al suelo sin apartar la vista del Gran Maestre. Con un movimiento pausado, el prisionero se frotó las muñecas y tomó asiento. El canciller se sentó en la silla con los pies bien asentados en el suelo y la cabeza alta. Ni por un instante apartó la mirada de Philippe.
El maestre comenzó sin más preámbulos. Empleó la misma voz, lenta y monótona, que había utilizado con Díaz, el otro prisionero.
—Vuestro capitán, Blasco Díaz, fue sorprendido anoche tratando de enviar este mensaje al campamento turco —Philippe empujó el pergamino a lo largo de la mesa, dándole la vuelta para que d’Amaral pudiese leerlo. Pero el canciller no le dedicó ni un vistazo; sus ojos continuaban clavados en el maestre—. Díaz confesó haber enviado muchos de estos mensajes a los otomanos, y que lo hacía cumpliendo vuestras órdenes. Asegura que los habíais redactado con vuestra propia mano.
Todavía no hubo reacción por parte de D’Amaral. Los demás caballeros comenzaron a removerse en sus asientos, y sus miradas se dirigían alternativamente de Philippe al canciller.
—Estáis acusado de traición. Presentaremos el testigo ante vos y convocaremos urgentemente un Consejo de Guerra —continuó Philippe.
D’Amaral permaneció mudo.
—Seréis puesto bajo arresto y confinado en la Torre de San Nicolás. Preparad vuestra defensa con sumo cuidado, canciller, pues si sois hallado culpable seréis ahorcado. Os lo aseguro.
Philippe aguardó durante dos minutos la respuesta de D’Amaral. No dejaron de mirarse ni por un instante; podía palparse el odio que unía a aquellos dos viejos colegas de profesión. Al ver que el canciller no estaba dispuesto a responder, Philippe hizo un gesto hacia la puerta. Los guardias se aproximaron a D’Amaral provistos de nuevos cordones de cuero, pero Philippe negó con la cabeza y después señaló hacia la puerta con la barbilla.
Los guardias se dispusieron a sujetar al prisionero por los codos pero, antes de que pudiesen hacer nada, D’Amaral se puso en pie y dio una rápida media vuelta para salir antes de que pudiesen ponerle una mano encima. La escolta abandonó la sala y bajaron las escaleras de palacio dando grandes zancadas.
* * *
Philippe, por primera vez en muchas semanas, estaba solo en la sala de juntas. Era tarde y su vida se había reducido a un sinfín de batallas y disposiciones tácticas. Se sentía consumido por la traición de D’Amaral. Quedaban muchos aspectos sin explicar, incompresibles para él. Hacía décadas que conocía a Andrea; habían combatido juntos y vivido como compañeros de armas. No podía tratarse sólo de una cuestión de celos o enemistad personal, para Philippe estaba más allá de lo imaginable que el odio pudiese profundizar tanto como para llevarlo a traicionar a toda la Orden.
El maestre no dudaba de la culpa de D’Amaral. Para él, la confesión del testigo y la evidencia del mensaje constituían pruebas abrumadoras. D’Amaral era un traidor y debía morir por ello.
Se sentía terriblemente cansado, pero el sueño no acababa de llegar. Se sentó en su escritorio y pensó en que debería escribir una carta a su familia, a París, a pesar de que sólo Dios sabría cuándo podría zarpar un barco de Rodas en el que enviar la misiva. Alguien llamó suavemente a la puerta de sus aposentos. El maestre levantó la mirada y vio a Helena entrando en la estancia, estrujándose las manos y negando preocupada con la cabeza.
—La noticia se ha extendido por toda la ciudad, Philippe. No puedo creerlo —dijo—. Que D’Amaral haya podido hacer algo así...
—Pues sí, es cierto. Andrea era, es, un traidor. Ha actuado como espía de los turcos, o al menos les ha enviado mensajes durante una temporada. Además, nos ha ocultado suministros. Es increíble, pero cierto —Philippe le indicó que se acercase con un gesto.
Helena casi tropezó con el dobladillo roto de su ya ajado vestido. La mujer lo atrajo hacia sí, sus pequeños brazos a duras penas podían abarcar la amplia caja torácica del maestre. Helena respiró los efluvios de guerra y muerte que todavía desprendían sus ropas limpiadas a toda prisa. Durante el rato que estuvieron en silencio, los ojos de la mujer fueron de la espada a la daga, al yelmo y, finalmente, a la loriga. Todos aquellos pertrechos estaban colocados en el suelo, listos para ser utilizados en el próximo asalto. «Qué lejos estamos de París», pensó Helena. Y se preguntó si tendrían oportunidad de volver a ver la ciudad.
Philippe la tomó de los brazos y la apartó para poder observarla. La miró detenidamente, y sonrió durante unos segundos al verla tan despeinada, hasta que una sombra de tristeza que no pudo controlar se cernió sobre él. Ella también había trabajado durante un asombroso número de horas. Philippe se sintió abrumado ante la imagen que le vino a la mente; un pensamiento dedicado a todos los jóvenes caballeros que habían muerto a sus órdenes, ajean, Melina y sus gemelas, a su fiel amigo Henry Mansell y a todas las familias que jamás volverían a ver a sus jovencísimos parientes.
Helena advirtió cómo se formaban lágrimas en los ojos de Philippe y lo atrajo de nuevo hacia ella. Sintió su cuerpo estremecerse y pudo escuchar claramente el comienzo de un llanto. La mujer se lo llevó, alejándolo del escritorio y de aquel lugar lleno de planos de batalla y armas. Lo cogió de la mano y lo llevó a la cama. Lo empujó suavemente hasta obligarlo a sentarse sobre el lecho, le ayudó a quitarse las botas y, al final, se tumbó a su lado, abrazándolo.
Pasaron una hora en silencio. Philippe dormitó brevemente, mientras que Helena permaneció despierta, con su mente bullendo de ideas y reflexiones acerca del maestre. Al final, sus ojos se encontraron en la penumbra.
—Philippe —dijo con voz suave—, deberías considerar la posibilidad de rendir la isla al sultán.
Pudo sentir cómo se envaraba el cuerpo del maestre, pero sin moverse ni apartar los ojos de ella. Después, tras exhalar una larga espiración, Philippe comenzó a hablar con un tono de voz que ella jamás había escuchado antes en él. No había señales de autoridad ni de orden, más bien sonaba como si fuese una reflexión echa en voz alta y ella la estuviese escuchando a escondidas.
—Todavía controlamos la ciudad y mantenemos las murallas en nuestro poder. Toda su maquinaria militar se ha visto reducida a la artillería, los jenízaros y un puñado de zapadores. Su caballería aguarda, inútil, ante nuestras murallas y fosos.
»Mis hombres están cansados; extenuados. Pero eso es una circunstancia común en cualquier plaza sometida a sitio. El objetivo general de la táctica del asedio es agotarnos, y el nuestro resistir un día más. El clima empeorará pronto y los hombres del sultán se empaparán, caerán enfermos y se desmoralizarán más allá de lo imaginable. Sólo tienes que mirar los fosos y ver esos cuerpos pudriéndose para saber lo que su ejército está sufriendo...
—Pero, Philippe —apuntó Helena, interrumpiéndole—, nuestra gente también sufre. Tenemos el hospital atestado de pacientes y ya no contamos con médicos de verdad. Los r odios están asustados, y también ellos se encuentran exhaustos. Los muertos también se apilan a nuestro alrededor, no son sólo cuerpos turcos los que se están pudriendo ahí fuera. ¿No podríamos abandonar esta región y buscar un nuevo hogar? Tus caballeros han cambiado de residencia en numerosas ocasiones, ¿no sería mejor salir de aquí con la mayoría de tus hombres y escoger otro lugar que defender?
Philippe no contestó, y la contempló como si mirase a través de ella. Helena se dejó caer sobre la almohada, descorazonada. Había abogado por el favor de toda la población de la isla, pero no tenía idea de qué haría Philippe. Sus caballeros, a Helena no le cabía duda, acatarían cualquier cosa que él ordenase. Jamás romperían sus juramentos.
* * *
Cuando Philippe se despertó, todavía inmerso en la oscuridad de la noche, Helena ya se había ido; la única luz que iluminaba la estancia procedía de una candela que ardía junto a la cama. El maestre se levantó, se calzó las botas, y se lavó la cara junto a la cómoda con unas pocas gotas de preciada agua fría. Nadie se había bañado desde hacía semanas, y Philippe se sentía tan incómodo que le gustaría arrancarse su roñosa piel.
El maestre prendió una nueva candela y se introdujo en la sala principal. Todavía tenía que mantener una última conversación con el hombre al que iba a condenar a muerte, y ser testigo de la ejecución. Se frotó los ojos con gesto cansado y pasó una mano por su enmarañada melena gris. Philippe, agobiado por su propio agotamiento, terminó por posar la cabeza sobre la dura tabla de roble de la mesa y se quedó dormido.
* * *
El maestre se sentó en silencio en la mazmorra donde estaba D’Amaral, encerrado en los sótanos de la Torre de San Nicolás. Esta barbacana se alzaba al final de un espigón situado en la zona septentrional de la fortaleza de Rodas, entre el puerto militar de galeras y el de Mandraccio. Sus cañones defendían las bocanas de ambos puertos, y hacia el oeste sus disparos casi podían alcanzar el campamento jenízaro.
Philippe trató de abrigarse envolviéndose con su capa, en un vano intento de evitar el frío y la humedad. La celda apenas era lo bastante grande para contener un camastro y una silla de madera. Olía a orines y sudor. El canciller no había tocado la exigua ración que le habían dejado en un plato de peltre colocado a los pies de la cama. Los carceleros habían traído también una candela encendida en el suelo para que el maestre no tropezara en la oscuridad.
Ya llevaba casi una hora sentado en la celda. Le habían informado en palacio de que D’Amaral había recuperado la conciencia tras la prescriptiva sesión de potro, pero al personarse en las mazmorras de la barbacana de San Nicolás lo encontró dormido. Philippe esperó.
Por fin, el canciller se movió para alcanzar el vaso y beber, pero su brazo no obedeció la orden que emitía el cerebro, y derramó el agua por el suelo. Las consecuencias del potro garantizaban que ninguno de sus miembros volvería a funcionar correctamente. Tal fue el precio de su silencio.
Philippe ordenó que trajesen más agua. El maestre recogió la jarra que le traía el carcelero, se arrodilló junto al catre de D’Amaral y acercó el recipiente a los agrietados labios del prisionero. Andrea bebió demasiado aprisa y tosió, escupiendo buena parte del líquido sobre la capa de Philippe. El maestre se limpió con un trozo de paño y acercó de nuevo la jarra a los labios del reo.
—Doucement, Andrea. Doucement. No os apresuréis u os ahogaréis.
D’Amaral abrió los ojos y miró a Philippe mientras bebía.
—Sí —contestó con aspereza—, me ahogaré demasiado pronto.
Philippe terminó de darle agua a Andrea y después se sentó en la silla que le habían preparado.
—Andrea —comenzó—, nos conocemos desde hace más de cuarenta años, habéis servido a la Orden en batalla, a mi lado, por tierra y por mar. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que os ha hecho traicionar a vuestros hermanos? Seguro que no es por el hecho de que yo fuese elegido Gran Maestre y vos no. Siempre pierde alguien después de celebrarse una elección, pero nunca nadie antes que vos había llegado hasta el extremo de traicionar a la Orden; de romper el juramento que habéis hecho ante Dios Todopoderoso.
D’Amaral miraba fijamente a Philippe, pero permaneció en silencio.
—Andrea. Estamos solos —continuó—. Díaz ha muerto esta mañana. Ahora mismo, mientras hablamos, sus miembros descuartizados cuelgan de las almenas. Habladme, pues ésta puede ser vuestra última oportunidad. Decidme por qué habéis cometido un acto así.
El reo se pasó la lengua por los labios, miró al techo y luego, con voz calmada, comenzó a hablar.
—Nosotros mantuvimos un enfrentamiento personal durante la batalla de Laiazzo. Y, sí, creía que mi destino era llegar a ser Gran Maestre de Rodas. Vosotros, los franceses, habéis gobernado la plaza durante demasiado tiempo. Estaba furioso, sí, y herido. Pero soy un hombre adulto, una derrota de ese cariz no me empujaría a la traición. Pero cuando supe que vos seríais el último maestre de Rodas ya no se trataba de una traición, sino de mi verdad, al menos tal como yo lo veía. Los otomanos se han hecho demasiado fuertes para nosotros. Estamos destacados en una isla pequeña, y la ocupamos con una fuerza, pequeña también, que en modo alguno puede confiar en mantenerse aquí indefinidamente. El sultán se ha propuesto destruirnos, y así será. No podremos vencer. El Gran Turco se hace más rico y poderoso cada día que pasa.
El que otrora fuera canciller de la Orden hizo una pausa y señaló la jarra de agua con un gesto. Philippe le ayudó a beber y, después, se apoyó de nuevo en la silla y dejó que el preso continuase.
—Solimán domina Egipto y parte de Europa. Es sólo una cuestión de tiempo. Y, además, hemos perdido completamente el apoyo de los reinos europeos. El Papa obvia nuestra situación. España y Francia están demasiado ocupadas masacrándose la una a la otra para enviarnos ayuda. Italia ni siquiera puede gobernarse a sí misma, y está destrozada a causa de sus guerras intestinas. Y, respecto a nuestra vieja amiga, Venecia...
Philippe aguardó a que D’Amaral continuase. Sabía que la exposición de Andrea era acertada, pero no podía permitir que los caballeros de la Orden capitulasen ante los musulmanes. La Orden de los Caballeros de San Juan llevaba más de doscientos años en Rodas. Habían conseguido detener a Mehmet el Conquistador en 1480, y conseguirían hacer otro tanto con su bisnieto.
—¿Qué habríais hecho vos, Andrea? Los musulmanes asesinarían a todo habitante de la isla. No sólo a los caballeros, a los mercenarios también, y a los rodios. Los pocos que se salvasen serían esclavizados; los hombres a remar en alguna apestosa galera turca y las mujeres como prostitutas de harén. ¿Es eso lo que hemos jurado hacer ante Jesús? ¿Es así como pensamos mantener nuestro juramento de proteger y sanar?
D’Amaral cerró los ojos. Apretó los párpados con fuerza cuando unos espasmos de dolor atravesaron sus piernas.
—Philippe —continuó Andrea cuando cesaron las sacudidas—, habéis faltado al deber de conocer a vuestro enemigo. Tan grande es el desprecio que sentís por los musulmanes que habéis rehusado estudiarlos. Vuestra obstinación ha causado un sufrimiento inimaginable a caballeros y rodios —Philippe iba a protestar, pero D’Amaral continuó hablando sin detenerse—. ¿Qué es lo que os mueve a vos, Philippe? ¿Es vuestro deber hacia Dios y nuestro señor Jesucristo o lo hacéis para purgar vuestros pecados de París, la ruptura de vuestros votos?
El maestre se envaró en su asiento. Su puño se cerró con fuerza en torno a la empuñadura de su espada, hasta que le dolió la mano, pero no dijo una palabra.
—¿No nos había ofrecido el sultán la oportunidad de una rendición honorable? —continuó D’Amaral—. ¿No teníamos la oportunidad de seguir siendo cristianos? ¿No se nos había presentado la ocasión de detener la matanza y vivir junto a los musulmanes en paz?
—¿Y vos creéis en la palabra del Infiel? Habéis visto a nuestros hermanos asesinados. Sabéis lo que sucedió en Jerusalén, en El Risco de los Caballeros, en Acre... todo el que permaneció en las ciudades murió asesinado en cuanto llegaron esos mahometanos. Sus promesas no fueron sino mentiras. Sucias mentiras. Sólo por la gracia de Dios un puñado de caballeros logró sobrevivir a esas masacres, y con ellos la Orden.
—Eso ocurrió hace siglos, Philippe. Mirad al Estambul actual. Allí los judíos y los cristianos viven en paz junto a los musulmanes. ¿Qué es lo que conseguiréis sacrificando a todos esos que aún viven en Rodas? ¿Y para qué? El final ya está escrito.
D’Amaral comenzó a toser y no pudo continuar hablando; mientras tanto, Philippe le ayudó dándole otro trago de agua.
—No está escrito —terció el Gran Maestre golpeándose la palma de la mano con el puño—. No es el fin. Cristo portará nuestro estandarte, y nosotros expulsaremos al Infiel de nuestro hogar —D’Amaral cerró los ojos ante el ataque verbal, y Philippe se levantó—. Andrea, vuestra traición es mayor que la de Judas. Al menos la suya dio lugar a la mayor ventura que haya bendecido a la Humanidad, pero la vuestra puede hacer que perdamos Rodas.
Andrea rasgó los restos de su túnica, mostrando una serie de cicatrices rojizas que le atravesaban el pecho.
—Contemplad mis heridas, Philippe. ¿Las veis? Son los obsequios por cuarenta años de servicio en la Orden.
Philippe observó las heridas de guerra que cruzaban aquel cuerpo desnudo. D’Amaral se pasó la lengua por los labios y tosió.
—¿Y ahora voy a mentir y vender mi honor para salvar mis viejos miembros del simple dolor del potro?
Sin añadir más comentarios, Philippe se levantó, le dio la espalda al preso y salió de la celda.
* * *
El juez Fontanus se presentó en la puerta de la celda de D’Amaral. El reo vestía el sencillo atuendo carcelario. Le habían arrancado su ropa e insignias. Dos guardias lo sostenían sentado en una silla, pues no podía tenerse por sí solo. Sus brazos colgaban fláccidos a sus costados. Andrea miraba directamente al juez.
—Habéis sido hallado culpable de traición por el Consejo de Guerra de la Orden de los Caballeros del Hospital de San Juan. Habéis rehusado defenderos o tratar de suavizar los cargos. Habéis rechazado el auxilio espiritual de un sacerdote de la Santa Iglesia Católica Romana. Si no tenéis nada más que añadir, es mi deber ordenar que se proceda a vuestra ejecución de inmediato.
El preso mantenía su mirada clavada en el juez, y también su obstinado silencio.
—Muy bien —continuó el magistrado—. Seréis colgado del cuello hasta morir. Vuestros restos serán descuartizados y expuestos sobre las murallas de la ciudad. Que Dios Todopoderoso tenga piedad de vuestra alma.
Dicho eso, Fontanus abrió el camino hacia el cadalso. Dos caballeros llevaron fuera de la mazmorra el cuerpo destrozado del que una vez fue el poderoso gran canciller de la Orden de San Juan.
Ahorcaron a Andrea d’Amaral en presencia de doscientos caballeros, rodios y mercenarios. Cuando murió, descuartizaron y decapitaron su cadáver y después expusieron cada uno de sus restos sobre un parapeto distinto de la ciudad, hasta que los cuervos hambrientos lo devoraron casi completamente. Unos días después, cuando apenas si quedaba algo del gran canciller Andrea d’Amaral, colocaron sus restos en una catapulta y los enviaron al campamento turco.