Capítulo XI
LA MATANZARodas.
Septiembre de 1522
Solimán tomó asiento a la sombra de la cubierta de popa. La galera personal del sultán surcaba las cristalinas aguas del mar a toda vela, impulsada también por los remos. Mustafá y Piri bajá estaban sentados al otro lado, mientras que Ibrahim paseaba por cubierta y el comandante de la galera se mantenía junto al piloto, cuidándose de mantener los ojos apartados del sultán.
* * *
Aquella misma tarde había llegado a Solimán la noticia de que al menos una galera había roto el cerco. Eso, por supuesto, implicaba que el barco tenía que haber podido abandonar antes el puerto de la ciudad. El sultán movía cansinamente la cabeza mientras se preguntaba qué podría hacer con ese Cortoglu.
—No toleraré tal incompetencia —dijo—. ¡Es la segunda vez que los cristianos se burlan de nosotros! Ya es bastante malo que hubiesen roto el bloqueo impunemente cuando zarparon de Rodas... ¡pero que a su regreso atacaran la galera del almirante de mi flota es demasiado!
Ibrahim y Mustafá no habían pronunciado palabra, se limitaban a mirar fijamente al suelo confiando en que el sultán no actuase irreflexivamente. Pero lo cierto era que el sultán había dispuesto preparar su galera y ordenado embarcarse a un pequeño destacamento de cincuenta jenízaros.
Ibrahim y Mustafá, aun a costa de arriesgar sus propias vidas, rogaban al sultán que no se precipitara.
—Por favor, majestad, no zarpéis esta noche. En la oscuridad es mucho más peligroso —intentó razonar Ibrahim.
—Ibrahim está en lo cierto, majestad —asintió Mustafá—. Esperemos hasta el amanecer. Habrá menos posibilidades de que los cristianos organicen una salida, y podréis castigar a ese estúpido pirata.
Al final Solimán se ablandó, e Ibrahim y Mustafá estuvieron con él hasta bien entrada la madrugada. Los dos sabían que el monarca necesitaba más el consuelo de dos amigos íntimos que los consejos de sus aghas.
Solimán ordenó una cena tardía, y los tres se dispusieron a disfrutar de ella sentados sobre cojines, colocados sobre el alfombrado suelo de la tienda. El sultán todavía estaba furioso por la nula efectividad de sus cañones frente a la fortaleza cristiana. Comieron en silencio, tomando un breve descanso respecto al único tema de conversación: la estrategia y la guerra. Cuando recogieron los postres, los tres estuvieron dispuestos a retomar el sempiterno tema de conversación.
Mustafá fue el primero en hablar.
—Mi señor, creo que deberíamos cambiar la dirección de nuestro ataque. Es obvio que con la única ayuda de nuestras baterías no ganaremos esta batalla. Sabemos que no ha sido la falta de pericia la causa de nuestro fracaso para abrir una brecha. Nuestro jefe de artilleros, Mehmet, posee gran experiencia en este campo. Nunca nos había fallado antes, y si no ha sido capaz de abrir las murallas con sus cañones (y posee los mejores del mundo), sin duda se debe a la solidez de las murallas, no a la debilidad del asalto.
—Sí, mi querido cuñado —asintió Solimán en tono cansino—, Tenéis razón, sin duda. Mehmet es un gran artillero, como lo fue su padre, Topgi bajá. Son miembros de una dinastía de hábiles luchadores. Pero seguramente nuestros zapadores consigan que me sea posible introducir a mis jenízaros en la ciudad —continuó, volviéndose hacia Mustafá—. Están sentados en los campamentos esperando a que, simplemente, les demos una oportunidad.
—Creo que deberíamos mantener el bombardeo de artillería, señores míos —terció Ibrahim—. Quizá no logren romper las murallas, pero distraerán la vigilancia de los cristianos, y los mantendrá ocupados. Ello ayudará a paliar en parte la presión que sufren mineros y zapadores. Pensemos que apenas han comenzado su labor, y sin embargo ya han sufrido un terrible número de bajas. Están casi de continuo expuestos a las flechas y a los disparos desde las atalayas.
—Cierto —acordó Solimán—, Creo que podremos mantener un ataque continuo de artillería sin que importen los resultados.
Entonces, y de un modo casi visible, Ibrahim y Mustafá pudieron observar un cambio en el hilo del pensamiento del sultán. Ambos supieron que el monarca volvía a retomar el asunto Cortoglu.
—Maldita sea mi suerte si mañana no tengo su cabeza para desayunar. Y la del kapudan también. El almirante, Pilaq, debería haber estado allí para asegurar el bloqueo junto a Cortoglu.
La noche del sultán fue larga. Durmió poco y, en cuanto amaneció, el emperador mandó llamar a sus siervos. Los criados lo bañaron y vistieron, y después se dirigió al rezo matutino. Ibrahim y Mustafá también habían regresado a sus respectivas tiendas para cambiarse de ropa, bañarse y rezar. Luego, tras dar cuenta de un ligero desayuno, los tres cabalgaron junto a la guardia hasta alcanzar el puerto provisional instalado en la bahía de Kallithéas, y allí embarcaron en una galera que ya los estaba esperando.
* * *
La amura de la galera del sultán se colocó junto al buque insignia de Cortoglu y, aunque éste no había recibido ningún aviso, el pirata parecía saber que estaba en apuros. Ibrahim pudo ver al capitán pirata sobre el elevado puente de popa, a la sombra de una vela a modo de toldo, junto a Pilaq bajá, el Kapudan, el almirante de la flota turca.
Se colocó una pasarela en cuanto se unieron las naves, e inmediatamente una dotación de veinticinco jenízaros abordó el buque insignia. A continuación, cruzaron Ibrahim y Mustafá y, finalmente, Solimán subió a bordo.
Los veinticinco jenízaros restantes seguían de cerca a su señor y ocuparon sus posiciones, interponiéndose entre la tripulación y el monarca. Cuando los soldados estuvieron en sus puestos, se había formado una muralla de hombres armados que separaba al sultán del resto de marinos y demás tripulantes del barco de Cortoglu. Dentro del anillo de seguridad se encontraba Solimán, acompañado por Mustafá e Ibrahim y, frente a ellos, Cortoglu y Pilaq, el Kapudan.
Cortoglu realizó una reverencia llena de nerviosismo. No le gustaba nada ni la expresión del semblante del sultán, ni la pinta de la guardia que lo acompañaba. Normalmente, el sultán llevaría una pequeña escolta y confiaría su seguridad a los azabs, los infantes de marina, y a los marinos de la nave en que embarcase. Era un insulto para el cuerpo de seguridad de Cortoglu que el sultán se presentase tan fuertemente respaldado por su propia guardia. Como el corsario no tardaría en averiguar, aquello constituía algo más que un insulto.
Ya se habían reparado la mayor parte de los daños ocasionados durante la refriega nocturna, aunque todavía podían distinguirse varias zonas quemadas sobre el piso de cubierta. Por alguna razón, el olor a madera carbonizada, ya carne quemada también, se mantenía en el ambiente a pesar de la frescura de la brisa marina.
Solimán obvió el acolchado asiento que le habían preparado apresuradamente en el castillo de popa en cuanto avistaron su galera. Permaneció de pie, estudiando a los dos jefes de la armada. Atravesó a Cortoglu con la mirada, obligando al pirata a apartar la vista. Entonces supo qué era lo que vendría a continuación.
—¡Cortoglu! ¡Eres algo más que un estúpido! Eres un completo incompetente, y ahora no puedo sino preguntarme por qué no escuché las protestas de mis aghas cuando te nombré reis de mi flota. Y has de agradecer a esos dos hombres que no viniese anoche porque —dijo señalando a Ibrahim y a Mustafá—, si llego a venir, a estas horas tu cabeza estaría adornando el bauprés de esta galera.
Cortoglu se estremeció.
—En vez de eso, sufrirás la falaka ante tu tripulación —sentenció el monarca.
De pronto, Cortoglu avanzó un paso, y parecía estar a punto de protestar, pero entonces le llamó la atención Pilaq, el almirante. Pilaq había fruncido el ceño, pero se mantenía firme en su posición. El espíritu de Cortoglu flaqueó, pero no dijo nada y retrocedió el paso que había ganado. Solimán asintió y, tras una señal, cuatro jenízaros entraron en el pequeño espacio del anillo de seguridad. Dos de ellos sujetaron a Cortoglu por los codos, mientras los otros dos le ataban fuertemente las muñecas a la espalda con tiras de cuero. Marinos e infantes de marina se mantuvieron en su puesto, frente al destacamento de jenízaros formado bajo la brillante luz del sol. Nadie se movió a bordo de la galera. Todos los ojos estaban pendientes de Cortoglu y de la escena que se desarrollaba sobre la cubierta.
Cortoglu comenzó a tratar de librarse de las apretadas tiras de cuero, y de nuevo vio el gesto de Pilaq, impasible junto a los jenízaros. Entonces se dio cuenta de que no importaba cuán doloroso y degradante fuese el castigo, pues siempre sería mejor que la muerte a manos de los verdugos de Solimán.
El sultán le dedicó una breve mirada a Pilaq, y luego se volvió de nuevo hacia Cortoglu. Hizo un nuevo gesto a los jenízaros y, de pronto, el pirata se estrelló contra el suelo de cubierta. Los guardias le habían barrido los pies de una patada. Soltó un gran resoplido al caer, pues lo hizo sobre las nalgas, quedándose sentado con las piernas extendidas ante él. A continuación, los soldados le quitaron las botas de piel y le ataron los tobillos a una barra de madera sujeta sobre dos postes. Sus pies le colgaban sobre el travesado. La tripulación pudo ver cómo su reis comenzaba a temblar. Su frente rompía a sudar mientras luchaba por no caer de espaldas. Estiraba sus manos hacia atrás tanto como podía, apoyándolas sobre la madera de cubierta para mantener el tronco erguido en un intento de mantener lo poco que quedaba de su dignidad.
La tripulación y la guardia del sultán guardaban el más absoluto silencio. La enorme galera se balanceaba con elegancia, mecida por un ligero oleaje. Minúsculas olas golpeaban contra el casco del barco y, bajo cubierta, en un ambiente opresivo y achicharrador, los esclavos dormían inclinados sobre sus bancos de boga. Su mundo no tenía nada que ver con los sucesos que se celebraban en el exterior pero, de haberlo sabido, sin duda hubiesen lanzado vítores de alegría.
Lo único que se oía en el barco era el silbido de la brisa moviéndose entre el aparejo. Cortoglu miró al sultán a los ojos. El corsario no suplicó, simplemente lo miró. Su rostro se enrojeció y se aceleró su respiración cuando su miedo dio paso a la ira. Pero casi al instante, como si una voz interior le hubiese recordado cuál era su destino inmediato, el pirata se desmoronó y sus ojos regresaron a la madera de cubierta. Luego se fijó en la blanca piel de sus pies, en el pelo de cada uno de los dedos gordos. Cualquier cosa era preferible antes que mirar al sultán.
Los jenízaros, marciales, se mantenían en posición de firmes. Las plumas de garza de sus sombreros se movían mecidas por la brisa. Ibrahim observó los rostros de los marinos, y creyó distinguir cierta expresión de placer en sus ojos. Sabía que aquellos hombres habían sufrido terriblemente bajo el mando de aquel temible pirata. Ya era hora de que Solimán reemplazase a Cortoglu por un reis más competente y respetado.
Solimán dirigió un nuevo gesto de asentimiento al capitán de su guardia. El oficial impartió con suavidad una orden al jenízaro que tenía a su derecha. El joven soldado se descubrió y tendió su sombrero a uno de sus compañeros. A continuación, se despojó del tahalí donde colgaba su alfanje y lo entregó con una reverencia. El jenízaro se aproximó a su capitán. Éste tomó una caña de bambú de más de un metro y medio de largo y casi tres centímetros de grosor, con un mango encordado de cuero en uno de los extremos, y lo dobló ligeramente con las manos para probar su flexibilidad. El cuero del mango de la vara estaba oscurecido por el sudor de las muchas manos que lo habían utilizado antes.
El soldado se inclinó ante su capitán, que le tendía la vara con las palmas hacia arriba. El capitán asintió y el soldado, tomando el arma, se volvió a mirar a Cortoglu y sacudió dos veces la caña al aire. Varios marinos se removieron incómodos al escuchar el temible siseo del bambú cortando la brisa.
El joven guerrero se aproximó a la falaka, calculando la distancia que lo separaba de los pies de Cortoglu, y se colocó de modo que pudiese golpear a la vez las plantas de ambos pies, situadas casi paralelas a la cubierta. Después posó un momento el bastillado sobre ellos. Cortoglu no pudo evitar tensarse ante el ligero toque de la vara. El soldado miró a su capitán, y éste a Solimán.
Solimán asintió al capitán y el oficial, a su vez, hizo lo propio al soldado. La vara se elevó hasta rebasar el hombro del jenízaro, y se propinó el primer golpe de castigo a Cortoglu. La caña silbó al cortar el aire, y el chasquido al contactar contra las plantas de los pies del pirata pudo ser oído en toda la nave. Inmediatamente después, se escuchó el berrido que salió de lo más profundo de las entrañas de Cortoglu. Ninguno de los que contemplaban el castigo pudo evitar retroceder instintivamente ante el espantoso golpe. Cuando el soldado llevó de nuevo la vara a la altura de sus hombros, todos los ojos se clavaron en la franja roja que se extendía por la planta de ambos pies. El pirata se estremeció de dolor y apretó los ojos preparándose para sufrir el siguiente golpe.
Una vez más, la vara silbó al cortar el aire y, una vez más, Cortoglu bramó perfectamente sincronizado con el sonido del bambú al impactar contra los suaves tendones de las plantas de los pies. En esta ocasión, tanto los marinos como los jenízaros quedaron petrificados. Observaron que solamente se veía una marca roja; el soldado, perfectamente adiestrado en el uso de su letal alfanje, había acertado de lleno en el mismo lugar donde le propinó al pirata el primer golpe. En el siguiente golpe, el cuerpo de Cortoglu se retorció de dolor, pero no emitió sonido alguno. El pirata apretaba fuertemente los labios, y su rostro estaba empapado de sudor. No osaba mirar a los ojos del sultán. Sabía que el cese de su sufrimiento estaba en manos de Solimán, y temía que interpretase el contacto visual como un desafío. El castigo podía terminar en cualquier momento, pero dependía de un simple capricho... aunque Cortoglu sabía que también podría significar el preludio de su decapitación si así lo decidía el sultán.
Cortoglu cerró fuertemente sus ojos una vez más y esperó la próxima oleada de dolor. Y ésta llegó. Una y otra vez el bambú golpeaba en el mismo lugar. La callosa piel de la planta de sus pies se abrió al tercer golpe, y la sangre comenzó a manar de la herida. Con el siguiente golpe, la sangre se esparció por cubierta y Cortoglu tuvo que morderse los labios para no aullar... y sangró por su labio inferior.
El castigo continuó. Incluso los jenízaros comenzaron a apartar su vista de la ordalía. Los marinos olvidaron el resentimiento que guardaban hacia su capitán. La brutalidad y el obvio dolor del castigo afectaban a todos los testigos.
Pilaq Mustafá bajá apenas podía contener su horror. Sabía que él era el próximo. El bajá apretaba sus nalgas tratando de controlar sus esfínteres, y con ello no perder totalmente el control frente a toda la guardia.
Ibrahim ya hacía rato que no contemplaba el espectáculo, y su mirada se perdía en las aguas verdosas del mar Mediterráneo. Se forzaba a observar las verdes colinas que se dibujaban en la distancia e imaginaba a sus amados halcones cayendo en picado sobre alguna liebre o cualquier ave salvaje de Rodas.
Mustafá bajá mantenía la vista al frente, pero él también había llevado su mente a otro lugar. Pensaba en su esposa, la hermana mayor de Solimán, Ayse, y trataba de concentrarse en su rostro y en el de sus hijos. Pronto, incluso dejó de oír los golpes de la vara.
Únicamente Solimán y el joven soldado que manejaba la vara miraban a los ensangrentados pies de Cortoglu. Solimán no mostraba emoción alguna. Cortoglu había fracasado en el cumplimiento de sus funciones, y por ello se le castigaba con la pena habitual. «Debería estarme agradecido porque su cabeza no esté adornando el bauprés en este mismo momento», pensó Solimán una vez más.
Después de cincuenta golpes, Cortoglu cayó como una marioneta rota sobre cubierta. Misericordiosamente, su cuerpo lo había apartado del dolor. Su cerebro lo protegía de la ira del sultán.
Tan pronto como el cuerpo del pirata se relajó, el capitán miró a Solimán. El sultán asintió, y el oficial ordenó al soldado que se apartase. El jenízaro le tendió la vara a su capitán y le hizo una reverencia. Se secó el sudor de la frente, y tomó el sombrero y el tahalí que le había dejado a su compañero. Nadie se movió, pero todos los ojos estaban ya clavados en Pilaq bajá. El reís temblaba, sin embargo aún mantenía su posición de firmes. Él también miraba al mar, tratando de evitar cruzar sus ojos con los del monarca.
—Este hombre ha pagado por su incompetencia —dijo haciendo un ademán hacia Cortoglu—. Soltadlo y lleváoslo. Quiero que embarque en la primera galera que parta hacia Anatolia. Y hacedle saber que si alguna vez vuelvo a ver su miserable rostro, morirá en ese mismo instante.
Y luego miró a Pilaq.
—Pilaq Mustafá bajá, creo que has sufrido buena parte del dolor que se le ha infligido a Cortoglu —lo tuteaba para mostrar su enojo—. El día se va caldeando, y debo volver al campo de batalla. De todos modos, no voy a hacer que sufras la falaka, como la ha sufrido esa miserable escoria que tienes delante. Te relevo del mando de la flota. Vete, regresa a Estambul si así lo deseas. Podrás vivir en paz, pero procura que no te vuelva a ver.
Pilaq inclinó la cabeza y la mantuvo baja hasta que Solimán abandonó la nave. El sultán hizo una señal a sus hombres y abandonó la cubierta. Regresó a la galera que había permanecido esperando por él y, cuando tomó asiento, pudo ver cómo cuatro marinos sacaban el cuerpo de Cortoglu, arrastrándolo por la cubierta.
* * *
Al sur del palacio del Gran Maestre, tras las murallas del sector de Alemania, se alzaba la torre de la iglesia de San Juan. Ese punto constituía un puesto de vigía de incalculable valor para los caballeros de la Orden de San Juan: desde él podían obtener información de cualquier punto de la ciudad.
Y si fuese necesario, las campanas del templo podían tañerse siguiendo una clave y de este modo se enviaba información a los caballeros destacados en las demás zonas. Gracias a este sistema, los movimientos de las tropas turcas o el emplazamiento de sus baterías podían conocerse en cuestión de minutos. Desde que los caballeros habían decidido situar observadores en la torre de la iglesia durante las veinticuatro horas del día, aquella atalaya constituía el centro del servicio de inteligencia de los defensores.
Solimán descansaba después de haber pasado la mañana a bordo de su buque insignia. El castigo a Cortoglu y la expulsión de Pilaq habían absorbido casi toda su energía. No aprobaba los castigos físicos que, en su Imperio y por tradición, conllevaban las sentencias. Pero, por otra parte, tampoco se le ocurría ningún otro sistema apropiado para sustituirlos.
El sultán yacía sobre los cojines de su tienda, terminando una comida frugal. Lo acompañaba Ibrahim, que había hablado muy poco desde el terrible espectáculo desarrollado a bordo de la nave. La mayor parte de la vida transcurrida junto a Solimán había consistido en juegos y aprendizaje, pero ahora su amigo de la infancia era el sultán del Imperio otomano y las realidades de la vida de un gobernador se presentaban diariamente ante Ibrahim. Una cosa era observar el resultado de la guerra, otra muy distinta era verlo a medida que sucedía. Había oído infinidad de historias acerca de los castigos que imponían los sultanes, pero aquella había sido la primera vez que era testigo de uno.
—Majestad —dijo Ibrahim, rompiendo la norma de que Solimán había de comenzar cualquier conversación—, ese correctivo os ha consumido demasiada energía. Quizá deberíais descansar el resto del día. Si me lo permitís, puedo cabalgar hasta los campamentos de los aghas e informaros después de los progresos de la jornada.
—Gracias. Es agradable tener al lado alguien que conoce la carga del gobernante. Pero mis tropas han de ver que soy yo personalmente quien está al mando y controla la situación. A veces resulta difícil hacer que entren en combate. No, no me refiero a los jenízaros, sino a los azabs y a los esclavos. Esos tienen que temerme a mí más que a los cristianos. Deben comprender que es mejor una posible muerte en batalla que morir por haber despertado mi cólera. No, amigo mío, descansaré un rato y después saldremos juntos a supervisar el curso de la batalla.
Entonces apareció un mensajero en la puerta de la tienda, y Solimán le indicó que entrase con un gesto. El siervo entró, le tendió un pergamino, hizo una reverencia y retrocedió hasta salir del pabellón real. El monarca le hizo una señal a Ibrahim para que se aproximase, y desenrolló el pergamino. Lo leyó en silencio y luego sonrió.
—¿De qué se trata?
—Es de uno de los espías que tenemos en la fortaleza. Parece ser que el mensaje llegó atado a una saeta disparada hacia el campamento de Ayas bajá antes del amanecer. Según esto, los cristianos tienen un puesto de observación situado en la iglesia que está detrás de la muralla, frente al campamento de Ayas bajá. Nuestra artillería ha causado muy poco daño, si es que ha causado alguno, sobre las fortificaciones de los alemanes. Pero quizá podremos utilizarla para destruir la torre.
—¿Ha de ser ésa nuestra prioridad?
—Exacto. Ordena a Ayas bajá que mantenga el bombardeo contra ese punto. Después, trasladad parte de las baterías de Ahmed bajá para que los apoyen. Saldremos a observar qué podemos hacer.
—Muy bien, majestad —asintió.
Ibrahim se colocó el turbante y abandonó la tienda.
Solimán terminó su comida. El soberano sentía cómo la esperanza de disponer órdenes que le permitiesen avanzar en sus progresos en la guerra contra los infieles le había renovado la energía.
* * *
Ayas y Ahmed bajá estaban juntos en el campamento del primero, tras un alto muro de piedra. Y juntos habían visto cómo doce de sus cañones más poderosos habían fracasado en su intento de destruir la fortificación que se alzaba ante ellos.
—Mis capitanes me informan de que el sultán se está dirigiendo hacia aquí para supervisar los progresos que hemos realizado —anunció Ayas.
—Me temo que seremos los siguientes en la lista de castigos del sultán —dijo Ahmed negando lentamente con la cabeza—. No tolera el fracaso y no le importan ni causas ni razones.
—¿Y qué es lo que puede esperar que hagamos nosotros? Éstas son las mejores piezas del mundo, y nuestros artilleros hacen todo lo que está en su mano, pero las baterías cristianas nos han machacado. Responden a todas nuestras andanadas y, cada vez que los nuestros abren fuego, las descargas de los alemanes destrozan nuestros cañones o matan a sus sirvientes. La verdad es que me estoy quedando sin los mejores hombres... y no hemos conseguido ni resquebrajar la muralla. Los jenízaros no entrarán en la ciudad por aquí.
Ambos observaron el intercambio de fuego. Los artilleros turcos enviaban enormes bolas de piedra directamente sobre las murallas del sector alemán. Los choques eran ensordecedores, el impacto podía notarse incluso a la distancia que estaban Ayas y Ahmed, pero cuando la brisa vespertina limpiaba el aire del humo y el polvo levantado por el impacto, lo único que veían era un agujero en la mampostería del alambor de las murallas y más piedras detrás. Los proyectiles de sus cañones, en vez de causar daños, convertían su masa en parte de la fortaleza. Los mismos ingenieros florentinos que habían hecho de la barbacana de San Nicolás un fuerte casi indestructible, habían hecho otro tanto con la mayor parte de las murallas de la ciudad.
Mientras ambos observaban el bombardeo, Ayas reparó en que su guardia se ponía en pie de un salto y adoptaban la posición de firmes. Se volvió hacia ellos despreocupado, y entonces pudo ver a veinte jenízaros escoltando cada uno de los flancos de Solimán e Ibrahim, que llegaban a caballo en ese momento a su campamento.
—El sultán —anunció posando una mano en el hombro de Ahmed—, El sultán está aquí.
—Alá tenga misericordia de nosotros —dijo Ahmed mirando por encima del hombro de Ayas—. No le gustará lo que va a ver hoy aquí.
Solimán e Ibrahim cabalgaron hasta donde se hallaban los dos bajás. Ninguno de ellos desmontó, se quedaron en sus sillas, con las monturas encaradas hacia la ciudad. Y tampoco hablaron. Después de que se efectuasen varios disparos con la más lejana de las baterías, Solimán pudo comprobar que el bombardeo no había obtenido ningún resultado. Entonces los cañones alemanes abrieron fuego y, con una explosión que hizo retumbar el suelo y que los caballos se encabritasen y diesen la vuelta, la pieza de artillería turca desapareció envuelta en una nube de humo y suciedad. Llovían rocas del cielo, y los hombres chillaban. Los cadáveres de los artilleros yacían reventados alrededor del cráter, al lado del cual estaba su ya destrozado cañón, con las piezas de metal humeando bajo el sol. Dos soldados heridos surgieron reptando del cráter, e inmediatamente sus camaradas artilleros corrieron a sacarlos de allí para ponerlos a salvo. Ahmed y Ayas levantaron la vista hacia Solimán, quien no pudo sino sacudir la cabeza.
—Que Alá se apiade de sus almas —dijo el soberano a Ahmed bajá, como condolencia—. Trasladad todas vuestras fuerzas, también las baterías de Ayas bajá, y situaos en un lugar apropiado para continuar el bombardeo —añadió con tono imperativo, dirigiéndose a Ahmed—. Después ordenareis que disparen por encima de la muralla (llevad a Qasim bajá con vos, es el mejor artillero que tenemos); vuestro objetivo será la torre de la iglesia de San Juan. Podéis buscarla en el mapa, veréis que se encuentra cerca del palacio. ¡Debéis destruirla! Cuando lo hayáis logrado, hacédmelo saber.
Solimán hizo maniobrar a su caballo y continuó su revista por los campamentos. Sin embargo, Ibrahim aguardó un instante y, volviéndose hacia los dos hombres que allí quedaban apabullados, les advirtió:
—Si deseáis conservar la cabeza sobre los hombros, o al menos las plantas de los pies, cumplid puntualmente con las órdenes del sultán.
Y dicho eso espoleó su montura y fue a reunirse con su señor.
* * *
Philippe había salido al ajimez del palacio junto a Thomas Docwra y John Buck. Los tres miraban hacia el sur, discutiendo la disposición de las tropas.
—Ahora mismo, mi señor, debemos apoyar a las langue más débiles —decía Docwra—. Los turcos todavía no han abierto ninguna brecha en las murallas, pero me temo que están preparándose para realizar un asalto en toda regla sobre el sector inglés.
—Docwra está en lo cierto, mi señor —respaldó Buck, asintiendo—. El sector de Inglaterra necesita refuerzos urgentemente, y además los musulmanes están concentrando allí buena parte de su potencia de fuego. Deberíamos crear una unidad móvil de caballeros, reclutados de las langue más numerosas, y utilizarlos allá donde se necesiten refuerzos inmediatos. También me temo que haya espías en la ciudad, pues los turcos parecen estar bien al tanto, mi señor, de la disposición de nuestras tropas y de las obras de reconstrucción de las defensas. Están concentrando su fuego y sus asaltos sobre los sectores más débiles.
Antes de que el Gran Maestre pudiese comenzar a tratar el problema con sus consejeros, y como si las palabras de John Buck necesitasen una confirmación, los tres hombres vieron horrorizados cómo la torre de San Juan desaparecía envuelta en una nube de polvo y humo. Las paredes se derrumbaron y el techo se desplomó sobre la maltratada estructura del edificio. El primer disparo había debilitado los muros, y tres proyectiles habían impactado casi simultáneamente después de aquél, haciendo mella en el armazón del edificio. El estruendo había llegado hasta los tres soldados un segundo después de que sus ojos fuesen testigos de la devastadora andanada.
—¡Alabado sea Dios! —dijo Docwra.
—¡Mon Dieu! — dijo Philippe.
—¡Merde! —apostilló Buck.
—¿Cuántos hombres teníamos destacados en la torre de la iglesia? —preguntó el maestre volviéndose a Docwra.
—Tres, mi señor.
—Acudid al lugar, Docwra. Buscadlos y averiguad si han sobrevivido. No podemos permitirnos tantas bajas en tan poco tiempo. John, vos colocaréis un nuevo puesto de observación en otra atalaya, pero cuidad de que su ubicación se mantenga en secreto. Disponedlo de modo que un mensajero me entregue los partes directamente a mí. Ése ha sido un ataque demasiado contundente para estar dirigido hacia un inocente edificio. Los espías han debido de informar a esos malditos turcos de que estábamos utilizando la torre de la iglesia como puesto de observación. ¡Por Dios que haré sufrir a quien nos haya traicionado en cuanto lo descubra! Poned a varios caballeros a investigar. Debemos averiguar quién filtra información a los turcos y cómo se la hace llegar.
* * *
Apella Renato no había dormido en tres días. Las bajas aumentaban diariamente, abrumándolo en el cumplimiento de su deber. Melina era como un regalo del cielo. Se movía por las dependencias del hospital como una posesa, sin que por ello dejara de atender a sus bebés; en cuanto los había alimentado y dormían, ella regresaba a su trabajo. Renato insistía en que comiese regularmente, incluso cuando nadie más tenía tiempo para comidas.
—Debéis continuar alimentándoos, Melina, los bebés necesitan de vuestra leche y si os secáis probablemente morirán. Continuad comiendo. Tranquilizaos. No quiero cargar sus muertes sobre mi conciencia haciéndoos trabajar demasiado duro.
La mujer hizo lo que se le dijo. Alimentó a los bebés y se iba a descansar cuando Renato se lo ordenaba. Aun así, ella continuaba cuidando de enfermos y heridos mucho tiempo después de que otros, agotados, cayesen dormidos. Para ella, cada uno de los caballeros era una encarnación de Jean. Socorrería a su enamorado cada vez que ayudase a uno de sus camaradas. De algún modo, había llegado a la conclusión de que existía un archivo, o algo parecido a un censo, donde se anotarían cada una de las almas que ayudaba al doctor a salvar. Cada una de esas vidas que salvase suponían un nuevo registro en el libro que protegería a su amado de todo mal.
Las bajas aumentaban proporcionalmente a medida que el sultán incrementaba la intensidad del bombardeo. Por entonces había muchas menos bajas civiles, pues los rodios ya habían descubierto los lugares más apropiados para protegerse de las andanadas. Sin embargo, los caballeros de la Orden estaban cada vez más expuestos al peligro. Ya no sólo caían heridos en sus puestos de guardia, sino que morían, o resultaban heridos en las pequeñas salidas que efectuaban para hostigar a las tropas turcas.
Melina acababa de dejar a sus niñas durmiendo en el pequeño nido que les había preparado con sábanas y lienzos en la protegida salita que le habían asignado en el hospital. Ya regresaba a las salas de atención, cuando casi chocó de bruces con el Gran Maestre.
—Pardon, Monsieur —se disculpó.
—Melina —dijo Philippe, más inquieto de lo que lo había visto jamás—, venía a veros a vos y al doctor Renato.
Entonces la muchacha descubrió que el maestre llegaba acompañado por una joven. «Casi de mi edad», supuso Melina. Treinta, quizá treinta y cinco. Vestida con un largo vestido azul, demasiado elegante para haber sido confeccionado en Rodas. Ambas se quedaron impresionadas con el parecido que tenían una con otra.
—Permettez-moi de vous présenter Hélène. Helena, te presento a Melina —dijo Philippe, irrumpiendo en la consternación que las embargaba a ambas.
Las dos se saludaron con un asentimiento, pero no hablaron. Philippe continuó hablando, pero en esta ocasión adoptó un tono mucho más formal, como cuando daba órdenes a sus hombres.
—Helena se quedará con vos aquí, en el hospital. Por favor, ocupaos de enseñarle todas las labores que han de llevarse a cabo. No tengo tiempo para hablar con el bueno del doctor, así que os ruego que le presentéis a Helena vos misma. Dios os bendiga por todo lo que estáis haciendo aquí por nosotros.
Las dos mujeres le dedicaron una respetuosa reverencia al maestre y aguardaron en silencio a que abandonase la sala.
—No tengo palabras para expresar cuán feliz soy al teneros aquí —dijo Melina, cogiendo las manos de Helena—. La mayoría de las mujeres temen salir a la calle, y aquí estamos muy faltos de ayuda. Vamos, busquemos al doctor.
Helena siguió a Melina cuando ésta bajó a toda velocidad las escaleras que conducían a la enorme sala principal.
—No tengo experiencia en esto —señaló Helena mientras bajaban las escaleras de piedra—. Confío en que no cometa ningún error irreparable y alguien reciba las consecuencias.
—No te preocupes, al principio yo tampoco sabía nada de esto. Aquí aprenderás rápido. Yo te ayudaré, y también lo hará el doctor Renato.
Avanzaron entre la multitud de heridos reunida en la sala buscando al médico.
Encontraron al doctor Renato inclinado sobre la mesa de operaciones, hablándole a un joven caballero que Melina identificó para Helena como Michael. Era un soldado de la langue de Inglaterra que se estaba recuperando de una grave infección en un brazo. Los caballeros estaban preparando sus espadas, cuando a Michael le resbaló la mano mientras afilaba su propia arma. Renato había enseñado a todos los caballeros a que limpiasen sus heridas, pero con la prisa el joven se limitó a vendarse con un trozo de tela y continuó con su labor. Se le infectó la mano, y buscó la ayuda del médico días después, cuando reparó en unas líneas rojas que comenzaron a surcar la parte exterior de su brazo. Aquella misma noche, todo su brazo estaba dolorido y podía sentir unos bultos blandos sobresaliendo de su axila. A la mañana siguiente, su mano estaba tan hinchada que no podía cerrar el puño, y entonces comenzó a sentir una fuerte fiebre.
Renato había reprendido amablemente al joven caballero por su estupidez.
—Decidme, ¿a cuántos musulmanes pensáis matar si os amputo el brazo? ¿Cuántos combates podréis librar si morís de gangrena?
Michael no podía más que negar con la cabeza.
—Perdonadme, doctor. Debería haberos prestado más atención. Pero es que había poco tiempo, las naves turcas ya estaban a la vista y...
—Está bien. Haré lo que pueda, pero sabed que estáis muy enfermo, joven.
Renato había trabajado día y noche en la infección de la mano. Le había proporcionado al joven vino y opio en una cantidad que consideró segura, y comenzó a cortar la carne gangrenada. Cada día había más tejido infectado, y cada día el doctor quitaba lo que estaba claramente infectado tratando de salvar la funcionalidad de la mano. Al tercer día, un pus maloliente y verdoso comenzó a supurar de la extremidad dañada. Renato limpió el pus y durante un lapso de tiempo pareció que iba a ganar la batalla a la infección.
Pero el cuarto día la situación de Michael empeoró: la infección continuaba extendiéndose. El joven comenzó a delirar y entraba y salía del estado de coma. Su fiebre se elevó y era incapaz de ingerir alimentos. Sacudía brazos y piernas presa del pánico, y tuvo que ser inmovilizado con tiras de cuero. Renato envió un aviso al Gran Maestre, informando de que sería necesaria la amputación. Philippe se sintió desolado.
—Los musulmanes acaban de desembarcar —le dijo a Docwra—, y ya hemos perdido a uno de nuestros bravos jóvenes.
Cuando las mujeres vieron al doctor, éste estaba hablando con el joven, explicándole que el único modo de salvar su vida era sacrificando el brazo con gangrena.
Melina se colocó al lado del médico y le tocó suavemente en un hombro. Renato se volvió hacia ella y le dedicó una sonrisa vacía y lánguida. Entonces vio a Helena, situada tras Melina.
—¿Y bien? —preguntó enarcando las cejas.
—Os presento a Helena, doctor. El Gran Maestre la ha enviado para ayudarnos. ¿Dónde debe trabajar?
Si la noticia había desconcertado a Renato, éste no lo demostró. En su vida no había tiempo para nada que no fuese su ocupación.
—Bien, su ayuda llega justo a tiempo. Si podéis resistirlo, querida, necesitamos a alguien que limpie la herida a medida que nosotros avanzamos en la intervención. ¿Podrás hacerlo?
Helena se sintió inundada por una ola de repulsión cuando llegó a ella el aroma dulzón de la gangrena. Y entonces miró a los ojos al joven caballero, consciente de que la aprensión que sentía no era nada comparada con sus sufrimientos.
—Oui, monsieur. Je suis prête —estoy preparada.
Los caballeros colocaron a Michael sobre una mesa de madera y lo ataron fuertemente con anchas tiras de cuero. Mientras tanto, Renato colocaba sus instrumentos.
Jean de Morelle estaba allí, asistiendo al doctor. Los caballeros trabajaban en el hospital siguiendo turnos regulares, y Jean llevaba casi todo el día en el hospital. Primero ayudó al doctor a colocar sus instrumentos, y luego se colocó a la cabecera de Michael.
Helena no pudo evitar fijarse en las manchas marrones, secas y profundamente infiltradas en la madera. La diferencia respecto al tono de color natural de otro mueble era que éste estaba teñido de muerte, pues habían sido muchas las vidas que se habían sometido a prueba sobre aquella mesa, y su sangre había goteado sobre la madera creando una dura pátina imposible de limpiar. Helena nunca había visto un quirófano, pero sabía el destino que le esperaba a aquel joven y valiente caballero. Y pensar en ello hizo que sintiese una opresión en el pecho y ganas de vomitar.
Renato se arremangó y se colocó un enorme delantal de cuero para proteger sus vestiduras. Jean ayudó al médico a atarse el delantal, y después sujetó el brazo gangrenado de Michael entre sus fuertes manos. Lo sujetó firmemente por encima del codo, casi por el hombro. El joven ya casi había perdido el conocimiento, y todos confiaban en que se mantuviese así hasta que hubiese pasado lo peor de la operación pero, por si acaso, Jean le colocó un trozo de madera forrada de cuero entre sus clientes.
Finalmente, después de echarle un vistazo a la mesa de instrumentos, Renato tomó una hoja de acero de casi treinta centímetros de longitud unida a un pulido mango de madera. El doctor sajó la piel y el músculo de la parte superior del brazo del joven por la parte sana, con un movimiento semicircular que duró menos de cuatro segundos. Entonces el filo tocó el hueso y el médico se detuvo, para evitar embotar el instrumento.
Helena observó con los ojos abiertos como platos cómo se derramaba más sangre de caballero de la Orden sobre las oscuras manchas de la mesa y el suelo. «Qué carnicería, Dios mío —pensó mirando a Renato—, estas mesas pronto estarán ocupadas con los cuerpos de más caballeros. La sangre teñirá el suelo de rojo y sólo este hombre podrá salvarlos.»Renato dejó la cuchilla sobre su mesa de instrumentos mientras la sangre salía a chorros de las arterias del joven. Las más cercanas al hueso manaban un líquido rojo y brillante a borbotones, como si fuesen fuentes, mientras que otras corrientes más oscuras, purpúreas, procedentes de las venas seccionadas, manaban sangre más pausadamente. Helena sintió cómo se formaba un nudo en su garganta. Trataba de no mirar al brazo del muchacho, pero al mismo tiempo no podía apartar sus ojos de aquel terrible espectáculo. La mujer tomó fuertes bocanadas de aire para intentar mantener el contenido de su estómago en su sitio.
Renato se aproximó al montón de trapos limpios que habían colocado al lado de sus instrumentos quirúrgicos y tomó un puñado de ellos. Utilizó los paños para contener la sangre que manaba de la herida y estirar los bordes de la incisión hacia arriba y abajo, de modo que el hueso quedase expuesto. Morelle sujetó el brazo con más fuerza aún, pues el joven había comenzado a convulsionarse presa del delirio y el dolor.
Renato tomó las manos de Helena y las colocó sobre los dos puñados de trapos; el continuo brotar de sangre ya estaba empezando a trocar su color blanco por un brillante tono rojizo. En un estado cercano al trance, Helena hizo lo que le indicó el doctor; apretó fuerte la compresa de tela mientras se obligaba a sí misma a mantenerse consciente y en pie. Le zumbaban los oídos, y luchaba por no desmayarse en tan crucial momento de la intervención.
En un minuto, la sangre del joven fluía a través de los paños, derramándose entre los dedos de Helena para caer finalmente al suelo. El color de la sangre cambiaba de rojo a carmesí, después se oscurecía hasta adquirir una tonalidad marrón y terminaba coagulándose en relieves brillantes y trémulos a sus pies. Le cayó un coágulo de buen tamaño en un pie, pero no se sintió con ánimos de limpiarlo. A Helena le parecía casi un insulto quitarse de encima la sangre del caballero. En vez de ello, se quedó mirando el coágulo fijamente, incapaz de llevar sus ojos al ya, gracias a Dios, desvanecido joven.
Renato se inclinó y retorció fuertemente el torniquete de cuero sobre la parte superior del brazo del muchacho. La hemorragia cedió, pero no se detuvo.
—¡Aceite! ¡Aceite! —le chilló a Jean.
El soldado fue hasta el hogar y de la plancha de metal recogió una vasija de cobre que contenía aceite caliente. Llevó el recipiente cuidadosamente al doctor, sujetándolo siempre por su asa de madera.
—Apartad los lienzos, señora —le dijo a Helena.
La mujer apartó las empapadas telas y las arrojó dentro de un cubo de madera colocado en el suelo.
—Rápido, echádselo por encima —dijo Renato, dirigiéndose esta vez a Jean.
Jean dudó. Tragó saliva, tratando de contener la náusea que sentía subir por su pecho. Comenzó a respirar entrecortadamente, y pronto sus labios y frente se perlaron de sudor.
—¡Hacedlo, maldita sea!
Inclinó suavemente la pequeña vasija y derramó un chorrito de aceite humeante sobre los sangrantes muñones de la herida.
El joven caballero dejó salir tal bramido, que todos los presentes en la sala dejaron lo que estaban haciendo y se volvieron para mirar al pobre muchacho. Había sobrevivido de milagro, tenía los ojos cerrados, pero su rostro estaba desencajado por un rictus de dolor. El corte había sido casi soportable, pero el aceite...
El aceite humeó y salpicó cuando tocó la tibia y húmeda carne del parcialmente amputado brazo. Hubo un siseo cuando se coaguló la sangre que brotaba de la herida. El músculo escarlata se volvió marrón, contrayéndose como si tuviese vida propia, alejándose vibrando del calor.
Helena tuvo que tragar con fuerza para no vomitar en cuanto el hedor de la carne chamuscada por el aceite le alcanzó la nariz. Esta vez tuvo éxito a medias; nunca podría acostumbrarse a ese olor.
La hemorragia cedió hasta no ser más que un ligero goteo. Renato se inclinó y tomó una sierra de acero provista de dientes finos y regulares. La hoja medía treinta centímetros de largo y cinco de ancho, rematada en una delgada punta para permitir el acceso a espacios estrechos. Sin dudarlo un instante, Renato serró el hueso con menos de diez movimientos. Helena cerró los ojos, haciendo una mueca por el descarnado sonido que hacía la sierra contra el hueso. Sufrió una dentera atroz, y de pronto se descubrió apretando la mano del muchacho con tanto vigor que temió dañar a quien trataba de confortar. Y entonces vio cuán estúpida era aquella idea, pues ella no podría hacer nada que empeorase la ya crítica situación. Aun así, relajó su agarre, aunque mantenía los ojos fuertemente cerrados escuchando aquel sonido.
Por fin, cuando el chirrido cesó, pudo relajar los músculos de su rostro, doloridos ya por la fuerza de la contracción.
Abrió los ojos justo cuando oyó que el doctor posaba la sierra en la mesa. Vio a Renato sujetando la mano izquierda del muchacho, mientras que con su mano derecha sujetaba el codo por debajo. Era como si le estuviese dando la mano al joven cuyo brazo acababa de amputar.
Renato tiró el brazo en el cubo de madera, sobre las compresas de tela, y concentró su atención en el trozo final de hueso. De la cavidad de la médula todavía brotaba un ligero chorro de sangre oscura y aterciopelado tuétano. Renato tomó un puñado de cera de abeja de la mesa y la trabajó con las manos hasta formar un cilindro. A continuación, lo sostuvo sobre la llama de la lámpara de aceite y le dio una forma ovalada y, después, la introdujo en la cavidad de la médula hasta el fondo. La hemorragia cesó.
Durante aquel breve intervalo de inactividad, Helena fue consciente de la variedad de olores que flotaban por la sala. La mezcla de olores concretos atrajo toda su atención. El olor a aceite quemado se imponía sobre todos los demás pero, según crecía su concentración, podía distinguir el de sangre coagulada, desinfectante y vino. Después, para su consternación, percibió el débil hedor de su propio vómito.
Helena sacudió la cabeza y trató de concentrarse. Miró a Michael, quien en esos momentos parecía dormir, y a Renato, que acababa de retirar algo de un plato limpio que estaba situado al lado de su cuadro de instrumentos. El médico sostuvo lo que parecía un brillante solideo, como el que utiliza el clero católico. Aunque ella no lo sabía, aquello era una vejiga de una oveja recién sacrificada. Renato la utilizó para cubrir el muñón, y la sujetó con los tendones del animal. Después, vendó el brazo con trozos de tela y sujetó el conjunto al pecho del muchacho con un cabestrillo.
El doctor soltó un profundo suspiro y le dedicó una mirada a Helena.
—Gracias, mi señora, por la gran ayuda que habéis prestado. Con esto habéis visto lo peor, y aun así os mantenéis en pie. Sin duda sois una mujer muy valiente, podéis estar orgullosa. Ahora rezad por Michael; su vida está en manos de Dios.
—Gracias, doctor —acertó a decir.
Y dicho eso cayó desvanecida.
* * *
A comienzos de la segunda semana de agosto, después de más de un mes de combate, los caballeros ya comenzaban a sufrir un fuerte número de bajas. Las baterías turcas concentraban su bombardeo masivo sobre los sectores de Inglaterra y Aragón. Los terraplenes levantados frente a los fosos ya superaban la altura de las murallas, y los otomanos pudieron colocar un pesado cañón en la cima de su recién construido montículo de tierra. Desde allí podrían disparar directamente sobre la ciudad. Contaban con catorce baterías, virtualmente todas las piezas de gran calibre que le quedaban a Solimán, concentradas en ese sector. Al llegar el fin de semana, se logró un importante daño en el sector de Inglaterra y un buen agujero en el de Aragón.
Cada noche, ciudadanos y caballeros reparaban y taponaban las brechas; cada amanecer, los turcos bombardeaban de nuevo y reabrían las fisuras. Ambos bandos soportaban terribles pérdidas, pero eran los ingleses los más castigados en proporción al número. Los pelotones móviles acudían allí donde se necesitase su ayuda, pero ya no eran suficientes para asegurar una posición si los turcos decidían lanzar un asalto masivo contra la ciudad.
Mientras Helena ya casi se había convertido en la primera asistente de Renato, Melina establecía los principios de selección durante el brutal bombardeo de los puestos de Aragón e Inglaterra. Su labor consistía en elaborar un criterio que determinase quiénes debían tener prioridad para recibir las atenciones del doctor. El aspecto más truculento de su trabajo era que debía señalar quién estaba tan malherido que no contase con una posibilidad razonable de supervivencia. El doctor Renato y sus ayudantes debían dedicar su ayuda a aquellos que pudiesen sanar lo suficiente para que regresasen a la batalla. Después se atendería a los que pudiesen sobrevivir, aunque no regresasen inmediatamente al combate. El resto no haría más que malgastar suministros y atención médica... debían esperar solos a la muerte.
Melina se sentía abrumada por la responsabilidad. ¿Qué ocurriría si se equivocaba? ¿Qué pasaba si un caballero pudiese sobrevivir, después de todo, con sólo un poco de atención médica?
—Establecer el criterio de atención es el más duro de los trabajos, Melina —le había dicho Renato—. Ni siquiera los médicos pueden estar seguros en tales situaciones. Pero hemos de hacerlo lo mejor que podamos. Si aquí contásemos con la ayuda de otro doctor, él realizaría la función que vos estáis haciendo. Pero como no lo tengo, y yo no puedo dedicarme a ello, esa ocupación recae sobre vos. Hacedlo lo mejor que podáis, y confiad en que el Altísimo os guíe en vuestras decisiones.
Ella hizo lo que se le había ordenado. Sin embargo, se pasaba casi todo el tiempo llorando. La agonía de los jóvenes la hacía llorar. El sufrimiento de los heridos la hacía llorar. Los valientes caballeros que eran enviados de nuevo a la batalla con las heridas todavía abiertas, y los vendajes manchados de sangre, la hacían llorar todavía más. Temía cada paso que daba por el corredor de las dependencias del hospital: el próximo herido podía ser Jean.
Era imposible destinar a nadie para que atendiese a los heridos en las almenas, de modo que los caballeros, y a veces los rodios, eran quienes llevaban a los caídos al hospital. Algunos guerreros llegaban al sanatorio con sus sobrevestes y yelmos puestos. Melina contenía la respiración mientras les quitaban el casco, temiendo que en cualquier momento pudiese ver el rostro de Jean. Día y noche aguardaba el terrible momento en el que tuviese que negarle auxilio al hombre que amaba más que a su propia vida. Y, al mismo tiempo, sabía que cada vez que traían otro caballero herido al hospital y ella deseaba que no fuese Jean..., estaba deseando que fuese alguna otra alma desdichada.
—Nunca podré rechazar a Jean, docteur —le había asegurado a Renato—. ¡Jamais!
—Dios os guiará, chérie. Confiad en Él.
La noche en la que desencadenó el mayor de los asaltos, llevaron a la sala del hospital a Juan de Barbarán, el comandante del sector de Aragón. Los dos caballeros que se esforzaban por manejar el pesado cuerpo del caballero, vestido además con su armadura y con la espada al cinto, lo colocaron en el suelo de la entrada de la estancia.
—Ayudadme, señora —el caballero le pidió socorro en castellano.
Melina observó la cantidad de sangre que le manchaba la capa y se extendía por el suelo. Barbarán había caído herido por una esquirla de piedra que le había cortado dos importantes venas del cuello, y se estaba desangrando ante ella. Le colocó una mano sobre la herida, como le había enseñado Renato. Después tomó un puñado de vendas de una cesta y las dispuso bien prietas sobre el corte, pero la sangre empapó los lienzos y comenzó a deslizarse entre sus dedos. Comenzó a llorar, una vez más, cuando oyó cómo se debilitaba la voz del hombre.
—Ayudadme, señora. Por favor, ayudadme —su voz no era más que un jadeo.
La hemorragia no tardó en suavizarse, y la sangre varió el tono de rojo a púrpura. Unos minutos después, el flujo de sangre cesó completamente. Melina estaba sentada, sujetando el cuerpo del comandante frente a su regazo, presionando aún las vendas contra la herida del cuello. Renato se había acercado para ver lo que estaba sucediendo. El doctor apartó las vendas delicadamente y colocó sus dedos con suavidad sobre el cuello de Barbarán. Después hizo una señal a los dos caballeros que lo habían traído para que se lo llevaran. No había sitio para los cadáveres en el hospital.
El doctor tomó a Melina de la mano y se la llevó. Ella trató de resistirse, pero el médico la llevó hasta la pequeña salita donde dormían sus bebés.
—Basta, cara, basta. Ya habéis hecho suficiente por hoy. Dormid al lado de vuestras niñas. Helena me ayudará; no os apuréis, podremos continuar sin vos durante un rato. Dios os bendiga.
Renato volvió a su puesto, en la sala principal. Al pasar ante la puerta, vio que traían a otro caballero al hospital. El herido sujetaba un pañuelo sobre su ojo derecho y parecía hacer caso omiso a la ayuda que le brindaban sus camaradas, aunque estaba claro que no podía ver, pues tomaba un camino equivocado cada vez que sus compañeros lo dejaban. Renato tomó al hombre por el codo, le ayudó a sentarse sobre el suelo de piedra de la sala y después empujó suavemente sus hombros hasta que la espalda del soldado descansó contra el muro. Entonces Renato le quitó el pañuelo del ojo. La herida le había desgarrado el globo ocular, dejándole el órgano, sin lugar a dudas, completamente inútil. El doctor supo que jamás recuperaría la visión en ese ojo. Renato le quitó el paño y, en su lugar, le indicó al hombre que tapara su ojo herido con la mano.
—Tapáoslo con firmeza, mi señor —le indicó—. Necesito comprobar si vuestro otro ojo recuperará la visión.
Examinó el ojo sano y, como no encontró herida alguna, cubrió ambos ojos con un apósito limpio y lo sujetó envolviéndole la cabeza con un sólido vendaje. Después lo tomó de la mano y lo llevó a una esquina, donde se habían colocado unas mantas junto a la pared.
—Sentaos aquí, mi señor —le indicó—, pues me temo que no disponemos de un lecho para alguien con una herida como la vuestra. Mantened los ojos tapados durante toda la noche. Por la mañana vendré a quitaros la venda de vuestro ojo sano para que podáis encontrar vuestro camino al auberge. Siento vuestra herida, y vuestro dolor.
—Gracias, doctor —contestó en castellano asintiendo con la cabeza—. Muchas gracias.
Eso fue todo lo que dijo el caballero Juan de Homedes y Cascón, perteneciente a la langue del reino de Aragón, antes de apoyar la cabeza contra el muro para intentar conciliar el sueño.
* * *
Helena caminó con paso vacilante hacia el centro de la gran sala principal del sanatorio, avanzando entre filas de cuerpos tendidos sobre el suelo que ya atestaban completamente el lugar. La mujer se dirigía al pequeño santuario de paz que era la salita de Melina, con las manos temblorosas por la fatiga.
No había abandonado el hospital ni una sola vez desde hacía ya tres semanas, el tiempo que llevaba trabajando con Melina y el doctor Renato. Cada vez que había pensado en ir a ver a Philippe, una oleada de heridos llegaba al sanatorio, forzándola a volver a su puesto de trabajo. Philippe, por su parte, bajaba al menos una vez al día a ver a los heridos, pero sus visitas eran breves, y escasos los momentos compartidos a solas con Helena. Al principio, ella llegó a creer que el maestre obviaba su presencia intencionadamente, quizá como castigo por haberse presentado en Rodas. Pero entonces cayó en la cuenta de que él también debía de estar abrumado por la responsabilidad del mando, y también por la carga de muertos y agonizantes que sobrellevaba.
Durante su camino al dormitorio de Melina, Helena se detuvo un instante para ayudar a un joven caballero que se estaba preparando para regresar a su puesto en las almenas. Sus heridas todavía no habían cicatrizado y sus ropas estaban sucias de sangre coagulada pero, con todo, se embutió en su armadura y abandonó la protección de las paredes del hospital. Helena sacudió la cabeza con tristeza, preguntándose si volvería a ver a aquel joven con vida una vez más. ¿Regresaría con nuevas heridas, más espantosas si cabe? ¿O acaso ni tan siquiera podría llegar al hospital, pues moriría en el campo de batalla y lo trasladarían después a alguno de los pocos edificios en pie destinados a almacenar los cadáveres en espera de ser enterrados?
Dudó antes de entrar en la habitación de Melina, y escuchó. Le llegaba la suave voz de Melina a través del bajo, pero constante, conjunto de voces de la sala del hospital (quejidos, llantos, los sonidos propios del dolor y la desesperación). La mujer les cantaba una nana a sus bebés. Abrió la puerta lentamente, entrando en la habitación con cuidado y en completo silencio. En la esquina, ardía una única candela que proyectaba las sombras de Melina y sus gemelas sobre las paredes y el techo. La titilante luz anaranjada hizo que Helena se sintiese un tanto mareada, por lo que se echó rápidamente en el suelo, ocupando todo el espacio que quedaba libre en la sala.
Las dos mujeres habían forjado una sólida amistad durante aquellas últimas semanas. Compartían algo más que el lazo natural que se tiende entre dos personas que ayudan a sanar a los heridos; ambas mujeres se dedicaban a un amor que tanto su sociedad como su religión prohibían, y ello había fraguado una amistad más fuerte que ninguna de las que habían mantenido hasta entonces. Helena tenía una sana envidia hacia la familia que Dios le había concedido a Jean y Melina. Apenas podía pasar una hora sin que se preguntase si Philippe y ella también podrían gozar de ese regalo. «¿Podría ser posible que nuestro amor sobreviva a este asedio?», pensaba Helena.
Melina cantaba su tonada con más suavidad y dulzura a medida que las niñas se iban durmiendo mecidas contra su pecho. Los labios de los bebés todavía chupaban lánguidamente de los pezones, con los ojos cerrados y sus manitas apoyadas desmayadamente sobre el pecho. Un momento después, dejaron de mamar y quedaron totalmente dormidas.
La madre limpió la leche de los labios de las niñas y de sus pezones, y después se abrochó el canesú. Pero mantuvo a Ekaterina y a Marie en brazos, como si las protegiera del caos que reinaba alrededor de aquella pequeña fortaleza que habían hallado en el hospital. Se balanceaba adelante y atrás, buscando que las gemelas se sumergieran en un sueño cada vez más profundo, y no cesaba de sonreír, pues aquél era uno de los pocos momentos del día en los que la vida le concedía disfrutar de ese lujo.
—Miraros a vosotras tres me ayuda a creer que todo esto terminará algún día —comenzó a susurrar Helena—. Que existe una esperanza...
—Lo sé —convino Melina—. Si no fuera por ellas yo me habría rendido ya hace mucho tiempo. No puedo pensar que Dios permita que tanto mal alcance a un inocente.
Las dos mujeres permanecieron sentadas en silencio, ambas pensaban que esas últimas palabras eran ciertas, y también que esa verdad rompía con los preceptos religiosos que moraban en el alma de Helena. Luchaban con la absurda premisa de que esos dos angelitos estuvieran manchados por el Pecado Original. Todas las férreas convicciones católicas de Helena se habían ido abajo desde que vivía con Melina. Y en lo que respecta a Melina, sus creencias judaicas habían sido barridas hacía mucho tiempo por las enseñanzas católicas que había recibido durante su juventud. Ninguna de las dos creía en los dogmas bajo los cuales los caballeros de la Orden de San Juan vivían y combatían; las dos amaban a hombres que vivían por y para esas reglas y, además, estaban dispuestos a morir por ellas.
La habitación, en silencio, se inundó de los sonidos que llegaban de la sala, haciendo que las dos mujeres fuesen conscientes de la realidad que las rodeaba.
—¿Te ha dicho el Gran Maestre qué es lo que hará cuando finalice el asedio? —preguntó Melina. La mujer todavía no se atrevía a llamarlo Philippe.
—¿Te refieres a nosotros?
—Sí.
—No. No hemos hablado de ello desde que llegué. Yantes nunca fue un tema de conversación. No había modo de que se nos permitiese pasear juntos por París, ni por las proximidades de su lugar de trabajo, o de la residencia de su familia —se limpió una lágrima y se estremeció, aunque la habitación estaba caldeada por el calor de los cuerpos—. ¿Y Jean y tú?
—Ahora Jean está completamente concentrado en defender la ciudad... y a nosotras. En una ocasión hablamos de lo que haríamos si el Gran Maestre nos prohibía estar juntos. Pero no llegamos a concluir el asunto. Creo que ahora que es padre muy bien podría dejar la Orden si ello fuese necesario. Pero no lo hará hasta que hayan expulsado a los turcos. No eludirá el cumplimiento de su deber mientras la Orden esté en guerra.
Entonces, cuando ambas mujeres pensaron en lo impensable, pareció como si una sombra se hubiese abatido sobre el aposento.
Finalmente, fue Helena quien se atrevió a decirlo.
—¿Y si no es posible expulsar a los turcos? ¿Qué ocurrirá entonces?
Melina contempló a las dos niñas que sostenía en brazos y las estrechó contra sí.
—Entonces ya veremos. Porque yo no puedo ni plantearme una situación semejante en este momento. Pensar en que mis dos niñas se conviertan en esclavas del sultán para vivir en un despreciable harén, para ser... —sacudió la cabeza y cerró los ojos con fuerza, como si así pudiera borrar la imagen de su mente—. ¡Nunca!
Las niñas se sobresaltaron en su sueño, arqueando las espaldas, con los brazos estirados y los puños cerrados.
—Nunca... Pero, ¿y si Philippe negociase las condiciones de rendición con el sultán? —preguntó Melina susurrando.
—Oh, no creo que eso llegue a suceder. No es un hombre que capitule. Él ve el mundo desde un punto de vista muy distinto. Lo divide en el bien y el mal, en ellos y nosotros. Creo que está totalmente decidido a combatir hasta que caiga el último hombre, hasta que muera el último de sus caballeros, y el último de los rodios. No, no lo veo rindiendo la ciudad mientras quede una sola espada a su lado para defender la posición.
Helena se abrazó a sí misma con fuerza y después se arrimó a Melina. Primero le pasó un brazo sobre los hombros y después, con el otro, abarcó a las niñas. Las dos mujeres dejaron caer sus cabezas y, en un minuto, las cuatro estaban profundamente dormidas.
* * *
Durante las primeras semanas de agosto, los esclavos habían trabajado día y noche para construir los terraplenes que permitiesen a las baterías del sultán disparar directamente sobre la ciudad. Se habían amontonado toneladas y toneladas de tierra y roca procedentes de los alrededores de la fortaleza. Los ingenieros turcos coordinaban los esfuerzos, y los jenízaros defendían a los trabajadores de las devastadoras batidas de los caballeros.
La enorme rampa estaba situada justo frente al sector aragonés. La pendiente de tierra se elevaba suavemente desde las líneas turcas hacia la torre y sobresalía más de cinco metros por encima de las murallas. En la cima colocaron los mejores cañones de la artillería del sultán. Se habían necesitado grandes partidas de gente y de animales de tiro para llevar las baterías hasta allí. Continuamente, día y noche, se llevaba pólvora y munición y se subieron enormes proyectiles de piedra mediante trineos de madera; los artilleros turcos no tardarían en abrir fuego directamente contra los cristianos que defendían las murallas. A finales de agosto, después de casi un mes de asedio, todo estaba ya preparado.
Una vez el terraplén estuvo terminado y armado, ambos bandos pelearon completamente al descubierto. Los artilleros turcos estaban a la vista de las armas de los defensores y éstos, a su vez, estaban expuestos en sus posiciones.
Se libró una encarnizada batalla sobre la muralla de Aragón. Los caballeros ingleses, que habían estado ayudando a defender la posición, sufrieron duros reveses. Muchos murieron, al igual que el comandante del sector aragonés y el jefe artillero.
La artillería turca batió las murallas y la torre desde el amanecer hasta el ocaso. Enormes montones de piedra y tierra comenzaron a caer desde lo alto de la fortaleza y a llenar el foso defensivo excavado a sus pies. Lenta e inexorablemente, las tropas turcas, cubiertas por el fuego efectuado desde el terraplén, avanzaban hacia las murallas de la ciudad.
Por la noche, cuando los artilleros turcos no podían ver sus objetivos, los cristianos mandaban a sus esclavos a reparar las brechas que el enemigo había abierto durante el día. Cada jornada, en cuanto el sol asomaba por encima del Mediterráneo, los turcos abrirían fuego, obligando a los trabajadores a retirarse. Y así los cañones retomaban el incesante machaqueo de las murallas, y de nuevo se abrirían más grietas.
Gabriele Tadini estaba ante el Gran Maestre. Era casi medianoche, y ninguno de los dos había dormido mucho durante los últimos días.
—Mi señor, estamos afrontando un terrible número de bajas. Hasta ahora no nos habían hecho demasiado daño, pero hoy por hoy ya resultan demasiado peligrosos.
—¿No somos capaces de acabar con los trabajadores del terraplén?
—Lo somos, mi señor. Y los infieles han caído por cientos... pero al sultán le trae sin cuidado la vida de sus hombres. Tiene decenas de miles para enviar tras los caídos. ¡Incluso parece querer rellenar los fosos con sus cuerpos! Ni siquiera podríamos aceptar una baja nuestra por veinte suyas. Cuenta con demasiados hombres en retaguardia, esperando a reemplazar a aquellos que matemos.
—¿Qué podemos hacer?
—Sé que os oponéis a que realicemos más batidas fuera de los muros, pero creo que es perentorio acallar su artillería, mi señor. Propongo enviar un buen número de los nuestros a caballo para acabar con los artilleros. Creo que si realizamos un golpe de mano, rápido y contundente, dirigido directamente contra el terraplén y regresamos a la fortaleza sin más demora, nuestras bajas serían nimias y podríamos silenciar sus baterías.
—De acuerdo. ¿Cuántos hombres necesitaréis?
—Tomaría la fuerza móvil y a algunos caballeros de las langue más numerosas, mi señor. Quizá doscientos hombres a caballo.
—Eso supone una tercera parte de mis fuerzas, Gabriele —dijo Philippe exhalando un largo suspiro.
—Lo sé, seigneur. Pero esto es una batalla en toda regla, y podría ser decisiva en la defensa de la ciudad. Además me gustaría tomar a Jean de Morelle, uno de vuestros hombres, como mi segundo al mando.
—Oui. D’accord —asintió Philippe, cansado y resignado—. Jean es un buen caballero. Enviad a alguien por él. Probablemente esté en el hospital.
—Sin duda —replicó Tadini, sonriendo para sí.
* * *
La noche del 19 de agosto, Gabriel Tadini reunió la fuerza móvil de los caballeros, así como un contingente reclutado en las langue de Francia, Alemania y Provenza. Salieron a caballo por el sector de Italia, y dirigió a sus hombres hacia la tierra de nadie, la franja de terreno que se extendía entre las murallas y la línea de artillería turca. Jean de Morelle cabalgaba al lado de Tadini.
—Mantened a los hombres cerca de las murallas. Quiero que nuestros mosquetes y arcabuces tengan el campo de tiro libre en caso de que nos atacasen antes de alcanzar el cañón. No estoy seguro, pero creo que no han abandonado las trincheras.
—Oui —Jean caracoleó con su caballo e hizo pasar la orden entre la tropa que marchaba tras él en columnas de a dos.
Salieron de la ciudad y cruzaron hacia las posiciones turcas a través de un terreno surcado por las trincheras que utilizaba la infantería turca para cubrirse.
Tadini montaba un poderoso caballo de guerra blanco, un grand cheval de bataille. Se aproximó al gigantesco terraplén e hizo avanzar a su montura a un trote lento y corto. Los caballeros lo seguían, serpenteando a lo largo de la fortaleza. Tadini incrementó la velocidad del trote en cuanto las columnas rebasaron la esquina entre el sector de Inglaterra y el de Aragón. Los caballeros juntaron sus líneas y apretaron el paso tras él. Jean, a la cabeza de la formación, alcanzó a Tadini. Allí, en las trincheras al pie del terraplén, había más de un millar de azabs guardando el paso a la rampa.
Cuando los doscientos hombres se colocaron bajo la muralla, variaron la formación de sus columnas y marcharon directamente sobre las tropas turcas de guardia.
—¡Andiamo! —gritó Tadini con su lanza apuntando al cielo.
Como si de un solo hombre se tratase, la formación partió al galope directamente hacia los soldados situados en las trincheras.
El terreno parecía bullir, lleno de hombres empujándose unos a otros para apartarse del paso de los caballeros. Los caballos, lanzados a pleno galope, levantaban piedras y barro con los cascos de sus pezuñas, y los aterrados soldados turcos abandonaban las trincheras para ir a buscar refugio tras sus líneas. En la huida, los azabs resbalaban y caían sobre sus propios camaradas, formando pequeños montones de cuerpos que dificultaban la retirada de las tropas musulmanas. Sus comandantes chillaban y los golpeaban con sus espadas, pero la tropa continuaba huyendo.
Tadini y sus caballeros incrementaron la velocidad de sus caballos, pisoteando los cuerpos de sus enemigos. El suelo se embarró con la sangre de los azabs. Cuando alcanzaron a los soldados, bajaron sus lanzas y los ensartaron en plena carrera. Una vez apartados los turcos de las baterías, la formación maniobró de nuevo, y cabalgó rampa arriba hasta los cañones. Las pesadas baterías apuntaban hacia la fortaleza, y no podían volverse para disparar sobre la partida de asaltantes. Algunos de los guardias turcos al cuidado de los cañones se dispersaron y huyeron a la desbandada por las escarpadas laderas del terraplén.
Lo primero que hicieron los cristianos fue prender fuego a los carromatos de madera que sostenían las pesadas piezas de artillería. Las carretas, debilitadas por las llamas, se desmoronaron bajo el peso de los cañones, y éstos rodaron por el suelo; algunos, incluso cayeron por las laderas del terraplén hasta las zanjas. Parte de los azabs murieron durante la huida, aplastados bajo el tremendo peso de las baterías.
Los artilleros turcos que permanecieron en su puesto fueron despedazados por las espadas y lanzas de los asaltantes.
Hubo alguno que se levantó para luchar, y murió. El resto fue pisoteado, o decapitado, por la caballería cristiana.
Una vez destruidos los cañones, y con los soldados turcos huyendo a la desbandada, Tadini ordenó quemar los almacenes de pólvora, lamentándose por no poder regresar a la fortaleza cargado con tan preciosa mercancía. Después, hizo girar a su montura y condujo a su modesta fuerza cuesta abajo, de vuelta a las murallas; sin embargo, cuando casi habían alcanzado la base del terraplén, apareció de improviso un grupo de azabs enfrente de Tadini. El caballo retrocedió repentinamente ante la súbita aparición de esa muralla humana. Tadini intentó mantener su montura bajo control pero entonces, cuando luchaba con las riendas, se le cayó la lanza al suelo y tuvo que inclinarse para recogerla. El caballo, desequilibrado por el repentino cambio de peso, se tambaleó hacia el flanco derecho. El italiano dio un bandazo sobre la silla y una de sus botas salió del estribo. Entonces comprendió que no tenía ninguna oportunidad de mantenerse sobre el caballo y saltó de la silla, cayendo a un lado, sobre la dura superficie de escombro del terraplén. El peto de su armadura evitó que sus costillas sufrieran una fortísima contusión al caer al suelo. El caballero había caído sobre su brazo derecho, y su peso, combinado con la rigidez de la coraza, machacaron su codo y la parte superior del brazo.
Luchó por liberarse antes de que los azabs llegasen a él. Rodó a su izquierda, pero el dolor y aturdimiento que afectaba a su brazo derecho hasta la mano impidió que alcanzase el acero que colgada de su tahalí, sobre su cadera izquierda. Con un movimiento muy poco elegante, hizo una torsión de cintura para poder desenvainar su espada. Luego se levantó y encaró a sus atacantes.
Había seis azabs alineados frente a él. Su caballo se encabritaba y daba coces por detrás de Tadini. Tal como se le había enseñado, el animal pateaba con sus patas traseras para proteger la retaguardia de su jinete del enemigo. Poco a poco, los turcos se abrieron en abanico y se aproximaron al ingeniero italiano. Tadini evaluó su situación. No había modo de que se abriese paso a través de aquellos seis hombres, y sabía que, además, debía evitar que lo rodeasen. Retrocedió hasta colocarse al lado de su nervioso corcel y sentir la silla de cuero, pero sin apartar los ojos de sus enemigos. Sabía que no le darían la oportunidad de volver a montar. Con sólo su mano izquierda útil, podrían despedazarlo en cuanto intentase meter un pie en el estribo.
Tadini se mantuvo firme, mirando directamente a los ojos del oficial de los azabs. El italiano sonrió y lo señaló con la barbilla al tiempo que alzaba su espada, empuñada con la mano izquierda, hasta situar la punta a la altura de los ojos del hombre que tenía frente a sí.
—Y bien, ¿quién será el primero en morir? —preguntó en perfecto turco.
El oficial otomano lo miraba sin poder dar crédito a lo que oía. Entonces Tadini arremetió hacia el frente sin previo aviso. La hoja de su acero cortó el aire con un suave siseo, y una veta carmesí se extendió bajando desde la oreja izquierda del azab a través del cuello hasta llegar a la túnica. La sangre brotaba de la herida mezclada con burbujas de aire. El hombre adoptó una expresión de sorpresa y movió sus labios como si fuese a empezar a hablar, pero no emitió ningún sonido. Una espuma rojiza, con burbujas cada vez mayores, salía de la parte frontal de su cuello. Se balanceó adelante y atrás durante un instante, y dedicó una mirada ausente a sus hombres. Volvió a mirar a Tadini cuando se desplomó hacia delante, pero el caballero ya no estaba allí. En el momento en que el rostro del oficial se estrellaba contra el suelo, el jefe de ingenieros ya le había cortado el cuello a otro turco y estaba a punto de ensartar con su espada el pecho de un tercero. Pero allí terminaba la ventaja de su iniciativa.
Los soldados que quedaban se habían reagrupado y su furia estalló en un golpe de energía. Los tres se abalanzaron sobre Tadini, que había retrocedido hasta colocarse al flanco de su montura. Sabía que todo había terminado pero, una vez más, sonrió a sus atacantes. Ya había matado a dos y probablemente podría llevarse la vida de otro mientras caía bajo las espadas de los tres restantes.
Tadini se agazapó y se tiró a fondo sobre su objetivo. Fintó una estocada al pecho y entonces decapitó al turco con un tajo de revés. Sin demorarse levantó de nuevo la hoja de su espada y colocó la punta en el centro de los tres hombres. De ese modo, si fallaba un objetivo, podría atacar a otro. Moriría matando.
Recibió un fortísimo golpe en la espada en cuanto su mirada se cruzó con la de su adversario. Un tremendo dolor recorrió su brazo y su arma cayó al suelo. Tadini levantó la vista. Quería ver los ojos del hombre que iba a matarlo. Pero su campo visual se llenó con una masa marrón. Los hombres que iban a saltar sobre él retrocedieron, y una mano enguantada lo levantó sujetándolo por debajo de la axila izquierda. La armadura le hizo daño otra vez al clavársele en el pecho cuando lo levantaron del suelo. Sólo entonces descubrió que aquellos brazos que lo sujetaban pertenecían a uno de sus soldados a caballo. Era como si volase. Recorrió unos pocos metros suspendido en el aire al lado de un semental de guerra y después se desplomó súbitamente contra el suelo.
Tadini cayó boca abajo. Se incorporó e intentó sacarse la sangre y el barro que le impedían ver lo que estaba ocurriendo. Allí estaban los hombres que lo habían atacado. Entre el polvo y los gritos pudo ver a su propia montura pateando furiosamente entre ellos y a Jean de Morelle subido sobre su caballo de guerra. La espada de Jean cortaba el aire una y otra vez, buscando la espalda del azab que huía. Los otros dos yacían sobre el barro, muertos, aplastados bajo los cascos del caballo de Jean. Después de fallar un tercer tajo tratando de partir la espalda del soldado que huía, ya demasiado lejos, Jean se volvió hacia Tadini.
El caballero desmontó de un salto y corrió hasta el lugar donde Tadini estaba sentado en el suelo, limpiándose la porquería del rostro.
—Gabriele, ¿os encontráis bien?
Tadini sacudió la cabeza y trató de levantarse, pero todavía tenía entumecida su mano derecha y se sentía algo débil por la caída. Jean lo agarró del brazo izquierdo y lo levantó del suelo. Se dirigieron a los caballos sin decir ni una palabra. El joven ayudó a su comandante a montar, sujetándole las riendas, y después él mismo subió a su corcel de un salto. Los dos caballos describieron varios círculos hasta que lograron calmarse y entonces los dos caballeros salieron al galope tras el resto de sus compañeros.
Tadini cabalgaba delante de Jean, tratando de recuperar el mando de la tropa. Y Jean espoleaba a su caballo tan duro como podía para no perder el paso de su oficial. Aflojaron el ritmo cuando alcanzaron al grueso del destacamento. El comandante le gritó algo a Jean, pero éste no pudo entender qué le decía debido al nutrido fuego de mosquetería que batía el terreno tras ellos. Eran sus camaradas que, desde lo alto de las defensas, cubrían su retirada.
Cuando alcanzaron la base del terraplén, torcieron a la derecha y se dirigieron hacia la Puerta de San Juan, en el sector de Provenza. Parte de las tropas turcas, creyendo que los caballeros se retiraban, recobraron su valor y corrieron a recuperar sus posiciones. Había comenzado el contraataque.
Tadini observó por encima del hombro a los turcos que trataban de ejercer su presión empujándolos contra las murallas de la ciudad. Sus hombres pretendían dar la vuelta y entablar combate con los musulmanes, que ya se aproximaban a la fortificación.
—¡Jean, dirigid la columna! ¡Llevadlos de vuelta a la ciudad, y no entabléis combate!
El comandante italiano levantó su dolorida mano derecha y señaló a sus hombres la dirección de retirada. No deseaba una innecesaria pérdida de vidas. Se había cumplido su objetivo; habían destruido los cañones sin perder ni a uno solo de sus hombres, lo cual podía considerarse casi un milagro.
El fuego de mosquete arreció desde las murallas cuando los turcos se lanzaron tras la partida. El trozo de asalto se dirigió directamente hacia la Puerta de San Juan, obligando a sus perseguidores a pasar por delante de los sectores de Aragón e Inglaterra. Sus camaradas cristianos aprovechaban para disparar sobre el enemigo desde las almenas, pues gozaban de una inmejorable posición. Se estableció un rabioso fuego cruzado entre los bastiones de Aragón e Inglaterra, incluso los arqueros participaron en el fuego de cobertura, llenando el aire con sus flechas. Cuando los caballeros de la Orden alcanzaron la entrada de la fortaleza, cientos de turcos yacían muertos o agonizantes entre los escombros y los fosos.
Jean se acercó a Tadini hasta ponerse a su altura en cuanto entraron en la ciudad.
—¿Qué me habíais gritado?
—¿Cómo?
—¿Qué es lo que tratasteis de decirme? —repitió Jean—. Ahí fuera. No pude oíros.
—¡Ah, ahí fuera! Os preguntaba por qué me habías apartado. Estropeasteis mi objetivo.
—¿Vuestro objetivo?
—Sí, mi objetivo. Estaba a punto de decapitar a esos tres turcos de un solo tajo de espada. Ya los tenía alineados. Pensaban que iban a matarme, pero en realidad era yo el que se estaba preparando para matarlos a los tres a la vez.
Jean todavía no había recuperado su sentido del humor. Su corazón todavía latía, desbocado, y su rostro estaba rojo como la grana a causa de la tensión de la persecución y el peligro. Tadini, en cambio, parecía estar sereno y despreocupado.
—Creía que os había salvado la vida —apostilló Jean mientras los caballos pasaban del trote al paso.
—Grazie, amico, pero nunca estuve en peligro. Jamás.
Y dicho eso se despidió con la mano y se alejó de Jean al trote hasta alcanzar la cabeza de la columna. Le dio unas palmadas a su corcel y saludó a la multitud que los vitoreaba.
Los hombres de Tadini atravesaron la ciudad bajo los aplausos y saludos de los rodios y de sus compañeros de armas, que habían visto la espléndida hazaña desde el amparo de las almenas. Era como si la gente hubiese asistido a una función de teatro y estuviese aplaudiendo a los actores. Los caballeros de la partida alzaban sus espadas y picas, mostrando las cabezas de sus enemigos; algunos todavía llevaban sus cascos forrados de tela, como un turbante. Las que otrora fueron orgullosas plumas de garceta que adornaban las cabezas de los soldados turcos, estaban marchitas y sucias de sangre seca, y cayeron al suelo cuando los caballeros arrancaron aquellos espantosos trofeos de las puntas de sus lanzas y espadas. Los caballos pisaron varias cabezas, y se tambalearon a los lados intentando encontrar terreno firme. Algunos rodios las recogieron del suelo y las colocaron sobre las murallas, para que las pudiesen contemplar los turcos del exterior.
Durante los siguientes días, se lanzaron más asaltos contra el campamento de Piri bajá, situado frente al sector italiano, y también contra el de Ahmed bajá, en el sector aragonés, y el de Ayas bajá, en el alemán. Muy pocos caballeros cristianos cayeron muertos, o heridos, mientras que los turcos hubieron de enfrentarse a terribles pérdidas. Tras cada una de esas salidas, los caballeros regresaban, bien con las cabezas de sus adversarios, bien arrastrando los cuerpos de los prisioneros. Las cabezas se colocaban sobre las almenas para que las contemplaran las tropas turcas. Los prisioneros, en cambio, se llevaban directamente al potro, donde se los torturaba hasta que no se les pudiese sacar más información; luego eran ejecutados y expuestos en lo alto de las atalayas, para que se pudriesen bajo el agobiante sol estival.