Capítulo VI
EL CAMPAMENTO DE GUERRAÜsküdar, Turquía.
Junio de 1522
La bruma matutina comenzaba a desaparecer en los campos que circundaban las murallas de Estambul. El verano empezaba a mostrar su fuerza. A la luz del sol le bastó con una hora, o quizá dos, para secar y caldear la atmósfera. Las motas de polvo se mantenían suspendidas en el aire, elevadas por el paso de hombres y bestias.
Las gabarras y caiques realizaban cientos de viajes de ida y vuelta a través del Bosforo, transportando hombres, caballos y toneladas de suministros desde Estambul a Üsküdar, al otro lado del estrecho, a poco más de un kilómetro y medio. La energía de decenas de miles de hombres y mujeres estaba concentrada en la construcción de un campamento temporal para preparar la inminente batalla de Rodas.
Las tiendas del sultán se erigieron en primer lugar. Fuertes y robustos pabellones blancos, rojos y azules, de resistente fieltro y lona marinera, sujetos a macizos postes centrales tan anchos como el mástil de un barco. Las tiendas proporcionaban cobijo y comodidad incluso bajo las condiciones climáticas más adversas. Además de su estructura funcional, estaban decoradas con tapices y pinturas dignas de exhibición. Algunas de ellas contaban con varias estancias, y muchas ostentaban los estandartes de distintos regimientos. Había alfombras que tapizaban el suelo y kilims colgados del interior de las paredes. En vez de catres tenían divanes y cómodas camas para los oficiales de alto rango.
Las tiendas de los visires rodeaban a las del sultán, y las de los jenízaros formaban, a su vez, un anillo de seguridad alrededor de las de los visires. Los pabellones del resto de las fuerzas armadas iban extendiéndose en círculos concéntricos. El personal de la corte se hallaba acampado en la periferia, junto a los comerciantes, así como los puestos de alimentos y los carros de suministros.
Sólo la serai de un hombre se alzaba entre la del sultán y la del gran visir. Era la tienda de Moisés Amón. El jefe de los físicos de palacio siempre debía estar cerca del sultán. Las docenas de restantes médicos castrenses acampaban en las cercanías del hospital de campaña, al borde del campamento de los jenízaros.
Los jenízaros colocaron el bunchuk imperial frente al pabellón de Solimán, el pabellón de guerra del emperador, con su media luna de oro y sus siete colas de caballos negros. Los estandartes de los distintos regimientos se alzaron al aire y, uno a uno, se alinearon los componentes de los ejércitos del sultán.
Los jenízaros fueron los primeros en montar el campamento, formando con sus tiendas el consabido perímetro defensivo alrededor de la Guardia Imperial. Su campamento era un ejemplo de orden. Un visitante accidental no podría encontrar en ninguna parte el menor rastro de basura, ni desorden de ninguna clase. Era algo muy distinto a los campamentos militares de los ferenghi, que apestaban por los excrementos que se iban acumulando a lo largo de los días de campaña.
Los ejercicios marciales cotidianos que realizaban los jenízaros se acercaban, en la medida de lo posible, a las condiciones de una batalla real; sobre todo si se comparaban con las maniobras de cualquier otro ejército del mundo. La violencia era tan real que las heridas eran habituales. Los tabip estaban muy ocupados tratando las lesiones ocasionadas en los ejercicios. Si los jenízaros no estaban de maniobras, debían guardar completo silencio, como en palacio, por orden de Solimán.
En el centro de cada uno de los regimientos jenízaros se hallaba una enorme marmita de cocina del tamaño de un hombre, junto a la enseña de la unidad. La marmita era el punto de reunión simbólico de cada regimiento, y era tan apreciada como el estandarte que distinguía a cada sección. Los soldados se dirigirían allí para recibir su ración de comida o bien para encontrarse con los oficiales. La gran calidad del rancho de los jenízaros era legendaria. Hasta el punto que incluso la jerarquía militar de sus oficiales estaba dispuesta según los cargos de hostelería. Así, los sargentos eran llamados jefes de cocina, y maîtres los cabos. Tan importante era la ubicación de la marmita de cocinar de cada regimiento de los campamentos otomanos que se convertía en el punto de estampida en caso de insurrección. Tradicionalmente, cuando los jenízaros tenían que manifestar algún motivo de queja serio, empujarían la marmita hasta volcarla y derramar la comida por el suelo. Tal era su estilo para expresar su desagrado ante las decisiones de los aghas, e incluso las del propio sultán. El acto era como declarar que los más fieros soldados no volverían a comer la sabrosa comida del sultán. El poder bélico de diez mil hombres perfectamente armados y entrenados suponía un motivo suficiente para que el sultán y los aghas prestaran puntual atención a sus quejas.
A pesar de que los jenízaros recibían una exquisita alimentación en los albergues de guerra, en tiempos de largas campañas o de marchas forzadas, los soldados mantenían una dieta mucho más rigurosa. Cargaban con saquitos de harina, sal y especias, mezclaban estos ingredientes con agua y comían la mezcla cruda dos veces al día. Esa masa crecía en el estómago y servía para mitigar la sensación de hambre, aunque comiesen poca cantidad y dejase bastante que desear desde el punto de vista nutritivo. También llevaban algo de mantequilla y cecina de buey para complementar la masa especiada antes de entrar en batalla.
La Guardia Montada del sultán constaba de un destacamento de espahíes fuertemente armados con lanza, arco y espada. Al contrario que en los ejércitos de los cristianos, que dependían del peso y la solidez de sus espadones para intimidar y aplastar al enemigo, este cuerpo de caballería utilizaba las estrechas y afiladísimas hojas de acero de sus curvos alfanjes para abrirse paso a través de las líneas de batalla. En lugar de las técnicas de choque de los poderosos ataques de los ejércitos occidentales, las tropas del sultán confiaban en su precisión y la perfecta coordinación de maniobra para bloquear al enemigo antes de acabar con él.
Desde Crimea y Ucrania habían llegado los feroces jinetes de los kanatos tártaros. Cada uno portaba una reata de fuertes y resistentes ponis cubiertos con mantas de monta trenzadas con ricas fibras. Los hombres parecían demasiado altos para tan pequeños animales, pero su pequeño tamaño ocultaba la verdadera fuerza y dureza de esos caballos de piernas cortas. Cada hombre estaba armado con un arco corto y grueso, heredados de Gengis Kan. Cualquiera de aquellos jinetes podía igualar la mayor parte de las proezas de aquellos legendarios ejércitos de las estepas asiáticas. Estas unidades de caballería ligera se utilizaban como avanzadillas de reconocimiento para hostigar al adversario y regresar con información acerca de su número y despliegue. Su reputación era tan terrible, y su proximidad tan temida, que el enemigo a menudo se dispersaba antes de que se disparara una sola flecha.
Después de los tártaros, se presentaron los espahíes, dirigidos por el beylerbey Qasim bajá, el gobernador provincial de Asia Menor. Su estrategia en combate consistía en cabalgar como una gran nube de jinetes lanzados contra el centro de la línea de infantería. Entonces, cuando parecía que se iban a estrellar contra el centro de las fuerzas enemigas, enviarían una terrible descarga de flechas mientras se mantenían a galope tendido abriéndose en abanico. Las flechas caerían desde el cielo como si fuesen granizo, causando un daño aterrador entre los defensores. Donde antes había sólidas falanges de enemigos, después habría huecos. Los espahíes terminarían la batalla degollando con sus alfanjes a los soldados supervivientes, fundamentando su estrategia en continuas cargas a caballo.
En último lugar se presentó Ali Bey, el agha de los azabs, en el campamento de guerra. Los azabs eran tropas no profesionales de infantería de marina quienes, como en muchos ejércitos de su tiempo, servían al monarca como carne de cañón. Atacarían al enemigo a pie, colándose por las brechas que el bombardeo de la artillería del sultán crease en las murallas. Su fuerza residía en su número, y eran totalmente prescindibles. En muchas ocasiones, sus cadáveres servían de peldaños para el asalto de sus compañeros de armas, los jenízaros.
Con la llegada del último de los soldados, señal de que la partida era inminente, algunos de los mercaderes y artesanos desaparecieron cruzando el Bosforo para regresar a su quehacer diario en Estambul. Pero un gran número de ellos seguiría al enorme ejército durante su periplo a Rodas, y se instalaría en el campamento de guerra tal como lo habían hecho en Üsküdar. El comercio y los negocios continuaban incluso en el corazón de la furiosa batalla.
Por fin, una vez que los ejércitos estuviesen organizados y dispuestos, se informaría al sultán, y luego se darían las órdenes oportunas para preparar su desfile en el campamento de guerra.
* * *
Solimán abandonó el palacio con una gran escolta compuesta por más de seis mil jinetes de su Guardia Imperial. Todos montaban caballos árabes de pura sangre, y cada uno iba armado con un arco que portaban colgados del hombro y un carcaj rebosante de flechas. También portaban mazas de combate y enjoyados alfanjes, y los tocados de sus turbantes lucían plumas teñidas de negro.
Los jenízaros, luciendo sus chaquetas de color azul turquesa y sus turbantes emplumados, marchaban detrás de la Guardia Imperial. Les seguía el resto de la corte, los caballos de refresco y más miembros de la guardia personal del emperador.
Todos ellos progresaban envueltos en un silencio incómodo, roto tan sólo por el repiqueteo de los cascos de los caballos y el sonido de las botas de los soldados de infantería. Por ninguna parte se veían las bromas y procacidades tan comunes en los ejércitos occidentales.
Solimán seguía a tan impresionante ejército vestido con un uniforme completo de guerra adornado con los más finos brocados de seda. Se cubría con un alto turbante blanco tocado con preciadas plumas de garza real y broches de diamantes y rubíes.
Si el sultán participaba en la batalla, sacaban la sagrada enseña verde del profeta Mahoma del sótano donde estaba guardada y desenvolvían las cuarenta capas de seda que la protegían. Los musulmanes llevaban su sagrada enseña a la batalla igual que los hijos de Leví llevaban el Arca de la Alianza. El preciado pendón se desplegaba en la vanguardia de las fuerzas armadas del sultán durante el enfrentamiento, hasta que se lograba la victoria. El pendón desfilaba por las calles de Estambul y el pueblo se postraba y clamaba vítores en nombre de Alá.
También se llevaban a la guerra otras reliquias capturadas en La Meca por otros sultanes. Junto a la bandera del Profeta iba la espada de doble punta de Ornar. Para un gazi musulmán, morir bajo ese estandarte o junto a la espada durante la yihad, la Guerra Santa, garantizaba la entrada al paraíso el último Día. Esos soldados habían luchado contra los no creyentes del mismo modo que lo había hecho el Profeta.
Los ejércitos se habían concentrado. Todo estaba en orden. El acuartelamiento de campaña ya estaba completo. Era el momento de ir a la guerra.
* * *
Solimán se reclinó sobre el diván de la tienda imperial. Se había apostado la consabida guardia tanto en el exterior como en el interior del gran muro de seda. Los aghas, sumidos en un profundo silencio, aguardaban a que el sultán les dirigiese la palabra.
—Bueno, entonces todo está preparado —dijo finalmente Solimán, como si saliese de una profunda reflexión—. Esta misma mañana, después de las oraciones, convoqué a Abu-Seoud, el sheik ul-Islam. Le pedí al sheik que escribiese una fahuá, tal como está escrito en el Qur’an, para hacer de nuestra campaña una Guerra Santa, de modo que todo buen musulmán se vea empujado a seguirnos. Y, como también está escrito en el sagrado Qur’an, he ofrecido a mi enemigo la oportunidad de rendirse y no he recibido su respuesta. El sheik ul-Islam me dijo que nuestra yihad contra el infiel es justa y que Alá cuidará de nosotros en la batalla. Aquellos que mueran por esta causa encontrarán el sendero que los lleve directamente a la vera del Profeta, para que Alá derrame sus bendiciones sobre ellos.
»Nuestra costumbre de declarar oficialmente la guerra arrestando al embajador y arrojándolo a una mazmorra no ha podido llevarse a cabo. Desgraciadamente, esos cristianos han llamado a su embajador a consultas.
Los visires sonrieron ante la pequeña ocurrencia del sultán.
—Piri bajá —continuó el emperador—, también es costumbre entre nosotros que recibas un nuevo semental, escogido de mis caballerizas. El corcel está engualdrapado como corresponde al caballo de guerra del gran visir. Encontraréis en él una silla de montar del más fino cuero y en vuestros aposentos un alfanje con incrustaciones de rubíes y esmeraldas en la empuñadura... espero que pronto brille cubierto con la sangre de esos caballeros cristianos.
Piri inclinó la cabeza en silencio. Sin duda echaría en falta su suave silla y su viejo, y más suave aún, caballo, tan cómodo para montarlo a una edad tan avanzada.
—Ferhad bajá, tengo una misión especial que encomendaros antes de que vuestras tropas se unan a las nuestras en la lucha contra los cristianos —anunció Solimán—. Oghli Ali Bei, el shasuwar, ese perro chiíta, está incitando a la insurrección en Siwas. Ve inmediatamente a Persia y destruye esa afrenta ante los ojos de Alá, esa amenaza a nuestra autoridad. Traedme su cabeza y las cabezas de sus hijos. No dejéis con vida a nadie que pueda crear malestar en mi reino, o en mis pensamientos, mientras esté en Rodas —Ferhad bajá hizo una profunda reverencia y retrocedió hasta salir de la tienda—. El resto de vosotros desembarcaréis en Rodas, fuera del alcance de la artillería de la fortaleza, pues estoy seguro de que el Gran Maestre ya habrá preparado sus armas. No fallarán muchos disparos una vez que estemos a su alcance. Rodearemos la fortaleza como si fuésemos la media luna del Islam, de una punta de mar a otra. No cometeremos el mismo error que mi bisabuelo, cuya osadía le hizo plantear la batalla desde el mar. Y más importante aún, yo en persona encabezaré las tropas, no cometáis errores, y tened presente que permaneceremos en la isla hasta que hayamos cumplido con nuestra misión ante Dios.
Solimán aguardó por si alguien hacía algún comentario, pero los aghas permanecieron en silencio.
—El plan de batalla es simple, pero eficaz —continuó—. Cortaremos sus vías de reabastecimiento; destruiremos las murallas con fuego de artillería y el trabajo de mina de los zapadores, y nuestras tropas entrarán en la ciudad a través de los túneles y grietas que se hayan creado. Nuestras fuerzas de élite despedazarán entonces a todo el que aún esté con vida después de que hayamos entrado en la fortaleza. No habrá prisioneros. No habrá supervivientes.
Solimán recorrió la habitación con la mirada, y fue fijándose de uno en uno en todos sus generales. Ellos le devolvieron la mirada en silencio.
—Ahora, regresad con vuestros hombres, y preparaos para marchar sobre Rodas. Que Alá sea con vosotros.
* * *
Dos días después, se levantó el campamento. El ejército del sultán partió hacia el sudoeste a través de Asia Menor, hacia Marmaris. El aterrador desfile partió en grupos separados para cruzar el territorio de Anatolia, reagruparse cerca de Marmaris y embarcarse en una pequeña travesía hasta Rodas.
Solimán e Ibrahim cabalgaron grupa con grupa por las suaves montañas de Anatolia. Tras ellos, a caballo también, avanzaban los tres pajes de Solimán. Uno transportaba su botella de agua, otro su capa y un tercero el arco y el carcaj de flechas del sultán. Muy de cerca, abriendo paso y a retaguardia, iba su sempiterna guardia de jenízaros.
—Hoy os habéis mostrado muy silencioso, ¿qué os ronda por la cabeza, Ibrahim?
—No es nada, mi señor. Sencillamente pensaba que es una pena que estemos viajando para llevar a cabo esta misión. Figuraos qué maravilloso trayecto sería si estuviésemos aquí para pescar, cazar y descansar disfrutando de estos lagos y arroyos.
—Habrá tiempo para eso dentro de unas semanas, cuando volvamos sobre nuestros pasos —Solimán asintió con la cabeza—. En cuanto hayamos expulsado al Infiel de su guarida. Su mera existencia me ofende, Ibrahim. Esos diablos paganos han hechizado mis sueños. Sus cruzadas para conquistar Tierra Santa duran ya cinco siglos, y no puedo imaginarme cuántas vidas musulmanas han sido segadas por esos hijos de Shátan. Han asesinado a hombres y niños, han violado y torturado a nuestras mujeres... una vida no significa nada para ellos. Son bestias y debemos exterminarlas con la misma convicción con que se pisa a un alacrán. Este asunto no habrá finalizado hasta que todos ellos se hayan ido de nuestra tierra —el sultán miró a lo lejos y añadió—: Creo que deberíamos buscar un lugar para acampar. Nuestros ejércitos nos preceden sólo a un día de distancia a caballo, y no quiero rebasarlos.
—Ordenaré a una patrulla de jenízaros que explore la zona y busque un lugar apropiado para pasar la noche.
Ibrahim espoleó su montura y salió en busca del oficial al mando de la Guardia Real mientras Solimán continuaba cabalgando al paso. El sultán se sentía aliviado por verse libre de las preocupaciones que le habían causado las salidas nocturnas de Ibrahim. Nunca le haría el menor comentario a su amigo. Fuera como fuese, su mente estaba ahora concentrada en la enorme tarea que suponía coordinar la mayor fuerza de combate del mundo.
* * *
Ibrahim se sentó con la espalda apoyada en un árbol, y su señor se arrellanó sobre los cojines colocados en una alfombra dispuesta sobre la hierba. Permanecieron observando la superficie del lago, que cambiaba de color bajo la mortecina luz del atardecer. Habían comido en las tiendas del campamento provisional y habían cabalgado un rato, acompañados por una pequeña guardia de jenízaros y arqueros. La escolta permaneció prudentemente apartada para no oír lo que hablaban, pero en ningún momento fuera de su alcance visual, y no hubo huecos en el anillo de soldados que garantizaba la seguridad del sultán.
—He podido oír cómo discutíais con Piri acerca de las relativas virtudes de los europeos. ¿De dónde sacáis, amigo mío, tantos argumentos?
—He vivido junto a muchos de ellos, mi señor. Yo mismo nací en Europa, sin ir más lejos. Sin embargo, Piri, que no ha pasado más tiempo entre ellos que el que duró el ataque a Belgrado, los aborrece. Él me dijo —Ibrahim rió e imitó el acento nasal de Piri—: «No saben cómo criar buenos caballos, ni tampoco cultivar rosas y tulipanes». Y la verdad es que eso no lo puedo rebatir. También desprecia sus ciudades; en Belgrado se ocupó de señalar que sus casas eran oscuras y húmedas. La gente se inclina sobre los fuegos de sus hogares y no salen a la luz del sol a menos que les sea absolutamente necesario. Limpian el interior de sus hogares con vinagre, y eso también es cierto. Sus ciudades son apestosas y repugnantes, con las calles rebosantes de excrementos.
—Y si creéis que todo eso es cierto, ¿qué es lo que discutías?
—En realidad, mi señor, estoy de acuerdo en la mayor parte de las cosas, lo que ocurre es que disfruto irritando a Piri bajá.
Los dos amigos estallaron en carcajadas por la ocurrencia. Y Solimán añadió:
—Hay muchas cosas despreciables entre los ferenghi —el sultán fijó su mirada en Ibrahim y posó su mano sobre la de su amigo. Hubo un momento de silencio entre ambos; incluso, al parecer de Solimán, algo de tensión. Apartó su mano y volvió a mirar al lago—. No os preocupéis, Ibrahim, para mí no sois europeo. Desde que llegasteis a Turquía y os convertisteis al Islam, para mí fuisteis como uno de los nuestros. Sé que os bañáis todos los días. Y bebéis muy poco vino. Algunas cosas que se nos prohíben en el Qur'an son imperdonables para nosotros. Sin embargo, otras...
Solimán no terminó su reflexión.
Ibrahim se sentía incómodo con sus propios pensamientos. La relación física que había parecido normal cuando eran dos jóvenes adolescentes incidía sobre la amistad de los dos hombres adultos. Ibrahim sacudió la cabeza, como si quisiera con ello apartar los viejos recuerdos de su intimidad, y cambió de tema:
—Creo que son las diferencias entre el Cristianismo y el Islam lo que más enfurece a Piri.
—¿Cuáles, por ejemplo?
—Oh, muchas, quizá todas. Anoche recriminó cómo los cristianos pueden comprar la absolución de sus pecados donando dinero a su Iglesia, como si sus almas pudiesen adquirir la salvación comprándola.
—¿Es cierto eso? ¿Pueden hacerlo?
—Sí, mi señor, pero, como le he dicho a Piri, son más las cosas que nos unen que las que nos separan. ¿Acaso no adoramos todos a un solo Dios? ¿No compartimos los mismos profetas? ¿No creemos en las mismas Escrituras? El sagrado Qur’an nos dice cómo hemos de comportarnos; que no debemos matar, robar, mentir ni calumniar. Es una guía que nos enseña a conducirnos a través de nuestras vidas. ¿Y acaso no son ésas las mismas leyes que rigen a los cristianos y, más aún, a los judíos? Ellos los llaman los Diez Mandamientos. Pero esos mandamientos son los mismos que las reglas que dictó el Profeta, y que están recogidas en el sagrado libro del Qur’an.
—Creo que dejaré que terminéis este debate con Piri. En estos momentos no tengo ánimos para discutir, pues mi furia hacia los Hospitalarios de Rodas prevalece sobre cualquier otro de mis pensamientos. Tanto que ni siquiera puedo tomarme un pequeño descanso antes de dirigir mis energías hacia la inminente batalla.
—Pero, ¿cómo puede ser, mi señor?
—He dejado el trono en una época de gran agitación, no sé qué encontraré cuando regrese.
Ibrahim ya conocía todos los detalles de la historia que estaba a punto de oír. Poseía muchas fuentes de información en Topkapi, y no se le escapaba nada. Había tendido una tupida red de confidentes mientras progresaba por el escalafón de la corte que lo mantenía puntualmente informado de los entresijos de la vida palaciega. Pero decidió recostarse sobre la hierba y dejar que su monarca, y amigo, le contase qué era lo que tanto le perturbaba.
—Mi vida con Gülbehar ha sido como siempre quise. Sabes que no soy como Selim, mi padre, ni como ninguno de los sultanes anteriores a él. Utilizaban el harén para saciar sus deseos y prestaban poca atención a su kadin. Sin embargo, yo no necesito tantas mujeres. Creo que he realizado más visitas al harén para ver a mi madre que para reunirme con Gülbehar —ambos rieron ante la situación—. Quizá sea porque he pasado demasiados años en las provincias, lejos del palacio y del harén.
Ibrahim asintió con un gesto. Los días en Manisa formaban parte de los más preciados recuerdos de los dos jóvenes. Durante aquella época, fueron todo lo libres que llegarían a ser.
—Yo tenía dieciocho años cuando capturaron a Gülbehar —continuó Solimán—. Me fijé en ella de inmediato. Es hermosa, y tan rubia que la llamé Flor de Primavera. Su cabello, su tez clara y sus ojos son tan diferentes a los del resto de las mujeres que pronto destacó en el harén.
»En efecto, ella me agradó mucho, y fue quien dio a luz a mi primogénito, Mustafá. No puedo imaginar nada que me proporcione más felicidad que su rostro sonriente —Solimán hizo una pausa que aprovechó para tomar un racimo de uvas del cuenco colocado a sus pies.
—Os he visto juntos, majestad, y vuestros sentimientos saltan a la vista.
Solimán permaneció en silencio durante varios minutos, mirando absorto el lago mientras comía granos de uva. Sólo sus ojos traicionaban la inquietud que bullía en su interior.
Ibrahim sabía exactamente qué iba a venir a continuación. Desde luego que no ofrecería información alguna, pero no mentiría a Solimán si éste lo presionaba.
—Ahora hay otra mujer en mi vida. Fue capturada durante una razzia en Galicia, cerca de la frontera con Ucrania. Inmediatamente llamó la atención en el harén, pues está llena de energía... y, creo, un poco inclinada a hacer daño. El guardián del harén la llama Khürrem. Y se ha quedado con ese nombre.
Ibrahim lo sabía todo. De hecho, incluso había oído hablar de esa joven fuera de palacio. Algunos de los europeos de la cosmopolita sociedad diplomática de Estambul sabían de la creciente amistad entre ella y el sultán. La llamaban La Russelane, la rusa. Con los años el nombre derivó hasta Roxelana pero, para aquellos que vivían entre los vigilados muros de palacio, siempre fue Khürrem, Risueña.
—Era cristiana, por supuesto. Me dijeron que es hija de un sacerdote ortodoxo griego. Pero es que el fuego que corre a su alrededor me empuja más allá de mi buen juicio. Me sorprendo escuchando los consejos de mis vísceras, en vez de los de la lógica de mi cerebro. Si yo fuese un sultán que llevase a su lecho a las cientos de muchachas que viven en el harén, ella no sería más que una entre tantas. Pero, a decir verdad, tengo muy escasa experiencia en ese aspecto, al menos para ser un soberano de la Casa de Osmán. Me siento descontrolado en mis propios aposentos.
Ibrahim escuchó sin hacer comentarios. Sabía que tanto él como su señor habían llegado a otro estadio en su relación. Mustafá, el hijo de Solimán, era el próximo heredero al trono de la Casa de Osmán. Mientras el sultán se ocupaba de expandir su Imperio y de la sucesión al trono, Ibrahim emplearía su energía y su más que notable inteligencia en consolidar su propio poder. Pues, a pesar de que Piri fuese el gran visir, Solimán todavía depositaba gran confianza en el consejo de Ibrahim. Tal era el legado por crecer como amigos inseparables. Piri podía ostentar el título, y el poder que conllevaba, pero Ibrahim poseía los oídos del sultán. Y Piri era un anciano.
Los sultanes otomanos rara vez contraían matrimonio, u organizaban cualquier tipo de ceremonia oficial que reconociese la unión formal entre el sultán y la madre de sus hijos. Sólo una de ellas ostentaba rango de kadin, la primera esposa, o hasseki, la muchacha elegida. Y como la kadin podía variar a capricho del sultán, no existía ningún rito religioso ni civil que santifícase la alianza. Incluso los niños que naciesen en tales circunstancias podían no ser del agrado del soberano.
—Hay una especie de ingenuidad alrededor de ella que me cautiva —apostilló Solimán, interrumpiendo las reflexiones de Ibrahim—, Pero cuando escudriño sus ojos sonrientes, de algún modo, puedo sentir que se burla de mí, ¡de mí! ¡Del emperador de los otomanos!
Solimán se rió, pero Ibrahim solamente esbozó una ligera sonrisa.
—Mi señor, ya he visto a esa Khürrem de la que habláis —terció Ibrahim—. Y, en efecto, destaca entre las demás muchachas del harén. No cabe la menor duda.
—Ella se desplaza desde el harén hasta mi habitación —continuó Solimán, obviando el comentario de su amigo—, y cumple con todos los ritos de sumisión al acercarse. El jefe de los eunucos la ha instruido bien. Sabe cómo postrarse al llegar a la puerta, y cómo acercarse hasta la cama y tocar. Llega bañada y perfumada, sin joyas, y se mete en la cama con el silencio y la gracia que se espera de ella. Pero una vez allí, amigo mío, hace cosas que ni yo conocía. Cosas con las que nunca había soñado, ni había oído que se hiciesen. ¡Sus labios, lo que puede hacer con ellos! ¿Y su lengua? Me siento como un tierno adolescente en su presencia. Cuando ese africano se presenta antes del amanecer, para llevársela, yo me quedo casi inútil hasta el mediodía. No puedo más que permanecer tumbado en la cama, soñando con su próxima visita.
—¿Y por qué os preocupáis ahora, majestad? Eso es una circunstancia normal en la vida cotidiana de un sultán. Vuestra madre, la Sultán Valideh, todavía gobierna el harén. Es una mujer sabia y fuerte. ¿No creéis que mantendrá a esas muchachas bajo control?
—Sí, amigo mío. Hafise controla el harén. Pero es que hay algo en esa Khürrem que hace que pierda el juicio. Ya me ha pedido que envíe a Gülbehar y a Mustafá a las provincias para poder visitarme más a menudo y, cuando me preparaba para ir al campamento de guerra, me dijo que creía que iba a tener un hijo. No hizo ninguna escena cuando partí, todo lo contrario que Gülbehar. Pero tengo la sensación de que en mi ausencia esas dos mujeres chocarán y puede que mi madre no sea capaz de contenerlas. ¿Tú qué opinas? Siempre has sido muy reflexivo en situaciones como éstas.
A Ibrahim ya no le quedaba más remedio que proporcionar una respuesta.
—Mi señor, os he visto juntos a vos y a vuestro hijo; también os he visto junto a Flor de Primavera. Y, en efecto, habrá de qué preocuparse si Risueña os proporciona un vástago, sobre todo si es un varón, pues os las veríais con la Ley del Fratricidio que habéis heredado de Mehmet. No puedo soportar la idea de que tengáis que ordenar la estrangulación de cualquiera de vuestros hijos. Ruego que me dispenséis, majestad, si os hablo con demasiada rudeza, pero es que hay mucho a lo que temer. Me habéis dicho que esa mujer os hace perder la razón cuando está en vuestro lecho, y la Casa de Osmán no puede ser gobernada por pasiones como ésas. He visto en los ojos de la Khürrem la ambición, aunque no la intención, de obtener el control de palacio. Sólo vos podéis detener esto, pues es un asunto que está más allá del alcance de la Sultán Valideh, por fuerte y sabia que sea. Mi único anhelo es que vuestro reinado continúe libre de las intrigas palaciegas que contaminaron las cortes de otros sultanes anteriores a vos.
—Oigo las palabras de Alá brotar de vuestros labios, amigo mío.
—Sea como sea, majestad —añadió Ibrahim tratando de alejar la mente de su amigo de la idea de intrigas palaciegas—, ¿qué necesidad hay de construir más palacios y ciudades, si dentro de poco no serán más que ruinas?
—Entonces —quiso saber Solimán, apartándose de tan incómodas cuestiones con la nueva propuesta de Ibrahim—, ¿qué es lo que permanece?
—La sabiduría... y la música que toco para vos.
Solimán sonrió y asintió.
—Y esas cabras de Angora —añadió el sultán, viendo a unos animales pastando en el campo. Y dicho eso estalló en carcajadas, que fueron coreadas por las de Ibrahim.
Los dos viejos amigos tardaron varios minutos en calmarse.
—Sí, mi señor, verdaderamente —dijo Ibrahim nostálgico, mirando a su amigo de la infancia.
* * *
En la mañana del día 11 de julio, varias semanas después de que el sultán hubiese enviado a Ferhad bajá a cumplir una misión, éste se presentó a caballo en el campamento del monarca cuando se disponía a partir hacia el lugar de embarque.
El pequeño grupo de jinetes, Ferhad bajá y cuatro de los jenízaros de su ejército, desmontaron al otro lado del muro fie tela y se dirigieron a la serai del sultán. Aguardaron en la entrada del elaborado pabellón, bajo el fresco aire matinal. Un siervo del sultán salió y levantó las manos con las palmas señalando a Ferhad, haciéndole saber al bajá que permaneciese donde estaba. El sultán saldría a recibirlo.
Un instante después, Solimán salió de la tienda dando grandes pasos, vestido con sus ropas de montar de seda blanca, y se dirigió hacia sus visitantes. En el rostro del soberano se dibujó una ancha sonrisa al ver a Ferhad y sus jenízaros. Todos los miembros de la guardia personal del sultán adoptaron la posición de firmes, pero sus rostros lucían la misma expresión de júbilo.
Solimán retrocedió un paso y admiró los regalos que Ferhad bajá le había traído de Persia. En el suelo, ante el bajá, había cuatro picas de hierro y sobre cada una de ellas una cabeza humana, con la boca y los ojos abiertos. Sólo los relinchos de los caballos rompían el silencio de la mañana. Y el zumbido de las moscas que, revoloteando por los grisáceos rostros de los cadáveres, llamaban la atención sobre la verdadera naturaleza del regalo que Ferhad le hacía a su sultán. Las cabezas habían comenzado a descomponerse bajo el calor estival. Los ojos estaban encogidos, resecos y miraban con su opaca ceguera al emperador.
—El Shah-suwar Oghli Ali Bey, mi señor —Ferhad extendió una mano con la palma hacia arriba al tiempo que se inclinaba hacia la primera cabeza, como si estuviese presentando a dos desconocidos—, y sus tres hijos —Ferhad y sus jenízaros realizaron una genuflexión y se inclinaron lentamente sobre la hierba, húmeda por el rocío—, al servicio de mi sultán.
Solimán ordenó a los hombres que se levantasen e instruyó a su paje para que entregase unas monedas de oro a los jenízaros a modo de recompensa.
—Prepara comida —ordenó, y luego, dirigiéndose a Ferhad, añadió—: vamos, mi bajá, celebraremos vuestro regreso desayunando en mi serai Seguro que estáis agotado y hambriento.
Ferhad inclinó su cabeza una vez más y siguió al sultán hacia el interior de la tienda.
* * *
Los ejércitos continuaron su marcha durante los casi trescientos kilómetros que los separaban del puerto de embarque situado cerca de Marmaris, a la vista de Rodas, que estaba a treinta y ocho kilómetros mar adentro. La gran escuadra de más de trescientas embarcaciones y cien mil hombres necesitaría varias semanas más para desembarcar e instalar sus campamentos en Rodas. Después, cuando todo estuviese preparado, aguardarían la llegada de su sultán, Solimán, sólo entonces comenzaría el asedio.