Capítulo XIII
EN LA BRECHARodas.
Septiembre de 1522
Philippe se sentó en la gran mesa de roble junto a sus oficiales. Habían terminado de tomar una comida tardía y se disponían a evaluar los daños que había sufrido la ciudad.
—Mi señor —era Tadini quien hablaba—, he reforzado los bastiones lo mejor que he podido. Los artilleros y tiradores apostados se han empleado a fondo destruyendo cualquier intento de aproximación que llevan a cabo los turcos, pues hemos conseguido burlar el armazón que utilizan para guarecerse.
—¿Cómo, Gabriele? —preguntó Philippe cansinamente.
—He colocado a los mejores sobre atalayas y tejados de torres caballeras para estudiar las maniobras de aproximación. Se les ha equipado con un nuevo artefacto que les permite fijar un blanco más rápidamente. Cuando los mineros aparecen por detrás de las cubiertas de armazón que están utilizando, mis hombres pueden acabar con ellos a su gusto. Los turcos quedan cegados por el sol al salir, y necesitan tomarse su tiempo para encontrar el camino. Pues bien, ése es el momento que necesitamos nosotros para encuadrarlos con nuestros nuevos puntos de mira. También he alternado la disposición de baterías de artillería pesada y ligera. Como nuestras tropas se encuentran dentro del recinto amurallado cuando se repelen los asaltos, nuestros tiradores tienen libertad para apuntar a su antojo, y disparar sin miedo a herir a ningún caballero. Pero es de vital importancia que, en el ardor del combate, no nos lancemos en persecución del enemigo, pues nuestros hombres podrían caer bajo los disparos de sus camaradas antes de que se pudiese ordenar el alto el fuego.
—Cuidad de que se impartan las órdenes oportunas —dispuso Philippe, dirigiéndose a John Buck—, Y aseguraos de que se cumplan en todas las langue.
—A la orden, mi señor.
—El trabajo de mina y zapa continúa —prosiguió Tadini—. Han enviado a miles de hombres a trabajar bajo tierra. Creo que nuestro recinto está completamente plagado de túneles, o minas. Han volado un buen número de ellas sin éxito. Las chimeneas de ventilación que ordené abrir ayudaron a que la fuerza de las explosiones se desvaneciera en el aire sin causar daños importantes y, además, hemos utilizado el detector de zapas con gran éxito. Hemos sido capaces de explosionar nuestras cargas y matarlos en sus agujeros antes de que sus zapadores pudiesen colocar los explosivos. Pero ésta es una labor terriblemente peligrosa, y hemos tenido un accidente. Yo no estaba presente, y por lo tanto no sé exactamente qué fue lo que ocurrió. Parece ser que hubo una tremenda explosión detrás de los muros de Provenza. Todos mis hombres murieron, junto a los mineros turcos. No sabría determinar si los turcos colocaron las cargas demasiado pronto y se mataron, acabando con mis vigilantes, o si, por el contrario, fueron los míos al realizar la contramina, haciendo explosionar involuntariamente las cargas de los turcos; matando a todo el mundo, igualmente. Pero esos son los riesgos que nos vemos obligados a asumir.
—¿Durante cuánto tiempo podremos impedir que detonen las cargas de sus minas y destruyan las murallas, creando una brecha de importancia?
—De eso no puedo estar seguro, señor —respondió encogiéndose de hombros—. Podría ocurrir en cualquier momento. Con mineros y túneles suficientes, es inevitable que tarde o temprano tengan éxito. Yo sólo puedo impedir su avance y confiar en que si consiguen abrir una brecha nuestros caballeros sean capaces de rechazarlos. Lo malo es si abren varias brechas a la vez; entonces, mi señor, no podremos contenerlos. Sin embargo, si tan sólo agrietan la muralla en uno o dos puntos, nuestros hombres sí podrían bloquear el acceso. Aunque enviasen a miles de guerreros, no tendrían espacio material para fluir por un paso tan estrecho. De momento, su caballería es inútil. Si los tiradores son capaces de bloquear su avance desde las murallas y masacrarlos antes de que entren por la brecha, podremos mantener la esperanza de detenerlos.
—Michel, ¿no tenéis sugerencias?
Michel d’Argillemont era capitán de galeras. Como sus tripulaciones estaban ociosas, refugiadas tras la barrera de troncos que cerraba el puerto, Michel no tenía otra cosa que hacer que contemplar la batalla que se desarrollaba en las murallas de la ciudad y mantener a sus hombres preparados para entablar combate en el momento en que el Gran Maestre lo ordenase.
—Mi señor, lo único que puedo decir es que somos afortunados porque Gabriele haya decidido combatir a nuestro lado. Que Dios nos ampare si llega a nacer musulmán.
Sus camaradas estallaron en carcajadas, y Tadini le agradeció el gesto con un asentimiento.
Gabriel Pommerols, lugarteniente y amigo íntimo de Philippe, alzó una mano.
—Mi señor, ¿tenemos esperanza de recibir refuerzos? Esto se está convirtiendo en un problema cuya solución es simple matemática. Matamos un centenar, o un millar de turcos, y ellos acaban con veinticinco de los nuestros. Nosotros matamos, ellos matan. A la larga, vencerán. Nuestra única esperanza reside en hacerles patente nuestra tenacidad, y en que se cansen de la matanza de su propia gente antes de que nos hayan exterminado.
—Tenéis razón, Gabriel. Al grano, como siempre —aseveró Philippe—. La verdad es que poca ayuda podemos esperar de Europa. Ya han mostrado sus bazas, y no darán un paso para ayudarnos. Tampoco espero recibir material de intendencia. No sé, quizá nuestra victoria en el asedio de 1480 les haya hecho creer que somos invencibles.
—Nos costó cuarenta años recuperarnos de aquella... victoria —terció Henry Mansell.
—Cierto —convino el maestre con voz ronca y cansada—. Yo no era más que un niño cuando contemplé los resultados de aquel asedio. No era lo suficientemente mayor para tomar parte en aquel combate, pero era difícil declarar quién había vencido viendo los escombros a los que había sido reducida Rodas.
—Mi señor —continuó Mansell—, he llevado vuestro estandarte durante todos estos años. Jamás ha caído al suelo, ni caerá mientras tenga aliento para mantenerlo en alto.
Mansell era el alférez de Philippe. En batalla, su puesto estaba al lado del maestre, sujetando el asta de roble de donde colgaba el estandarte de seda de la cruz. El estandarte se le entregó al maestre Pierre d’Aubusson después de la derrota que le infligió al abuelo de Solimán en 1480.
—Manteneos a mi siniestra, Henry, y que Dios esté a mi diestra. Es la hora de Vísperas. Vamos todos a la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria, y reguemos por la exitosa conclusión de nuestras batallas.
Los caballeros abandonaron el palacio del Gran Maestre y siguieron a Philippe hasta el templo. El servicio religioso lo efectuó Leonardo Balestrieri, el obispo católico. Los miembros de la Orden se arrodillaron para orar, ligeramente incómodos por las corazas y cotas de malla que, con toda una batalla desarrollándose en las murallas, jamás se quitaban.
Las espadas permanecían enfundadas en el tahalí, y los cascos apoyados junto a sus rodillas izquierdas. Otras armas, como picas y alabardas, se posaban en el suelo, al alcance de la mano para poder empuñarlas rápidamente si la ocasión así lo requería.
Todos a una inclinaron la cabeza y rezaron.
* * *
Al otro lado de las murallas, mientras los caballeros de San Juan oraban, los turcos estaban al acecho. Se agazapaban en las trincheras, ocultos tras los armazones cubiertos de piel. Azabs y jenízaros estaban dispuestos en la vanguardia, respaldados por tropas a caballo ocultas a la vista y deseosas de seguir a los cuerpos de infantería en el asalto a través de una brecha importante. Los bajás se situaron junto a sus hombres. Mustafá, equipado con sus pertrechos de guerra, sentía la frente empapada de sudor por el calor de final de verano. Las tropas guardaban el más riguroso silencio. Los soldados tomaban fuertes bocanadas de aire. Los minutos pasaban lentamente y, mientras tanto, toda la fuerza de asalto otomana esperaba su oportunidad.
Abajo, en los túneles, los zapadores colocaron las cargas. Los hombres de Tadini no habían conseguido detectarlos en esa ocasión. Habían colocado las cargas con total sigilo para evitar ser descubiertos, y las campanillas de la alarma no advirtieron su presencia. Los zapadores retrocedieron en la oscuridad, y el último de ellos prendió fuego a la mecha. Se arrastró con dificultad dentro del estrecho túnel y retrocedió lo más rápido que pudo; parecía un cangrejo huyendo del peligro. La mecha siseaba hacia la tremenda carga de pólvora.
Les había costado casi tres semanas hacer el túnel y colocar la carga. Día y noche, los mineros trabajaron con el temor de que en cualquier momento morirían enterrados vivos o por una explosión provocada por el trabajo de contramina de los hombres de Tadini. Los esclavos no conocían su nombre, pero sabían que tras las murallas defendidas por los hijos de Sheitan trabajaba un hombre que se había cobrado miles de vidas entre sus compañeros. Pero ahora ya habían cumplido con su trabajo, y sólo era cuestión de tiempo que la gran muralla se abriese en una enorme brecha; si la carga era lo suficientemente grande; si no estallaba sin mayores consecuencias gracias a las chimeneas de respiración; si la contramina no la hacía estallar antes y, lo más incierto de todo, si habían calculado y situado la carga correctamente.
* * *
Pocos caballeros pudieron concentrarse en el cántico que Balestrieri había empezado a entonar en latín. Podían oír perfectamente el combate que se desarrollaba en el exterior, y los lamentos de los heridos.
Philippe se había arrodillado en la primera fila. Mansell había colocado el estandarte a su lado, y se arrodilló junto al maestre. El resto de caballeros llenó las filas de atrás. Balestrieri estaba finalizando sus rezos, y ya preparaba el cáliz de la comunión, cuando el suelo tembló bajo la iglesia. El mortero que mantenía cohesionados los pilares del templo se desmenuzó, y el aire se llenó de polvo. Una poderosa explosión llenó la iglesia y atravesó los oídos de los caballeros. Los cimientos temblaron. Balestrieri cayó de rodillas, sujetándose contra el borde del altar.
—¡Una mina! —gritaron varios caballeros al unísono.
Mansell tomó el estandarte del poyete y salió corriendo tras Philippe, que ya se había levantado y estaba colocándose el casco. Su melena gris le colgaba sobre la capa, y su ancho mandoble chocó ruidosamente contra los bancos cuando salió corriendo para ver qué había causado tal explosión. Los demás lo siguieron, apresurados.
Tadini soltó una imprecación. Él sabía demasiado bien qué era lo que estaba sucediendo. Una vez en la plaza, fuera de la iglesia, los caballeros dispusieron de una buena panorámica de la ciudad. Al sur, se podía ver una columna de humo y polvo que borraba completamente el horizonte. Era obvio que la explosión había tenido lugar allí, en el sector de Inglaterra. Y entonces, en medio de la confusión, comenzaron a oír el sonido de trompetas, tambores, flautas y timbales; la inevitable obertura de un ataque turco.
Las calles se atestaron de gente aterrada, que corría presa del pánico. Los caballeros principales se abrieron paso con gran esfuerzo a través de la muchedumbre hacia el otro lado de la ciudad. Hubo más de los suyos que se unieron a ellos, saliendo de las casas y albergues de la Orden. Cuando alcanzaron las murallas cercanas al bastión inglés, parte del humo ya se había disipado. Un gigantesco agujero se había abierto en medio del bastión. Su anchura superaba los diez metros. Por primera vez desde que desembarcaron en Rodas, miles de soldados turcos estaban en condiciones de entrar por la fuerza en la ciudad.
* * *
Polvo y escombros flotaron suspendidos en el aire durante varios minutos. Al principio, el ejército turco no podía saber el daño que había causado la mina. Habían oído la explosión, y sintieron estremecerse la tierra a sus pies. Algunos de los que estaban situados más cerca de las murallas habían caído al suelo por el impacto y la primera línea de choque de azabs y jenízaros quedó temporalmente sorda por la explosión.
Mustafá bajá aguardó junto a sus hombres, y lo mismo hicieron los aghas Bali, Ahmed y Qasim. La brisa disipó lentamente la cortina de polvo y humo. Una vez se hubo aclarado el escenario, los aghas vieron ante ellos la enorme brecha que se había abierto en el bastión de Inglaterra. Los vítores inundaron el aire, y los soldados se prepararon para recibir la orden de ataque.
Mustafá se levantó de su posición en cuclillas con su alfanje desenvainado.
—¡Allah u Akbar! —vociferó. «Dios es grande.»
Al verlo, y ante el estruendo de su voz, las fuerzas turcas se alzaron como un solo hombre y se abalanzaron a la carrera hacia la brecha. Para los defensores que estaban en las murallas, aquella masa de cuerpos moviéndose a la vez les causó la misma impresión que si vieran a la tierra alzarse y avanzar hacia ellos.
Jenízaros y azabs encabezaron la carga, blandiendo sus alfanjes al aire. También se veían picas y alabardas, e incluso pelotones de arqueros y arcabuceros tomaron parte en aquel primer asalto.
El sultán presenció el ataque desde una colina que se alzaba justo fuera del alcance de los defensores. Montaba un nervioso corcel y contemplaba impasible el comienzo de la batalla. Tras él hondeaba el sagrado estandarte verde del Profeta, llevado al campo de batalla, como siempre, a modo de talismán para las fuerzas musulmanas.
Las trompetas de la banda de músicos del sultán tocaron a llamada; los timbales resonaban tan fuerte como los cañones que habían precedido al avance de la infantería, y el estruendo de sus famosos tambores casi ahogó el resto de la música marcial. Entre la música, los cañones y los alaridos de los atacantes, no se podía oír nada que no fuese la atronadora algarabía del ataque. No se impartieron nuevas órdenes. No se corrigió la maniobra.
Los soldados otomanos superaron las primeras escarpaduras, se lanzaron a los fosos exteriores y, cuando ya escalaban la pared opuesta, fueron recibidos por una cerrada descarga de todo tipo de armamento ligero. También bramaron los cañones de menor calibre de los defensores, pues se podían inclinar lo suficiente para dirigirlos hacia el frente de avance.
Y comenzó la matanza.
En el flanco izquierdo de los defensores, los franceses disparaban con mosquetes y arcabuces desde el sector de Provenza. Los mosquetes equipados con las nuevas mirillas mostraron ser más eficaces que nunca. Los turcos comenzaron a caer en plena carrera. Los infantes morían por docenas allí donde los alcanzaban, otros saltaban despedazados por la artillería ligera. Desde el flanco derecho, los españoles del sector de Aragón también efectuaban fuego de mosquetería. Cientos de flechas surcaron el aire, persiguiendo a los veloces soldados turcos como si fuesen un enjambre de abejas enfurecidas. Los cuerpos comenzaron a acumularse en las cercanías de la brecha, y pocos minutos después los cadáveres ya cubrían completamente el fondo de las zanjas. La sangre manaba de los agujeros producidos por los mosquetes, y las flechas sobresalían de los cuerpos erizadas como púas de puerco espín.
El asalto a la brecha flaqueó ligeramente cuando los hombres comenzaron a resbalar sobre los cadáveres de sus camaradas muertos. La sangre se coagulaba en resbaladizas capas sobre las víctimas. No se podía auxiliar a los heridos. No había posibilidad de evacuación. Los heridos yacían gimiendo en los fosos al lado de los muertos, y sus cuerpos formaban el puente de paso para que sus compañeros pudiesen avanzar hacia las murallas de la ciudad. Mientras, los espahíes aguardaban sobre sus caballos, como una fuerza inútil.
El fuego de los cañones de la artillería turca barrió las murallas, rompiendo la concentración y desbaratando la organización de arqueros y mosqueteros. Los aghas animaban a sus hombres a avanzar, aunque los defensores estaban rompiendo las líneas turcas en pedazos. Los valientes soldados del ejército del sultán no titubearon ni una sola vez ante aquel fuego devastador, y continuaron su avance por el empinado sendero que llevaba al pie de la fortaleza.
A medida que se aproximaban al sector de Inglaterra, se exponían a un fuego aún más cerrado. Con cada paso que daban hacia delante, se convertían en un objetivo más claro para los tiradores y arqueros apostados en las almenas. Y una nueva plaga se cernió sobre la vanguardia turca al acercarse aún más a las murallas. El temido fuego griego les cayó desde las tuberías de desagüe dispuestas en los parapetos, incendiando los cuerpos de los hombres que no podían sino aullar, agonizando a causa de las espantosas quemaduras que sufrían.
Con todo, los guerreros turcos avanzaron trastabillando sobre muertos y heridos con un único pensamiento en su mente: debían entrar de una vez en la ciudadela de los cristianos. Tenían que encararse con el enemigo en un combate cuerpo a cuerpo. Después de largas semanas de espera, por fin el ejército se lanzaba a la batalla, y podría paladear de verdad el auténtico sabor de la sangre.
Los primeros azabs y jenízaros superaron el último obstáculo y treparon por los cascotes. El hueco que tan ancho parecía desde las trincheras en realidad sólo permitía la entrada de quince o veinte hombres a la vez. Cuando los primeros turcos lograron abrirse paso con uñas y dientes, con el fuego enemigo todavía lloviéndoles desde lo alto, se detuvieron y avanzaron con más cautela a través de la abertura. Cada vez más y más camaradas caían en la entrada, hasta que no hubo más de dos docenas para hacer frente al enemigo. Y allí, entre el humo y el polvo, contemplaron un escenario que hizo que se ensuciasen los pantalones.
Y eso era precisamente lo que habían previsto los caballeros de la Orden.
Por primera vez desde que habían desembarcado en aquella maldita isla, los jenízaros estaban contemplando el rostro del mismísimo demonio. Ante ellos formaban cincuenta caballeros completamente cubiertos con sus armaduras. Todos llevaban idénticas sobrevestes de guerra de color escarlata, con una cruz blanca de ocho puntas estampada sobre la parte izquierda del pecho. Cada uno de ellos iba tocado con un yelmo cilíndrico de hierro con la visera bajada, con una única línea horizontal a través de la cual los turcos podían ver los ojos impasibles de los cristianos. Desenvainaron sus montantes, sujetándolos casi con despreocupación, como si no les importase la presencia de alfanjes turcos. Formaban hombro con hombro. Eran un muro. Inmóviles. Inamovibles. Letales.
Las dos líneas enemigas se contemplaron durante un breve instante que pareció eterno, mientras la cruenta batalla continuaba fuera de las murallas. Un hombre situado en el centro de la formación cristiana llamó la atención de todos los turcos. Su luenga barba blanca sobresalía bajo el yelmo, y su pelo, largo y gris, caía sobre sus hombros. Junto a él, otro guerrero cristiano portaba un largo mástil del que colgaba un estandarte que ondulaba movido por el viento vespertino. La figura de Cristo en la cruz parecía observarlos desde arriba. El anciano alzó su mandoble y chilló. Fue un grito terrible que llenó el aire. Los caballeros avanzaron con las espadas en alto y las lanzas en ristre.
Los turcos vacilaron un instante. Pero entonces se oyó otro alarido de Allah u akbar y, por primera vez, ambos ejércitos se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo sin cuartel.
Los caballeros de la Orden empujaron hacia delante, protegiéndose los costados unos a otros. Las armaduras que cubrían sus cuerpos desviaban los tajos de revés de los alfanjes turcos. Sólo sus cuellos y miembros estaban expuestos al ataque. Ese detalle hizo que lo turcos tardaran un instante en averiguar dónde golpear. Y ese instante les costó un buen número de bajas. Los hombres empezaron a caer. Cada vez más muertos y heridos bloqueaban la brecha abierta en las murallas. Los defensores sabían cómo sacarle partido a esa circunstancia, pues mantenía la proporción del enfrentamiento casi a la par. Debían impedir la entrada masiva de soldados turcos a toda costa.
Atrás, en los fosos, el fuego de los defensores continuaba diezmando al ejército turco. La fuerza de la primera oleada comenzaba a flaquear y los oficiales se vieron obligados a gritar y a arengar a la tropa para no perder el empuje de la primera fase del asalto a la fortaleza. El avance se hacía más y más complicado, pues se veía retrasado por los montones de cadáveres que bloqueaban el paso. Charcos de gelatinosa sangre coagulada hacían que los soldados resbalasen sobre los cuerpos de los caídos. Algunos pisoteaban a sus propios camaradas. Y, así, el horror psicológico de la matanza pareció cobrarse su precio cuando la tropa turca se vino abajo. Todo había parecido tan sencillo cuando la mina estalló. Ante ellos se abría una puerta que los llevaría directamente a la victoria. Tan sólo tendrían que cruzarla. Pero en vez de eso yacían en el suelo, retorciéndose, bañados en su propia sangre, quemados y agonizando, sin ni siquiera haber gozado de una oportunidad para pelear.
Mientras el grueso del ejército otomano luchaba por abrirse paso a través de la tierra de nadie en los fosos y zanjas al pie de las murallas, bajo el fuego enemigo, los caballeros trabaron combate con los primeros jenízaros que entraron en la ciudad. La acorazada falange de caballeros avanzó a un tiempo volteando sus pesados mandobles frente a ellos, dejando un rastro sanguinolento a su paso. La fuerza de su embate era abrumadora, tanto que obligó a los jenízaros a retirarse hacia la brecha.
Cuando los anchos montantes de los caballeros de la Orden tocaban los miembros o el tronco de un soldado turco, éste tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir. Brazos grandes y musculosos, entrenados durante años en el manejo de tan pesadas espadas, imprimían una fuerza imparable al afilado acero del mandoble. Brazos y piernas caían al suelo cercenados, haciendo que el herido se desangrara en cuestión de minutos mientras a su alrededor el combate se hacía más cruento. Los caballeros continuaron su impasible avance hacia el enemigo. La situación se volvió caótica entre los jenízaros y los pocos azabs inmovilizados en aquella estrecha ratonera.
Desde su posición, en primera línea, Mustafá pudo ver el bloqueo de la brecha y gritó llevado por la furia. Exhortó a sus hombres a avanzar a pesar de que estuviesen dispersos por los disparos y las flechas que les llovían desde la muralla. De pronto, apareció bunchuck en la empalizada. Allí, en pleno frente, se alzaba el estandarte del sultán en persona, pues de él colgaban las siete colas de caballo. El fragor del combate ahogaba el tintineo de sus campanillas de plata, pero la vista de las colas de caballo y la dorada media luna islámica insuflaron moral en las tropas turcas. El asalto comenzó de nuevo.
La marabunta de soldados empujó a Mustafá hacia delante. Tan fiera fue la segunda oleada, que quienes se retiraban ante el fuego de mosquetería no tenían más opción que huir hacia el frente.
Una y otra vez los turcos trataron de introducir a la fuerza a su numeroso ejército en el recinto de la ciudad, pero la estrategia de los caballeros estaba funcionando muy bien, demasiado bien. Se limitaban a empujar hacia la brecha a los soldados de vanguardia, así bloqueaban la entrada con un muro de enemigos vivos.
Gabriele Tadini combatía con ferocidad en la línea de vanguardia de los caballeros, despedazando cuerpos sin piedad. Estaba furioso porque los zapadores turcos habían abierto un boquete en su muralla, la suya, y, además, habían osado burlar sus contramedidas. Aquello era una afrenta personal, y Tadini pensaba resarcirse allí mismo, al pie de la fortaleza.
Al lado de Tadini luchaba Michel d’Argillemont, almirante de la flota de la Orden, que ante esa situación participaba en la lucha junto a todos los demás. Era una bendición abandonar la ociosidad que se vivía a bordo de sus galeras, atracadas en el puerto. Michel embestía hacia el frente, trazando anchos arcos con el filo de su alabarda, rajando y obligando al enemigo a retroceder. En uno de esos embates, al emplear demasiada fuerza para trazar un arco con su arma, perdió el equilibrio y casi atravesó a Tadini.
—Hiens!—vociferó el italiano—. ¡Allí! ¡Ellos son el enemigo!
Su sonrisa se perdió bajo la visera del casco. Luego avanzó un paso, propinó un rodillazo a un joven jenízaro y le partió el cráneo con el afilado acero de su espada. Miró a su derecha y, cuando estaba a punto de bromear simulando una queja, vio a Michel caer de rodillas. Tadini avanzó un paso más, interponiendo su propio cuerpo ante un turco que se estaba aproximando para rematarlo. El alfanje trazó un corte oblicuo de arriba abajo en el peto del ingeniero, rompiéndole la sobreveste y rajando el metal. Antes de que el infiel pudiese golpear de nuevo, Tadini ganó la distancia entrando a fondo con su pierna derecha, a la vez que extendía una estocada directamente desde la cadera, ensartando el pecho del soldado con un movimiento más propio de esgrima de florete que de montante. El jenízaro cayó, sujetando el filo que se le hundía entre las costillas, y Gabriele tuvo que separarlo de una patada para recuperar su arma.
Otro caballero avanzó hasta la vanguardia, cubriendo a Tadini de cualquier posible ataque. Michel todavía estaba de rodillas, luchando con algo que tenía en el morrión. Gabriele se inclinó sobre él y lo cogió por la sobreveste. Vio la herida cuando atrajo a Michel hacia sí. Una saeta le había atravesado la parte exterior de su ojo izquierdo, para terminar sobresaliéndole por el casco a través de la sien.
—¡Dio mio!—acertó a decir Tadini, mientras arrastraba a su amigo hacia las líneas de retaguardia. Una vez estuvo fuera del alcance de un ataque inmediato, dejó a Michel en el suelo y se arrodilló a su lado. Las palabras que conseguía balbucear Michel se hicieron del todo incoherentes.
—¿Puedes caminar? —rugió Tadini. Michel no contestó—. ¿Me oyes? ¿Puedes andar?
Silencio de nuevo. Tadini enfundó su espadón, levantó a Michel con un brazo y se lo echó al hombro, sujetándole los muslos con las manos y dejando que el cuerpo le colgase a la espalda. Corrió por las calles del barrio de los mercaderes hasta llegar al Collachio. Metiéndose por la calle de los Caballeros tan rápido como le permitía el pesado cuerpo que acarreaba, hasta que por fin subió las escaleras del sanatorio.
Renato estaba trabajando con los heridos que ya habían empezado a llegar procedentes del bastión de Inglaterra. Ni siquiera miró a Tadini cuando éste lo llamó a voces. El ingeniero posó el cuerpo de su camarada suavemente sobre una mesa de operaciones vacía y llamó a Melina. La mujer estaba vendando la cabeza de un caballero herido que yacía en el suelo. Cuando terminó corrió hacia Tadini. Lo conocía bien, pues el italiano había visitado a menudo el hospital en busca de Jean, que ya se había convertido en uno de sus mejores amigos. Cuando se le había necesitado, el ingeniero había pasado más de una noche allí, ayudándolos, y había llegado a trabar una buena amistad con la mujer de su amigo. Y, además, nunca había dejado de hacer velados comentarios acerca del conocido secreto que era la pequeña familia de Jean y Melina.
Melina lo saludó con un asentimiento al aproximarse a la mesa.
—¿Quién es, Gabriele? —y entonces miró al rostro del herido—. ¡Oh, Dios santo! ¡Michel, no!
En ese momento, cuando Michel, presa del dolor y el delirio, volvió la cabeza hacia ella, Melina pudo ver las plumas direccionales de la saeta sobresaliéndole por un ojo. Se llevó rauda las manos a la boca, pero fue incapaz de ahogar el chillido que afloró desde su garganta.
—¡Oh, Dios santo! —dijo de nuevo—. ¡Regresad a vuestro puesto, Gabriele! —le pidió tomándolo del brazo—. Llamaré al doctor Renato y entre los dos cuidaremos de Michel.
Tadini le apretó una mano y salió apresuradamente del hospital.
* * *
Philippe sentía cómo le escocían los ojos a medida que iba segando vidas en su avance hacia el enemigo. A sus cincuenta y ocho años, era el más anciano de los combatientes de la contienda, pero su edad no se correspondía con su aspecto físico. Años de batallas y entrenamientos militares lo mantenían en tan buena forma como cualquier joven. Con sus fuertes brazos y su poderoso pecho, cercenó y barrió las vidas de docenas de desafortunados turcos que se cruzaron en su camino aquella tarde.
Henry Mansell estaba situado detrás del maestre, un poco a su izquierda. Combatía lo bastante lejos para que no le alcanzasen los poderosos tajos del montante de Philippe, pero lo suficientemente cerca como para proteger la espalda de su maestre. Mansell mantenía el pendón de la Cruz bien alto por encima de las cabezas de los caballeros de la Orden. El mástil de madera estaba recubierto con latón y terminaba en una afilada punta. Si llegaba el caso, defendería al maestre utilizando el mástil del pendón como si de una lanza se tratase. Sujetaba el asta con la mano izquierda, y en la derecha blandía su mandoble. Los años que había pasado como alférez le habían proporcionado una enorme fuerza en brazos y hombros. Para él no suponía esfuerzo alguno pasar una hora detrás de otra en una batalla, o en un desfile, sosteniendo su pesada arma y también el sagrado pendón de la Cruz.
Philippe avanzó un paso, y sus compañeros de armas hicieron lo propio contra la marea de turcos que se abalanzaba sobre ellos. Un jenízaro se deslizó bajo el elevado arco que describía el acero de Philippe, confiando ganar una posición segura al romper la distancia de ataque del arma, y lanzó una estocada con su alfanje hacia el cuello de Philippe con la intención de herir entre la loriga y la babera. Pero Philippe detuvo la hoja con el guantelete de cota de malla y, cerrando la distancia, golpeó el casco del jenízaro con el pomo de su espada. Aunque consciente, el hombre quedó lo suficientemente aturdido para tambalearse durante un segundo, y bajó la guardia intentando recuperar el equilibrio. Pero antes de que pudiese recobrarse para lanzar un segundo ataque, el maestre levantó su pesado mandoble desde su pecho por encima de su hombro izquierdo. Y entonces descargó un tajo de revés. El filo, mellado ya por los impactos contra otras espadas y sucio de barro y de sangre, cortó la clavícula derecha del joven soldado y bajó a través del pecho hasta alcanzar la axila izquierda.
El jenízaro miró hacia la abertura de la visera del yelmo de Philippe mientras se desplomaba de espalda a causa del golpe y, como un muñeco roto tras la pataleta de un niño con mal genio, cayó al suelo partido en dos antes de que pudiese ver los dos ojos que le devolvían la mirada.
Philippe recuperó su posición de guardia y avanzó medio metro más.
* * *
Mustafá bajá casi pudo sentir cómo el grueso de su ejército aminoraba el paso hasta flaquear. La aglomeración de cuerpos de su propio bando impedía el progreso. Tuvo que chillar una y otra vez a sus hombres para que avanzasen. Incluso desenvainó su acero y golpeó a sus propios soldados con la pala del alfanje. Los maldijo e injurió, les llamó cobardes, pero, con todo, se perdió el impulso.
La batalla se libró durante dos horas más. Lágrimas de frustración surcaban el rostro del bajá mientras se abría paso hasta la brecha. Había visto el bunchuk del sultán ondear junto a la fortificación y, de pronto, el estandarte desapareció de su vista. Una vez salvada la distancia que lo separaba de las murallas, empujando y aullando imprecaciones a sus hombres, vio al alto cristiano de barba y melena grises. A pesar de no haberlo visto jamás, supo que aquel hombre tenía que ser el infame Gran Maestre, Philippe de L’Isle Adam. Entonces vio el enorme estandarte ondear al viento, el que representaba a Cristo crucificado, a la espalda de aquel infiel, y supo que estaba en lo cierto. ¡Qué estúpidos! —pensó—, exponer a su jefe a caer herido, o muerto, en la primera línea de choque. Ellos jamás tendrían una oportunidad como ésa con el sultán.
Mustafá atacó, derribó a sus propios hombres golpeándolos con los puños en su afán por llegar al combate. Se batiría con ese diablo y lo partiría en pedazos allí mismo, a los pies del bastión. Nada podría detenerlo. Cuando su jefe muriera, los demás cristianos perderían su valor y rendirían la fortaleza al sultán.
Philippe había combatido durante dos horas sin descanso. La estrategia estaba dando su fruto, los caballeros estaban bloqueando el acceso con sus cuerpos y los filos de sus aceros. Los musulmanes flaqueaban, por fin el asalto había perdido su impulso. Le dolían los músculos y se sentía débil por la deshidratación y el esfuerzo continuado, pero siguió combatiendo.
Durante lo que duró la lucha, el maestre no dejó de vigilar a los soldados que había más allá de las murallas, tratando de averiguar la fuerza y decisión del asalto. Podía ver los fosos repletos de los cadáveres de los hombres destrozados por los tiradores apostados en almenas y atalayas. Por cada uno de los hombres que había perdido aquel día, yacían cientos de turcos muertos o heridos. Entonces lo vio. Estaba estudiando el escenario de la batalla cuando vio a una figura humana moviéndose contra corriente en la masa de soldados. Mientras el ejército turco se retiraba lenta y desorganizadamente, aquel hombre avanzaba hacia ellos haciendo molinetes con su alfanje. El estruendo de la batalla era tan intenso que Philippe no alcanzaba a discernir nada de lo que oía, pero veía los gestos de aquel infiel de enormes mostachos que aullaba y maldecía mientras avanzaba con ímpetu fanático. Había perdido el turbante, y su uniforme estaba sucio de sangre y barro. Cuando el hombre llegó al bastión, Philippe avanzó un paso para enfrentarse a él. Sus ojos se encontraron y, durante un breve instante, estuvieron frente a frente.
Pero de pronto los caballeros de la Orden arremetieron hacia delante formando con sus armaduras un brillante muro erizado de espadas. Incluso Philippe se sorprendió de la potencia del contraataque después de tantas horas de lucha. Era como si sus hombres quisieran acabar con aquello de una vez. En ese mismo momento. Como si ya no tolerasen la presencia de un solo musulmán dentro del recinto de la ciudad. El empuje fue tan poderoso que los turcos se retiraron definitivamente, saltando fuera de la brecha espoleados por el pánico. Algunos jenízaros aislados trataban de continuar con el ataque, mientras que toda una marea humana retrocedía. Se deslizaban por los terraplenes, tambaleándose y cayendo sobre los cuerpos de sus camaradas, vivos o muertos.
Mustafá se encontró a sí mismo atrapado en la retirada, repartió golpes para liberarse y lanzó tajos y estocadas a su alrededor en un intento de forzar una oportunidad para atacar al maestre. Pero todo fue inútil. La multitud se apiñó en torno a él obligándolo a retroceder y salir de la brecha. Tal era la fuerza del gentío que, en ocasiones, incluso sus pies perdieron el contacto con el suelo. Maldijo y golpeó a sus hombres, pero no consiguió nada. Agitó su alfanje al aire al tiempo que veía la figura de su enemigo perderse en la distancia. Al final, dejó de luchar.
Por su parte, Philippe no tuvo el privilegio de ver la salida del agha. Todavía tuvo que encarar un nuevo ataque y, una vez más, arrancó a un joven jenízaro de la frágil cadena de la vida.
Los caballeros de la Orden no lanzaron vítores al ver la retirada de las hordas del sultán. Ni levantaron sus espadas en señal de victoria. La muralla humana se alzaba encarando el perímetro exterior con las espadas desenvainadas a un lado. Para los pocos turcos que pudieron verla, aquélla fue una visión espeluznante. Los defensores parecían formar parte de las rocas de la muralla. Al verlos de aquella guisa, los soldados de choque comenzaron a dudar que alguna vez lograran expulsarlos de la fortaleza.
Los guerreros, silenciosos, miraron más allá de los fosos. A través de la incipiente oscuridad, pudieron distinguir decenas de miles de soldados aguardando su turno para asaltar la ciudad. Parecía como si hubiese un número infinito de militares turcos dispuestos a ocupar el puesto de aquellos a quienes los caballeros habían matado durante el primer asalto al interior de la ciudad.
El Gran Maestre retrocedió y, dirigiéndose a Mansell, dispuso las órdenes para que se supervisasen los daños de la zona derruida de la muralla. Desde allí podía ver, pocos pasos por detrás de la primera línea de choque, el estandarte de la Santa Cruz, meciéndose suavemente con la brisa. Cuando los demás le abrieron paso, Philippe observó que no era Henry quien sostenía el asta, sino otro caballero de la langue de Francia. A sus pies yacía Henry Mansell, con el astil de una flecha sobresaliendo del centro exacto de su pecho. Uno de sus hermanos de armas lo sujetaba en brazos, mientras otro intentaba sacarle la flecha. Pero la chapa de la armadura sujetaba fuertemente el astil de madera con su metálico agarre. Philippe se arrodilló al lado de su viejo amigo y se inclinó sobre él.
—Henry, oh, Henry —se lamentó en voz baja.
—Lo siento, mi señor, pero está muerto —le informó el caballero que lo sostenía en brazos.
Philippe llevó su mano a la frente de Mansell, luego al pecho, al hombro izquierdo y, al final, al derecho.
—In nomine patria et filia et spiritus sancti, amen. Au revoir, Henri, mon cher vieil ami.
Philippe se levantó y comenzó su largo camino al hospital. Los caballeros lo vieron alejarse, y de pronto les pareció más viejo y menudo. Caminaba con los hombros caídos y la cabeza gacha. De algún modo, el vigor de su paso y el orgulloso porte que todos habían visto en él parecían haberse esfumado. «Hoy ha conseguido una gran victoria», pensaron sus camaradas.
* * *
Solimán contempló el ataque desde la aventajada posición que le proporcionaba la colina. Ibrahim estaba a su lado. La pequeña guardia de jenízaros se había desplegado en semicírculo alrededor del monarca, y todos sus componentes observaban el desarrollo de la batalla en silencio. El estandarte verde del Profeta cayó en la tranquilidad del ocaso; como el telón de fondo del drama que se desplegaba ante el sultán.
Solimán permaneció montado en su caballo cuando finalizó el combate. Siguió con la mirada a sus tropas mientras éstas iniciaban la retirada del terreno que tanto les había costado ganar. Vio cómo cruzaban fosos y empalizadas abandonando por el camino los cuerpos de sus compañeros muertos y heridos. Aquí y allá podía verse a un soldado llevando a un camarada o auxiliando a un herido para regresar a su campamento. Pero la escena que se presentaba ante los ojos del sultán era la de un ejército de muertos y agonizantes en la sombría tumba excavada para defender los muros de aquella odiada ciudadela.
En breve, sus tropas alcanzarían la seguridad de la retaguardia. El hostigante fuego de mosquetería disminuyó, hasta cesar por completo cuando el último de los soldados turcos salió del alcance del arma. El silencio se adueñó de sus hombres. Después de horas de ruido y caos, la ausencia de todo sonido resultaba inquietante. Ni siquiera cantaban los pájaros. En medio de la quietud, Solimán pudo oír claramente el sonido que producía el tejido de los uniformes de sus hombres al moverse, y el suave roce de sus armas contra la coraza mientras caminaban hacia sus campamentos. En su nariz penetró el olor a pólvora y a carne quemada. Estudió la expresión de sus rostros. La furia y la esperanza del asalto inicial se había trocado en ausencia de emoción. Donde había esperado ver dolor y decepción, no vio nada.
El monarca inspiró profundamente. Miró más allá de donde estaba Ibrahim y dirigió a su semental de guerra hacia el campamento del monte San Estéfano. Pensó en la bravura con la que habían combatido sus hombres; en las muchas vidas que se habían perdido en aquella jornada y en cuánto dolor tendría que soportar su gente a manos de aquellos cristianos. El sultán se preguntaba qué precio tendría que pagar él, y su ejército, para tomar aquella maldita isla.
Ibrahim lo seguía a una distancia prudente, dejando a su amo solo con sus pensamientos.
* * *
Más tarde, cuando la oscuridad cubrió la tierra de nadie que se extendía entre los dos ejércitos, los soldados de ambos lados de la muralla comenzaron a curar sus heridas y a enterrar a sus muertos. Los turcos perdieron a más de dos mil valientes soldados en el campo de batalla aquella jornada. Los caballeros de la Orden perdieron al alférez Henry Mansell y al comandante Gabriel De Pommerols. Michel d’Argillemont murió a causa de su espantosa herida sin haber recuperado la conciencia. Nadie contó el número de bajas entre los rodios y mercenarios.
En los fosos, los turcos heridos lloraban y clamaban auxilio. Sus voces llegaban a los oídos de ambos bandos y, poco después de medianoche, Philippe mandó una partida de soldados para que rompiesen una regla básica en el ejercicio de la guerra; una norma que siempre habían respetado los soldados. La partida salió pertrechada de espadas y picas y, moviéndose entre los caídos, fueron ejecutando a los heridos uno a uno. Deambularon lentamente, deteniéndose sólo para sacar a algún herido de entre los muertos. Probaban aquí y allá con las afiladas puntas de sus armas y, cuando encontraban a uno, sin remordimientos ni temor, fría y calculadoramente, le hundían sus espadas en las costillas, cerca del esternón. Después sacaban el filo del pecho del desdichado otomano y retomaban la búsqueda de todo aquel que no hubiese tenido la fortuna de morir durante la batalla. No se perdonó la vida a nadie. No se hicieron prisioneros. En el más absoluto silencio, otra batalla salvaje se había desencadenado durante las horas de oscuridad.
Al amanecer, la partida regresó a la Puerta de San Juan y atravesó la ciudad hasta llegar al collachio. Desde allí se dirigieron a sus aposentos, donde se despojaron de sus ensangrentadas armas y se vistieron con sus capas rojas con la cruz blanca de san Juan. Después, volvieron a reunirse en la capilla, cuando las campanas tocaron a maitines.