Capítulo VII
SE AVECINA UNA TORMENTAIsla de Rodas.
Junio de 1522
El día ocho de junio, después del ocaso, los centinelas apostados en las fortificaciones de la langue de Italia miraron hacia el noreste, donde habían visto señales luminosas. No seguían ningún patrón, ni tampoco código alguno, y a juzgar por la distancia parecía que procedían de la costa turca, cerca de Marmaris, al otro lado del mar. Aquél era el punto más estrecho entre la isla y tierra firme. Sólo treinta y ocho kilómetros de mar abierto separaban a los Hospitalarios de las huestes de Solimán.
El Gran Maestre recibió puntual información acerca de las señales.
—Enviad tres galeras —ordenó—, con todos sus pertrechos de guerra y dotación de caballeros. No corráis riesgos y acercaos en orden de batalla. Puede que se trate de barcos de nuestra flota que tengan problemas o que sea una trampa para probar nuestro temple.
Los guardias salieron de la estancia y emitieron las órdenes oportunas. Una hora después, tres galeras zarparon del puerto de Mandraccio con rumbo norte. Las embarcaciones regresaron antes del amanecer. No se habían efectuado disparos, ni se había entablado combate. El capitán del pequeño equipo operativo cubrió corriendo la pequeña colina del Mandraccio y entró en la fortaleza por la Puerta de San Pablo. Una vez dentro de la fortificación, se dirigió a su izquierda, a lo largo de la calle de los Caballeros. La estrecha vía empedrada con adoquines estaba todavía oscura y húmeda cuando el militar pasó apresuradamente bajo las imponentes murallas de los diferentes sectores. En la zona de Provenza torció a la derecha y se dirigió al palacio del Gran Maestre. Al llegar, saludó a los guardias y subió los peldaños de la escalinata principal de dos en dos.
Philippe aguardaba en la antesala de sus aposentos. Le acompañaba Thomas Docwra. Los dos hombres estaban inquietos y visiblemente incómodos. Tras su carrera, el capitán llegó sin resuello, todavía portaba su armadura de batalla y su capa aún estaba húmeda por las salpicaduras saladas del mar y las lloviznas. Hizo una reverencia y sacó de su manto negro un pergamino enrollado, atado y sellado con el tugra del sultán Solimán.
Philippe conocía bien aquel sello, pues ya lo había visto cuando recibió la Carta de la Victoria de Solimán. Sabía, incluso antes de abrirla, que esta nueva carta iba a contener un mensaje mucho más directo. El sultán ya había enviado la consabida advertencia preceptiva en su religión. El Qur’an requería que se efectuase la notificación con tiempo suficiente para permitir al adversario que se rindiese antes de sufrir el ataque. Pero aquel tiempo había pasado de sobra.
El maestre tomó la misiva de manos del capitán y se dirigió hacia la mesa donde estaba dispuesta una cena tardía y algo de vino.
—Tomad lo que gustéis, capitán, mientras veo qué es lo que el sultán nos ofrece.
—Gracias, signore. Este mensaje se nos entregó en la mar. Las señales las habían colocado las galeras del sultán a una milla mar adentro. No hubo problema para encontrar ese viejo barco en la oscuridad, con el lío que armaron. ¡Por Dios, que eran paganos! Creo que decidieron entregar este mensaje mar adentro para tratar de impedir que viésemos las fuerzas con las que piensan desembarcar. Pero os diré que las hogueras que ardían en sus campamentos se contaban por miles. No se trata de una pequeña partida de asalto. Se trata de una invasión en toda regla, signore.
Philippe asintió en silencio, rompió el sello y desató el cordón de seda. El maestre arrojó la cinta a las llamas antes de leer el mensaje.
El sultán, a Villiers de L’Isle Adam, Gran Maestre de Rodas, a sus caballeros y a todo su pueblo.
Vuestros monstruosos actos de piratería, que continuáis ejerciendo contra mis fíeles súbditos, y el insulto que habéis lanzado contra mi majestad imperial me obligan a ordenaros que rindáis, entreguéis y pongáis vuestra isla en mis manos de inmediato. Si lo hacéis así, juro ante Dios, creador del Cielo y la Tierra, ante los cuatro mil profetas que han llegado del paraíso, ante los cuatro libros sagrados y ante nuestro gran profeta Mahoma que seréis libres para ir allá donde os plazca, mientras que los rodios que se queden no sufrirán daño alguno. Por el contrario, si no obedecéis mi orden con presteza, pasaréis bajo el filo de mi espada invisible, y las murallas y fortificaciones de Rodas serán reducidas a escombros, hasta no rebasar la altura de la hierba que crece a sus pies.
Philippe le tendió el documento a Docwra, quien lo leyó lentamente una vez más.
—Este hijo de puta no sabe a quién se enfrenta —dijo Docwra.
—Por supuesto que no, Thomas —asintió Philippe con calma—. Disponed los preparativos como si el asalto se fuese a llevar a cabo de inmediato. No enviaremos réplicas, eso puede que nos proporcione algo de tiempo, pues si respondemos a esa... esa obscenidad —señaló la carta de Solimán, todavía en manos de Docwra—, el combate comenzará de inmediato. En vez de eso le tendremos esperando una respuesta, seguramente confía en obtener una victoria fácil con nuestra capitulación. No ha olvidado las pérdidas sufridas por su bisabuelo. Y, a no ser que esté completamente loco, cosa que dudo, querrá obtener un triunfo sencillo, claro. Thomas, mientras esperan una respuesta, salid e implantad la ley marcial en la isla. Enviad emisarios que ordenen a todo aquel que aún se halle fuera del recinto amurallado que se apresure y entre sin pérdida de tiempo, y que traigan todas las armas, alimentos, y ropas que puedan transportar. No dejéis alimentos ni refugios que puedan suponer comodidad alguna a nuestros enemigos, pues es posible que no podamos salir de la fortaleza durante los meses venideros. Alertad a los caballeros, y avisadles de que nos reuniremos al alba para concretar los últimos detalles de la defensa de la ciudad. Yo vigilaré para que el refuerzo final de las defensas se lleve a cabo tan rápido como sea posible.
—D’accord, seigneur. Tout de suite —contestó Docwra y, cuando ya se disponía a salir, se detuvo y dijo—: Sólo una cosa más, mi señor.
—¿Sí?
—Cierto capitán de un barco florentino, a quien llaman Bartoluzzi, me advirtió de la posibilidad de un asedio prolongado. Me hizo una sugerencia que me parece digna de ser considerada.
—¿Y cuál es?
—Bien, él ha visto que hay un gran número de barcos que entran y salen de nuestro puerto. Propuso que bien podríamos requisar alguno de ellos y convertirlos en barcos incendiarios. Los cargaríamos con explosivos y los enviaríamos contra los turcos antes de que desembarcasen en la isla para quemar tantos navíos de su flota como podamos. Incluso se ofreció a encabezar el ataque con su propio barco. Podríamos dañar seriamente su línea de avituallamiento y mermar a parte de los efectivos con los que nos tendremos que enfrentar en tierra.
—Gracias, Thomas. Y agradeced al capitán Bertoluzzi su idea y su valiente ofrecimiento. He dedicado mucho tiempo a meditar sobre la conveniencia de plantear un enfrentamiento en el mar contra los turcos. No hay duda de que contamos con una armada superior, en términos de destreza y marinería, y que podríamos infligirles un gran daño en combate naval. Sin embargo, el número de nuestros enemigos, tanto en barcos como en hombres, es tan superior que, aunque lanzásemos un ataque por sorpresa, me temo que las pérdidas en vidas y materiales serían inaceptables para unas fuerzas tan menguadas como las nuestras —Docwra asintió—. Es una buena idea, Thomas, pero creo que deberíamos conservar nuestros exiguos abastecimientos de hombres y pólvora para una más que posible batalla en las murallas.
Docwra asintió de nuevo y después abandonó la antesala y el palacio a toda prisa.
—Terminad vuestra comida —dijo volviéndose al capitán—, pues será la última cena caliente que podréis tomar sosegadamente en mucho tiempo.
El capitán, incapaz de contenerse, tragó los restos de comida y de vino, hizo una reverencia y se apresuró a salir del palacio.
Philippe se quedó solo por primera vez en muchos días. Las idas y venidas de sus subalternos, los preparativos, los planes de batalla y una interminable lista de detalles habían conspirado para no permitirle disfrutar de un solo minuto para sí. El súbito vacío y el inusitado silencio de la estancia cayeron sobre él tan pesadamente que lo sorprendió. Se desplomó sobre una gran butaca de roble, frotándose los ojos. Ordenó los documentos a su lado y se quedó mirando fijamente la vetusta mesa de roble, oscurecida y dañada por el paso del tiempo. Trató de cerrar los ojos y descansar, pero el sueño no pudo anular sus pensamientos. De nuevo su mente vagabundeó de vuelta a París, como lo había hecho casi a cada hora de sus días y noches de vigilia, cuando no estaba completamente absorto en sus asuntos bélicos. Su mente regresaba a sus aposentos frente a L' Ille de la Cité.
Había estado observando en la oscuridad los arbotantes de la gran catedral de Nuestra Señora de París, ya entonces un edificio antiguo, de casi cuatrocientos años de edad. La base de la gran construcción de piedra estaba rodeada por una ligera bruma que ascendía desde el río, y unas tenues luces anaranjadas titilaban en la parte posterior del templo. «Eso había sido hacía... ¿cuánto tiempo? ¿Diez meses, quizá? ¿Era posible que sólo hubiesen pasado diez meses desde entonces?», se preguntó Philippe. Fue la noche en que llegó el mensaje de Rodas. Lo habían elegido como Gran Maestre de su Orden. La noche había sido tranquila, y ya era de madrugada cuando llegó Helena. Muy a menudo llegaba a altas horas de la noche, cuando había menos posibilidades de que la sorprendiesen. A veces podía estar con él hasta el día siguiente, viviendo cada momento como si fuera el último. «¡Diez meses!», se dijo. No, seguramente no hacía tanto.
¿Y cuándo volvería a ver a Helena? ¿Dentro de otros diez meses? ¿Diez años? ¿La volvería a ver otra vez? ¿Qué estaría haciendo entonces? Sí, en ese preciso instante. ¿Estaría con otro hombre? Si se diera la remota posibilidad de que volviese, ¿estaría ella esperándole? Philippe no pudo seguir su razonamiento hasta su final, en cada una de las ocasiones imaginaba... su joven y hermoso cuerpo en brazos de otro. Unas veces estaba con un desconocido, otras con alguno de sus caballeros. El maestre apretaba sus ojos con fuerza, como si negando las imágenes que él mismo creaba pudiese borrarlas de su mente, cosa que, por supuesto, no sucedía.
Había sido tan inocente su primer encuentro con Helena... Nada podía haberlo imaginado, nadie podría habérselo advertido. Solamente un sentimiento en su pecho, y la extraña sensación que sintió en sus entrañas la primera vez que la vio.
Philippe caminaba por los jardines de París una tarde de abril. Los parisinos se habían lanzado a la calle con el primer atisbo de buen tiempo. Aquel invierno había sido particularmente severo, con una primavera húmeda y gris un día sí y al otro también. Paseando entre las familias que habían salido a tomar un rápido descanso en sus duros trabajos, fue acercándose más y más a las parejas que paseaban tranquilamente aquel cálido y brillante día. Sintió una pesada carga en su pecho cuando pensó que estaba destinado, por los votos hechos a Dios, a caminar solo para siempre. Pues, a pesar de todo el honor y camaradería inherente a su condición de caballero, todavía existía un vacío en él que no podía obviar. En días como aquél no podía negar su anhelo por una conexión física y emocional con una mujer.
Helena estaba sentada cerca de una fuente, arrojando pequeños guijarros al agua. Sus ojos no abandonaban la superficie del agua donde las ondas crecían hasta desaparecer. Philippe se detuvo a estirar los músculos de la espalda, miró al cielo y dejó que el sol calentase su rostro. Cuando retomó su camino la vio ahí sentada, sola. Tenía ojos oscuros, casi negros bajo la luz del sol, su larga melena caía desordenada en rebeldes rizos sobre sus hombros. Era delgada y bastante alta, Philippe pudo adivinarlo incluso sentada como estaba. Supuso que rondaría los veinticinco años de edad, aunque más tarde descubriría que tenía casi treinta y cinco. La mujer estaba sentada sobre sus piernas, al borde de la fuente. En el suelo, detrás de ella, había una cesta de mimbre con pan y verduras frescas. Philippe se sentía dividido entre un poderoso instinto que lo empujaba a acercarse a ella y presentarse, y la certeza de que el voto de celibato realizado como caballero bacía de aquello un encuentro inadecuado e incapaz de llevarlos a alguna parte. Pero cómo deseaba saborear la dulzura de unos momentos de inocente conversación con tan hermosa mujer.
Helena continuaba mirando fijamente al agua, ignorando el interés que había despertado en Philippe. El maestre sacudió la cabeza, como para expulsar tan inconcebibles pensamientos de su cabeza, y entonces su atención se centró en el sonido de unos pies lanzados a la carrera por el sendero de grava gruesa cercano a la dama. Se volvió hacia el ruido a tiempo para ver a un hombre alto vestido con harapos. El hombre corría a todo trapo en dirección a Helena. Instintivamente, la mano de Philippe se dirigió al pomo de su estoque, un arma más corta, ligera y rápida que el poderoso montante que utilizaba en el campo de batalla. Avanzó un paso para proteger a aquella mujer que estaba tan pacíficamente ensimismada en sus pensamientos.
El corredor se estaba abalanzando sobre Helena. Philippe estrechó la distancia que lo separaba de la mujer, tratando de interponerse en el camino de aquel individuo. Durante ese momento ralentizado que a veces parece darse en tales situaciones, pudo ver una expresión frenética en los ojos del hombre, la mugre incrustada en los jirones de su ropa y el sudor corriéndole por el rostro, un rostro cubierto por barba de varios días y llagas supurantes. El desconocido no dedicó ni una sola mirada a Philippe, en vez de ello miraba fijamente a Helena. Philippe desenvainó su espada en el preciso instante en que el corredor cubría los últimos pasos que lo separaban de Helena. El hombre se inclinó sin aminorar el paso, de modo que Philippe creyó que iba a arremeter contra ella. Entonces el hombre lanzó su brazo y agarró el cesto colocado en el suelo, justo cuando Philippe saltaba para cerrarle el paso y proteger a la dama del ataque. El guerrero sujetó la espada con su brazo derecho, con el filo bajo, en un intento de que el hombre se empalase antes de entrar en contacto con Helena. Pero en el último momento el extraño viró bruscamente. Manteniendo sujeta la cesta, el hombre cambió de dirección como si fuese un antílope, apartándose de Philippe y Helena.
Philippe describió un arco defensivo con el filo de su arma, creando una zona segura alrededor de Helena que nadie podría haber atravesado. Pero su poderosa masa había adquirido demasiada inercia, y no pudo evitar chocar con ella, que seguía sentada al borde de la fuente, sin enterarse de nada. Philippe patinó en la gravilla mientras trataba de detenerse, hasta que la golpeó en la espalda con un hombro empujándola al estanque de agua. Helena gritó por el dolor del golpe, y también por la sorpresa. Philippe estiró su brazo izquierdo para tratar de sujetarla, en un intento de impedir que cayese a la fuente, pero fue demasiado tarde. Su ancha mano, con la que todavía sujetaba la empuñadura, fue a estrellarse contra la grava y se despellejó la piel de los nudillos cuando todo su peso fue a caer sobre el brazo de apoyo.
Helena, convencida de que la estaban atacando, tiró un fuerte codazo hacia atrás, alcanzando a Philippe de lleno en el puente de la nariz. Se pudo oír un fuerte chasquido cuando los dos pequeños cartílagos se rompieron por la fuerza del golpe de la mujer. Helena cayó del borde de la fuente, impulsada en parte por el codazo que propinó a Philippe, hundiéndose en la gélida agua hasta la cintura. Se revolvió para retomar su defensa y descubrió a Philippe arrodillado sobre la grava del sendero, llevándose una mano al rostro y apoyado todavía sobre el puño que sujetaba la espada. Se volvió hacia la mujer y ésta pudo ver cómo la sangre corría entre sus dedos, hasta manchar la manga. Se quedó quieta, dentro de la fuente, temiendo por su vida. Aún no se había dado cuenta de la desaparición de su cesta de comida. No estaba frente a un voleur, un ladronzuelo. Allí, ante ella, estaba un hospitalario espada en ristre que sangraba profusamente por la nariz. Helena se había asustado de verdad. Había sido atacada por un desconocido a quien, por lo que parecía, había herido seriamente. Dio un paso atrás, hundiéndose un poco más en el estanque, a una prudente distancia del caballero herido.
Philippe se recompuso y se puso en pie con un gesto de dolor al impulsarse con la mano que sujetaba la espada. Envainó su arma, y extrajo de la faltriquera un pequeño lienzo con el que procedió a limpiarse la sangre con alguna que otra mueca por el dolor de su nariz y su mano.
—Pardon, mademoiselle. Je vous en prie —se disculpó Philippe—. He sido incapaz de detener al ladrón que se ha llevado vuestra cesta.
Miró a su izquierda y sólo pudo ver al gentío que, poco a poco, iba congregándose en torno a ellos. No había, por supuesto, el menor rastro del ratero.
—Se ha esfumado, me temo. Je suis désolé —añadió.
—¿Un ladrón? —preguntó ella—. ¿Qué ladrón?
Philippe señaló al lugar donde estaba la cesta y dijo: —Vuestra cesta, me temo que ha desaparecido. Pero, gracias a Dios parece que vos estáis bien.
Se quedaron mirándose el uno al otro durante un largo instante. Entonces Helena se dio cuenta de lo que había ocurrido. Al mismo tiempo, Philippe vio lo que le había hecho a la joven y, después de un momento un tanto torpe, ambos se echaron a reír. Philippe se inclinó hacia delante y le tendió la mano para ayudarla a salir de la fuente; calada hasta los huesos, desde los pies hasta la línea inferior de sus pechos, que se dibujaban bajo la ropa, Helena comenzó a tiritar en cuanto salió del estanque.
—Je suis désolée aussi, monsieur le chevalier —dijo Helena sin poder evitar el castañeteo de sus dientes—. Vuestra nariz... vuestra mano, lo siento mucho.
Philippe la cubrió con su capa y acompañó a Helena de vuelta al pequeño piso que tenía cerca del mercado. Allí prendió el fuego del hogar para que la mujer se calentase, y preparó una tisana mientras ella cambiaba sus ropas por otras secas.
Así fue como Philippe conoció a la que sería su amada. A partir de entonces, se encontrarían en numerosas ocasiones, al principio a escondidas. Normalmente pasaban el tiempo en la casa de Helena, pero después de unas cuantas semanas la obligación de mantener el secreto comenzó a hacerse notar en su ánimo. Su aventura comenzó a dejar un poso de sordidez en ellos, de modo que decidieron empezar a salir por las calles de París cada vez más abiertamente. Helena jamás podría ser vista en ninguna de las operaciones formales de los caballeros hospitalarios, simplemente se conformaba con esperar a que surgiese la oportunidad de estar con Philippe. Jamás se plantearon proyectos de futuro.
Ya hacía casi tres años que Helena le había roto la nariz a Philippe, y su amor crecía día a día. «¿Dónde estará Helena ahora?», pensaba Philippe.
El maestre se encontró mirando fijamente una vez más al escritorio de roble, y el mundo real, su mundo, se presentó de nuevo ante él.
Estaba regresando al presente cuando Gabriel de Pommerols, teniente y compatriota del Gran Maestre, llegó a toda prisa a la antesala. Venía sin resuello, y tuvo que detenerse un instante para recuperarse. Después se quitó el yelmo e hizo una reverencia ante Philippe. El maestre le indicó que se acercase a la mesa, y De Pommerols se desembarazó de su capa, guantes y espada, y tomó asiento frente a su superior.
—Seigneur, un moment, je vous en prie —le rogó Gabriel.
El maestre esperó paciente a que De Pommerols recuperase el aliento y, mientras tanto, entró en la sala Thomas Scheffield. Él, como senescal, el oficial encargado de las relaciones internas y las ceremonias, debía tener conocimiento de todos los comunicados importantes que se hiciesen a su superior.
Scheffield hizo un gesto de asentimiento a De Pommerols, y tomó asiento a su lado.
—He sabido de vuestra llegada, De Pommerols. ¿Hay nuevas sobre los refuerzos?
—Doucement, Thomas —dijo Philippe alzando una mano para concederle un respiro más.
—Señores míos —anunció por fin Gabriel, una vez recuperado—, las noticias que os traigo tienen muy poco de bueno. Hemos dado orden a todos los caballeros que están fuera de que se presenten aquí, en casa, de inmediato, pero el resto de la misión ha sido un fracaso.
Philippe y Scheffíeld intercambiaron una mirada y después volvieron a mirar a De Pommerols. Nadie habló. Scheffield jugueteó con el puñal de su tahalí mientras el Gran Maestre permanecía inmóvil, con las palmas de las manos unidas frente a él.
—El papa Adriano no nos enviará hombres, ni tampoco dinero —continuó De Pommerols—. Se negó a hacerlo incluso después de escuchar los ruegos del cardenal Giulio de Medid. El cardenal es miembro de nuestra Orden, mi señor, pero ni siquiera sus lágrimas conmovieron al Papa. Su eminencia dijo que no podía gastar ni tropas ni dinero en este momento. Aseveró que necesitaba todos sus recursos para combatir a las tropas francesas que estaban arrasando territorio italiano.
—¿Y qué nuevas hay de Inglaterra?
—El rey Enrique tampoco nos enviará ayuda alguna. Necesita fondos para mantener sus guerras domésticas, y sus extravagancias también —el caballero miró a Thomas, esperando recibir un reproche por hablar así de su soberano—. Lo siento, Thomas, pero es la verdad.
Scheffíeld asintió con un gesto. Aquello no era nuevo para él y, además, después de tantos años su lealtad se debía más a sus hermanos caballeros que a su rey. Sólo había vivido unos pocos años en suelo inglés, y no había regresado a casa desde que ingresó en la orden.
—En estos momentos, Enrique reclama muchas de las tierras y propiedades de nuestros caballeros. Se está apropiando de ellas con varios pretextos, pero la realidad es que necesita los ingresos, y que está celoso del poder que hemos logrado alcanzar en ultramar.
Philippe aguardó unos instantes antes de preguntar:
—¿Y Francia?
—Toda Europa es un caos, mi señor. Como sacro emperador católico romano, Carlos está preocupado por el hereje Martín Lutero, cuyo número de adeptos crece día a día y divide a los miembros de la Iglesia. Carlos está en guerra abierta con Francisco, rey de Francia, y éste con los príncipes italianos. Todo el mundo teme enviarnos un contingente de hombres, o una cantidad de dinero, que después puedan necesitar ellos mismos. Tan sólo nos envían sus plegarias y sus mejores deseos. Mucho me temo, mi señor, que únicamente contamos con nosotros mismos para salvarnos.
—Y con la ayuda de Dios. No confiaba en los reyes de Europa, aunque tenía una remota esperanza. Todos ellos poseen un largo historial de pasividad, es decir, observar y no hacer nada. Hace un año, aproximadamente, cuando los turcos atacaron Belgrado, el rey de Hungría pidió auxilio a los monarcas europeos. Es de suponer que temieran que la pérdida de Belgrado permitiese a las huestes turcas situarse a las puertas de sus reinos, pero ni aun así actuaron. Los príncipes y monarcas europeos confían en que los turcos se retiren sin su mediación, pero ahora tiemblan de miedo ante la posibilidad de otro ataque otomano. Buda, Praga y Viena caerán ante el sultán con la misma facilidad que lo hizo Belgrado. Sin embargo, ellos se dedican a combatir entre sí y a no ayudar a nadie. No, no debemos esperar ningún auxilio, sino encomendarnos a nosotros mismos y a Dios todopoderoso.
Philippe se levantó de la mesa y desde la ventana miró hacia el mar por encima de las murallas. Era un día despejado y sólo alguna nube ocasional, de las que anuncian buen tiempo, moteaba el claro azul del cielo. El viento levantaba blancos borreguillos de espuma en las crestas de las olas, y desde la ventana se podía observar el empuje del mar al romper contra la costa. El maestre pensó en aquella pacífica isla y en su belleza, en sus cosechas de fruta y rosas, en sus montañas y sus arroyos de agua clara. Después de cuarenta y dos años de paz relativa, la sangre de sus caballeros, y la de los rodios también, teñiría de nuevo las calles de la ciudad.
* * *
El Gran Maestre aguardó en su cámara privada el regreso de Antonio Bosio. Hasta entonces su ayudante de campo había probado estar a la altura de las misiones más difíciles y peligrosas. El soldado era un hombre ingenioso y resuelto. Pocas cosas podrían detenerlo una vez que se hubiese propuesto cumplir una tarea determinada.
Mientras el Gran Maestre se ocupaba del abastecimiento de la fortaleza, con vistas al largo asedio que le esperaba, Bosio tenía que cumplir la misión de conseguir todo el vino que se pudiese necesitar durante un año. El vino era necesario como medicina y para las libaciones. Bosio zarpó en una galera perfectamente equipada para la guerra y tripulada por un destacamento de caballeros armados. En un breve espacio de tiempo, negoció la adquisición de quince estibas de vino en varios puertos mediterráneos bajo bandera veneciana. Venecia hacía todo lo posible para mantener su neutralidad en el conflicto que se avecinaba con Turquía, pues temía que Solimán volviese sus ejércitos contra ella en vez de contra Rodas.
Primero, Bosio desvió barcos venecianos hacia Rodas y después enroló a los miembros extranjeros de sus tripulaciones como mercenarios al servicio de los caballeros. Y también, a pesar de la neutralidad veneciana, fue capaz de reclutar quinientos arqueros expertos de la isla de Creta. Los embarcaron disfrazados de vinateros y comerciantes y rápidamente los organizaron en una fuerza de combate.
Poco después, el oficial hospitalario abordó el barco del capitán Bonaldi, un veneciano, que llevaba a Estambul una estiba de setecientos barriles de vino. Con un poco de persuasión, Bonaldi llegó a ofrecer su carga, así como sus servicios.
Pero en alta mar también se abordaron ciertas naves menos deseosas de colaborar. Domenico Fornari, marino genovés, se dirigía a Estambul desde Alejandría con una carga de grano. Bosio lo abordó a ocho millas de Rodas y, después de varias largas e incómodas horas con Fornari, consiguió convencerlo para que trabajase al servicio de los caballeros.
Philippe deambulaba por la sala mientras esperaba la llegada de su oficial. Entonces llamaron a la puerta con dos fuertes golpes y por fin entró el capitán. Philippe asintió impaciente, invitando a que entrase en la estancia.
—Sentaos, Antonio. Tengo que encomendaros una misión muy peligrosa.
Bosio sonrió, se acercó a la mesa y tomó asiento frente a la butaca de Philippe. El Gran Maestre permaneció de pie.
—He recibido muchos informes acerca del reclutamiento por parte de Solimán de expertos mineros y zapadores de sus territorios en Bosnia. Esos mineros son, junto a su muy poderosa artillería, lo que probablemente intentará utilizar para destruir nuestras defensas. Las murallas han sido fuertemente reforzadas estos últimos meses, por lo tanto creo que la artillería no bastará para abrir una brecha en ellas. Pero si tienen tiempo para excavar en su base y preparar zapas, entonces puede existir el peligro de que las resquebrajen o las hundan. Sobre todo en los bastiones más débiles, como el de Inglaterra.
Bosio escuchó en silencio. No se figuraba dónde conduciría aquello, ni qué labor le encargaría.
—Hay un ingeniero bergamés —continuó— llamado Gabriele Tadini da Martinengo. ¿Has oído hablar de él?
—Sí, mi señor, lo conozco.
—Bien, mis informadores me han dicho que es un genio en labores de zapa y contramina. Trabaja como jefe de zapadores, y tiene el cargo de coronel de infantería al servicio del gobernador de Venecia en Creta, el duque de Trevisani.
—Trevisani jamás le permitirá venir, mi señor. Venecia se ha comprometido a no tomar parte en esta guerra. Temen más a las fuerzas de Solimán que a las de sus hostiles vecinos.
—Sí, desde luego. Pero ese Tadini es, según tengo entendido, un soldado de fortuna. Mis espías dicen que está aburrido en Creta. Es un genio militar, y un combatiente feroz; sospecho que una persona adecuada podría persuadirlo para que se pusiese de nuestro lado en la batalla que se avecina. Me han asegurado que desea entrar en batalla y que está sumido en... la amargura.
—¿Y queréis que sea yo quien lo... endulce?
—Exacto.
—¿Dónde se encuentra ahora mismo?
—Todavía está en Creta, en Candía, no muy lejos de la bahía de Mirabella. He enviado a algún hombre para que averigüe si podría ser posible que viniese por propia iniciativa. De alguna manera Trevisani se ha enterado de nuestra oferta, y le ha prohibido a Tadini que se una a nosotros... bajo pena de muerte.
—Entonces, Tadini sabe ya que estamos interesados en sus servicios. Y, por lo que me habéis dicho, parece dispuesto a aliarse con nosotros. ¿Sólo tengo que proporcionarle el cómo?
—Eso es. Pero puede ser peligroso para ambos. Si la guardia del duque llega a prenderte, seguramente te ahorcarán. Os ahorcarán a los dos.
—No nos atraparán, mi señor. Os lo aseguro. ¿Cuándo he de partir?
—Esta noche. Hay una galera en Mandraccio totalmente tripulada por caballeros. Muchos de ellos han navegado antes con vos, y ya se han estibado las vituallas. Aquí tenéis una carta con mi sello para que se la entreguéis a Tadini. En ella se garantiza que recibirá sus honorarios y mantendrá su rango, así como un salvoconducto para que pueda abandonar Rodas cuando lo desee —dijo Philippe tendiéndole los documentos.
—Regresaré con Tadini, mi señor. Tenéis mi palabra.
—Id con Dios.
* * *
La galera de Bosio se puso al pairo a una milla de la costa, no muy lejos de los acantilados de la bahía de Mirabella. El cielo nocturno sólo estaba iluminado por la luz de las estrellas, y corría una ligera brisa. Bosio y sus caballeros aguardaron en cubierta a que los remeros detuviesen la galera. No osaron anclar, pues debían estar preparados para hacerse a la mar de inmediato. Bosio escudriñó la oscuridad entrecerrando los ojos, dirigiendo su mirada hacia la playa que llevaba a Candia.
El encuentro acaecido tres noches antes había ido bien. Su galera se había situado cerca de la costa de Candia, se había acercado a la costa en una chalupa y allí se había encontrado (tal como estaba previsto) con dos viejos amigos, Scaramosa y Conversalo. Bosio confiaría su vida a ellos. Lo condujeron hasta el cuartel de Tadini en plena noche. El ingeniero leyó la misiva de Philippe y, sin tomarse un momento para meditar, abrazó a Bosio con tanta efusión que lo levantó del suelo, lo besó en ambas mejillas y, volviéndose a los dos amigos del caballero, dijo en italiano:
—E tu due? Son con noi? Y vosotros dos, venís con nosotros?
—Por supuesto, signare —replicó Scaramosa—, pero no podemos demorarnos más, andiamo —vamos.
—Signore Bosio, concededme tres noches para preparar mi impedimenta para nuestra huida. Estos hombres también necesitan tiempo. Debemos preparar alguna treta para esa noche, de modo que nadie averigüe que nos hemos marchado hasta pasadas unas horas. Eso nos dará tiempo para encontrarnos con vos. Una vez que estemos a bordo de la galera, confío en que vuestra avezada tripulación nos lleve sanos y salvos hasta Rodas.
Dicho esto abrazó de nuevo a Bosio con una efusión que, simplemente, no podía contener. Y, una vez más, Tadini le plantó al caballero dos besos en las mejillas antes de dejarlo marchar.
—Les enseñaremos a esos musulmanes un par de cosas sobre la labor de zapa y mina, ¿eh? Poseo un nuevo invento que estoy ansioso por probar. El sultán retirará su pequeña expedición, y deseará haberse quedado en Estambul. Eso os lo puedo asegurar.
* * *
En cuanto la galera arribó a la boca del puerto de Mandraccio, Philippe reconoció la figura, y el uniforme, de Antonio Bosio, de pie sobre el trinquete, junto al contrafoque, agitando sus brazos desaforadamente hacia un pequeño grupo reunido en el muelle. Junto a él estaba un hombre cuyo rostro Philippe no pudo distinguir, pero al que estaba deseoso de conocer. La galera viró para atracar en el muelle. Desde tierra se gritaron saludos en italiano y francés, y el ambiente de camaradería se hizo tan contagioso que pronto todos los caballeros se encontraban vitoreando a sus hermanos de armas de la galera.
Tadini consiguió soltarse del abrazo de los caballeros y se dirigió hacia el Gran Maestre. Aceptó la mano que le tendía Philippe, hizo una genuflexión e inclinó la cabeza para besar el guantelete del maestre. Después se levantó y mostró una amplia y enorme sonrisa.
—Gabriele Tadini da Martinengo, seigneur. À votre Service.
—Benvenuto, mio amico —respondió Philippe con un aceptable italiano.
—Si, signore. Con tutto mi cuóre.
—Dejadnos ahora —ordenó el maestre volviéndose hacia Docwra y los demás caballeros—. Celebraremos la llegada de estos valientes esta noche, con una cena en la posada francesa. Ahora me gustaría hablar largo y tendido con nuestro hermano Tadini en mis aposentos.
Philippe había llamado hermano a Tadini, indicando así a sus hombres que se había añadido un nuevo caballero a sus filas.
* * *
Era 26 de junio, fiesta del Corpus Christi, y se esperaba que los primeros navíos de la principal fuerza de los turcos surcasen las aguas frente a la ciudad de Rodas. Las puertas del palacio se abrieron repentinamente cuando el sol de aquella mañana de verano se elevó por encima de las murallas de la ciudad. Y entonces comenzó la procesión. El Gran Maestre salió montado en un semental de guerra, un magnífico animal cuyos músculos se dibujaban tensos bajo su cuidadísima capa de pelo blanco. El caballo salió equipado con su armadura de guerra, mientras que su amo vestía una loriga de ceremonial orada que refulgía al sol, haciendo difícil mirarlo directamente.
Los comandantes de cada una de las ocho langue que cabalgaban detrás del maestre también portaban sus más finas armaduras de gala. Los comandantes eran todos caballeros veteranos en su langue, y ya habían ostentado cargos en la Orden. Docwra, de la langue de Inglaterra, era turco-pilier, o comandante de caballería ligera. A medida que avanzaba por la calle de los Caballeros, iba pasando frente a las distintas auberges, n hosterías, de las demás langue. En el albergue de Italia, se unió al desfile el almirante de la flota, al lado de Docwra. Cuando pasaron por la de Francia, el caballero hospitalario que servía como comandante se incorporó a sus filas. Los tres continuaron la marcha y se reunieron con ellos el jefe de Auvernia y el comandante en jefe de Provenza. Al acercarse a la logia, una plaza abierta al final de la calle, se unió el alguacil mayor de Aragón, y el jefe del cuerpo de seguridad de Alemania. Los siete hombres, formando un grupo cerrado, atravesaron a paso vivo la logia, donde había un buen número de caballeros entrenándose y preparándose para la batalla que se avecinaba.
El mediodía se acercaba, y sus pesados pertrechos se iban haciendo más incómodos, pero su porte servía para elevar la moral de los habitantes de la ciudad.
Quinientos caballeros los seguían a pie, cubiertos con sus sobrevestes de guerra escarlatas con una cruz blanca de san Juan bordada en la parte izquierda del pecho y en el centro de la espalda. Pasearon sus anchos mandobles y sus escudos de combate ante la multitud reunida en el recinto amurallado. Dentro de la fortificación, la ciudad bullía de gente y ganado. Casi toda la población de la isla se había desplazado hasta allí en busca de protección ante la inminente invasión turca, llevándose con ellos su ganado, mascotas, alimentos y enseres del hogar. Muchas aceras estaban atestadas de carros y demás suministros. Grupos de perros abandonados vagabundeaban por los callejones en busca de comida, o de sus amos.
A pesar del gentío y la incomodidad, tanto caballeros como ciudadanos se alegraron de celebrar la fiesta de tan señalado día. Todos necesitaban demostrarse a sí mismos, y a los turcos, que no tenían miedo.
Los clarines anunciaron que el Gran Maestre se disponía a pasar ante la multitud agolpada en el Collachio, el convento de los caballeros, y los timbales marcaron la cadencia de su paso. A una señal convenida efectuada desde la calle de los Caballeros, los más altos ventanales de las auberges de cada langue se abrieron de par en par y cientos de pendones hondearon bajo el sol matinal. Flores de lis en oro sobre campo de azur señalaban el hospicio francés, mientras que los estandartes ingleses lucían sus leones campantes, en oro también. Todas las langue desplegaron sus colores, y la multitud los vitoreó uno a uno, según se iban presentando.
Los caballeros desfilaron según su país de procedencia. En la isla sólo había diecinueve caballeros ingleses, y en la parada marcharon formando una pequeña falange. Esa fuerza de apenas veinte hombres, dirigida por el turcopilier John Buck, se combinó con los caballeros aragoneses. A través de toda la historia de la Orden, siempre fue costumbre que los caballeros provenzales se ocupasen de las zonas más peligrosas, y en Rodas se continuaría manteniendo la tradición; los provenzales estarían encargados de la defensa de la vital torre de San Nicolás. Los franceses componían la mayor fuerza de la orden, con más de doscientos caballeros desfilando tras sus comandantes.
Los caballeros de la Orden recibían las bendiciones de sus directores espirituales según pasaban por las puertas de la ciudad. En un alarde de solidaridad, el obispo católico, Leonardo Balestrieri, y el arzobispo de la Iglesia griega, Clemente, se colocaron hombro con hombro, repartiendo bendiciones y elevando plegarias a favor de los defensores de la ciudad.
El desfile rebasó los límites de Rodas, y la población siguió a los soldados a través de las calles exteriores hasta llegar a los campos circundantes. Frente a ellos, sobre las azules aguas, podía verse la inmensa armada que surcaba el mar directamente hacia la isla. Cientos de navíos de guerra, con todo el velamen desplegado al viento, dibujaban blancos surcos de espuma sobre la superficie del mar. Al mediodía, los barcos del gran turco eran perfectamente visibles, y era difícil encontrar a alguien en Rodas que no sintiese un profundo temor ante la vista de tan imponente flota de guerra. En resumen, los valientes Hospitalarios, la milicia civil y el cuerpo de mercenarios fueron conscientes del lastimoso tamaño de su flota comparada con la horda de hombres, con todos sus pertrechos, que se aproximaban a la isla que era su hogar.
La flota de Solimán dobló el cabo de la isla y puso proa hacia el sudeste para dirigirse a la bahía de Kallithéas, su punto de desembarco, y entonces un bramido de alarma llenó el aire. Buena parte de los rodios creyeron que se hallaban bajo el ataque turco y corrieron en busca de refugio. El alboroto asustó a los caballos, obligando a sus jinetes a luchar por mantener el control. Y entonces fue cuando se vio una columna de humo alzarse en el aire. La señal procedía de la barbacana de San Nicolás, situada en el extremo del malecón que guardaba el puerto de galeras. Todos los ojos se volvieron hacia allí, y entonces rodios y caballeros pudieron contemplar el segundo cañonazo que la artillería de su ciudad disparaba contra la flota turca. La población al completo vitoreó el disparo y arrojaron sus sombreros al aire. Unos pocos pudieron ver el chorro que levantó la bala de cañón sobre la picada superficie del mar. Los turcos sabían cómo mantenerse fuera del alcance de la artillería y los caballeros sabían que no podrían hacer blanco, pero querían mostrarles a los otomanos el tipo de recibimiento que les tenían preparado. Por otra parte, muchos de los marinos turcos sabían de la gran destrucción que había ocasionado la artillería cristiana sobre su flota en 1480. En vez de responder con cañonazos, los turcos bombardearon al enemigo con música. Desde la costa, Hospitalarios y rodios pudieron escuchar el sonar de clarines y timbales, silbatos de contramaestres y tambores, platillos y flautas.
Y después, como para acentuar y completar el cuadro que componía la flota turca, se comenzó a percibir en la isla un terrible hedor. Al principio, la gente buscó entre ellos el foco del pestilente olor, pues hedía como si se hubiese desbordado una cloaca. Los caballeros, que tenían sobrada experiencia en la lucha contra los turcos, supieron de inmediato de dónde procedía el tufo. La brisa del mar había llevado a Rodas el olor propio de las galeras, pues los esclavos que manejaban los remos vivían encadenados a sus bancos, y sus excrementos encharcaban los imbornales de los barcos donde remaban.
Un nuevo sonido llegó entonces a la costa. Sobre el agua, entre el sonido de timbales y trompetas, podían oírse los rítmicos chasquidos de los látigos de los cómitres al cortar el aire antes de caer sobre las espaldas de los galeotes esclavos.
Philippe se detuvo en lo alto de la colina para darle un descanso a la procesión.
—Bien, Thomas —le dijo a Docwra, que cabalgaba a su derecha—, por fin han llegado. Me pregunto cuándo será la próxima vez que subiremos a este promontorio.
—Pronto, o eso espero, mi señor. Y para ver cómo esas velas se retiran por donde han venido.
—Un atrevido deseo, Thomas. Confiemos en que Dios comparta esa intención.
Dicho eso dio media vuelta con su caballo y dirigió el desfile de vuelta al recinto amurallado de la ciudad. Ninguno de los presentes pudo evitar preguntarse cuándo sería la próxima vez que saldrían de allí.