Capítulo III
EL GRAN MAESTREMarsella, Francia.
Septiembre de 1521
La diligencia corría a toda velocidad por el embarrado camino del puerto. Los seis caballos que conformaban el tiro sudaban profusamente y resoplaban por el esfuerzo de mantener la marcha sobre la traicionera superficie de la calzada. Los rocines estaban cubiertos por una mezcla de barro endurecido y los espumarajos que salían de sus bocas y en el carruaje podían verse las marcas y rasguños del difícil viaje por tierra desde París hasta Marsella.
El mayoral se inclinó hacia atrás, tirando de las riendas con fuerza en su lucha por dominar los caballos y mantener bajo control la velocidad del carruaje durante el último tramo de viaje hasta el puerto. El cochero dirigió a los caballos hasta el viejo embarcadero de madera y frenó repentinamente frente a dos caballeros completamente cubiertos por el metal de sus brillantes armaduras de combate, vestidos con sobrevestes escarlatas y con anchas espadas colgadas al costado. Ambos hombres se paseaban nerviosos y sólo detuvieron su trajín cuando la diligencia se paró al borde del muelle.
Antes incluso de que las ruedas se detuviesen, se abrió la hoja de la puerta derecha del carruaje y Philippe Villiers de L’Isle Adam, gran prior de la Orden de los Caballeros de San Juan en Francia, bajó de la diligencia de un salto. El también lucía sus pertrechos de guerra con el mismo tipo de sobreveste y emblemas. Era un hombre de rostro curtido por la intemperie y blanca melena que le caía hasta los hombros.
El viaje de París a Marsella había sido largo y difícil. Los huesos de Philippe estaban doloridos por el traqueteo del vehículo, y las articulaciones anquilosadas por la inactividad. Sólo había permitido que la diligencia se detuviese para enganchar caballos de refresco y adquirir alimento para los mayorales. En más de una ocasión, estuvieron a punto de terminar su viaje con un accidente. Por la noche no había luces que señalasen el camino. Las guerras entre Carlos I, el emperador católico romano, y Francisco I de Francia habían llevado la región al caos. Los caminos continuaban sin acondicionarse, y bandas de soldados indisciplinados se dedicaban a merodear por la campiña.
Después de cuatro días de viaje, Philippe alcanzó aquella noche sano y salvo el muelle donde lo aguardaban sus paladines armados hasta los dientes.
—Apresuraos, mi señor —dijo el capitán de los caballeros—, los barcos ya están preparados. Podremos hacernos a la mar aprovechando la próxima marea, lo cual nos concede un margen de una hora. Vuestros caballeros ya han embarcado y tenemos agua y víveres suficientes para el viaje.
Philippe miró hacia el mar intentando ver a través de la oscuridad los barcos que aguardaban por él, pero no pudo. Su mente se perdió en el recuerdo del largo viaje que acababa de realizar. Y su cuerpo agradecía el relativo confort de una travesía practicada a bordo de una buena embarcación.
—¿Cuáles son los barcos que esperan?
—La Sancta María, mi señor, la mejor embarcación de nuestra flota. Una que le capturamos a los egipcios y rearmamos en Rodas. Nos escoltarán cuatro galeras totalmente provistas de artillería y de contingentes de caballeros.
La Sancta Maria, una espléndida carraca, era el buque insignia de los Caballeros de San Juan y una de las embarcaciones mejor armadas de cuantas surcaban los mares del mundo. Aquella carraca era el cuartel general en alta mar del Gran Maestre de los Hospitalarios, así como una formidable plataforma de transporte de hombres, piezas de artillería y material de intendencia. Anteriormente, cuando le fue arrebatado a los mamelucos egipcios en 1507, ese barco recibía el nombre de Morgabina durante una batalla librada en las cercanías de Candía, en Creta. Sólo el tesoro que se transportaba a bordo de la nave fue suficiente para hacer que el combate mereciese la pena. La carraca era una embarcación de cuatro palos de vela cuadrada, más larga y esbelta que las antiguas embarcaciones redondeadas. Un gran habitáculo situado en el castillo de popa hacía las funciones de sala de audiencias y camarote del capitán. Su nueva y poderosa dotación de cañones podían alcanzar y destruir ciudades enteras mientras se mantenía fuera del alcance de las baterías de tierra. Tenía capacidad para transportar una tripulación de más de doscientos combatientes. La Sancta Maria era una verdadera máquina de guerra.
Philippe asintió recordando cuán poderosa era su nueva embarcación y saltó a la pequeña gabarra que le aguardaba en el pan talán. Los caballeros comenzaron a remar a través de la oscuridad, y Philippe notó que respiraba con más comodidad de lo que lo había hecho en los cinco últimos días, exactamente desde que abandonó París. La partida de París había sido demasiado apresurada... demasiado dolorosa. No había dispuesto de tiempo suficiente para hacer todo lo que tenía que hacer. Nunca hay tiempo suficiente, reflexionó el maestre.
Había recibido la citación en París de manos de los dos caballeros de la Orden del Hospital de San Juan que el Soberano Consejo de su orden religiosa le había enviado desde la isla fortificada de Rodas. La nota le informaba de que el gobierno de la Orden lo había nombrado Gran Maestre de los Caballeros de San Juan. El anterior Gran Maestre, Fabrizzio de Caretto, había fallecido ocho meses atrás, en enero, después de una larga enfermedad. La carta contenía algunas advertencias sobre ciertos problemas que debía encarar rápidamente. «La elección no ha sido sencilla, mi señor —rezaba la nota—. De los tres candidatos, sólo hubo un voto de diferencia entre vos y Thomas Docwra, de Inglaterra. Pero, si Thomas Docwra aceptó su derrota con la serenidad y presencia de ánimo que se le supone a un caballero de la Orden de San Juan, no lo asumió así el tercero de los candidatos, el canciller Andrea d’Amaral.»
Philippe comprendía que la situación suponía, sin lugar a dudas, un escenario de acción bastante complicado. D’Amaral era un jefe arrogante, de carácter difícil e inmensamente impopular, incluso entre sus propias huestes.
«Para complicar la situación aún más —continuaba la carta—, d’Amaral no recibió ni un solo voto y se ha retirado a su cuartel de la posada de Aragón donde, según tengo entendido, se dedica a rumiar lo que él ha considerado como un insulto.»
D’Amaral era portugués de nacimiento, y la relación que mantenía con Philippe (de origen francés) era, en ocasiones, endeble, por utilizar un eufemismo, pues la mayor parte del tiempo era claramente hostil. Como canciller y jefe de la langue de España, d’Amaral acaparaba mucho poder. Su enojo, su cólera, podía hacer mucho daño a la unidad de la Orden.
Philippe acababa de cumplir cincuenta y ocho años cuando recibió la convocatoria para regresar a Rodas. El maestre era un hombre alto, corpulento y bien proporcionado. Su barba y bigote eran blancos y su melena plateada le hacía parecer mayor, pero el riguroso entrenamiento físico de los caballeros lo mantenía activo y en forma. En su rostro destacaban unos pómulos altos y una fina nariz aguileña. Se movía con una gracia casi sorprendente en un hombre de su edad, y su rapidez de reflejos se había afinado tras años de combatir espalda contra espalda al lado de sus hermanos, los caballeros Hospitalarios. Vestía su larga sobreveste con la cruz blanca de ocho puntas, el emblema de los Caballeros de San Juan, bordada sobre la parte izquierda del torso, y otra cruz en el centro de la espalda. La espada le colgaba del tahalí de cuero, a su izquierda, con la empuñadura inclinada hacia delante, siempre a punto para su mano diestra.
Desde los primeros días de las cruzadas, los caballeros de San Juan se ocupaban de establecer fortificaciones a lo largo de Oriente Próximo y Asia Menor. Su misión consistía en proporcionar alimentos y cobijo a los peregrinos que se dirigían a Tierra Santa, así como desempeñar la función de hospital para enfermos. Durante cinco siglos de cruzadas, los musulmanes los habían empujado de una fortificación a otra en Tierra Santa. Sus más duras derrotas llegaron después de largas y costosas batallas libradas en la costa mediterránea; en Jerusalén, en 1187; en El Risco de los Caballeros, en 1271, y de nuevo en San Juan de Acre, en 1291, el lugar que se convirtió en su último punto de apoyo. Casi la totalidad de los caballeros perecieron en las llamas de San Juan de Acre, entre ellos su comandante, William de Henley, de Inglaterra. Sólo siete caballeros pudieron escapar. Los supervivientes huyeron a toda prisa a Chipre, donde comenzaron a reconstruir la Orden de los Caballeros del Hospital. Por fin, en el año 1309 desembarcaron en la isla de Rodas. Allí iban a resistir durante doscientos años atendiendo a los enfermos y tratando por todos los medios de hacer la vida imposible a los bajeles turcos que surcaban las aguas del Mediterráneo. Se dedicaron a hacer presa sobre las líneas de navegación que unían África con Turquía, tomando esclavos y amasando una inmensa fortuna gracias a los botines de guerra.
Philippe era hijo de noble cuna, pariente de Jean de Villiers, quien había combatido en San Juan de Acre cuando fueron derrotados por los musulmanes en 1291. Philippe continuó con la tradición familiar de servir a los Hospitalarios, y se unió a los Caballeros de San Juan cuando aún era un adolescente. Llegó a Rodas justo después del terrible asedio de 1480, a los cuarenta y seis años lo nombraron capitán de las galeras de la Orden y a los cincuenta lo escogieron como gran prior de la langue de Francia. Durante ocho años, dirigió su langue desde el cuartel parisino.
Los casi quinientos caballeros procedían de Francia, Provenza, Inglaterra, Aragón, Auvernia, Castilla, Italia y Alemania. Y vivían en hospedajes o auberge separados.
Que sus vecinos musulmanes los considerasen unos simples piratas no parecía causar el menor efecto en las actividades de los Hospitalarios. Ellos se limitaron a seguir atacando y saqueando cualquier embarcación que navegase por las cercanías de su fortaleza de Rodas. Los caballeros eran avezados marineros y apenas tenían dificultad alguna en tomar cualquier presa que se presentase ante sus ojos. La situación de su fortaleza en Rodas les proporcionaba un punto de vigilancia perfecto para organizar emboscadas a las flotas mercantes otomanas que recorrían las aguas que unían Europa, Asia Menor y África. Los caballeros también controlaban varias islas esparcidas por la zona, y mantenían en ellas puestos de vigilancia, pequeñas guarniciones y barcos. Gracias a ello, podían abordar bajeles mercantes a placer, apropiarse de la estiba e incluso, en ocasiones, del propio barco. Las tripulaciones de las naves enemigas se convertirían entonces en esclavos propiedad de la Orden, o serían vendidos en los mercados de África o Asia Menor. Parecía que había muy poco que los musulmanes pudiesen hacer para detener la rapiña.
En 1480, Mehmet el Conquistador, bisabuelo de Solimán, atacó Rodas al frente de una enorme escuadra. El sultán confiaba en derrotar a los caballeros y poder reclamar el mar Egeo como el lago privado de los otomanos. Sin embargo, el asedio fracasó, y las tropas de Mehmet se vieron obligadas a regresar a Estambul humilladas. Mehmet murió durante la retirada, a ochenta kilómetros de su hogar. Cuando Selim, el padre de Solimán, falleció en Andrinópolis (corría el otoño de 1520), se estaban preparando embarcaciones y soldados para asaltar Rodas una vez más.
Justo cuando su enemigo estaba en pleno proceso de preparación del ataque, Philippe se dirigía a Rodas para aceptar el cargo de comandante en jefe de los caballeros de la Orden de San Juan y organizar la defensa de su isla.
* * *
Philippe estaba ahora sentado en la popa de la pequeña gabarra, reflexionando en silencio sobre los problemas que tendría que encarar con Andrea d’Amaral como canciller suyo. La disputa entre Philippe y d’Amaral había comenzado once años atrás, cuando eran caballeros de la Orden de San Juan de menor rango. En 1510, Bayazid, el abuelo de Solimán, había atacado a las embarcaciones portuguesas desde su base naval de Laiazzo, al norte de Chipre, en Asia Menor. Allí el sultán estaba volcado en reabastecer a sus armadores de barcos con maderas procedentes de los frondosos bosques de Andrinópolis, cerca de la frontera griega. Los caballeros tenían la esperanza de destruir las flotas turcas que hostigaban las lucrativas rutas comerciales del mar Rojo y el océano índico. Después destrozarían el complejo de astilleros de Laiazzo.
La Orden dispuso que una flota zarpase desde Rodas destinada a atacar primero a la armada del sultán, y después a la base naval. D’Amaral ostentaba el mando de las galeras de remos, naves que constituían la principal fuerza de choque de la flota cristiana. Estos navíos de triple cubierta eran embarcaciones bajas y de elegante diseño, cuyos remos garantizaban una total autonomía de maniobra y las hacían completamente independientes de los caprichosos cambios de los vientos de la zona. Las galeras contaban con diferentes recursos de combate, como un afilado bauprés para atravesar el casco de la nave enemiga por la línea de flotación y puntales de abordaje provistos de afilados ganchos dispuestos para sujetar al adversario de inmediato. Los caballeros comenzarían la lucha enviando una lluvia de flechas, y luego se lanzarían al abordaje para despedazar al enemigo con sus pesadas espadas en combate cuerpo a cuerpo. Algunas galeras también contaban con pequeñas piezas de artillería dispuestas en la amura de proa, aunque la más eficaz fuerza de combate la componían, sin lugar a dudas, los Hospitalarios. Los principios de la batalla naval eran los mismos que los de un combate en tierra, pero extrapolados a las circunstancias especiales de aquellas plataformas marinas. Técnicamente, el grado de comandante de galeras señalaba a d’Amaral como almirante de la fuerza naval.
Philippe era el comandante de carracas, en otras palabras, de los navíos mejor armados. Estos barcos, más grandes, también transportaban caballeros pero, además, contaban con una fuerte dotación de artillería. Poseían una mayor potencia de fuego aunque, como contrapartida, navegaban a merced del viento. Las galeras, gracias a los remeros, podían mantener su capacidad de maniobra en las calmas, sin embargo, tenían serios problemas en cuanto se levantaba un vendaval o un fuerte oleaje.
Y fueron las diferentes características de los navíos la causa de la disputa entre los dos caballeros. Ambos se encontraron en el buque insignia de Philippe la noche antes del ataque. Philippe lucía el equipamiento completo para la batalla, con su espada colgando de un gancho de madera cerca de la puerta, a su alcance, como siempre. Estaban a solas en la cabina principal del barco. Philippe estaba sentado al lado de una pequeña mesa de madera atornillada a la pared. D’Amaral estaba en pie, lo prefería a sentarse sobre la litera de Philippe. El comandante de la flota era un hombre alto, de hombros anchos y dueño de una pesada estructura ósea; con un pecho amplio y gruesos brazos a los que sabía sacar un buen partido durante los combates. Tenía la tez oscura y su brillante melena negra le ocultaba las orejas y el cuello.
El camarote era lo bastante amplio como para que una persona se pasease por él, y d’Amaral deambuló de un lado a otro durante todo el tiempo. La tensión entre los dos hombres era evidente incluso antes de que d’Amaral hubiese insistido en dirigir el ataque al puerto fortificado utilizando las galeras. La discusión ya duraba dos horas y ambos hombres notaban que la situación llegaba al límite.
D’Amaral habló de nuevo, su voz sonaba cansada y tensa, y el tono que adoptó recordaba al de un maestro aleccionando a un alumno poco aplicado. El detalle no le pasó inadvertido a Philippe.
—Podemos entrar y salir de sus posiciones antes de que los turcos sepan qué está sucediendo —dijo d’Amaral—. Navegaremos en formación de a uno, al amparo de la oscuridad, y los sorprenderemos por la noche. Por supuesto, mis caballeros y sus cañones habrán terminado con ellos en cuestión de minutos. Vuestros barcos pueden bombardear las naves fondeadas en la costa, incendiar los puestos de tierra y destruir toda la madera que tengan almacenada. ¡Nos habremos marchado antes del amanecer!
Philippe dejó que concluyese antes de emitir su opinión.
—Estamos en agosto. ¿Qué hay de sus cambiantes rachas de viento? —terció en voz baja—. Cambian de dirección de una hora a otra. Mis naves podrían entrar a puerto y quedar inmóviles por la ausencia de viento —d’Amaral iba a objetar algo, pero Philippe se lo impidió alzando una mano y continuó en exposición—. Peor aún, podríamos entrar y que un cambio de viento nos lanzase hacia la costa, dentro del alcance de su artillería. Vos podríais haberos hecho ya mar adentro y entonces mis hombres serían aniquilados. No puedo permitirme correr ese riesgo, y el Gran Maestre no debería arriesgar nuestra más poderosa fuerza naval al capricho de los variables vientos de agosto.
—¡El Gran Maestre d’Ambrosie está en Rodas, y yo estoy aquí! —terció d’Amaral, colérico, con el rostro congestionado.
El caballero tenía los puños cerrados y un espumarajo de furia le salía por la comisura de la boca. D’Amaral a duras penas podía contener su ira y Philippe creyó por un momento que pudiese atacarlo.
Philippe se mantenía totalmente calmado mientras hablaba, y eso enfurecía aún más a d’Amaral.
—No permitiré que se ponga en peligro al orgullo de nuestra flota por un irresponsable ataque lanzado en terreno incierto —y añadió—: ¡Y tampoco permitiré que mis barcos sean hundidos por las baterías costeras de turcos y mamelucos!
La discusión se extendió durante varias horas y, a pesar de que d’Amaral era el comandante de la flota, de alguna manera Philippe logró que al final prevalecieran sus ideas.
Al día siguiente, los barcos de los Hospitalarios se situaron frente a la boca del puerto, un reclamo demasiado tentador para que los jefes turcos y mamelucos lo dejasen pasar por alto. En efecto, zarparon a la primera luz del alba para tratar de encontrarse con los caballeros en mar abierto. La batalla se convirtió en una carnicería desigual.
Los caballeros de san Juan recibieron a las fuerzas que tan apresuradamente salieron del puerto con unas breves y letales andanadas efectuadas desde sus grandes carracas. A continuación, las galeras cristianas concentraron su fuego de artillería y avanzaron hacia el enemigo dispuestas a entablar batalla. Justo antes de lanzarse al abordaje, los caballeros de la Orden de San Juan lanzaron miles de flechas hacia el cielo, proyectiles que cayeron como una mortífera lluvia sobre los soldados turcos que aguardaban el embate cristiano. Los caballeros saltaron al abordaje y se entabló una lucha feroz. La flota del sultán demostró no ser un rival para los caballeros de la Orden. Después de dos horas sangrientas y terribles, los turcos rindieron once carracas y cuatro galeras. Los enemigos supervivientes cayeron prisioneros y el sobrino del sultán murió al mando de su propia flotilla de galeras.
Después, los barcos de Philippe se aproximaron a la costa, pero no tanto como para ponerse al alcance de las baterías de tierra, y, tomándose todo el tiempo del mundo, se dedicaron a arrasar metódicamente las fortificaciones y destruir todos los edificios de la base con el fuego de sus poderosas piezas de artillería. Finalmente, un destacamento de caballeros desembarcó y prendió fuego, después de matar o capturar a los defensores que encontraron, al mayor almacén de madera del Imperio otomano.
Los caballeros zarparon hacia Rodas con su recién aumentada flota, tripulada en parte con algunos de los cautivos encadenados a los remos. Cuando comenzaron su travesía hacia la isla de Rodas, los espías que la Orden mantenía por la región les informaron de la existencia de una enorme flota egipcia avistada cuando se dirigía rumbo sur desde Gallípoli, tratando de dar caza a la escuadra cristiana en mar abierto. D’Amaral quería permanecer en su puesto y pelear, pero una vez más se impuso el criterio de Philippe y optaron por la huida.
—Andrea, en este momento no estamos en condiciones de enfrentarnos a una gran escuadra. Nuestros hombres están extenuados, y muchos de los barcos cuentan con más prisioneros que caballeros. Podrían traicionarnos en plena refriega o, en el mejor de los casos, obstaculizar nuestras maniobras. Permitid que nos escabullamos al amparo de la noche para poder combatir otro día.
Los caballeros siempre se mostraron más dispuestos a tripular los bancos de remos de sus galeras con hombres libres en los que pudiesen confiar. Los turcos solían utilizar esclavos, y sólo los latigazos de los cómitres y sus grilletes mantenían a los cautivos amarrados al remo.
Los Hospitalarios regresaron a su fortaleza de Rodas, y allí se vindicaron las acertadas decisiones de Philippe. La expedición había sufrido pocas bajas, y la flota de la Orden había aumentado tanto en navíos como en esclavos. La reputación de Philippe como hombre diestro y juicioso aumentó considerablemente.
Sólo d’Amaral paladeó el amargo sabor de la derrota con la victoria de Philippe. Y ése fue un sabor que juró no olvidar ni perdonar jamás.
* * *
Philippe continuó escudriñando la oscuridad mientras sus hombres remaban llevando a la gabarra hacia el barco que les esperaba. Finalmente apareció, como surgiendo de la noche, la silueta de la enorme carraca, la Sancta Maria. Junto a ella, a cada uno de sus costados, fondeaban dos galeras de guerra con las portezuelas de sus piezas de artillería izadas y los caballeros situados en sus puestos. Se había construido una tarima sobre la cubierta de los remeros para que los caballeros dispusiesen de una plataforma desde la que lanzarse al abordaje de las naves enemigas. Todos estaban armados, lucían sus pertrechos de combate y esperaban en formación, sobre la cubierta superior, la llegada de su Gran Maestre.
Philippe se sintió aliviado al subir a bordo y saber que tendría que enfrentarse con d’Amaral hasta que llegase a Rodas. Necesitaba tiempo para meditar sobre lo de París, y para superar sus dudas y temores. Podría recuperarse del agotador viaje desde París durante la tranquila travesía hacia su fortificada isla. O al menos así lo creía.
* * *
La pequeña flotilla levó anclas una hora después. La marea saliente los impulsó hacia el sudeste en su travesía hacia la punta de la bota de Italia, desde allí rodearían el sur de Grecia y luego enfilarían hacia Rodas.
Philippe escudriñaba la oscuridad. La negrura del cielo confluía con tal perfección con la superficie del mar que se diría que el barco flotaba en el vacío en vez de sobre el agua. El maestre sintió una opresión en el pecho cuando su mente llegó vagando hasta París. ¿Sólo hacía cinco noches que se habían dicho adiós? Habían sucedido demasiadas cosas, había recorrido tanta distancia que le parecía que los recuerdos pertenecían a alguna vida anterior. Se acarició la perilla con los dedos, peinando la humedad salina que había comenzado a posarse sobre las grises hebras de su barba.
Se dirigió hacia la amura de la cubierta de popa situada sobre su camarote y escrutó la oscuridad desde allí. Una pequeña estela blanquecina rompía la oscuridad del agua y reflejaba parte de las ya casi desvanecidas luces de Marsella. En pocos minutos, las luces titilarían débilmente y, una a una, se extinguirían en el mar. Philippe se rindió a la oscuridad y dejó que su mente volara de regreso a París. Por más que lo intentó, no logró encontrar sosiego para la angustia que le oprimía el pecho como lo haría una pesada piedra. Tomó profundas inspiraciones de aire salado, suavizando conscientemente la espiración, en un intento de aliviar su corazón.
Él sabía que aquel día tenía que llegar. Durante sus años como gran prior de la Orden en Francia, tuvo la certeza de que él era, de entre todos los caballeros de la Orden de San Juan, el que más posibilidades tenía de ser llamado a ocupar el puesto de Gran Maestre. Probablemente se propondrían los nombres de d’Amaral y Docwra, incluso era posible que también se considerase a otros, pero Philippe sabía que su nombramiento como Gran Maestre estaba casi asegurado.
Cuando el mensajero llegó a su puerta, Philippe supo que su mundo estaba a punto de cambiar. Antes de comenzar a recorrer su camino como Gran Maestre, tendría que enfrentarse a un dolor como el que nunca antes había conocido, un dolor con el que ni siquiera había soñado. Había dejado atrás París y a todo lo que llenaba su vida, y ya nada volvería a ser igual. Menos seguro era que él pudiese enmendarse. ¿Lo perdonaría Helena algún día? ¿La volvería a ver?
* * *
Tres días más tarde, la flotilla atravesaba el estrecho canal que separa Malta de Siracusa, en la región sudeste de Sicilia. El tiempo empeoraba y las naves se aproximaron unas a otras ante la amenaza de galerna. Philippe permaneció en pie, al lado del timonel, mientras los barcos encaraban los cada vez más recios vientos del este. Su larga barba gris estaba húmeda y salada por las rociadas de agua de mar, y el manto negro con el que se cubría estaba empapado por el agua de lluvia y parecía cada vez más pesado.
—Será todo un alivio volver a divisar nuestra isla, ¿eh? —le dijo al timonel.
—Oui, Seigneur. Es un largo viaje y este tiempo empeorará —contestó el timonel en francés, pero con un marcado acento portugués.
A Philippe no le pasó desapercibido el detalle de que el timonel fuese compatriota de d’Amaral. El anciano piloto sujetó suavemente la larga barra de madera del timón con sus manos, callosas tras pasar años agarrando duras y rugosas superficies como aquélla. El largo mástil de madera que se utilizada para dirigir el navío sobresalía y se curvaba tras la popa, cerca de la articulación de la línea central del timón.
Philippe observó la tormenta que se aproximaba.
—Tenéis razón respecto a la tormenta, mon vieux. Hace horas que mis viejos huesos me habían anunciado esta galerna. Y, a juzgar por la intensidad de su señal, creo que va a ser un buen temporal. Parece que caerán relámpagos. ¿Habéis visto aquello? Allí, justo delante de nosotros.
—Oui, lo veo, mi señor. Pero ni los vientos ni las corrientes me ofrecen otra opción. Tendremos que navegar a través de ella y confiar en que nos situemos al otro lado en buena hora, gráce á Dieu.
—Peut-être, mon ami, peu-être —contestó Philippe con aire ausente... quizá, amigo mío, quizá.
La tormenta arreció y los relámpagos cayeron más cerca. Poco a poco, apenas había intervalo entre el chispazo de los rayos y su restallante sonido. Varias cegadoras saetas de luz se abatían sobre el mar, golpeando entre las embarcaciones. El ruido contribuía a incrementar el nerviosismo de los marineros, incluso entre los más curtidos. La mayor parte de la tripulación se hallaba en cubierta, dispuestos a ofrecer auxilio en el caso de que alguno de los barcos, o de sus compañeros, lo necesitase; y también para no quedar atrapados en las bodegas y camarotes si zozobraran las naves.
La tripulación encaró el vendaval mientras el viejo timonel trataba de mantener el rumbo. Philippe se mantenía tras la barra del timón, balanceándose con el barco al tiempo que éste se abría paso entre el fuerte oleaje. Cada golpe del casco contra el mar hacía que se estremeciese la quilla, y el aparato eléctrico de la tempestad había cobrado virulencia. De pronto, el destello cegador de un rayo y el restallido llegaron simultáneamente, lo que cegó a la mayoría de los hombres durante al menos un minuto, al tiempo que un intenso olor a quemado inundó el salino aire del mar. El fuego de Santelmo alumbró las jarcias de los otros navíos y sus llamas verdosas y brillantes danzaron alrededor de palos y obenques.
Cuando Philippe recuperó la visión, no pudo dar crédito a lo que se extendía ante sus ojos. Estaba rodeado por los cadáveres de nueve hombres, entre ellos el timonel con el que había charlado apenas hacía unos instantes. Las ropas de las víctimas estaban ennegrecidas y humeaban. El olor a quemado comenzó a mezclarse con el de tela y carne chamuscada. Un reguero de sangre oscura corría por la comisura de los labios del timonel, y la barra del timón se movía libremente según los embates del mar: el barco navegaba a merced del viento. Philippe, al igual que el resto de los caballeros supervivientes y la totalidad de la tripulación de la Sancta María, perdió temporalmente el sentido del oído a causa del ensordecedor estallido del rayo. Nadie habló. Los caballeros Hospitalarios formaron un círculo alrededor de Philippe y de sus nueve camaradas muertos. Nadie se movió.
Entonces Philippe descubrió que todos los ojos estaban fijos sobre él. Aunque no exactamente sobre él, no sobre sus ojos o su rostro, sino sobre su mano. Philippe sujetaba con su mano derecha la empuñadura y la guarnición de su espada. Salía un penacho de humo de un pequeño trozo de acero, lo único que quedaba del filo de su tizona; el resto estaba carbonizado a sus pies, hecho cenizas. El alma de la espada ya no era más que un puñado de ennegrecidas cenizas amontonadas sobre la quemada madera de cubierta, junto a los cuerpos de nueve de sus valientes guerreros. Parte del acero fundido todavía conservaba un fulgor anaranjado que ya había comenzado a marcar una indeleble señal sobre el piso.
La mano de Philippe ardía, y sintió subir un latigazo de dolor desde su antebrazo hasta el hombro. Trató de soltar la empuñadura de su arma, pero no pudo abrir la mano. Los músculos de su antebrazo estaban congelados, tensos por espasmos, lo cual provocaba un agarre involuntario que le obligaba a mantener fuertemente sujeta la empuñadura de su destrozada arma.
En ese momento, nació la leyenda. Philippe jamás llegaría a interpretarlo de ese modo, pero sus hombres creyeron que aquello era una profecía divina. Era una señal de que Philippe Villiers de L’Isle Adam había sido enviado por el Todopoderoso para dirigir a los caballeros de la Orden de San Juan a la victoria sobre los musulmanes. El nuevo Gran Maestre había recibido su bautismo de fuego desde el cielo. Todos habían sido testigos de ello, nadie podría negarlo.
* * *
Philippe regresó a su camarote de la Sancta Maña. El maestre se arrellanó en su camastro y trató de encontrar una posición cómoda para su mano quemada sin conseguirlo, pues aún sentía un dolor punzante. Al menos el cirujano le había asegurado que se recuperaría totalmente de sus quemaduras. Philippe cerró los ojos e intentó dormir. En cuanto relajó su cuerpo se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, de que los sucesos de los últimos cinco días habían acaparado tanto su atención que era la primera vez desde que dejó París que su mente no se encontraba abstraída pensando en Helena. Al caer en el sopor de lo que fue su primer auténtico sueño desde hacía días, sueño protegido por la presencia de sus barcos y caballeros, Philippe vio el rostro de Helena una vez más, observándolo mientras él abandonaba definitivamente el hogar que la mujer tenía en París.