Capítulo IV

EL PALACIO DE LOS CAÑONES

Palacio de Topkapi, Estambul.

Septiembre de 1521

—Toma esta carta de inmediato y cuida de entregársela en mano al embajador. No confíes en nadie más. ¿Está claro?

—Sí, majestad.

El jenízaro, postrado ante su señor, se incorporó y tomó la carta que Solimán le ofrecía. Se aseguró de colocar la misiva en el pequeño morral de cuero que llevaba a la cintura, retrocedió hasta la puerta sin darle la espalda al sultán, y allí recuperó su espada y abandonó el palacio sin más demora.

Ibrahim se sorprendió de que Solimán hubiese mantenido una conversación con un personaje tan por debajo de él en la escala social como un jenízaro. Por lo común, reinaba el más absoluto silencio en presencia del emperador, roto solamente por sus más allegados consejeros y visires. Una antiquísima, centenaria, tradición otomana prescribía que en las salas interiores de palacio se debía observar un riguroso silencio. El mundo del sultán había de preservarse frente a la desordenada cacofonía generada en las calles del Imperio. Para asegurar el cumplimiento de ese aspecto de la vida palaciega, Solimán había creado un lenguaje manual de signos llamado ixarette. Lo aprendió de dos jardineros mudos que trabajaban en sus parterres privados. Un sistema de signos evitaba establecer ninguna conversación hablada con los siervos y, a la vez, incrementaba la distancia entre el sultán y los criados, esclavos y demás personal de servicio. Con el paso del tiempo, el ixarette se convirtió en imprescindible para Solimán, y eran raras las conversaciones habladas con cualquiera que no perteneciese al círculo de sus más cercanos consejeros.

Solimán bebió zumo de frutas escanciado en su copa favorita de jade, acomodado en su mejor diván. Durante generaciones, los sultanes otomanos habían bebido exclusivamente de copas confeccionadas con jade porque los científicos de la corte creían que la mayoría de los venenos decolorarían la superficie de tan delicada piedra. El soberano agitó el líquido y escudriñó con atención las paredes de la copa; éstas conservaron su hermoso tono verde traslúcido.

—Y bien, Ibrahim. ¿Qué opinión te merece nuestra carta?

Ibrahim asintió con una sonrisa, se levantó del diván y comenzó a pasear arriba y abajo por la sala. Solimán consentía tan irritante comportamiento porque sabía que ello calmaba a su amigo y le permitía contemplar diferentes soluciones para un mismo problema.

—Esa carta debía ser enviada —contestó Ibrahim después de meditarlo un momento—. El Qur’an nos enseña que debemos advertir a nuestros enemigos y darles la oportunidad de rendirse a nosotros. Sí, el envío de esa carta es fundamental.

Se encontraban en una de las cámaras privadas del sultán, convertida durante el día en sala de audiencias.

—¿Os preocupa la seguridad de ese joven soldado que transporta la carta, mi señor?

—Sí. Nunca se sabe cómo pueden reaccionar los infieles cuando reciben malas noticias. ¿Recuerdas el suceso con el emisario que envié a Hungría? Lo único que hizo fue anunciar la noticia de mi ascensión al trono.

—Lo recuerdo, sí. Pobre hombre, le recompensaron por sus tribulaciones cortándole la nariz y las orejas. Ha sobrevivido sólo gracias a la voluntad de Alá, y a la pericia de nuestros físicos. Sin embargo, creo que el Gran Maestre entenderá perfectamente el significado de vuestro mensaje. Esa Carta de Victoria no se puede interpretar de otro modo que no sea como una amenaza. Aunque yo, personalmente, todavía no sé si ésta será una empresa acertada.

—¿Por qué? ¿Acaso no nos hemos cubierto con el manto de la gloria desde que tomamos Belgrado, la Ciudad Blanca? ¿No han demostrado nuestros ejércitos que nada nos puede detener? ¿No se han cuidado de comparar, absurdamente, a Solimán, el guerrero, con Selim? ¿Entonces, por qué no Rodas, ahora?

—Estoy completamente de acuerdo en que necesitamos expulsar a los Hospitalarios de la isla de una vez para siempre. Ya han rapiñado nuestro comercio marítimo durante demasiado tiempo.

—¿Demasiado tiempo? ¡Han actuado como piratas en el Egeo y el resto del Mediterráneo durante doscientos años!

—Excusadme, majestad, quizá me haya expresado con demasiada mesura. Sí, han efectuado actos de piratería, o de corso, como diría el nuevo Gran Maestre, sobre nuestras rutas comerciales durante los últimos doscientos años. Incluso he oído a la gente referirse al Mediterráneo como el fago de los Caballeros de San Juan. Y nosotros hemos perdido incalculables fortunas en tesoros y comercio gracias a sus galeras de guerra, por no mencionar la esclavitud de nuestro pueblo. No cabe duda de que debemos hacer que el Mediterráneo sea de nuevo un lago otomano.

—Ya es hora de que se les detenga —interrumpió Solimán. Selim, su padre, jamás se había resignado a tener a los caballeros de la Orden ubicados entre Estambul y Egipto, y se estaba preparando para atacarlos cuando falleció—. La campaña contra Hungría es una continuación de la empresa de mi padre, pues necesitaba tomar el mando del ejército. Y hablo de obtener el auténtico control militar. De no ser por Belgrado, ahora no sabría hasta qué punto cuento con la lealtad de nuestros jóvenes soldados. ¿Crees que fue un capricho que cobrase la paga de un jenízaro?

—No, mi señor, en absoluto.

Ibrahim recordaba aquel día con todo detalle, fue una maravillosa demostración de astucia y perspicacia por parte del sultán. Piri bajá había querido que se viese a Solimán como el verdadero jefe de los jenízaros. El anciano general le había dicho al soberano: «Esos jóvenes son incansables, majestad. Están deseando entrar en batalla, no viven para otra cosa. No tienen familia ni esposa, y sus únicos amigos son otros jenízaros. Viven en campamentos y pasan los días entrenándose para combatir y matar. Para ellos, cuando no hay guerra, no hay oro extra, ni recompensas. No hay gloria. Para ellos la ciudad no ofrece nada bueno, allí mascan las amargas raíces de la instrucción y la disciplina, y comen dentro de las cocinas, no fuera, como siempre hacen en los campamentos militares. Debéis dirigirlos. Majestad, ellos os tienen que ver como su serasquier. ¡Su comandante en jefe!».

A la mañana siguiente, el toque de timbal convocó a formar a los yeri cheri. Los guerreros se sorprendieron al no encontrar al sultán montado en su caballo de ceremonia, sino caminando entre ellos. Aquello era algo inaudito. Los soldados formaron en cuadro y adoptaron la posición de firmes, preparándose para la marcha matutina y la sesión de instrucción. Normalmente, un día de paga, como era aquél, los jenízaros habrían salido corriendo hasta el puesto del oficial encargado de efectuar el pago, olvidando toda disciplina. Pero aquel día el sultán se hallaba entre ellos, no habría carreras a la desbandada. Los oficiales y demás mandos de la tropa se mantenían en posición de firmes, y las filas de las formaciones rectas como el astil de una flecha. No se oía ni un ruido, a pesar de que había cinco mil jenízaros acantonados en la zona interior del palacio, nadie habló, nadie se movió. En una quietud como aquélla, un simple susurro habría sido oído por todos.

Solimán avanzó hasta colocarse al frente de su guardia. Lucía sus pertrechos de guerra en vez de las ropas de seda brocada con las que se solía presentar en público. Las botas, como el casco, eran iguales a las de sus jenízaros. Juntos esperaron al general pagador. ¡El sultán iba a recibir su paga como cualquier otro soldado raso de la Guardia de Jenízaros!

Bali agha, serasquier de los jenízaros, contemplaba la escena desde un lateral; se alisó las púas de su negro mostacho, tan largo que le llegaba a la papada, y asintió mirando a Ibrahim. El amigo del sultán aguardaba tras la formación, montado en su inagotable semental negro, el único sonido que se escuchaba era el de los cascos del caballo al piafar y el de algún que otro resoplido ocasional emitido por su ancho hocico.

Solimán asintió al general pagador cuando recibió un puñado de aspers de plata y lo guardó en su faltriquera de cuero. Ibrahim supo entonces que aquellos jóvenes soldados morirían por su señor. El sultán no era un espahí, ni un marino. ¡Era un jenízaro! Era uno de ellos. A partir de entonces, los jenízaros caminarían con orgullo ante los jinetes espahíes, pues el sultán en persona marcharía a la guerra con ellos.

Apenas ascendido al trono, lo primero que hizo Solimán fue dirigir sus huestes contra la ciudad de Belgrado. La plaza cayó ante las fuerzas del sultán a los tres meses de asedio. Esta conquista supuso la primera gran victoria del sultán, que solamente contaba con veinticinco años de edad. Los monarcas europeos comenzaron a temblar ante las noticias que llegaban sobre el poder y la valentía del hijo de Selim. En menos de seis meses, el sultán había regresado a Estambul con su ejército cargado de esclavos y tesoros. La cristiandad al completo aguardó aterrada el siguiente paso de las tropas del soberano turco.

* * *

—Sí, majestad —dijo Ibrahim—, Sin duda fue un día señalado.

—Sin duda —asintió Solimán sonriendo a su amigo.

Entonces llegó un siervo que se arrodilló en la entrada de la sala, y se postró hasta que su frente tocó el suelo. Luego, de rodillas, comenzó a conversar con el sultán utilizando el lenguaje de signos.

Ibrahim estaba versado en aquel sistema de lenguaje, pero rara vez lo utilizaba en presencia de Solimán. Supo que el siervo anunciaba al administrador del Hazine, el Tesoro de la Corona. El sultán ordenó al funcionario que entrase. El siervo se retiró y se presentó el administrador, un anciano burócrata que vestía un rico caftán de seda brocada y un turbante blanco adornado con plumas de garza real de color púrpura. Se postró con gran dificultad sobre la alfombra extendida ante el sultán, hasta apoyar la frente en el suelo. Solimán le indicó al administrador que se levantase y extendió su brazo; el anciano tomó el puño de la manga del sultán, se lo llevó a la frente y se incorporó. Ibrahim pudo ver la expresión de dolor de los ojos del anciano cuando las desgastadas articulaciones de sus rodillas lucharon por realizar el saludo protocolario al sultán.

—Majestad —comenzó—, si os place, me gustaría llevaros a vos y al capitán de vuestra guardia personal a visitar las dependencias del Tesoro Real.

El anciano mantuvo la mirada fija en el suelo mientras esperaba la respuesta.

Solimán volvió la cabeza hacia Ibrahim, quien asintió con una sonrisa.

—Muy bien —aceptó Solimán volviéndose hacia el anciano—. Veamos qué es lo que durante todos estos años la Casa de Osmán ha almacenado para nosotros.

El administrador hizo una reverencia y encabezó la marcha. El pequeño grupo abandonó las cámaras privadas del soberano e inmediatamente los jenízaros formaron el habitual cordón de seguridad alrededor de Solimán. Dejaron atrás las habitaciones y se encaminaron directamente hacia la Cámara del Tesoro.

Los guardias se detuvieron en formación ante la puerta del inmueble, y los tres hombres entraron en un edificio de múltiples cúpulas construido en piedra. Solimán sintió por primera vez el desasosiego del peso que conlleva la responsabilidad de su cargo al penetrar en las salas donde se guardaba el Tesoro propiamente dicho. El monarca podía sentir la presión casi física de un lastre que lo aplastaba contra el suelo de mármol. Ibrahim advirtió el cambio de expresión en el semblante de su amigo, pero no dijo nada.

—En primer lugar, majestad —anunció el funcionario—, debemos contemplar el símbolo de vuestro poder.

El anciano se acercó a una de las estanterías, tomó un fardo alargado que se adivinaba pesado y lo posó sobre una mesa de madera. Después, desató cuidadosamente las cuerdas de seda que sujetaban el brocado del envoltorio, estiró el paño sobre la mesa y retrocedió un paso, descubriéndole a Solimán la espada de Mehmet Fatih, su bisabuelo. La enorme arma enjoyada mostraba una anchísima hoja, y al sultán no le pasó desapercibido que solamente el poseedor de una fuerza prodigiosa podría manejar esa espada con eficacia en la batalla. La curvatura del filo era mucho más abierta que la de los típicos alfanjes de los jenízaros. Aquella gran espada representaba el poder de los sultanes del Imperio otomano.

Solimán empezó a sudar. Avanzó un paso y colocó su mano sobre la ornamentada empuñadura de la espada de su bisabuelo. La oscilante luz de las lámparas de aceite se reflejó en las piedras preciosas y en el filo grabado con letras arábigas.

—Tengo fe en Dios —leyó en voz alta.

El administrador e Ibrahim esperaron a que Solimán tomase la espada con las dos manos y levantase, no sin esfuerzo, el poderoso símbolo del Imperio. Pero el sultán se limitó simplemente a pasar la mano con suavidad a lo largo de la hoja, se volvió hacia ellos y se apartó de la mesa. Asintió a Ibrahim, y le indicó con un gesto al administrador que podían continuar.

El anciano funcionario envolvió la espada y la colocó de nuevo en el nicho de la pared destinado a ella.

—Aquí, majestad —dijo el funcionario en la siguiente parada—, conservamos buena parte de las prendas de vuestros ancestros. El gran sultán Murad adornaba su turbante con estas plumas de garza real, y estos caftanes y atavíos dorados eran suyos. Vuestro padre vistió esas ropas aquí colgadas —anunció señalando varias prendas expuestas sobre maniquís—. Todas están confeccionadas con el hilo de oro más fino que se pueda encontrar en el ancho mundo, majestad. Selim, vuestro padre, las lució en alguna ocasión.

El anciano señaló hileras e hileras de espléndidos ropajes de todos los colores y diseños. No era raro que el sultán estrenase una de esas prendas de valor incalculable y no la volviese a vestir jamás.

Los tres hombres deambularon entre los tesoros, y el administrador iba señalando los presentes enviados por monarcas europeos; relojes de oro y marfil, espadas y puñales con incrustaciones de pedrería; finísimas sillas de montar de cuero repujado y tachonado con joyas y estribos de plata; cofres de oro, pagados como tributo por príncipes extranjeros; un matamoscas adornado con rubíes; porcelanas procedentes de lugares tan remotos como China y hebillas de cinturón talladas en marfil.

—Creo que es una pena que todos estos tesoros permanezcan aquí, en las tinieblas —le comentó Solimán a Ibrahim y, volviéndose hacia el administrador, añadió—: Cuidad de que estas vajillas se lleven a palacio y se utilicen. Haced inventario de todos los objetos que puedan tener alguna utilidad práctica, y ordenad que se lleven a mis aposentos. Y, por último, contad esos ducados venecianos de oro y enviadlos por barco al arsenal de Tophane. Deseo que esa suma de dinero se utilice para construir los cañones con que armaremos nuestros navíos.

El administrador acató las órdenes con una reverencia, y guió a Solimán e Ibrahim hacia un oculto recoveco del Hazine. Era una dependencia más oscura que las demás, iluminada tan sólo con dos pequeñas lámparas de aceite. Se veían varias piezas de ropa en una esquina, colgadas de unas simples perchas de madera. Todas estaban confeccionadas con resistente fieltro blanco forrado con borreguillo negro. Aquellas prendas estaban a un mundo de distancia de la opulencia y grandeza de la vestimenta de Murad, Mehmet y Selim. Incluso la informal ropa de calle de Solimán contrastaba con la humilde simplicidad de las prendas allí colgadas.

—¿Estas son...? —comenzó a preguntar.

—Éstas, majestad, son las ropas de los auténticos fundadores del Imperio otomano, Osmán y Ertoghrul.

Solimán e Ibrahim contemplaban la ropa mientras un largo silencio, fruto del más profundo respeto, parecía llenar la habitación. El administrador no osó hablar, se limitó a esperar que los dos hombres preguntasen por la historia de las prendas. Seguramente ya la habrían oído un millón de veces, como todos los jóvenes educados en los límites del Imperio osmanlí. Sus familiares les habrían contado cómo, más de doscientos años atrás, un jefe guerrero llamado Ertoghrul vagaba por las montañas y mesetas de Asia Menor, al frente de una confederación de tribus unida bajo su mando. Eran hordas de pueblos nómadas procedentes de las estepas asiáticas, empujadas hacia Occidente por la energía de las tropas mongolas.

Solimán conocía bien la historia de las tribus de Ertoghrul, de los años de hambre y muerte, de dolor y de correrías. Conocía incluso el modo en que su antepasado mantuvo a las tribus unidas y con vida a lo largo de aquellos años llenos de adversidades. La madre de Solimán le había narrado el gran canto épico del fundador del clan osmanlí. Como si se tratase de un ritual de antes de acostarse, Cyra Hafise le relató una y otra vez la historia del día en que Ertoghrul fue testigo de una batalla que se libraba en una llanura cercana. Un gran ejército de caballería estaba al borde de la destrucción cuando Ertoghrul, por razones que sólo él conocía, decidió llevar a su gente al valle para ayudar a los ya casi derrotados jinetes.

Al finalizar la batalla, Ertoghrul supo que había socorrido al sultán Kaikhosru, jefe de los turcos selyúcidas, que estaba a punto de ser aniquilado por una nueva invasión de los mongoles.

Este sultán selyúcida recompensó a Ertoghrul concediéndole un pequeño territorio en la zona central de Anatolia. Terreno sobre el que se fijaría la piedra angular de la fortuna osmanlí. Aquello fue el comienzo de una tribu guerrera que luchaba al lado del ejército que eligiese, unas veces los bizantinos, otras los selyúcidas; el de una tribu que no se detenía ante ningún contratiempo que le pusiese el destino; el de un ejército que llegaría a controlar toda la península de Anatolia y cuyo predominio culminaría con la conquista de Constantinopla, capital del Imperio bizantino, por Mehmet Fatih. La pequeña coalición medraría hasta adquirir un poder inimaginable y extender sus dominios al corazón de Europa. Así se fraguó el comienzo del Imperio otomano.

El administrador del Tesoro no tuvo que narrar nada de eso al sultán. Solimán conocía de sobra cada pequeño detalle de la historia. Sabía que era el décimo jefe de una dinastía extraordinaria. Era el décimo sultán de la Casa de Osmán. Ninguno de sus predecesores había titubeado al afrontar las tareas para perpetuar, fortalecer y ensanchar el Imperio. Solimán, de pie frente a las pobres ropas de sus antepasados, se preguntaba si tendría la resolución y habilidad suficientes para extender el Imperio a través de una nueva generación de sultanes.

«Ertoghrul llevó estas pieles casi recién arrancadas de los cuerpos de los animales —pensó Solimán—, mientras que los sastres de Selim bordaban la ropa con hilo de oro. Cada uno de mis antecesores tuvo la fuerza necesaria para avanzar, pero también debilidades que podrían haber derrumbado su reino. Murad, durante sus conquistas, había corrido riesgos de un modo temerario y, aun así, fue capaz de crear un ejército como nunca antes se había visto sobre la faz de la Tierra. Selim, mi padre, mostró una crueldad más allá de toda medida, pero logró un Imperio comparable al de Alejandro Magno. Los rasgos distintivos de las conquistas y expansión del Imperio viven a través de la fuerza (no de la debilidad) de mis antepasados. ¿Dónde encajaré yo en esta fábrica de acontecimientos históricos? ¿Qué pensará mi hijo cuando sea conducido hasta este lugar por el administrador del Hazine? ¿Me recordará como un padre que luchó por extender su Imperio? ¿Me encerraré en palacio como Bayazid? ¿Cómo me recordarán los hombres? ¿Como el Guerrero, el Legislador, el Amante, el Orfebre, el Poeta? ¿Podré llegar a ser todos esos gobernantes? ¿Podré ser alguno de ellos?»

Ibrahim aguardó en silencio a que su señor concluyese sus reflexiones acerca del futuro del Imperio. El administrador, sin levantar la mirada, esperaba a que el sultán se moviese. Solimán alzó los ojos una vez más hacia las prendas de fieltro y borreguillo que colgaban ante él. Tocó ligeramente las ropas y sintió la aspereza de aquel tosco tejido endurecido por el tiempo y la todavía suave lana de cordelo. Finalmente, asintió en silencio, giró sobre sus talones y salió del Hazine.

* * *

En 1521, la vida en el Palacio Nuevo estaba alcanzando una grandeza y esplendor bajo Solimán como ninguno de sus predecesores había imaginado jamás. Lo que fue Constantinopla (la ciudad de Constantino) bajo los bizantinos del siglo XIII, era entonces Estambul, el hogar de los sultanes otomanos. La ciudad recibía diferentes nombres según el origen de las personas que vivía allí (más de cien mil). El más comúnmente aceptado una vez que la ciudad cayó en manos musulmanas fue la versión turca de las palabras griegas eis teen polín o «dentro de la ciudad». Pues para el pueblo turco aquélla era, sin duda, la ciudad con mayúsculas. Su Ciudad. Estambul.

Estambul era la ciudad más cosmopolita de Europa. Por sus calles resonaban palabras en griego, italiano, búlgaro, serbio, persa, turco, árabe, albanés, francés, inglés y muchas otras lenguas utilizadas en el mundo de los negocios y el comercio.

Mehmet, poco después de arrebatar la ciudad de Estambul a los bizantinos, a mediados del siglo xv, mandó construir el Palacio de los Cañones, que más tarde se llamaría el palacio Topkapi, aunque los habitantes de Estambul lo conocerían durante décadas como el Palacio Nuevo. Selim había potenciado el papel de la ciudad hasta convertirla en el centro del mundo islámico, pues el boato y la pompa que rodeaban al sultán se habían relegado a un segundo plano ante las cuestiones de la religión y la guerra. Solimán conocía muy bien las palabras del Profeta: «No bebas en copas de oro o plata, ni vistas seda y brocados, pues le pertenecerán al infiel en este mundo; y a ti en el próximo».

Pero cuando ascendió al trono, aun siendo religioso como era, pareció olvidar las palabras del profeta. La Sombra de Dios en la Tierra comenzó a disfrutar de una vida de riquezas que eclipsaría a las casas más acaudaladas del mundo.

El palacio constituía una enorme ciudad amurallada en sí mismo. Se alzaba junto al estrecho del Bosforo, colgado en la ladera de una colina, con los jardines alargándose hacia el mar. Las ventanas de sus estancias recibían el nombre de los Ojos del Sultán, con ellos el monarca podía contemplar el mundo exterior.

El palacio poseía unas caballerizas que podían albergar cuatro mil caballos. También se contaba con un hospital y con dependencias donde escribanos profesionales se dedicaban a preparar por escrito las denuncias de la gente que luego se enviarían al sultán o a los visires. Allí también se escribían y circulaban los reales decretos. El primer terrado del palacio era el lugar desde donde partían muchas de las procesiones y desfiles tan populares entre los otomanos. Durante el funeral de Mehmet II, una guardia de veinticinco mil soldados a caballo y doscientos de sus servidores privados formaron para acompañar al sultán fallecido hasta la tumba. Y toda esa gran multitud no bastó para abarrotar la zona del primer terrado. El ambiente del lugar siempre estaba cargado de sorpresas. No se podía tachar de hecho extraordinario si un cuidador paseaba a un elefante o a un leopardo. Durante los fastos de la coronación de Solimán, por ejemplo, se incluyó un desfile de jirafas y elefantes.

Hacia la parte izquierda se abría el segundo terrado, allí se encontraba el Kubbealti, el diwan imperial. Ése era el lugar de reunión de los visires y demás altos cargos del Estado. Cuatro veces a la semana, tras las oraciones matutinas, los visires debían reunirse para debatir la situación política y los asuntos públicos. Allí también escucharían las quejas y pleitos propuestos por los súbditos del Imperio. Se decía que cada turco tenía derecho a acceder a la justicia. El sistema judicial era rápido y contundente. Las disputas y juicios se llevaban a cabo de inmediato y no se permitía ninguna deliberación ni apelación posterior.

La Torre de la Justicia era una pequeña sala situada sobre el dixuan, oculto por cortinas. Allí podía sentarse el sultán sin ser visto y escuchar los debates de sus consejeros y jueces, lo que permitía que quienes actuaban en la sala inferior nunca supieran a ciencia cierta si el sultán los estaba escuchando o no; además, en caso de que le disgustase lo que oyera, el monarca podía emitir una sentencia de muerte golpeando el suelo con el pie o, simplemente, abriendo una celosía situada directamente sobre la cámara del diwan. En ese caso, sacarían a la víctima inmediatamente de la habitación para estrangularla o apuñalarla hasta morir en la Fuente de las Ejecuciones, lugar situado justo a la izquierda de la Puerta Media.

Tampoco las mujeres estaban a salvo de la ira del sultán. A ellas se les evitaba la muerte por estrangulación; en vez de eso, se las metía en un saco lastrado con rocas y se las arrojaba al Bosforo para que se ahogasen. Sus cuerpos se los llevaría la marea del mar de Mármara.

En realidad, ni siquiera los visires sabían cuándo podría estar escuchando el sultán. Ellos también se hallaban sujetos a la cólera del monarca si se conducían de un modo indecoroso. La vida de los visires pendía constantemente de un hilo, no importaba cuán alto fuese el rango que ostentasen. Muy pocos morían de viejos y muchos menos vivían lo suficiente para retirarse. Si su conducta disgustaba al sultán, los decapitaban y exponían sus cabezas en las columnas de mármol blanco del primer terrado de palacio, para que todo el mundo pudiese verlas. A menudo, los cargos imputados se presentaban en un escrito colocado bajo las cabezas cortadas, y también la sentencia de muerte firmada por el visir ejecutado, con su puño y letra. En caso de no disponer de suficientes lugares para colocar las cabezas decapitadas, se expondrían órganos menores, como las narices u orejas, de los reos de menor rango.

Detrás del diwan imperial se hallaba la entrada al harén real, el lugar donde se ubicaban las dependencias de las mujeres del soberano. En otro tiempo el harén lo formaban más de cuatrocientas habitaciones. La población de esa parte de la vivienda real podía variar. Solimán mantenía allí a más de doscientas mujeres, y habían llegado a vivir novecientas durante el reinado de algunos de sus antepasados.

Las dependencias privadas de Solimán consistían en una serie de salas muy amplias que comunicaban directamente con el harén. Su situación le permitía un acceso sencillo y discreto a la habitación de su madre, Cyra Hafise, cuya residencia estaba al lado de la del sultán, fuera de los muros del harén.

En las muchas habitaciones del sultán había fuentes que despedían alborotados y burbujeantes chorros de agua. El propósito de esos manantiales consistía, más que en una mera función estética, en impedir que oídos indiscretos pudiesen escuchar las conversaciones que se mantenían en los aposentos del soberano.

El dormitorio del sultán se convertía durante el día en la sala del trono. Cuando el sultán estaba listo para retirarse, quince chambelanes le precedían para preparar el camino.

Por la mañana, los siervos retiraban la ropa de cama y el baldaquín, los llevaban a una esquina y el trono pasaba a ocupar el lugar de honor. En la sala del trono, se observaba el más férreo y riguroso protocolo. El sultán era el único que se sentaba, el resto de los presentes debían permanecer de pie, inmóviles, con las manos cruzadas ante ellos. Una escolta de guardias armados conducía a los emisarios ante el sultán, momento en que debían postrarse tres veces. Entonces se les permitiría besar la mano del monarca o, más probablemente, besarle el puño de la manga. Los suplicantes de menor rango, mientras tocaban el suelo con la frente, podrían avanzar y colocar el pie del sultán, calzado con botas, sobre su nuca como signo de sumisión antes de retirarse.

* * *

Solimán terminó de comer la fruta y se puso a deambular por la sala. Ibrahim observaba cómo su señor se ponía cada vez más nervioso interrumpiendo las reflexiones que emitía en voz alta sobre la guerra. Ya habría tiempo para eso cuando el sultán convocase un nuevo diwan.

—Hemos estado atrapados entre estos muros durante demasiado tiempo, Ibrahim. Arréglalo todo para salir de cacería al norte, a Andrinópolis. Sí, creo que iremos por la zona del río Maritza. Que nos acompañe una pequeña partida de jenízaros y unos cuantos porteadores. Acamparemos durante algunas noches, y estaremos por allí mientras la caza sea buena.

Ibrahim hizo una reverencia y abandonó la estancia.

Tan pronto como Ibrahim salió, llegó un siervo que se apresuró a colocarse ante el sultán mostrando sumisión.

—He cumplido con lo que habéis ordenado, majestad —dijo con un suspiro, poniéndose de rodillas—. El espahí al que habéis mandado buscar ya ha llegado.

Unos minutos después, el espahí fue anunciado, y éste entró en la sala. El jinete también se postró ante el monarca, inclinándose hasta tocar el suelo con la frente, y esperó instrucciones para incorporarse antes de moverse.

—Puedes incorporarte —dijo Solimán, y el soldado se arrodilló.

Se dispusieron a mantener una conversación con palabras, pues solamente los siervos personales de Solimán conocían el lenguaje de los signos.

—Bien —continuó Solimán—. Has probado ser digno de la confianza que mi gran visir ha depositado en ti. Piri bajá me dijo que te había escogido personalmente para que llevases la noticia de la defunción de mi padre porque sabía que nada, excepto tu propia muerte, podría impedir que cumplieses tu misión. También me dijo que te condujiste con valentía durante el asedio de Belgrado. Eso está bien. Tu comportamiento honra a tus compañeros, y también al sultán.

Abdulá no contestó. Permaneció con la vista fija en los pies del monarca, sin atreverse a levantar la mirada, sin apenas respirar.

Solimán observó el rostro del joven y se sorprendió por la belleza de sus rasgos. Vestido con el uniforme de la caballería de élite, limpio y bien planchado, su imagen distaba mucho de la del exhausto y enfangado muchacho que se había presentado en su caravanserai de Manisa.

—Tengo una nueva misión que encomendarte —continuó el monarca—. Pero ésta ha de permanecer en secreto entre nosotros dos. No importa lo que suceda, no debes hablar con nadie de esto, y lleva a cabo tu misión en solitario.

El joven, que aún no osaba levantar la vista del suelo, simplemente asintió.

—El capitán de mi guardia personal, Ibrahim... ¿Sabes de quién estoy hablando?

—Sé quién es Ibrahim, majestad.

—Sí, estoy seguro de ello. Entonces, no tendrás problema para reconocerlo si lo ves salir de palacio. ¿Verdad?

—No, majestad.

—Lo han visto abandonar el palacio un gran número de veces durante esta semana, siempre de noche, cuando todo el mundo lleva un buen rato durmiendo. Él puede hacerlo gracias a su rango de capitán de la Guardia Imperial. Pero, aun así, me han informado de ello —Solimán se levantó del diván y comenzó a caminar de un lado a otro de la sala; el espahí permaneció inmóvil—. Quiero que todas las noches hagas guardia oculto en la puerta de palacio hasta que lo veas abandonar los aposentos reales. Entonces síguelo, pero cuida de que no repare en tu presencia. No subestimes a Ibrahim porque vista ropas delicadas y ostente un cargo relevante, es un hombre peligroso que podría matarte antes de que supieses por dónde te llega el golpe. En cualquier caso, sigue sus movimientos, averigua qué es lo que hace durante sus salidas secretas y luego infórmame de ello. No te enfrentes a él bajo ningún concepto y, si eres descubierto, no has de decirle nada a nadie. ¿Está claro?

—Sí. Majestad.

—Bien. Entonces vete y no regreses hasta haber completado tu misión.

Abdulá tocó una vez más el suelo con la frente y abandonó la sala andando hacia atrás, sin darle la espalda al sultán. Solimán se quedó en pie, inmerso en pensamientos inquietantes.

* * *

El sultán no podía conciliar el sueño. Ya era bien entrada la noche, y sus pensamientos se veían perturbados por la idea de que su más cercano consejero (su más íntimo amigo) pudiese ser un espía. Después de todo, Ibrahim era griego de nacimiento. ¿Era posible que después de todos estos años fuese un espía de los griegos? Peor aún, ¿podría ser un espía al servicio de los Hospitalarios de Rodas?

—Parece que no puedo tener un amigo de verdad en este mundo —murmuró Solimán—, Cualquiera que se acerca a mí lo hace por el provecho que pueda obtener, cualquier signo de amistad puede ser mancillado por la posibilidad de que sea mi riqueza y mi poder lo que lo atraiga. ¡Tal es la maldición del emperador!

El soberano se levantó de la cama y vistió una pesada túnica sobre sus ropas de dormir. Llamó a un siervo y lo envió por delante, para que anunciase su presencia en el harén. Luego aguardó a que le notificasen que su madre, Hafise, estaba preparada para recibirle. De todas las personas que ejercían algo de poder en palacio, pocas se acercaban a Cyra Hafise, la reina madre. La Sultán Valideh gobernaba el harén, de eso no cabía duda. Pero su influencia iba más allá de esos muros pues, como madre del sultán, era su consejera y confidente. Ella era la única persona del mundo a la que le podría confiar cualquier cosa, cualquier pensamiento.

Se presentó el jefe de los eunucos negros y saludó al sultán con una reverencia. Era un hombre grande y musculoso, con tendencia a la obesidad. Vestía un caftán escarlata todo él ribeteado con piel de armiño, y lucía un turbante de seda blanca de casi noventa centímetros de alto. Insertada en su dorada faja llevaba una daga enjoyada, enfundada en una vaina de oro con incrustaciones de piedras preciosas. El jefe de los eunucos negros era el encargado principal del comportamiento de los miembros del harén, incluso tenía poder sobre la vida y la muerte cuando se trataba de imponer disciplina. Aquel hombre había ocupado ese puesto desde los días del sultán Selim, y nadie que tuviese la más mínima pizca de sentido común osaría contrariarlo.

Todos los eunucos de palacio, blancos o negros, habían sufrido el terrible dolor y las humillantes intervenciones quirúrgicas que hacían de ellos guardias adecuados para un harén. Cuanto más cercano estuviese a las mujeres del sultán, más severa sería la intervención. Normalmente, incluso los esclavos que atendían el harén como siervos sufrían la castración. Pero también los guardias que por sus funciones hubiesen de pasar la noche dentro del serrallo perderían el pene como precaución extra contra el expolio de los tesoros del sultán. Los procedimientos quirúrgicos eran extremadamente dolorosos y peligrosos. No era extraño que algunos de los escogidos como eunucos muriesen como consecuencia de una hemorragia o por alguna grave infección. Muchos de los supervivientes hubiesen preferido la muerte. Ser la persona elegida como jefe de los eunucos negros del sultán tenía sus pros y sus contras, pues disfrutar de tanto poder suponía pagar un precio demasiado alto.

El eunuco se inclinó ante Solimán y se volvió en silencio para acompañar a su amo por los aposentos de la Sultán Valideh. Abandonaron las dependencias del sultán y recorrieron el pasadizo secreto que daba al harén. Allí se mantenían más de doscientas mujeres bajo condiciones de lujosa esclavitud para uso y disfrute personal del emperador. Los turcos habían adoptado la poligamia de los árabes, y muchos de los sultanes gastaron grandes cantidades de tiempo y dinero para el mantenimiento del serrallo. A pesar de que su bisabuelo había disfrutado de un harén con más de novecientas mujeres, Solimán percibía la costumbre de la poligamia como algo odioso. El joven sultán actuaba en el harén con relativa modestia pues, entre sus doscientas esclavas, había muchas que no eran más que niñas, y otras eran mujeres mayores (quizá de veinticinco años de edad o más) que acabarían casándose con empleados de palacio viudos que buscaban madres para sus hijos.

Solimán siguió al eunuco negro hasta los tan profusamente ornamentados aposentos de su madre. La reina madre disfrutaba de una vida de opulencia sin parangón dentro de sus estancias de paredes de mármol. Veinte eunucos negros eran los encargados de la vigilancia de sus habitaciones, y la dama tenía una plantilla de más de cincuenta sirvientas a su servicio día y noche. Sus aposentos contaban con un cuarto de baño de mármol con calefacción, y un jardín interior donde flores, setos y árboles eran atendidos por sus propios jardineros. Buena parte de las muchachas del serrallo vivían en pequeños cubículos con otras dos o tres compañeras, y cada una de estas pequeñas salas estaba atendida por unos quince siervos.

Solimán entró en el aposento, encontró a Hafise sentada en un diván, vestida y lavada como si la visita tuviese lugar a mediodía en vez de a tan intempestiva hora de la noche. La reina madre tenía los párpados oscurecidos con kohl y las uñas pintadas de color marrón rojizo con al Hanna y estaba completamente depilada, pues sus siervas le arrancaban y limpiaban diariamente su vello corporal. Las criadas de Hafise invertían gran parte del día, y de la noche, lavando y refregándole rostro y cuerpo. La masajeada piel de la dama brillaba por los afeites, y su pelo estaba perfumado por esencias traídas desde el Lejano Oriente.

Los criados retrocedieron hacia la puerta, dejándoles solos.

—Siento interrumpir vuestro sueño, madre, y os agradezco que me recibáis a hora tan inadecuada —el sultán se inclinó y besó a Hafise en la frente, ella le correspondió acariciándole ligeramente la mejilla con la punta de sus dedos y Solimán se sintió reconfortado por los familiares aromas de su niñez.

—No te preocupes, hijo mío, yo siempre te recibiré —Hafise, una mujer de cuarenta y dos años, disfrutaba de una gracia y vitalidad que le sentaba muy bien a su madurez—. ¿Qué perturba tu sueño, hijo mío, que hace que estés en pie tan tarde?

—Tengo suficientes problemas rondándome por la cabeza como para mantenerme despierto durante el resto de mi vida. No sabría decir en quién puedo confiar. Parece que todo el mundo a mi alrededor, todo el mundo menos vos, madre, trata de obtener algún beneficio. Por lo tanto, su consejo puede estar influenciado por la codicia. No sé quién es mi amigo y quién no lo es.

Decidió no mencionar sus sospechas hacia Ibrahim, pues sabía que su madre lo reprendería de nuevo. A la dama no le agradaba que el amigo de infancia de Solimán hubiese ascendido hasta alcanzar elevados puestos dentro de la jerarquía del servicio imperial. Temía que Ibrahim ascendiese todavía más durante el reinado de su hijo, y esa posibilidad la inquietaba. Ella siempre había visto a Ibrahim como un mero compañero de juegos bien educado que cumplía sus funciones con discreción.

—Ésa es una carga inherente a todos los sultanes de la Casa de Osmán. Si fueses el gobernante de un pequeño Estado, entonces tus cargas serían menores. Pero tú, hijo mío, eres la cabeza del más poderoso Imperio de la Tierra, y, por lo tanto, tu carga también es la más pesada de la Tierra. Tu desconfianza es proporcional a tus obligaciones.

—¿Le ocurría lo mismo a Selim? ¿Se despertaba él en plena noche presa de terribles incertidumbres? ¿Penaba por los corredores de palacio como hago yo?

—Tu padre era Selim. Él era Selim Yavuz, el Cruel. Selim el Terrible. Selim el Defensor de la Fe. Tenía muchos títulos, pero él era Selim y tú, hijo mío, eres Solimán. Creo que el nombre te sienta bien, pues el Salomón del que habla el Libro era un hombre muy sabio, como tú.

»Nunca un hijo fue tan distinto de su padre. Si yo no te hubiese parido, me preguntaría quién fue en realidad tu progenitor —Solimán parecía incómodo, y se arrellanó sobre el diván—. No permitas que ese asunto te desvele, tu padre fue Selim y de eso no cabe duda. Sin embargo, tú tienes un carácter distinto, y no debes temer al hombre que eres. No intentes ser como Selim, pues fracasarás. Sé que te lanzaste sobre Belgrado para demostrar a tu pueblo, y al mundo entero, que las manos que empuñan las riendas del trono de la Casa de Osmán son fuertes y decididas. Y también para que los jenízaros supiesen que tú no eres Bayazid.

La reina madre colocó su mano sobre la nuca de su hijo y la apretó con una suave caricia. Ella era el único ser humano, aparte de las esposas del sultán, que disfrutaban del privilegio de tocar a Solimán de ese modo. La dama reflexionó sobre las normas que rodeaban y protegían a su hijo, pues eran las mismas que lo aislaban de la amabilidad natural de las personas.

—Tú has de ser lo que realmente eres —añadió la dama—. Tú eres un legislador, un poeta, un amante de las artes, un orfebre. Tienes el don de la artesanía y la caza y, además, eres afable y justo —Solimán se limitó a asentir como respuesta, y la reina madre prosiguió—. Sí, sé que eres dado a estallidos de ira. Quizás en ese aspecto tu padre y tú compartís la misma sangre. Pero, mientras él golpeaba y mataba por la razón más nimia, tú dominas tu furia o, al menos, te retractas después de que la ira domine todo tu ser. Ésa es la principal diferencia entre vosotros dos.

—¿Y qué os parece a vos, madre? Vivisteis con él y yo no. Apenas guardo ningún recuerdo de él, a no ser por la evocación de algunos días aislados entre las guerras y mi partida a Manisa.

—Para mí fue algo parecido. Él se mantuvo lejos, combatiendo, durante la mayor parte de nuestra vida marital. Yo me quedaba en el Palacio Viejo para cuidar de ti cuando eras pequeño. Veía a tu padre entre campaña y campaña, pero para mí era distinto; quiero decir que para mí era un hombre distinto. Yo veía cosas de él que nadie más podía ver.

—Como por ejemplo...

—Él siempre fue bueno conmigo, y creo que estaba bastante enamorado de mí. Soy una de las pocas personas de palacio que no fue capturada como esclava. Es extraño, ¿no crees? Tú sabes que yo ya era una princesa antes de conocerlo. Una princesa tártara, concretamente. Mi padre era Mengli Giray, el kan de un ejército grande y poderoso. Él era tu abuelo, tanto como Bayazid, aunque nadie ose decirlo en voz alta. Por eso la sangre de Genghis Kan también corre por tus venas. Mi vida ya era muy buena antes de que tu padre me tomara por esposa. Y continuó siéndolo después.

—¿Y cómo os trató aquí, en el harén? Tengo entendido que llevó a muchas de sus odaliscas a la cama. ¿Eso no os hirió?

—Hijo mío, así es como se comportan los sultanes. Que 110 sigas los pasos con los que se condujo tu padre y tu bisabuelo es irrelevante. Es una elección que solamente puedes hacer tú. Creo que al final tu kadin, Gülbehar, Flor de Primavera, dará gracias a Alá por ello —Hafise se detuvo un instante—. No es bueno que Gülbehar no haya aprendido a leer —añadió después de meditar brevemente—. Seguro que le gustaría mucho leer los poemas que compones. Los guarda en una bolsa de seda brocada como si fuesen un tesoro.

—Sí, creo que le gustaría —admitió Solimán asintiendo con la cabeza.

—¿Sabes una cosa? —continuó la reina madre—. Siempre me divirtió ver el estilo que tenía el sultán para cumplir con normas y costumbres que un hombre corriente no tiene que seguir. Porque el ritual que se veía obligado a seguir Selim para pasar la noche con una mujer hacía que casi no mereciese la pena. Primero tenía que arreglarlo todo el día antes para enviar a buscar al jefe de los eunucos negros, y hacerle partícipe de sus deseos. ¡Para el día siguiente! Piénsalo. Debía escoger a una chica para que «caminase por el camino dorado» con el sultán. Tendrían que bañarlas, vestirlas y alinearlas en el jardín principal del harén, y después Selim caminaría ante ellas. A veces lo hacía a caballo, pues era el único que podía cabalgar más allá de Bab-i-Salam, la Puerta de la Salutación.

»Lo normal es que caminase frente a ellas, como pasando revista —la dama se rió recordándolo—, haciendo como si no tuviese interés en ellas. Las saludaba despreocupadamente, con el jefe de los eunucos negros caminando tres pasos tras él, bromeaba con ellas y cuando veía alguna que le gustaba sacaba un pañuelo de entre sus ropas y lo colocaba sobre el hombro de la elegida.

Hafise ilustraba la situación con una pantomima, representando todas las categorías de personajes: al sultán, al eunuco negro y a las chicas. Solimán reprimió las carcajadas, sin poder evitar sonreír ante la historia que le contaba su madre. Siempre le habían gustado sus cuentos.

—¡Es cierto! ¡Con un pañuelo! —le dijo—, Y entonces, como si solamente hubiesen salido a tomar el aire durante un paseo vespertino, y como si la fila de chicas no fuese más que otra hilera de árboles, ¿o debería decir de rosales?, el eunuco y él se dedicaban a admirar los animales enjaulados. Se dedicaban a alimentar a los pavos reales, o quizá perseguían a los avestruces, a veces incluso había un elefante o un leopardo para entretenerse.

El discurso de Hafise iba ganando fuerza, y Solimán estuvo a punto de olvidar por qué había acudido al harén.

—Más tarde, me imagino que, pasada la acuciante necesidad inicial, se iba a la cama y le ordenaba a su siervo que le llevase a la chica para que le devolviese el pañuelo (¡y que ruegue a Alá para que recuperase su pañuelo!), y despedía al eunuco hasta que llegase la hora de devolver a la chica al harén —la dama rió de nuevo, y añadió—: Sí, que ruegue a Alá por el pañuelo. Al día siguiente, le enviaba un vestido a la chica y unas pocas aspers. Un vestido bordado en oro si la chica lo había hecho muy feliz, y quizás una o dos criadas más para que cuidasen de ella. El sultán permanecía un tiempo en la serai, a veces varios días, ordenando que le llevasen más chicas si así lo deseaba, hasta que o bien regresaba a mí o bien volvía a la guerra.

La dama se detuvo, al darse cuenta de que se estaba burlando de una costumbre que quizá su hijo también siguiese. «Yo soy la Sultán Valideh, puedo decir lo que me plazca y no tengo por qué temer ofender al sultán; todavía es mi hijo», pensó la dama. El rostro de Solimán adquirió una expresión adusta; estaba sintiendo el mismo dolor y vergüenza que debía de haber pasado su madre.

—¿Y eso no os hería, madre?

—Hijo mío, no es sencillo para una madre hablar de esas cosas con un hijo. Pero tu padre ha fallecido, y ya eres un hombre adulto, tienes tu propia kadin. Eres el sultán.

La dama reflexionó un momento, ante la presión de tener que proseguir hablando de sus emociones con su hijo. En el harén, las mujeres miraban unas por otras en busca de amparo y consejo. Vivían aisladas del mundo exterior y ello creaba poderosos lazos de amistad, pues existía un incuestionable y fuerte sentido de hermandad entre ellas, aunque compitiesen por ganarse la atención del sultán. Sus vidas conformaban todo un cúmulo de lujosa frivolidad, pero el precio emocional que tenían que pagar era demasiado alto.

—Está bien, te lo diré —admitió—. Yo amaba a tu padre, pero su presencia no era bienvenida en mi lecho.

Los sultanes otomanos no se casaban con sus mujeres. No existía ningún tipo de ceremonia que los uniese a ellas, como les sucedía al resto de musulmanes. La kadin podía ser desplazada por cualquier otra mujer, en cualquier momento. La auténtica seguridad sólo llegaba cuando una era la madre del hijo favorito del sultán, entonces la mujer se convertía en la Sultán Valideh.

—Puede que me dedicase sus poemas de amor y guerra —dijo Hafise—, pero no era atento, no era amable ni considerado hacia mis sentimientos cuando se metía en mi cama. ¿Cómo iba a importarme que pasase un puñado de noches en el harén con alguna de las chicas?; eso simplemente significaba que durante otras tantas noches él no estaría conmigo. Mientras fui la kadin, hice lo que tenía que hacer. Tenía diecisiete años cuando te di a luz, pero entonces me convertí en la Sultán Valideh y mi posición se hizo segura, pues mi hijo sería el heredero al trono. No sé si hubo alguna mujer que llevase en sus entrañas un hijo del sultán, y si la hubo no tengo ni idea de qué fue de ellos. Quizá tenga algo que ver en ello la ley de tu bisabuelo. Siento si esto te hiere, hijo mío, pero es la verdad.

Solimán guardó silencio una vez más, mientras recapacitaba acerca de las palabras de su madre. No fueron las reflexiones sobre el sultán y su harén las que lo habían desvelado, aunque después de la conversación aumentaron las corrientes de preocupación que asolaban su mente. Había acudido a los aposentos de su madre para hablar de asuntos de Estado, no para que le contasen historias sobre la sensualidad del harén y de su padre. Peor aún, ¡de su madre!

—Gracias, madre —dijo acariciándole suavemente la mejilla—, pero no me contéis más detalles. No estoy aquí para hablar de eso. Madre, siempre he valorado vuestros consejos; en realidad, sería mejor decir que los he guardado como si fuesen tesoros; por eso he venido. Mañana convocaré al diwan imperial para que traten el asunto de los Caballeros de Rodas.

Esos infieles se han dedicado a expoliar nuestras rutas comerciales desde Estambul a Egipto durante más tiempo del que puedo recordar. Han trastocado el comercio con Oriente y robado tesoros que nos pertenecen. Matan o esclavizan a nuestros marinos y capturan barcos y galeras —Hafise observaba cómo a pesar de que su hijo se alteraba cada vez más, éste mantenía la expresión de su rostro en calma, bajo control—. Gobiernan desde su fortaleza de Rodas y muestran su poder sobre nosotros. Somos la fuerza militar más poderosa de la Tierra, y ese puñado de Hospitalarios nos golpea en el corazón de nuestro territorio sin remordimiento ni temor.

»Sin embargo, mi consejo está dividido. Algunos se oponen a emprender una campaña contra los Hospitalarios de Rodas, y para ello se remiten al asedio efectuado por Mehmet hace ya cuarenta y dos años. Alegan que si Mehmet el Conquistador no logró tomar Rodas, tampoco lo conseguiremos nosotros. Seguramente ya habréis oído algo de esto, ¿no es cierto?

—Sí, algo he oído. Pero no poseo información suficiente para ayudarte con una decisión así, hijo mío. Soy el más leal de tus amigos, pero no sé guiarte por este camino. Ninguna madre desea ver cómo su hijo marcha a la guerra, es el punto de vista femenino. Si las mujeres administráramos el Imperio, estoy segura de que habría muchas menos guerras. Es una auténtica pena que no gobernemos nosotras.

Solimán comenzó a deambular por la sala frente a su madre. La dama se mantuvo completamente calmada y en silencio.

—Los hombres gobiernan el mundo, madre. Nosotros gobernamos y vamos a la guerra. Las mujeres jamás gobernarán nada.

El sultán emitió un largo suspiro, como si al exhalar sus frustraciones se diluyesen en el aire.

—¿Creéis en las profecías de los sueños? —preguntó volviéndose hacia su madre.

—Sí.

—Entonces escuchad uno que soñé la noche pasada. En el sueño habíais muerto, pero os presentabais ante mí, como un fantasma. Me hablabais en sueños, y asegurabais que, con toda certeza, la victoria sería mía. Me decíais que debía lanzarme a la batalla.

—Solimán, no conozco el significado de ese sueño. Los sueños pueden decir la verdad, o pueden mentir. Si yo estaba muerta en tus sueños y no lo estoy en la realidad, entonces, ¿cómo hay que interpretarlo? ¿El sueño que recrea una falsa realidad ha de ser necesariamente erróneo? No tengo la menor idea. Pero no emitas un fallo en una cuestión como ésa basándote en lo que pueda ser el resultado del sueño de una mente atribulada por las contrariedades, o quizá por la lenta digestión de una cena basada en cordero demasiado especiado. Convoca a tu diwan, escucha su consejo y sopésalo cuidadosamente. Después toma una decisión y, una vez asumida, llévala a cabo con todo el poder que seas capaz de desarrollar.

Solimán inclinó la cabeza y abrazó a su madre.

—Salaam Aleikum, la paz sea con vos, madre.

—Y contigo, hijo.

* * *

Solimán tomó asiento en el diván de su cámara privada. Ya hacía tiempo que había oído hablar largo y tendido acerca del hombre que estaba sentado sobre unos cojines, directamente frente a él.

—Creo recordar que mi padre nos presentó hace muchos años, durante una de mis breves visitas a palacio —dijo el sultán.

Moisés Amón, jefe de los cirujanos de la corte, era el hombre sentado frente al soberano.

—Sí, majestad —contestó—. Lo recuerdo perfectamente. Habías regresado de Manisa para reuniros con vuestro padre, que a su vez volvía de una de sus campañas. Os encontrasteis en las afueras de la ciudad. Recuerdo que vos montabais un magnífico semental marrón.

—Magnífico, en efecto. Todavía lo conservo y monto en él —apuntó Solimán con una sonrisa.

—Pasaba por allí con mi carromato y vuestro padre me ordenó detenerme para presentarme a vos. Él estaba muy orgulloso de vuestra majestad. Le hubiese complacido en grado sumo contemplar cuán tranquila ha sido vuestra ascensión al trono.

Solimán asintió con un gesto.

—Mi madre me ha informado de que siempre habéis proporcionado un buen servicio a mi familia —dijo el sultán—. Desde que desembarcasteis en nuestras costas, hace ya mucho tiempo de ello, los sultanes de la Casa de Osmán no han necesitado otro servicio médico que el de vuestra familia. Cuando los reyes españoles expulsaron a los judíos de sus tierras, nos hicieron un buen servicio, magnánimo, e involuntario.

—Vuestras palabras son muy halagadoras, majestad.

—Ojalá nunca necesite de vuestros servicios —apostilló Solimán dibujando una breve sonrisa en sus labios.

—Creedlo o no, majestad, pero otros ya me habían dicho antes esas mismas palabras. Todo el mundo desea tener un buen físico a su lado, pero nadie quiere necesitarlo.

—¿Vive vuestra familia aquí, en Estambul? —inquirió el monarca con una sonrisa.

—Sí, majestad. Mi esposa y mi hijo viven conmigo cuando estoy en casa, circunstancia que confío se dé más a menudo a partir de ahora. Mi padre, José, murió en Damasco; sirvió como físico real para vuestro abuelo Bayazid, y para vuestro padre también. Acompañó a vuestro progenitor durante la campaña contra los mamelucos en Egipto, pero falleció de regreso a casa.

—La verdad es que apenas lo conocí —terció Solimán—. Yo pasaba fuera casi todo el tiempo, mientras que él tenía que estar a la vera de mi padre. Pero sé que la corte al completo hablaba elogiosamente de él. ¿Qué me decís de vuestro hijo?

—Mi hijo lleva el nombre de su abuelo, José. Ahora es cuando más me necesita. Tengo que enseñarle muchas cosas, asuntos todos ellos que no se aprenden en las escuelas. Uno de los aspectos más importantes de la erudición es transmitirla a las siguientes generaciones. Tan importante, a mi modo de ver, como el trabajo intelectual en sí mismo.

—Vuestra gente siempre ha colocado un énfasis especial en la educación, ¿verdad?

—Sí, majestad. Siempre. Creemos que no existe herramienta mejor para asegurar el éxito de las personas que la educación. Dentro de una familia judía, los padres están dispuestos a casi cualquier cosa con tal de asegurarse que sus vástagos reciban una buena educación. Por supuesto, las profesiones suponen un gran atractivo social. La mayor parte de las áreas de negocios y comercio están cerradas a nosotros. Durante siglos se nos ha prohibido poseer tierras, y en toda Europa existen proscripciones contra nuestra participación en casi todas las ocupaciones. En nuestra familia no consideramos hacer otra cosa que no sea ejercer la medicina. Aprender. Servir. Sanar al enfermo cuando se pueda... esos son dones de Dios. En este mismo momento hay sesenta y dos físicos trabajando en palacio, majestad, de los cuales cuarenta y uno son judíos —Solimán asintió con un gesto, pero no habló—. Hace mucho tiempo, durante el reinado de vuestro bisabuelo Mehmet, la corte contaba con el servicio del más grande de los físicos de su tiempo. Jacobo de Gaeta. Era judío, pero creo que se convirtió al Islam durante los últimos días de su vida. Incluso llegó a visir antes de morir.

—Turquía es un buen lugar para vuestra gente. Los cristianos, sin embargo, no se han ajustado al cambio con tanta facilidad. Todavía esperan que llegue el momento de expulsar a los musulmanes e imponer sus costumbres en todo el mundo.

—Mi gente ha muerto asesinada, primero en España y después en Portugal —dijo Amón—, La Inquisición se ha extendido por toda Europa, y los cristianos se han ocupado de manifestarnos con toda claridad que ningún judío podrá vivir dentro de sus territorios.

—Mis antepasados miraron a vuestro pueblo con otros ojos. Los turcos creemos que sois nuestros rayas, nuestros rebaños. Mis antepasados eran pastores nómadas, por eso los otomanos conocemos el valor de seleccionar cuidadosamente para el sacrificio las piezas de un rebaño, sin llegar nunca a destruirlo. Los cristianos de Europa creen que deben gobernar un Estado donde todos sus súbditos compartan la misma religión. Sus reyes piensan que son ellos quienes han de marcar el credo de su pueblo. Todos aquellos que no lo cumplan morirán. Desde nuestro punto de vista, vuestra expulsión de España fue como la matanza de las ovejas fértiles del rebaño. Habéis llegado a nuestra tierra fecundos de habilidad y conocimiento, ¿por qué querríamos destruir semejante bendición?

Amón no respondió. El médico mantuvo la vista fija en las alfombras que cubrían el suelo, tratando de descubrir si el sultán no estaría llevándolo hacia una discusión que podría volverse muy peligrosa.

—Decidme, doctor Amón —prosiguió el emperador—. ¿Qué veis en nuestra ciudad que, en vuestra opinión, deba cambiarse? Intento escaparme y mezclarme entre la gente tan a menudo como puedo, pero no me es posible experimentar la realidad del mundo. Mi guardia me protege de la violencia de un atentado, pero también de la verdad del pueblo. ¿Qué es lo que ves ahí fuera? —preguntó haciendo un ademán hacia una ventana que daba a los jardines de palacio y el Bosforo.

—Majestad —comenzó Amón después de reflexionar un instante—, yo también tengo problemas para encontrar mi camino en el mundo real. Mi labor como físico de la corte me mantiene en los límites de palacio la mayor parte del tiempo, igual que a vos. Sin embargo, he visto y oído ciertos asuntos que bien pueden merecer parte de vuestra atención.

—Por favor, doctor, relajaos, podéis hablarme con toda libertad; vuestra vida no corre peligro alguno. La vida de mis familiares ha dependido de la destreza de los vuestros, ¿no es cierto? Pues quiero mantener esta situación de satisfactoria y grata amistad. Vamos, decidme cuál es ese consejo que debéis darme, cualquiera que sea. Gobernar con prudencia y sabiduría, proteger a vuestro pueblo...

Amón meditó un buen rato antes de contestar.

—Majestad —comenzó el médico, mirándole directamente a los ojos—, lo que habéis dicho es cierto. Mi gente ha encontrado un hogar dentro de vuestro Imperio como nunca antes había soñado. Llegamos aquí solamente con nuestra habilidad y conocimiento y fuimos admitidos en vuestro mundo. No ha sido fácil, pero nunca pedimos que se nos abriese un camino de rosas, sino uno que pudiésemos recorrer con la ayuda del trabajo duro y la inteligencia. Los impuestos que pagamos para tener derecho a la práctica de nuestra religión suponen un valor que está más allá de toda medida. En España y Portugal teníamos que orar ocultos en sótanos. La pena por ser sorprendidos honrando a Dios era la de muerte. Una muerte cruel y dolorosa, dicho sea de paso. Ahora, en cambio, podemos seguir los preceptos de nuestra religión en territorio islámico y, por lo general, nos dejan en paz. El pago de nuestros impuestos también nos exime del servicio militar, y eso supone una bendición para nosotros, pues nos concede la oportunidad de elegir libremente nuestra profesión. Nunca hemos sido un pueblo guerrero.

—No necesitamos la leva de vuestra gente, doctor, las filas de nuestros ejércitos están más que rebosantes de soldados gracias al tributo infantil de la devsirme.

—Si tuviese que pediros alguna gracia, ésta sería que acabaseis con una fuente de terror que se cierne sempiterna sobre mi gente.

—¿Y cuál es?

—Las calumnias de sangre, majestad. De vez en cuando mi gente sufre la acusación de realizar crímenes rituales, normalmente por parte de los cristianos, debo añadir. No hay razón en esas acusaciones, pues no cabe el asesinato entre los preceptos del Judaismo. Fue una cuestión que ya abordó vuestro bisabuelo, Mehmet Fatih, cuando ordenó redactar un fennan según el cual esos casos no debían ser juzgados por gobernantes ni magistrados, sino por el mismísimo diwan imperial. Esto libraría a las cortes locales de dicha carga y también, debo añadir, de la superstición e intolerancia hacia los judíos. Pero cada vez con más frecuencia se lleva a nuestra gente a pleitos en tribunales locales, juzgados por magistrados fácilmente influenciables por la gente a la que sirven. ¿Podríais, oh majestad, considerar el restaurar el ferman que decretó vuestro bisabuelo, proporcionándole carácter real a una ley que actualmente es, por lo general, infringida?

—Vuestra petición parece razonable, doctor. Mi posición como soberano del Imperio debe apoyarse en un sistema judicial que alcance a todos mis súbditos. Si los cristianos están propagando calumnias de sangre contra vuestra gente, sea en la capital o en las provincias, se les impedirá continuar. Vuestra gente se halla bajo la protección de mis tribunales. Recordad que, cuando se exponen los casos en el diwan imperial, siempre se hace mi voluntad, tanto si estoy en la sala como si no. Se cumplirá lo que has pedido.

—Gracias, majestad —dijo Amón inclinando la cabeza—. Será, sin duda, una gran dádiva.

Kanuni, el Legislador, hizo un gesto de aprobación con la cabeza, y Moisés Amón se retiró, retrocediendo sin dar nunca la espalda a su señor.

* * *

Antes de convocar al diwan imperial, Solimán se dirigió a la mezquita de Aya Sofía para realizar sus oraciones matutinas. Ya en la gran mezquita, el sultán tomó asiento en un balconcillo situado por encima de la muchedumbre. Los jenízaros de su guardia intentaron pasar desapercibidos sin lograrlo, pues la presencia de hombres armados entre los devotos musulmanes constituía una señal demasiado evidente. Después de terminar de orar, el lector de las Escrituras volvió su cuerpo, y su voz, hacia el sultán; sujetaba una espada con la mano diestra y un ejemplar del Qur’an con la siniestra. En cuanto alzó la espada, el jenízaro más cercano al monarca se aproximó aún más a su señor y, sin que su rostro denotara expresión alguna, se colocó entre el lector y Solimán. Entonces la espada dejó de ser una amenaza. Con la espada y el Qur’an en alto, el muftí comenzó a entonar un cántico.

—Que la misericordia de Alá, el piadoso, el compasivo, se derrame sobre el sultán de sultanes, el gobernador de gobernadores, la Sombra de Dios sobre la Tierra, el que compone reinos en el mundo, el señor de los dos Mundos, el señor del mar Blanco y el mar Negro. El sultán Solimán Kan, hijo del sultán Selim Kan.

La enorme muchedumbre se postró sobre sus esterillas de oración con la frente apoyada sobre el suelo y rezaron juntos.

Solimán se incorporó para marcharse en cuanto finalizaron los rezos. Su guardia personal mantenía a la multitud dentro de los muros del templo. El emperador se acercó hasta su corcel y montó en él ayudado por un miembro de su escolta que le sujetaba las riendas. Piri bajá cabalgaba silencioso a su lado.

La gente, el pueblo, siempre mostraba gran cariño y regocijo al contemplar al sultán tan de cerca. Solimán cabalgaba con regia dignidad, controlando perfectamente su montura.

Ibrahim, escasos metros por detrás del soberano, sonreía para sí ante la vista del gobernador del Imperio otomano sentado a horcajadas sobre un magnífico caballo, con el cuello arqueado, su firme musculatura tensa bajo el brillante manto y los orificios nasales acampanados por su poderosa respiración. Ibrahim se preguntaba si Solimán sabría por qué era capaz de controlar tan fácilmente a su enérgico semental árabe. ¿Sabría que el caballo no había recibido forraje durante dos días? ¿Sabría que se había suspendido al semental en el aire durante toda la noche? Habían colocado unos arneses de cuero bajo el vientre del animal y mediante un juego de sogas y poleas lo habían alzado en el aire, de modo que la pobre bestia no pudo conciliar el sueño en toda la noche. ¿Sabría que aquel magnífico animal estaba tan extenuado que apenas si podría llevarlo desde el palacio a la mezquita y regresar después? No era extraía» que se hubiese convertido en tan dócil montura.

Justo entonces, Ibrahim vio a Solimán revolverse sobre la silla para hacerle un gesto de asentimiento, regalándole una sonrisa a su más íntimo amigo y confidente. Entonces Ibrahim se sonrojó, avergonzado por ocultarle un asunto tan trivial a su señor.

Durante el corto recorrido a caballo de vuelta a palacio, y según marcaba la costumbre, el sultán repartió treinta y dos monedas entre la muchedumbre que se agolpaba a ambos lados de la calle. Cada mañana, un siervo colocaba el mismo número de monedas de oro en el bolsillo del caftán de su señor, para que así el sultán siempre pudiese realizar dádivas a su gente allá donde fuere.

Sus paseos de ida y vuelta a la mezquita, así como alguna pequeña incursión por las calles de Estambul, constituían las escasas ocasiones en que el sultán tenía algún contacto con su pueblo. La rutinaria vida que llevaba oculto tras las murallas de palacio se desarrollaba tan aislada de la vida cotidiana de sus súbditos, que el sultán comenzó a sentir un distanciamiento respecto a ellos que llegó a dolerle. Solimán deseaba saber cómo era el día a día de los turcos, del pueblo llano. Durante aquellas cortas escapadas trataba de ignorar a Ibrahim, en un intento de enterarse de qué ocurría en realidad a su alrededor. Ibrahim sabía lo que Solimán trataba de hacer.

En esa ocasión, Ibrahim detectó un pequeño disturbio a su derecha, justo cuando la comitiva pasaba por un pequeño mercado. La Guardia Montada cerró filas en torno al sultán, pero Solimán los apartó con un gesto. Sólo Piri permaneció cerca, cubriendo la espalda de su señor. Un policía metropolitano se encontraba en pleno proceso de arresto a un ciudadano por consumir una bebida prohibida recientemente, procedente ésta de la península Arábiga. El ciudadano acertó a ver a la comitiva real y gritó:

—¡Socorredme, oh sultán! Vos, Kanuni, vos, Legislador, auxiliadme. ¡Favorecedme, majestad, pues no he cometido crimen alguno!

Solimán llevó su caballo lentamente hacia aquel hombre y el policía. La guardia lo siguió muy de cerca, y la multitud se dispuso a escuchar el juicio del sultán. Como siempre, cada vez que el soberano se detenía se apiñaban grandes masas de gente a su alrededor, haciendo que los espahíes y jenízaros de la Guardia Imperial adoptaran, nerviosos, disposiciones defensivas. Toda la guardia odiaba aquellos espontáneos cambios sobre el plan establecido, pues se creaban situaciones impredecibles. Los guardias dejaban descansar relajadamente la mano sobre el pomo de la espada mientras cerraban un anillo de seguridad en torno al emperador. Solimán tuvo que apartarlos de su camino para poder hablar con aquellos dos hombres.

—Mi señor, yo no he hecho nada —reiteró el interfecto.

Solimán miró al policía. El oficial parecía muy nervioso y su cara se sonrojó ante la presencia del soberano; después soltó el brazo del hombre al que intentaba detener y efectuó una lenta reverencia ante el sultán.

—Oh, sultán, sabed que este hombre ha estado bebiendo café, y ésta es una bebida impura a la que llaman «el negro enemigo del sueño y la cópula».

—Mi señor —interrumpió el hombre—, no hay ninguna ley contra ese néctar. Me han dicho que el brebaje procede de Moka, en la tierra del Profeta. Y, por cierto, que fue un hombre santo quien lo descubrió. ¿Acaso Mahoma, el profeta de Dios, lo prohibió? ¿Lo prohíbe el Qur’an?

—Hace mil años —contestó el sultán con una carcajada—, en tiempos del Profeta, no existía el café como bebida. ¿Cómo podría Mahoma prohibir su consumo? —el hombre se encogió de hombros y fijó la vista en el suelo. Solimán prosiguió—: ¿Crees que el Profeta de Dios se sentaría en la calle a beber café?

—No, mi señor —contestó con un hilo de voz apenas audible, sin levantar la vista del suelo—, creo que no.

—No, desde luego que no. ¿Y no crees que todos deberíamos seguir los pasos del Profeta en nuestro quehacer cotidiano?

—Sí, majestad, eso es lo que deberíamos hacer.

Solimán asintió lentamente y, después de permitirse un momento de reflexión, se volvió hacia el policía, quien parecía orgulloso y rehabilitado.

—Déjalo libre —ordenó el sultán al perplejo agente.

Dicho eso, el emperador hizo virar su caballo y retomó el camino a palacio. Ibrahim espoleó su montura hasta situarse a la diestra de su señor, pero no realizó ningún comentario.

—Bien, Ibrahim, ¿hemos hecho justicia hoy? —preguntó finalmente Solimán—. ¿Creéis que Kanuni ha actuado con prudencia y sabiduría?

—Oh, sí, mi señor. Ese hombre no merecía ser encarcelado por el mero hecho de beber café. Si os soy sincero, he de confesar que yo también he probado esa bebida.

—¿De verdad lo habéis hecho? ¿Y cómo sabe?

—Me gusta. Me mantuvo despierto hasta bien entrada la madrugada, eso es verdad, pero respecto a copular... no he notado que influya para nada.

—Bueno, me cuidaré de que se establezcan normas precisas respecto a este asunto, no sea que mis salidas se conviertan en una serie de jornadas de apelación.

* * *

Cuando Solimán entró en la Kubbealti, la sala de juntas de la administración del gobierno otomano, todos los miembros ya estaban esperándole. Los divanes alienados a lo largo de las paredes estaban vacíos, pues nadie osaría tomar asiento antes de que llegase el sultán y ocupase su plaza. El murmullo de fondo, causado por conversaciones llevadas a media voz, cesó de pronto, en cuanto el sultán puso un pie en la habitación. El pasillo de acceso central se despejó y los presentes, durante un breve lapso, conformaron un silencioso cuadro en vivo. Todas las cabezas se inclinaron y todos los ojos se clavaron en el suelo. El sultán llegaba escoltado, flanqueado por un lado por Piri bajá y por el otro por su segundo visir, Mustafá bajá. Ambos visires acompañaron al emperador hasta el trono y, una vez allí, tomaron asiento en unos escaños situados justo debajo de él. Aquélla fue una reunión especial pues, además de los consejeros de Estado, se hallaban presentes en la sala los comandantes militares de las tropas del sultán.

Ibrahim había tomado asiento a la diestra de su señor, en un diván tan amplio que cabrían tres personas en él. Existía un acuerdo tácito entre militares y altos dignatarios del consejo de Estado según el cual Ibrahim era un extraño, a pesar de que el sultán prestaba atención a sus palabras y contaba con su confianza.

Solimán aguardó un instante en silencio, e inspeccionó cuidadosamente la sala. Ya había tomado una decisión en lo concerniente a Rodas, prescindiendo de las opiniones del Consejo de gobierno. Lo que buscaba ahora era, ni más ni menos, que el consejo de sus generales y de Ibrahim acerca de cuál sería el mejor modo de afrontar la campaña que se avecinaba. Los rostros que se alineaban frente a él representaban todo el poder y experiencia militar que su Imperio era capaz de reunir. Tenía que confiar en la capacidad de análisis y de planteamiento estratégico de aquellos hombres. Solimán había aprendido mucho de su experiencia en el sitio de Belgrado, pero la consecución de una victoria en Rodas sólo se alcanzaría con el consejo de todos los oficiales allí presentes.

Piri bajá estaba sentado inmediatamente a la izquierda del sultán y todavía ostentaba, para su propia consternación, el cargo de gran visir. Él hubiese preferido ser el «recién retirado gran visir». «Afín falta mucho tiempo antes de que pueda descansar en mi jardín de tulipanes a orillas del Bosforo —pensaba Piri—. Solimán me llevará de nuevo a la guerra, no cabe duda.» El sultán miró directamente a los ojos de Piri, si el emperador pudo vislumbrar algún signo de descontento en el rostro de su gran visir, no hizo señal de ello.

—Me alegro de ver que os encontráis bien, Piri bajá. Y me place que me sirváis como jefe de gobierno al igual que hicisteis con mi padre. Que Alá tenga a bien concedernos continuas victorias bajo vuestro estandarte.

—Ojalá sea así —contestó Piri con una sonrisa, asintiendo a su señor.

—Que vuestros ancestros cabalguen junto a vos en el campo de batalla —añadió Solimán, dirigiéndose todavía a Piri bajá.

El monarca hacía referencia al hecho de que Piri bajá era descendiente directo de Abú Bakr, uno de los más importantes y reverenciados personajes del mundo islámico. Por las venas del gran visir corría la sangre de ese hombre, compañero, suegro, consejero y sucesor del Profeta, de Mahoma.

—Mi señor, confío en que siempre pueda cabalgar hacia la batalla a vuestro lado, pues muy pocos grandes visires han tenido el privilegio de morir al lado de su sultán, y muchos menos han sido bendecidos con encontrar la muerte combatiendo al servicio de Alá, bendito sea su nombre —Solimán asintió solemne. Piri esbozó una sonrisa y continuó—: Estoy seguro de que en alguna ocasión habréis escuchado la historia del gran visir que le preguntó a Sheik, el derviche, quién era el hombre más estúpido que hollaba la faz de la Tierra; y éste contestó «pues sois vos, oh, poderoso visir, ya que habéis utilizado todo vuestro poder para pasar por encima de la sangrante cabeza de vuestro predecesor... la cual está insertada en la misma picota en la que se clavó la de su antecesor».

Solimán soltó una sonora carcajada, aunque el resto de la sala permaneció en silencio. Unas cuantas cabezas se volvieron hacia Ahmed bajá, de quien se decía que tenía los ojos puestos en el cargo de Piri. Sin embargo, Ahmed permaneció impasible, con la vista fija en el sultán.

—La victoria de nuestro sultán en Belgrado nos ha mostrado dos hechos relevantes —continuó Piri—. El primero es que los ferenghi, los europeos, nos temen. Ahora mismo, mientras hablamos, están amedrentados en sus territorios y aguardan nerviosos por ver hacia dónde desplazaremos nuestros poderosos ejércitos en la próxima campaña. Cada uno de esos reyes reza a su Jesús y ruega que sea otro el que sufra nuestro ataque —Solimán le dedicó una sonrisa a su visir—. El segundo es que ninguno de los monarcas cristianos acudirá en auxilio de su vecino y, por lo tanto, tengo motivos fundados para sospechar que ninguno de ellos socorrerá a los Hospitalarios de la isla de Rodas. Puede que envíen un puñado de soldados, con unos pocos víveres y algo de armamento, pero ninguno llegará a reforzar la isla adecuadamente. Nuestros espías nos informaron de que el papa Adriano se ha negado a contribuir con dinero y tropas a defender la isla. Por otro lado, los venecianos no utilizarán su flota para obstruir nuestra progresión. No es que profesen ningún amor hacia nosotros; simplemente reconocen su vulnerabilidad en caso de incurrir en la ira del sultán —Solimán aguardó a que Piri concluyese—. Los aspectos negativos más destacables en esta misión, mi señor, son que Rodas es la fortaleza mejor construida y defendida del mundo. Esos cristianos han demostrado poseer un valor tremendo. Ni siquiera las tropas de vuestro bisabuelo (Alá derrame sus bendiciones sobre su recuerdo) fueron capaces de abrir una brecha en esas murallas. Aunque no sean más que un nido de víboras que merezcan pudrirse en los infiernos, no debemos subestimar su denuedo y determinación en la batalla. En el pasado, o bien morían con valor, cobrando por sus vidas las de muchos buenos soldados musulmanes, o bien salían victoriosos, asesinando a seres inocentes después de la batalla, a mujeres y niños. Incluso sus mujeres combaten cuando llega el fin. Se dice que hace doscientos años masacraron a seis mil cautivos turcos. ¡Y que una sola mujer inglesa, enloquecida, decapitó un millar de ellos por su propia mano! Tanto en la derrota como en la victoria, habrá demasiada sangre turca sobre las arenas de Rodas.

El sultán hizo una ligera inclinación hacia Piri y se volvió a Mustafá bajá, que estaba sentado al lado del gran visir, a la izquierda del sultán. Mustafá era un hombre grande; lucía un gran bigote y una barba negra muy poblada que le caía sobre el pecho. Solimán lo había nombrado comandante en jefe de las fuerzas armadas del Imperio. Mustafá, además, era cuñado del sultán, pues había contraído matrimonio con Ayse, su hermana mayor. Los dos hombres habían mantenido una larga y estrecha relación años antes de que Solimán ascendiese al trono otomano. Ya era el segundo gran visir, y nadie dudaba de su habilidad al desempeñar funciones de jefe militar o de confidente del sultán. Era valiente hasta la temeridad, e increíblemente arrojado en situaciones que harían flaquear a otro hombre. Lo conocían por su carácter colérico, y sus soldados se ocupaban de que sus órdenes se cumplieran cuidadosamente y al pie de la letra. Más de una vez había participado personalmente en la batalla, conduciendo a sus hombres hacia el frente, gritándoles, maldiciéndolos y arreándolos con la pala de la hoja de su alfanje.

—Bien, Mustafá, mi serasquier. ¿Qué tenéis que añadir a nuestros planes para con esos Hospitalarios?

—Majestad, esos hijos de Sheitan ya llevan mucho tiempo complicándonos la vida. Vuestro bisabuelo estaba en lo cierto cuando trató de arrancar las malas hierbas de nuestra isla de las Rosas. Y vuestro padre, Alá bendiga su descanso, también los habría atacado si el cáncer no hubiese truncado prematuramente su vida. Esos cristianos han capturado otras ocho islas del Dodecanese, en los alrededores de Rodas. Las utilizan como puestos de vigilancia, o como puertos de apoyo para las naves de su flota. Temo que aún expandan más allá su esfera de poder, majestad. Ahora, sus galeras y torres de vigilancia de la isla de Kos vigilan nuestros movimientos y acosan a nuestra flota. Yo soy partidario de zarpar de inmediato. El sultán Selim ya había comenzado la construcción de los barcos necesarios, nosotros solamente hemos de terminar el trabajo. Nuestra fundición de piezas de artillería del barrio de Tophane ha creado las armas más formidables del mundo, con ellas podríamos reducir las fortalezas de los Hospitalarios a escombros en cuestión de días. Yo estaré preparado cuando vuestra majestad me anuncie que está preparado.

—Muy bien, Mustafá, preparad vuestras huestes. Cuando dé la orden, partiréis con vuestra flota directamente hacia Galípoli. Allí vuestras tropas se reunirán a las del kapudan, el almirante Pilaq Mustafá bajá, y sus barcos. Intentaré que la pequeña flota de Cortoglu también se una a vosotros allí.

—¿Cortoglu? ¿El pirata? Excusadme, majestad, pero Cortoglu ya nos ha fallado en el pasado, y temo que lo vuelva a hacer. Ese pirata combate por sí mismo y sus propios intereses, no creo que debamos llegar a plantear una situación en la que pudiésemos depender de él. Ni siquiera sus hombres lo respetan; gobierna gracias al terror que imprime en las tripulaciones de sus barcos. Nos dejó en ridículo cuando permitió que el nuevo Gran Maestre pasase con su barco al lado de toda su flota, en las cercanías de Malta.

Cortoglu había atacado, hacía ya muchos años, a la flota de Philippe, cuando éste era capitán de barco. Y en aquella ocasión, bajo la comandancia de Philippe, la modesta flota de los caballeros logró escabullirse al amparo de la oscuridad, dejando a Cortoglu rabiando y jurando ante la vacía línea del horizonte marino.

—No le falta razón a vuestro argumento, Mustafá, pero creo que en esta ocasión podremos sacar buen provecho de sus barcos y también de sus hombres. Servirán para aumentar la fuerza y el número de los navíos de nuestra flota. Su misión consistirá sencillamente en labores de acoso contra cualquier barco cristiano que intente entrar, o salir, de la isla. Cortoglu habrá de interceptar a los mensajeros e impedir que los buques de refuerzo alcancen las costas de la isla. Eso permitirá a vuestra flota y, sobre todo a vuestras tropas, concentrarse en la realización de misiones más importantes en tierra firme. Mi intención es utilizaros para asaltar las fortificaciones de la zona de Provenza una vez que nos hayamos asentado allí. En caso de que Cortoglu nos falle, será el fin de ese pirata. Exhibiré su cabeza clavada en una pica, igual que la de cualquier otro que no cumpla con su deber.

El diwan se mantuvo en silencio. Todos sabían que Solimán deseaba que cada uno de sus aghas realizase una exposición personal de la situación. Nadie osaría eludir la respuesta.

—Bali agha, mi Valiente León. Estáis muy silencioso hoy. ¿Acaso todavía os duelen las heridas que recibisteis en Belgrado?

—No, gran sultán. En realidad, ya he sanado. Os garantizo que esos Hospitalarios sabrán que están inmersos en una auténtica lucha cuando prueben el acero de mis jenízaros. Se ahogarán, bien en el mar, bien en su propia sangre, y vendremos a ofreceros sus cabezas clavadas en la punta de nuestras espadas para mayor deleite de vuestra majestad. Si fuese necesario, los cuerpos de mis jenízaros serán las piedras de las que se sirvan sus hermanos para introducirse en las brechas de la muralla. ¡Somos los Hijos del Sultán!

Solimán asintió y soltó otra de sus extrañas carcajadas.

—Ya veo que siempre puedo contar con vos para inspirarme antes de realizar cualquier animosa matanza. Todos anhelamos alcanzar el nivel de compromiso y ferocidad que mostráis y, al mismo tiempo, todos los presentes sabemos que lo que afirmáis no es ninguna fanfarronada dicha en la seguridad del diwan. Vuestros jenízaros actuarán con vos a la cabeza. Ojalá todo se desarrolle como acabáis de exponer.

Solimán se volvió hacia su derecha y miró a Ahmed bajá, su tercer visir. Ahmed era albanés, y había escalado hasta las cumbres del poder empujado por una feroz ambición. Era un hombre taimado, conocido entre sus colegas por su revestimiento de orgullo y también por la envidia con que contemplaba los gestos de afecto que el sultán dedicaba a otros aghas. Ahmed había protagonizado un raudo ascenso dentro de la corte después del sitio de Belgrado, gracias a la magnífica actuación de sus tropas. Solimán lo había nombrado beylerbey, gobernador regional, de Rumelia. Pero poco tiempo después fue convocado a la corte, pues se estaba preparando una nueva campaña. Todos los demás aghas allí presentes sabían que Ahmed tenía sus ojos puestos en el cargo de gran visir; que llegase a vivir lo suficiente para ver su sueño hecho realidad era harina de otro costal.

—Gran sultán, tanto mis hombres como yo estamos preparados para serviros. Nos cuidaremos de que nuestro embate enseñe a los Hospitalarios lo poderosa que es la fuerza de Alá. Nuestras espadas ejercen el poder de Dios bajo el estandarte de su Profeta.

El sultán se volvió mirando a Ayas bajá con una sonrisa. Sabía que Ayas era un hombre prudente y bastante justo por lo general. Pero, sobre todo, pertenecía a ese tipo de hombres que, una vez definida su tarea, se dedicaban tenazmente a ella y no cejaban hasta cumplirla aunque, por otra parte, Ayas era un dirigente militar mediocre. En cualquier caso, Solimán sopesaría su opinión dentro del conjunto de las demás.

—¿Y qué opináis vos, Ayas bajá? ¿Tenéis algo que añadir?

—Majestad, sólo existe un modo de librarnos de esos despojos del infierno. Deben ser atacados con fuerza, y durante todo el tiempo que sea necesario. Vuestro Imperio no estará a salvo mientras ese nido de víboras se sienta seguro dentro del territorio. Han pasado doscientos años fortificando Rodas, y han conseguido grandes victorias. Vuestro bisabuelo, que Alá derrame sus bendiciones sobre su recuerdo, puso asedio a la isla, pero con menos hombres de los que realmente se necesitan para llevar a cabo esa labor. Y, además, entabló batalla desde sus barcos, y no sobre tierra firme. Debemos tener presente que vuestro pueblo apoyará esta empresa, pues existe un fuerte contingente de mercaderes en Estambul que amenazan con la insurrección, a no ser que los piratas de Rodas sean destruidos. Los mercaderes han sufrido tales pérdidas a causa de las razias de los cristianos, que están dispuestos a donar los fondos necesarios para mantener nuestros ejércitos. Creo que no fracasaremos en la empresa si la acometemos con todo el poder de nuestras armas; infantería, caballería y marina.

Los ojos del sultán se dirigieron entonces hacia Qasim bajá, hijo de una de las esclavas de Bayazid. Qasim era el comandante en jefe de una gran fuerza señorial de espahíes cuya recompensa por sus servicios consistía en la concesión de pequeños terrenos feudos. A cambio, ellos proporcionaban sus propios caballos y armamento. Qasim era un hombre digno de toda confianza, discreto y respetado por todos los combatientes a causa de su ferocidad y valor.

—Qasim bajá —dijo Solimán—. ¿Estáis preparado para ir a la guerra contra el Infiel?

Después de ser testigo del humor del sultán, Qasim bajá no se planteó la posibilidad de disentir, pues todos habían mostrado un entusiasta apoyo al ataque de la isla.

—Sí, mi señor, mis hombres y yo estamos preparados para partir de inmediato.

—Muy bien, todos habéis aportado vuestra opinión. Ahora abandonad el diwan y efectuad los preparativos de hombres e intendencia.

Los aghas realizaron una profunda reverencia y retrocedieron hacia la salida. En la habitación solamente quedó Piri bajá. Solimán esperó hasta que se quedaron solos, y entonces atrajo a Piri a su lado. Piri se colocó de pie junto a su señor, en silencio.

—Piri bajá, sé que hay algo rondando en tu mente. Compartidlo conmigo.

—Mi señor, he escuchado a esos hombres. Os sirven con provecho y han luchado por nuestro Imperio con no poco éxito. Incluso el nombramiento de Cortoglu como serasquier naval es una sabia decisión, no importa qué opinen los demás. Él clama venganza contra de L’Isle, el Gran Maestre, por aquella humillación en el estrecho de Malta. Posee una voluntad fuerte, y muy buena memoria para esa clase de asuntos. Será una pieza valiosa, pero también una fuente de problemas.

»Aun así, el deber me obliga a ofreceros un consejo, una llamada de aviso. Majestad, acabamos de regresar de Belgrado y las arcas de la hacienda imperial están casi vacías dado el elevado coste de la guerra. Aunque regresamos con un buen número de esclavos y abundante botín, emprender una nueva guerra nos costará muy caro, me temo, tanto en hombres como en oro. Esos Hospitalarios han sido una espina clavada durante doscientos años. Yo también deseé librarme de ellos, ¿pero acaso no sería más sabio tomarnos nuestro tiempo y restaurar todos los aspectos de nuestras fuerzas antes de lanzarnos a esa tarea?

—¡Mi viejo amigo! Sé que habláis de todo corazón, pero creo que el vuestro es más viejo que el mío, y quizá también esté más cansado de este tipo de campañas. Sé que amasteis a mi padre, que lo servisteis con lealtad y que eso os mantuvo apartado de vuestro hogar durante ocho largos años. Seguro que estaríais realmente contento si pudieseis quedaros en vuestro jardín, a orillas del mar, en paz, cuidando de las rosas y los tulipanes —Piri asentía cansinamente mientras el sultán hablaba. Solimán continuó su discurso—, pero yo os necesito incluso más que el sultán Selim. Yo no tengo a nadie en quien poder confiar del modo en que él confiaba en vos. Ibrahim, a pesar de haber estado conmigo desde mi más tierna juventud, todavía no ha sido puesto a prueba y no está preparado para ocupar el puesto de gran visir.

Piri enarcó las cejas al darse cuenta de que el sultán había llegado a considerar a Ibrahim apto para ese puesto. Elevar a un compañero de juegos infantiles hasta tan alto cargo de responsabilidad estaba más allá de toda posibilidad, desde el punto de vista de Piri.

—Majestad, vos contáis con muchos hábiles dirigentes y diestros militares entre los aghas. Si bien he de admitir que hay uno o dos que no están tan bien preparados para el cargo como el resto. Me temo que Ayas bajá no duraría mucho tiempo ocupando una posición de tanto poder.

—Ninguno de los miembros del diwan puede soportar tal grado de responsabilidad —cortó secamente Solimán—, El gran visir no ha de ser un simple soldado, sino alguien leal en extremo, como sé que habéis sido vos y como sé que sois. El gran visir ha de ser un hombre sabio, y no solamente en el arte de la guerra, eso ya lo es sobradamente cualquiera de mis aghas. No, Piri, yo necesito la sabiduría que sólo la edad es capaz de proporcionar. Honro vuestra experiencia y el bagaje de conocimiento que aportáis al cargo. Tengo la fortuna de ser el heredero, no sólo del Imperio, sino también del gran visir que tan sabia y correctamente sirvió a mi padre. Os necesito, como maestro y como gran visir.

El bajá suspiró resignado.

—Hay más cosas que debéis saber, mi señor —dijo Piri acercándose rápidamente al sultán—. Si me permitís —Solimán asintió con un gesto, animando a Piri a continuar—. Nuestros espías nos han informado de que los Hospitalarios ya sabían de los preparativos de guerra de vuestro padre. Ya habían visto la gran flota que vuestro padre construyó antes de morir, y sin duda deben estar al corriente de nuestros preparativos. No pueden ignorar la amenaza que se cierne sobre la isla, y están realizando las disposiciones necesarias para fortalecer sus defensas. Es posible que hayan recibido refuerzos de hombres y armas desde Europa, aunque me parece que van a tener poco éxito en ese aspecto.

—¿Hemos capturado a algún espía cristiano?

—No, mi señor. No ha caído ninguno en nuestro poder, pues es muy difícil que pudiésemos descubrir alguno de sus agentes, con la cantidad de mercaderes que pasan por nuestros puertos y ciudades diariamente. Creo que son marineros griegos, y de otras naciones, los que informan a los cristianos como una parte más de sus negocios. En realidad no necesitan organizar un servicio de espionaje. Cualquier barco que surque nuestras aguas en el desarrollo de su función puede averiguar muchas cosas acerca de nuestros proyectos simplemente con observar mientras pasan frente a la costa.

—¿Y qué podemos averiguar nosotros sobre esos Hospitalarios?

—Eso es lo que he venido a deciros, mi señor. Es de vital importancia que sepáis lo que ya había conseguido vuestro padre.

—¿Mi padre? Hablad, Piri, decídmelo todo.

—Tenemos la completa seguridad de que esos guerreros europeos conocen con detalle nuestros planes, y que en estos momentos están arreglando sus defensas. Sabemos que están reforzando sus bastiones y almacenando suministros. Los griegos de Rodas se disponen a retirarse y buscar refugio dentro de las murallas de la ciudadela. Ayudan a los Hospitalarios y están preparados para resistir el asedio.

—¿Cómo hemos sabido todo eso?

—Nosotros también tenemos espías, mi señor.

—¿Quiénes son esos espías? —preguntó Solimán inclinado hacia delante, estrechando sus manos con los codos apoyados en las rodillas—. ¿Son fiables? ¿Con cuánta frecuencia recibimos sus informes?

—Vuestro bisabuelo se encontró con la dificultad añadida que supone la carencia de información. Selim lo sabía, por eso cuando llegó a sultán uno de sus primeros objetivos fue encontrar un agente que pudiese colocar entre los Hospitalarios de Rodas. A pesar de que sabía que habría muchas oportunidades en el futuro, él siempre creyó que algún día entraríais en guerra. Vuestro padre planificaba muy bien, mi señor. Y con gran cuidado. Durante los ocho años de su reinado, recibimos novedades de los espías casi cada mes. La información nos llegaba, bien por escrito, bien de viva voz. Ésta viajaba en barcos mercantes que surcaban el Mediterráneo y atracaban tanto en Rodas como en Estambul. Y debo decir que siempre fue fiable.

—¿Quién es ese hombre?

—No estoy seguro, mi señor. Sólo os puedo decir que Selim siempre confió en sus informes.

Solimán se puso en pie y comenzó a pasear impaciente por la habitación. Le parecía extraño que él, el sultán, no hubiese sabido nada de esto por Selim, sino que hubiese sido Piri bajá quien le hablase de ello. Una vez más quedó patente que apenas había mantenido contacto con su padre, y ese espía apenas supuso una utilidad práctica mientras Selim vivía.

—¿Podemos contactar con ese hombre?

—No, mi señor. Selim sostenía que nuestros mensajes podrían hacer peligrar la vida del espía. Es él quien propone los contactos, y siempre a través de distintos canales.

—¿Cuándo fue la última vez que recibimos información?

—Hace un mes exactamente. Envió un pergamino, que recibimos de manos del capitán de un mercante oriental fondeado en Estambul. Sin embargo, no estoy seguro de que todo lo que nos cuenta sea exacto pues, mientras que la información recibida desde otras fuentes nos indica que el Gran Maestre llegado de Francia es un frágil anciano cuya salud física y mental comienza a flaquear, otros afirman que es un jefe militar muy diestro, capaz de combatir al lado de sus hombres. También hemos recibido datos que afirman que las defensas han sido paupérrimamente reparadas, y que pueden ser aplastadas fácilmente. Incluso que los cristianos no cuentan con suficiente armamento ni provisiones. Toda esa información también contrasta con la recibida de parte del espía de Selim. Además, contamos con otro espía que parece estar muy bien situado, pero tampoco tenemos idea de quién es.

—¿Quién puede ser?

—Sólo sabemos que de vez en cuando recibimos otros mensajes con información acerca de los preparativos realizados por los guerreros de Rodas. Los que nos llegan parecen estar escritos por el mismo puño, arriban a nuestras costas a bordo de distintos barcos y son entregados a los jenízaros de la entrada principal de palacio. A pesar de que no sabemos quién los envía, también confiamos en la información de este segundo espía, pues suele coincidir con la enviada por el agente de Selim. Siempre que uno de nuestros mercantes atraca allí, recibimos información por medio de esas misteriosas cartas. Quizá todas las confidencias procedan del mismo hombre y sean escritas por diferentes personas para ocultar su identidad, o puede que cada uno de esos hombres no sepa de la existencia del otro. Simplemente no tenemos ni idea.

—¿Y qué es lo que nos han dicho últimamente esas misteriosas cartas?

—Pues que las murallas han sido muy bien reconstruidas en la mayor parte de los lugares pero que, con todo, han dejado huecos y podríamos seleccionar esas zonas más débiles de la defensa y utilizarlas a nuestro favor. Sin embargo, lo más importante es que dicen que parte de los almacenes de pólvora han sido saqueados por la noche y su contenido ocultado.

—¿Por qué?

—Bien, el jefe de intendencia ha pesado y almacenado la pólvora. Los cristianos creen que habrá explosivos suficientes para un año. El Gran Maestre está convencido de que no llegaremos durante el invierno. Nos llama «ejército estival», y está convencido de que nos retiraremos en cuanto el clima invernal se recrudezca. Mi señor, eso es exactamente lo que sucedió hace cuarenta y dos años, cuando Mehmet puso asedio a la plaza —Piri realizó una breve pausa antes de continuar—. Perdonadme, majestad, pero debo decirlo así, pues es parte del plan del Gran Maestre. Él piensa que le bastará simplemente con esperar, pues seremos expulsados de la isla en cuanto lleguen las frías lluvias del invierno. Pero, veréis, cuando planteemos el asedio, ellos no tendrán pólvora para resistir más que unos pocos meses. Los de Rodas tardarán bastante tiempo en descubrirlo y, cuando eso suceda, ya será demasiado tarde y tendrán que rendirse. Por otro lado, Rodas posee bastiones más sólidos que nunca, los cristianos ya esperan nuestro asalto y se han preparado para ello. Además, el nuevo Gran Maestre no es ni anciano ni frágil. Al contrario, es fuerte y tenaz. Pero también es cierto que hay pocas esperanzas en que reciban ayuda de los forenghi, sus hermanos europeos. Ésa es la situación que sospechamos que se presenta —Solimán se mantuvo en silencio y Piri decidió continuar—. Sin embargo, desde un punto de vista puramente militar, el ataque parece una completa temeridad. Para nosotros supone un gran riesgo trasladar un ejército tan numeroso, con toda la impedimenta de campaña, a una pequeña isla carente de recursos. Esos Hospitalarios, mi señor, son muy hábiles marinos y podría ser que lograsen cortar nuestras líneas de suministros con Anatolia.

—Continuad.

—Y, majestad, no olvidemos que nuestra mayor fortaleza reside en el poder de los espahíes, nuestras tropas a caballo. Nuestra caballería es, me atrevería a decir, casi invencible; ha conseguido aterrar a algunos de los mejores ejércitos del mundo, y los ha vencido con facilidad. Pero es un arma inútil en un asedio planteado frente a una plaza fortificada con altas murallas y rodeada de un foso profundo. Sólo podrán sentarse y consumir víveres. Combatiremos sin el apoyo de nuestra baza más poderosa. ¿Por qué no volvemos nuestras miras a Europa y continuamos remontando el Danubio hasta Viena? Esa maniobra podría asegurar nuestras posiciones y, con el tiempo, nos permitiría conquistar la totalidad del continente. Después, Rodas podría morir estrangulada con el suave hilo del aislamiento.

Solimán dedicó un buen rato a meditar cuidadosamente las palabras de Piri. Se dejó caer en un diván y tomó algo de fruta de una bandeja. El visir aguardó mientras el sultán daba cuenta de un racimo de uvas.

—Piri bajá —dijo el monarca volviéndose hacia el gran visir—, habéis hablado bien, y creo que todo lo que habéis dicho es razonable. No me importa nada ese espía. Me trae sin cuidado si su información es buena o no; que Philippe Villiers de L’Isle Adam sea o no un hombre sabio, joven o anciano; que su mente sea frágil o fuerte. Nada de eso me importa lo más mínimo. Yo soy el sultán de los sultanes, y no temo a nada. ¡Mis huestes no temen a nada!

Solimán resopló profundamente y se arrellanó en el diván. Poco a poco el monarca logró ordenar sus pensamientos.

—Estamos preparados para establecer un asedio. Contamos con más de cien mil soldados dispuestos a combatir contra esa patética banda de Hospitalarios. ¿Cuántos efectivos se pueden reunir para defender ese bastión de seres diabólicos? ¿Quinientos guerreros? ¿Puede que un millar de mercenarios? ¿Y los griegos? ¿Cuántos son los griegos, otro millar, quizá?

Piri asentía mientras hablaba el sultán. Ambos calcularon en silencio las fuerzas del oponente.

—¿Estamos hablando, pues, de encarar a dos mil, puede que a tres mil hombres armados? —continuó Solimán—. Redondeemos el número por lo alto y digamos cinco mil. Aun así, los superaríamos numéricamente en una proporción de veinte a uno y, además, conservaríamos la capacidad de reabastecer a nuestras tropas por mar, mientras que ellos permanecerían atrapados como ratas en su pequeña isla —Solimán hizo una pausa—. Nuestra victoria en Belgrado nos garantizó una puerta a Europa, pero los cristianos de Rodas todavía golpean las rutas comerciales marítimas que abastecen mi Imperio. Mi bisabuelo sufrió la humillación de la derrota a manos de esos Hospitalarios. La siguiente campaña de mi padre iba a suponer su destrucción. No olvidéis que mi padre me legó la armada de trescientos navíos que está a punto de zarpar de Gallípoli hacia Rodas en este mismo momento. Contamos con un cuerpo de diez mil ingenieros, entre mineros y zapadores, preparados para destruir las murallas de la fortaleza. Rodas se desmoronará gracias al trabajo combinado de nuestros especialistas con las armas de asedio. Nuestros hombres entrarán en la ciudad como una corriente devastadora. ¿Qué harán los Hospitalarios entonces?

Piri inclinó la cabeza. No había opción, ni tulipanes de los que preocuparse, ni aire salobre del que disfrutar mientras contemplaba las noches del Bosforo desde su jardín. Lo que sí habría sería una guerra en la isla de las Rosas. Y sería una guerra terrible. Alá, y sólo Alá, podía saber qué deparaba el porvenir.

* * *

Abdulá, el joven espahí, aguardó todas las noches durante una semana. El soldado hizo guardia entre las sombras de los muchos árboles alineados en los jardines del Palacio Nuevo, y durante todo ese tiempo sus ojos nunca se apartaron de la puerta de la zona interior. Durante siete noches, mientras hacía guardia entre las sombras del jardín, la única cena que había disfrutado fueron tortas de harina, agua y especias. El jinete apenas tuvo ocasiones para dormir, simplemente aprovechaba sus breves momentos de reposo apoyado en los muros que rodeaban los jardines de palacio. Por desgracia, como nadie tenía conocimiento de las órdenes que el sultán le había impartido personalmente, el soldado debía cumplir con las labores cotidianas de la vida castrense y realizar los ejercicios de caballería junto al resto de su escuadrón.

Por fin, bien entrada la madrugada de la séptima noche de vigilancia, se recortó una silueta bajo el marco de la puerta, iluminada por la luz de las lámparas de aceite del interior. El hombre echó un vistazo alrededor y luego se dirigió hacia los pasillos formados por setos que salían de la zona interior de palacio. Al principio, Abdulá no estuvo seguro de si se trataba o no de Ibrahim, pues la iluminación era muy pobre, pero después de que el hombre recorriese unos pocos metros, su modo de caminar le indicó que se trataba de él, sin duda.

El espahí siguió a Ibrahim a través de una de las puertas de palacio, al amparo de las murallas cercanas. Parecía que el capitán caminaba hacia Aya Sofía, pero al llegar a la mezquita pasó de largo ante la puerta y se alejó de la costa, dirigiéndose hacia el centro de la ciudad. Durante casi una hora, Ibrahim caminó apartándose de palacio. Parecía que realizaba su itinerario dando rodeos, pero Abdulá consiguió mantenerse razonablemente cerca. Una vez en el corazón de la ciudad, no le resultó difícil al joven espahí pasar desapercibido pues, a pesar de lo avanzado de la hora, había más gente paseando por la calle que por los alrededores de palacio y, además, al muchacho no le costaba mezclarse entre los transeúntes. Su uniforme y su espada estaban ocultos por la capa que se había echado sobre los hombros.

Por fin pareció que Ibrahim daba por finalizado su tortuoso camino, y se dirigió directamente hacia la zona más pobre de Estambul. El espahí vigiló mientras el capitán buscaba entre los hombres que dormían en los regatos de los callejones de los bajos fondos, o arrimados a alguna fuente. Después de un rato, encontró a uno en particular al que pareció reconocer y lo sacudió hasta despertarlo. El hombre había estado bebiendo, y todavía sujetaba una botella vacía en la mano. Ibrahim lo sacudió con más fuerza aún. Abdulá vio cómo cogía uno de los brazos de aquel hombre, lo pasaba por encima de su hombro y lo alzaba por la axila para llevárselo. Se tambalearon durante un instante, hasta que el desconocido recuperó su equilibrio. Entonces Ibrahim abarcó el cuerpo del hombre con los brazos y lo estrechó contra sí.

Los dos hombres se encaminaron con paso inseguro hacia una fuente cercana, de la que manaba un perezoso chorro de agua fría. Ibrahim sentó a su acompañante en la empedrada calle y le acomodó de espaldas a la pared de la fuente. Después, se esmeró en quitarle los harapos y lavarlo cuidadosamente con el agua de la fuente y un pequeño trozo de jabón que sacó de uno de sus bolsillos. Arrojó al suelo cada una de aquellas piezas de ropa sucia y harapienta, y las sustituyó por unas prendas sencillas y limpias que llevaba ocultas bajo sus propias ropas. Por fin, cuando el hombre estuvo limpio y aseado, Ibrahim volvió a sujetarlo y le ayudó a caminar a lo largo de la calle. En esta ocasión, Abdulá se permitió caminar más cerca de su objetivo, pues sabía que Ibrahim estaba tan ocupado que jamás descubriría que alguien lo seguía.

El capitán y el desconocido anduvieron penosamente por las calles de la ciudad hasta que se detuvieron frente a una casa de huéspedes. Ibrahim tomó un puñado de aspers de plata de su faltriquera y las depositó en la mano del hombre. Después abrió la puerta y ayudó a su acompañante a entrar. Abdulá esperó algo más de una hora fuera, al relente de la noche. Finalmente, Ibrahim salió de la posada, solo.

Abdulá enfiló directamente a palacio y llegó antes que el capitán. Se apostó una vez más en la entrada de la zona residencial y vigiló hasta que Ibrahim regresó de la noche.

El espahí no informó inmediatamente al sultán del resultado de sus pesquisas, pues no había descubierto gran cosa aquella noche. Abdulá decidió continuar con sus labores de vigilancia y siguió a Ibrahim tres noches más durante las siguientes dos semanas. En cada una de esas ocasiones, el capitán encontró a su hombre en un lugar diferente. Ya podía estar durmiendo a orillas del Bosforo, en un cobertizo dedicado a la reparación de embarcaciones, o en los aledaños de Aya Sofía. El desconocido siempre estaba borracho y siempre vestía harapos. Ibrahim llevó a cabo el mismo proceso en cada una de las ocasiones. Lo lavaba cuidadosamente, le cambiaba la ropa, lo alimentaba, le llenaba los bolsillos de dinero y le encontraba un lugar para pasar la noche. A veces, Ibrahim pasaba unas pocas horas en la casa de huéspedes, en otras ocasiones pasó la noche entera. Noche tras noche, Abdulá pudo acercarse un poco más a su objetivo de vigilancia, tanto que pudo escuchar las palabras que Ibrahim le dedicaba a aquel hombre. Después de la cuarta salida, el joven espahí abandonó su puesto y decidió informar a su sultán.

* * *

La comitiva del sultán había salido de Estambul cuatro días antes. Habían cabalgado primero hacia el oeste y luego hacia el norte hasta Andrinópolis, en la frontera griega. Allí acamparon en el coto de caza preferido por Solimán, a orillas del río Maritza. El sultán de los otomanos gustaba de pasar los meses de agosto y septiembre en el norte, apartado de Estambul, donde el clima era mucho más benigno. Los siervos sembrarían en el lugar elegido para establecer el campamento miles de plantas de jardín, rosales y membrilleros. Las tiendas eran elaboradas cabañas que no carecían de ninguna de las comodidades que se pudiesen encontrar en palacio y, además, si bien el personal dedicado a la seguridad era mínimo, no había carestía de sirvientes en el campamento del emperador. Su caravanserai era casi una reproducción a escala del palacio de Topkapi.

Sus aposentos se hallaban situados en el centro geométrico del perímetro vigilado por los jenízaros. Allí había alfombras lujosas y kilims que no permitían ver el suelo, y de las paredes de la tienda colgaban obras de arte sacadas directamente del hazine. Había fuentes y jardines, y también un trono colocado al aire libre, bajo la sombra de un enorme árbol. La orientación de la serai de Solimán era tal, que podía ver tanto el crepúsculo como el ocaso sentado en una silla colocada frente a la tienda. El sultán había pasado las horas muertas hablando de los viejos tiempos con su amigo Ibrahim. Charlaron de un periodo de sus vidas ya pasado, de cuando tenían tiempo de sobra para la lectura, la música y la caza. Ibrahim siempre tenía a mano material para la escritura con el que escribir al dictado de su señor, por si acaso Solimán pretendía componer un poema.

Después de llegar al campamento tras una jornada de cetrería, Solimán ordenó que los sirvieran fuera de la tienda, bajo un árbol. Ibrahim llevó su viola y, sentado a la sombra, comenzó a tocar suavemente antiguas melodías griegas. Ninguno de los dos habló, ambos parecían estar ensimismados recordando los días de su pasada juventud. Mientras Ibrahim tocaba, Solimán continuaba preguntándose con desasosiego qué tipo de información habría recabado el joven espahí acerca de su amigo.

Estaban terminando una comida consistente en yogur frío y fruta seca, cuando se aproximó a ellos uno de los siervos. Solimán le indicó con un gesto que podía hablar.

—Majestad —comenzó diciendo en el lenguaje ixarette arrodillándose frente al sultán—, vuestra madre, la Sultán Valideh, ha llegado. Ha pedido que vayáis a visitarla a su tienda en cuanto lo estiméis oportuno.

Solimán asintió.

—Y, majestad —continuó el siervo—, la señora Gülbehar también ha llegado y también ella os pide audiencia.

Solimán enarcó las cejas y miró a Ibrahim, pero su amigo se limitó a encogerse de hombros. Despidieron al sirviente y los dos hombres quedaros solos de nuevo.

—Bien, una visita de la Sultán Valideh y de la kadin, Gülbehar. Menudo día nos espera. Menos mal que cazamos esta mañana, Ibrahim, porque no habrá descanso en lo que queda de día. ¿Por qué creéis que se nos ha bendecido con unas visitas como éstas?

—No estoy seguro, majestad.

—Sí, claro. Bien, iré a ver a mi madre primero, la kadin puede esperar.

Ibrahim se levantó cuando Solimán abandonó su asiento y se fue caminando entre las filas de la guardia de jenízaros hacia las tiendas reservadas al harén.

El sultán anduvo por el sendero de alfombras escarlatas extendido entre una especie de muro formado por incontables tapices de incalculable valor colgados en fila, de modo que salvaguardaban la privacidad. En la entrada del harén, salió a su encuentro el jefe de los eunucos negros, que hizo una lenta reverencia ante el sultán. Solimán respondió al saludo con un ligero gesto de asentimiento y prosiguió su camino hacia el serrallo. Seis jenízaros estaban destacados de guardia en la entrada, primero efectuaron el saludo militar, como habrían hecho con cualquiera de sus oficiales, y luego se inclinaron, reverentes, ante su sultán. Solimán pasó al jardín del harén y desde allí se dirigió directamente a los aposentos de su madre. Algunos de los siervos se apresuraron a adelantarse al emperador para anunciar su visita.

Hafise estaba sentada en unos cojines colocados sobre la alfombra. Vestía una chaqueta de satén, y varias siervas le estaban haciendo un peinado utilizando broches enjoyados para sujetarle los mechones de pelo. Cuando Solimán entró en la tienda, las muchachas se postraron ante él y retrocedieron rápidamente hacia la salida.

Hafise se volvió hacia su único hijo e inclinó levemente la cabeza ante él. Solimán le cogió la mano y se la llevó a la frente. Después se abrazaron y juntaron sus mejillas en un tierno beso.

—Madre, ¿qué hacéis aquí, en Andrinópolis? Pensaba que preferíais quedaros en la capital.

—Todos estábamos celosos de que fueses tú el único que contemplase la llegada del otoño aquí, a orillas del Maritza, mientras los demás nos derretíamos de calor en los últimos días de verano. Así que, aquí estamos.

—¿Estamos? ¿A quién os referís exactamente con estamos?

—Gülbehar ha venido conmigo. Y también una buena parte del personal del harén para atender nuestras necesidades... y las tuyas, si es tu deseo.

—¿Y cuántos sois exactamente?

—Creo que no más de un centenar, hijo mío...

Solimán soltó una carcajada ante la extravagancia de su madre. Esas cien mujeres del harén suponían el doble de personal de servicio formado por siervos, cocineros y guardias, pero no diría nada que contrariase un capricho de su madre. Jamás haría algo así.

—¿Y cómo se encuentra Gülbehar?

—Está esperándote. Te lo dirá ella misma. Tu hijo, Mustafá, se ha quedado en palacio. El muchacho se ha resfriado de nuevo, y decidimos que el viaje podría ser peligroso para él, dado su delicado estado de salud; además, aquí está empezando a cambiar el clima y comienzan a soplar los vientos. No es bueno para los niños sufrir demasiados cambios.

—Es cierto, madre. Pero me hubiera gustado verle. Quizá regresemos a la capital unos días antes. He pasado demasiado tiempo sin él, y cuando me dirija a Rodas estaré mucho tiempo sin veros a todos.

Hafise frunció el ceño, pero no dijo nada. Era obvio que no estaba a favor de una nueva campaña militar, ni de que se perdiesen más vidas turcas en batalla. Pero no hizo comentarios, pues sabía que su hijo estaba intentando expulsar a los infieles que ocupaban su isla. Y, además, como la Sombra de Dios estaba constantemente protegido por la Guardia Imperial de jenízaros, jamás se encontraría en verdadero peligro. Otra cosa distinta era el maestre de los caballeros Hospitalarios, que combatía al lado de sus hombres. Circunstancia que no se presentaría en el caso del sultán.

Solimán hizo el amago de sentarse, pero Hafise lo ahuyentó como si fuese un niño travieso. Agitó las manos ante él, gesto que nadie dentro del Imperio osaría hacer ante su soberano.

—No, no, no —dijo rechazándolo con aspavientos—. Ve con Gülbehar y quédate con ella. Creo que te ha traído un regalo.

—¿Un regalo? —preguntó con los ojos brillándole como a un niño—. ¿Y qué regalo es ése?

—Tendrás que ir a verla y averiguarlo tú mismo.

El emperador sonrió y abrazó a su madre una vez más. Se inclinó y la besó en la frente. Y se alegró de aspirar el aroma de la familiar fragancia de rosas con la que se perfumaba su madre desde que él tenía memoria, un aroma que le recordaba al hogar.

* * *

Solimán sintió de pronto toda la intensidad del nerviosismo que le produjo la inesperada visita de sus familiares cuando entró en los aposentos de Gülbehar. Le producía cierta tristeza que Mustafá no estuviese allí con ellos, pero en el fondo de su corazón tuvo que admitir que de esa forma tendría la oportunidad de dedicarle más tiempo a Gülbehar. Al contrario que su padre, su abuelo y su bisabuelo, Solimán no efectuaba muchas visitas al harén.

El monarca entró apresuradamente en la habitación de Gülbehar. Encontró a su esposa acomodada en un diván. Era evidente que la mujer estaba esperando su visita; sus sirvientas no estaban a la vista. Gülbehar vestía ropas de fina seda, y su cabello peinado y adornado con joyas despedía una fragancia totalmente distinta a la de Hafise. Mientras Solimán cruzaba la habitación hacia su esposa, ésta se deslizó por el asiento hacia el suelo hasta postrarse de rodillas, con la frente pegada al suelo sobre la lujosa alfombra que cubría el suelo de la estancia. El sultán la cogió de la mano para ayudarla a sentarse de nuevo sobre el diván, y tomó asiento junto a ella. La mujer permaneció en silencio, sin dejar de mirarlo. Solimán se sintió feliz al percibir la intensa mirada de amor y gozo que brillaba en los ojos de su esposa.

El soberano se tomó un momento para contemplar a la primera dama de su Imperio antes de invitarla a levantarse. Era alta para tratarse de una mujer oriunda del Cáucaso, y más delgada que la mayor parte de las componentes del harén. Su melena suave y brillante y su piel clara habían sido la causa directa del sobrenombre con que la conocían en palacio: Flor de Primavera. Solimán sonrió y le acarició suavemente el cabello. Cuando la mujer se levantó, el soberano pudo aspirar el perfume que impregnó el aire a su alrededor.

Gülbehar soltó la mano de su esposo y se agachó para alcanzar un paquete colocado sobre la alfombra. Era un bulto plano, envuelto con un paño de terciopelo carmesí ribeteado en oro.

—He encontrado esto para vos —le dijo al tiempo que le tendía el paquete—, majestad. Confío en que os haga sentir más seguro.

La mujer bajó la vista y aguardó a que su esposo abriese el regalo.

Solimán sonrió, y admiró a esa mujer que era capaz de encontrar un regalo para un hombre que poseía casi todo lo que merecía la pena poseerse en este mundo. ¿Qué podría haber encontrado que él ya no tuviese?

Desenvolvió el paquete y dejó caer el envoltorio al suelo. La caja contenía un jubón de lana blanca, cerrado y de manga corta hecho de una pieza. La prenda carecía de arrugas, y se notaba que la acababan de doblar. Tenía pintados pequeños cuadrados con tinta negra, cientos de ellos, sobre el pecho y la espalda y, en el interior de esos cuadros, había escritas palabras en grafía arábiga. Todo el chaleco, por delante y por detrás, e incluso en los costados bajo las mangas, estaba repleto de letras y palabras plasmadas con tinta.

Solimán lo sostuvo contra la luz. Era una vestidura de apariencia suave y frágil. Se podían leer las letras, pero Solimán nunca había visto algo semejante con anterioridad.

—¿Qué es esto, Gülbehar? ¿Qué es lo que has encontrado para mí?

Gülbehar se echó a reír y le cogió el chaleco, lo sostuvo por los hombros y se lo mostró a su esposo.

—Es una camisa medicinal, majestad —contestó—. La conseguí de un hombre santo que me dijo que había tenido un sueño en el que el Profeta, Alá permita que su alma goce de la paz eterna, fue a él y le dio las instrucciones necesarias para componer esta prenda. Recitó una serie de nombres y otras palabras sagradas que os protegerán. Dijo que incluso desviaría balas y flechas. Posee auténtica magia, mi señor. Debéis llevarlo puesto la próxima vez que entréis en batalla.

—Me quedará bien bajo las ropas, incluso bajo la armadura —terció colocándose el fino jubón sobre el pecho—. Lo llevaré puesto siempre que vaya a la guerra. Te agradezco sinceramente tan maravilloso regalo. Y le agradezco al Profeta, que Alá le conceda a su alma el descanso eterno, que enviase ese sueño al hombre santo.

El sultán colocó el jubón sobre el diván, a un lado, y tomó la mano de Gülbehar entre las suyas.

—¿Quién sino tú podría encontrar un regalo como ése para mí? Gracias. Por cierto, ¿qué hay de Mustafá?

—Él está bien, mi señor. Le gusta pasear por palacio, y se escapa corriendo de sus guardias en cuanto se le presenta la menor oportunidad. Trata de esconderse de ellos, y los soldados hacen como si no pudiesen encontrarlo. Es encantador, y echa en falta ver a su padre, pero temía traerlo hasta aquí. Todavía no es más que un niño pequeño, casi un bebé, y podría haber enfermado durante el viaje. Por ahora creo que es mejor que permanezca en palacio.

—Sí, la Sultán Valideh me lo dijo. De todos modos, estoy muy contento de que estés aquí, por otra parte, regresaremos a la capital dentro de no mucho tiempo. Toma algo para cenar y después enviaré a buscarte. Te quedarás conmigo esta noche. Ha pasado demasiado tiempo ya.

Solimán besó las mejillas de Gülbehar y se puso en pie para abandonar la estancia.

Apenas se había marchado el soberano, cuando las asistentas de la primera dama entraron presurosas en la sala y comenzaron a preparar a su señora para la noche que iba a pasar con el sultán. La bañarían, la perfumarían, depilarían su piel, luego la frotarían con paños ásperos y le aplicarían perfilador marrón oscuro en las pestañas. Después vestirían a la dama con un fino camisón de seda bordado con hilo de oro, un regalo que le había hecho Solimán después de la última noche que habían pasado juntos. Y trenzarían sus cabellos con perlas engarzadas en hilos.

Después de prepararla, la dama permanecería en su tienda, sentada en su diván, atendida en todo momento por sus siervas, esperando pacientemente la llamada de su sultán.

* * *

Abdulá entró en la cámara privada del sultán después de su anunciado. El joven se postró y tocó el suelo con su frente, y así se quedó hasta que el sultán le indicó que se incorporase.

—Ya han pasado cuatro semanas desde que partiste, joven soldado. Confío en que hayas podido recabar información que me permita terminar con este asunto.

—Espero que así sea, majestad. He seguido al capitán de vuestra guardia personal, como me ordenasteis, durante cuatro noches en otras tantas semanas. Jamás llegó a enfrentarse a mí, aunque una noche se volvió y miró en mi dirección durante bastante tiempo. Creo que hubiese peleado conmigo, si no hubiese temido por la seguridad del hombre que lo acompañaba.

—¿Qué hombre es ése? Habla sin temor, cuéntamelo todo desde el principio.

Y así fue como el joven espahí se serenó y comenzó a narrar con todo detalle lo sucedido cada noche. Ibrahim buscaba siempre al mismo mendigo en distintas partes de la ciudad; lo lavaba con esmero y lo vestía; le compraba comida y le proporcionaba cobijo, y a veces pasaba la noche entera con él.

—¿Y bien? ¿Y ese hombre, has conseguido averiguar de quién se trata?

—Sí, majestad. Durante la última visita, se me ocurrió acercarme más a ellos y escuchar su conversación. Era la última noche, sí, y los seguí hasta un paupérrimo restaurante situado en una de las zonas más menesterosas de la ciudad. Ocuparon una mesa cerca de una ventana y yo me quedé fuera, agachado bajo el alféizar durante todo el tiempo que duró la cena. Aun así, no pude escuchar todo lo que dijeron. Al principio, solamente hablaron de asuntos marítimos. Lo primero que pensé es que era un viejo marino griego, creo.

—¿Cómo llegaste a concluir que era griego? —inquirió Solimán alzando sus espesas cejas.

—Porque, majestad, a pesar de que la conversación se efectuase en su mayor parte en turco, el anciano poseía un marcado acento griego. Le oí hablar de sus días en la mar y de cómo deseaba poder navegar y alejarse de aquí. Después habló en una lengua cuyos sonidos no pude identificar, pero creo que era griego. Aprendí algunas palabras en griego cuando iba a la escuela, y me sonaba parecido.

—¿Entonces, quién es ese marinero griego, un espía? ¿Acaso el capitán de mi guardia personal está vendiéndole mis proyectos a un marinero griego? ¿Quizá de Rodas?

—No, majestad, no se trata de nada de eso. El capitán de vuestra guardia no es un espía. Durante aquella noche, en muchas ocasiones llamó a aquel hombre baba. Aquel pobre hombre era su padre, mi señor.

* * *

Solimán se sentó en silencio en su tienda tras dar buena cuenta de una cena ligera basada en carne de cordero y arroz. Se reclinó sobre el nido de cojines situado en medio de la habitación iluminada con la tenue luz de las lámparas, suavemente caldeada por un brasero de carbón. El sultán saboreaba una copa de sorbete de limón cuando un paje pidió licencia antes de entrar en la sala. El siervo se postró de rodillas y su frente tocó el suelo. Solimán le hizo una señal para que se incorporase y aguardase.

El paje le notificó, mediante el lenguaje de los signos, que la kadin Gülbehar había abandonado el harén y ya estaba en los aposentos del sultán, escoltada por el jefe de los eunucos negros. Solimán asintió y despidió al criado con un gesto de la mano.

Hubo un corto intervalo de tiempo antes de que Solimán oyese unos pasos amortiguados en el corredor, seguidos por la presencia del jefe de los eunucos. El eunuco hizo una reverencia y anunció la llegada de la kadin. El emperador de los turcos posó en el suelo la copa con lo que quedaba de sorbete, acicaló un poco sus ropas e indicó mediante señas que entrase Gülbehar.

La dama despidió a sus criadas en la puerta de los aposentos del sultán y entró sola en la estancia. Siguiendo un antiguo ritual otomano, Gülbehar se arrodilló bajo el dintel y cubrió en silencio, de rodillas, los escasos metros que la separaban del diván del sultán. Colocó la frente sobre la alfombra antes de estirar un brazo y coger a Solimán por un tobillo. Como un acto de sumisión ante su poder y muestra de su total vulnerabilidad, la mujer elevó el pie de su señor y se lo colocó sobre la nuca, sosteniéndolo allí durante unos cuantos segundos antes de soltarlo.

Solimán se inclinó hacia delante y, sin una palabra, tomó la mano de su mujer entre las suyas y tiró suavemente de ella llevándola hasta los cojines colocados a su lado. Al monarca le enterneció la muestra de perpetuación de la tradición de sumisión ciega hacia el hombre. Durante los años de matrimonio, la conducta de Gülbehar había derivado rápidamente hacia unos modos más informales. Se le permitía acceder libremente ante la presencia del sultán, presentándose muy a menudo ante él sin apenas avisar antes y, en muchos casos, sin ninguna clase de escolta. Pero aquello sucedía en los días en que Solimán desempeñaba el cargo de gobernador de Manisa, antes de que ascendiese al trono del Imperio. Luego, de alguna manera, cuando a Solimán se le ciñó la espada de la Casa de Osmán en la cintura, su relación cambió sin motivo aparente. Pero allí, en la tienda, Solimán se relajó junto a su kadin, sintiéndose en el papel de amante.

Observó cómo Gülbehar se colocaba sobre el diván y acurrucaba su cuerpo junto a él. Sentía el calor de sus muslos contra sí y el suave rastro de un perfume, apenas insinuado sobre su piel. No intercambiaron ni una sola palabra, pues ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse por la mañana. Solimán apenas tenía asuntos que tratar con Gülbehar, aparte de los relacionados con la buena crianza de Mustafá, su hijo y heredero.

Entonces, en el silencio del campamento, la pareja trató de simular que estaban completamente solos. Solimán, más que Gülbehar, había aprendido a no tomar en cuenta la realidad, que no era otra que la presencia a todas horas de docenas de siervos y hombres armados lo suficientemente cerca como para oírles. Las paredes de la tienda del sultán, a pesar de ser notablemente más gruesas (y elegantemente cubiertas) que las tiendas militares corrientes, permitían que el sonido traspasara los límites de sus aposentos privados. Pero Gülbehar aún tenía dificultades para relajarse sabiendo que todas sus palabras y sonidos podrían ser escuchados por oídos ajenos. El sultán siempre había vivido en ambientes altamente protegidos, pero su kadin de dieciocho años todavía estaba aprendiendo a sobrellevarlo.

Durante lo que le pareció un espacio de tiempo demasiado largo, Gülbehar aguardó a que su amo indicase de algún modo que se había percatado de su presencia. Podía sentir el cuerpo de su señor a su lado, relajándose lentamente. Y pronto estuvo lo suficientemente cerca como para detectar el suave aroma de la carne de cordero especiada. La dama no había ingerido ningún alimento aquella tarde para que así no hubiese ninguna clase de sabor poco natural en su lengua o su aliento. Aquel día, todos los detalles habían sido cuidadosamente preparados para complacer al sultán. Su futuro, toda su vida y también la de su hijo, dependía de los caprichos de aquel hombre que disponía de doscientas mujeres más que aguardaban impacientes por complacerlo.

Solimán exhaló un largo suspiro, señal que le indicaba a Gülbehar que ya estaba suficientemente relajado y listo para recibir sus atenciones. Ella respondió al instante soltándose el caftán, revelando una corta blusa de gasa color rosa que insinuaba la curva de sus pechos y sugería tímidamente los círculos de sus pezones. Solimán la miró a los ojos y sonrió. Le colocó una mano sobre el muslo y comenzó a acariciarla a través de las capas de seda de su camisón. Ella, en respuesta, también colocó una mano sobre el muslo de Solimán y por primera vez aquella noche lo acarició, y lo hizo con la misma suavidad que él le dedicaba a ella. La dama pudo sentir la respuesta a sus caricias gracias a un ligero incremento en la profundidad de su respiración. Ella continuó con sus zalamerías hasta que notó cómo crecía la erección de su esposo bajo sus holgados pantalones. Gülbehar se detuvo un instante, se apartó de él, y se inclinó para apagar la llama de la lámpara de aceite más cercana al diván.

Gülbehar se puso en pie y comenzó a deshacer el peinado trenzado con hilos de perlas que sujetaban sus cabellos en un moño por encima de la cabeza. Las joyas se le engancharon por un instante, y Solimán le apartó las manos para ayudarla. Así pudo sentir cómo el suave aroma de su esposa lo envolvía aún más que cuando ella lo tocaba. El sultán pudo, por fin, soltar las joyas y entonces las dejó caer al suelo. Una cascada de pelo cayó sobre los hombros de Gülbehar; el soberano la besó en la frente, aspirando más profundamente aún el aroma de su perfume.

Gülbehar tiró de un cobertor que tenían cerca y cubrió las piernas de Solimán y las suyas. Después, en la oscura penumbra de la sala, soltó los broches de su blusa y la dejó caer al suelo. Solimán se inclinó para besar sus pechos desnudos mientras ella se quitaba el resto de las muchas capas de seda que la cubrían. Cuando estuvo completamente desnuda, subió más el cobertor y envolvió sus cuerpos como si estuviesen en un capullo de seda. El sultán se desnudó y arrojó sus ropas a un lado del diván. Entonces se detuvieron durante un instante, abrazados en silencio y sin moverse. Todavía no habían intercambiado una sola palabra.

Gülbehar relajó sus brazos alrededor de Solimán, deslizándose lentamente bajo el cobertor. Cuando desapareció de la vista, Solimán se abandonó totalmente a las sensaciones que lo envolvían. Al sentir la lengua de ella explorando su cuerpo, todos los pensamientos acerca de su Imperio y de la inminente campaña que iba a comenzar empezaron a desvanecerse.

Gülbehar tomó a su amante con la boca mientras lo abrazaba por la cintura. Sus dedos exploraron la espalda y las nalgas de su esposo. En un lapso breve, el deseo de Solimán, contenido durante tanto tiempo, estalló. Y Gülbehar se deslizó hasta su rostro y apretó su sudoroso cuerpo contra el suyo. La dama notó que su esposo se durmió al poco rato, y ella durmió también. Poco después, se despertó al sentir a Solimán acariciarla en la oscuridad de la habitación, pues la única lámpara de aceite que estaba encendida ya se había apagado. Ella le respondió, la erección volvió de nuevo y esta vez entró rápidamente en ella. Hicieron el amor durante toda la noche, como dos amantes noveles. Después se durmieron de nuevo y, cuando la luz de la mañana iluminó el techo de la tienda, Solimán se encontró a sí mismo tumbado entre cojines, tapado con el cobertor de seda, desnudo, relajado y solo una vez más.