Capítulo IX

PRIMER ASALTO

Fortaleza de los caballeros de Rodas.

29 de julio de 1522

El sol acabó de salir en la zona del Mediterráneo oriental. Rosados rayos de luz emergieron desde el horizonte hasta tocar los parapetos del puesto de Italia. El cielo clareó a medida que avanzaba el amanecer, y la luz saltó por encima de las almenas de las murallas coloreando el marrón pálido de los muros con un suave tono sonrosado. El aire no tardó en caldearse con la fuerza del sol estival. Los centinelas apostados en las atalayas movieron el cuello intentando relajar la dolorosa tirantez que sentían en la nuca, después de haber pasado toda la noche mirando fijamente hacia la oscuridad, en dirección al campamento enemigo. Se estiraron y aguardaron a que llegasen sus camaradas y los relevasen del puesto. A cada uno de ellos le aguardaba un desayuno en su auberge, y también agradecerían unas horas de sueño.

La ronda matutina hizo acto de presencia sobre el adarve y los caballeros se alisaron el uniforme, preparándose para realizar el relevo formal de la guardia. En cada una de las langues, el oficial de guardia saludaría a su camarada y le notificaría las órdenes del día. Sin embargo, en cuanto los hombres formaron para el cambio de guardia, una serie de explosiones sacudieron el aire. Instintivamente, los caballeros se agacharon en busca de refugio tras las almenas. El ruido, procedente de todas partes, se intensificó, y alguno!» nos de aquellos estallidos chocó directamente contra las murallas, justo por debajo de los centinelas. Las piedras retumbaron a sus pies por el impacto. La guardia se arrimó al parapeto tratando de mantener la disciplina e intentando al mismo tiempo calcular la magnitud del ataque.

En cuestión de segundos, quedó perfectamente claro que había comenzado un masivo bombardeo de artillería, y que todos, todos los flancos de la fortaleza sin excepción, estaban sufriendo un machaqueo simultáneo. Los Hospitalarios aún no conocían el número real de los efectivos de la artillería turca. En esos momentos, sesenta cañones del sultán estaban disparando proyectiles de piedra de dos metros de circunferencia y varios quintales de peso, lanzándolos desde todos los puntos del campo de asedio.

Según aumentaba la cadencia de las descargas, iba saliendo más polvo y escombro de las murallas. Parte de ello llegó a la ciudad, impulsado por la brisa marina, y algunos de los proyectiles de piedra rebasaron las murallas e impactaron en el corazón mismo de Rodas. Aquellos enormes proyectiles se rompieron en mil afiladas esquirlas que salieron volando después de golpear contra las adoquinadas calles de la población. La gente corría despavorida en busca de refugio. Algunos volvían a sus hogares y otros se dirigían a las auberges, buscando seguridad en los aposentos de los caballeros de la Orden. Los mismos caballeros corrieron a pertrecharse, cada uno a su auberge, antes de colocarse en los puestos que tenían asignados.

El caos se incrementó dentro de la ciudad. Miles de rodios aterrados obstaculizaban los progresos de las maniobras de caballeros y milicianos civiles. Llevaban esperando meses a que llegase aquel día, pero el asedio superaba cualquier situación que hubiesen podido suponer. La magnitud e intensidad del bombardeo de la artillería iba más allá de lo imaginable. Muy pocos podrían haber concebido que se recibiría tamaña potencia de fuego concentrada sobre la ciudad. Incluso los escasos caballeros y civiles con edad suficiente para recordar el asedio del bisabuelo de Solimán, planteado cuarenta y dos años atrás, se sorprendieron ante la violencia de aquellas enormes baterías de nueva fabricación.

Las primeras bajas del conflicto llegaron a los pocos minutos de comenzar el bombardeo: cuatro rodios muertos. No se trataba de caballeros que combatían ocultos tras las almenas, ni de sirvientes de artillería que respondían al fuego turco. Se trataba de una pequeña familia aniquilada en su hogar, el único refugio y cobijo que habían conocido desde hacía setenta años. Eran un anciano y su mujer en el centro de la judería. Los ancianos abrazaban con fuerza a sus dos nietos, ocultos todos bajo la cama, rezando. Se afirmaban en la singularidad de Dios, tal como habían hecho todos los días de su vida. S'hema Israel, Adonai elohenu. Adonai echod. Y segundos más tarde, tras cerrar con pestillo la puerta de su morada y apiñarse todos bajo el único camastro del bogar, uno de los proyectiles de piedra atravesó el techo y los aplastó con su tremendo peso. La puerta de la casa quedó bloqueada por la bala de cañón que descansaba sobre los cadáveres de la familia.

Los vecinos intentaron rescatar a sus amigos, pero no encontraron el modo de entrar en la casa. La única ventana estaba tapada por escombros de piedra, y el enorme proyectil mantenía cerrada la puerta frontal. Dos caballeros que pasaban por allí de camino a sus puestos de combate se detuvieron a ayudar, pero no tardaron en darse cuenta de que no podía haber supervivientes dentro de la modesta casita, ya casi reducida a escombros, pues el proyectil era tan grande que prácticamente ocupaba todo el recinto.

—Je suis desolé, monsieur. Ils sont déjá certainement morts —le dijeron los caballeros a un vecino que les rogaba que le ayudasen a rescatar a la desdichada familia. «Lo sentimos, señor, pero sin duda ya están muertos.» Los caballeros efectuaron un saludo militar y se apresuraron a acudir a sus puestos dejando a los vecinos retorciéndose las manos de desesperación.

* * *

En el palacio del Gran Maestre, los piliers (los comandantes de puesto) y tenientes estaban reunidos en la sala de audiencias. Philippe se encontraba de pie junto a la gran mesa de roble. Las ventanas estaban cerradas por precaución, y la cámara se había iluminado con candelas. Los caballeros, al entrar a la estancia directamente desde la claridad de la luz del sol, necesitaron unos instantes para que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra. Thomas Docwra hablaba con Philippe cuando el resto de los caballeros comenzó a entrar en la sala.

—Han creado un frente en forma de cuarto creciente alrededor de la muralla. Estamos totalmente copados, como esperábamos. Nuestros exploradores están tratando de averiguar el despliegue exacto de cada campamento, así como el número de hombres que los componen. Hasta ahora hemos contado sesenta baterías disparando desde veinte posiciones diferentes situadas alrededor de la ciudad. Y parece como si concentrasen la mayor parte de su poder ofensivo sobre nuestras más débiles defensas.

Philippe se sintió angustiado al recibir esas noticias, pues sugerían que los musulmanes conocían las zonas fuertes y débiles de la fortaleza.

—¿Cuál es la cuantía de los daños, hasta ahora?

—Es pronto para aventurar nada, mi señor. Las murallas han absorbido el impacto de buena parte de sus proyectiles. Han penetrado en los parapetos exteriores, pero todavía no conocen el terreno, y se pierden en el interior. De momento, los daños no han ocasionado una brecha seria.

—Sólo se han empleado en el asalto unos minutos y ya hay algún que otro daño en el bastión de Inglaterra —terció John Buck, lugarteniente de Philippe, que había estado atento a la conversación—. De todos modos estamos respondiendo al fuego de artillería, y creo que en el plazo de una hora habremos causado un serio daño a sus baterías. Nuestras posiciones están bien dispuestas, mientras que los musulmanes tienen que disparar por instinto, corrigiendo los disparos. Confío en que podamos destruir buena parte de sus cañones en poco tiempo.

Entonces Gregoire Morgut irrumpió a toda prisa en la habitación.

—Ya hemos sufrido nuestras primeras bajas —anunció. Los demás caballeros interrumpieron su conversación y se volvieron hacia Morgut—. Me dirigía aquí desde mi auberge cuando unos camaradas me hablaron de una casa de la judería que había sufrido el impacto directo de un gran proyectil de piedra. Aplastó a cuatro personas, matándolas. Me dijeron que la bola de piedra era enorme, mayor que ninguna que hubiesen visto antes.

Philippe dedicó una mirada a sus caballeros. La sala se había quedado en completo silencio. Entonces D’Amaral y Blasco Díaz, su capitán, entraron a un tiempo en la estancia. Caminaron hasta la cabecera de la mesa y aguardaron en silencio.

—Canciller —dijo Philippe a modo de saludo, reconociendo el rango de D’Amaral.

—Gran maestre —replicó.

Luego, dirigiéndose al resto de caballeros, aseveró a todos los allí reunidos:

—Se requiere nuestra presencia fuera de las almenas. Ya no necesitamos trazar más planes, pues ya se han iniciado las hostilidades y dudo mucho que vayamos a disfrutar de alguna tregua en un futuro cercano. Coged a vuestros hombres y aseguraos que la milicia y los mercenarios actúan tal como les hemos enseñado. Andrea, reunid y haceos cargo de los hospicios de Castilla y Aragón. Necesitamos a todos los oficiales dispuestos en la vanguardia de esta batalla.

—D’accord, seigneur —con testó el canciller. D’Amaral le hizo un gesto a Díaz, y ambos salieron raudos a la batalla.

—De momento —continuó Philippe—, necesitamos saber simplemente cómo los musulmanes han planteado llevar a cabo este asedio y, sobre todo, hemos de mantener a los rodios calmados. Ordenad a todos los que no tomen parte en el combate que se queden en sus casas y no obstaculicen las calles.

Los caballeros hicieron una reverencia y salieron de la sala.

John Buck permaneció tras Philippe. Cuando todos los caballeros hubieron salido, se aproximó al Gran Maestre, que estaba inclinado sobre los planos de las defensas de la ciudad.

—Mi señor...

—¿Sí, John? —dijo Philippe alzando la vista, sorprendido al ver que su lugarteniente aún estaba allí.

—Mi señor, hay un hombre aguardando fuera al que creo que deberíais recibir.

—¿Sí? ¿Y de qué se trata?

—Es Basilios Carpazio, de Karpathos, un pescador griego; tiene un plan que podría sernos útil.

—¿Y qué plan es ése, John? ¿Qué es lo que pretende hacer?

—Permitid que entre, mi señor, y él mismo os lo dirá.

Buck abandonó la sala y regresó inmediatamente, acompañado por un hombre bajo y corpulento vestido con ropas de pescador. Era un individuo de tez oscura, de pelo negro y ojos castaños que parecían negros en la penumbra de la estancia. Lucía un hermoso bigote y una cerrada barba de varios días que le cubría la mayor parte del rostro. Sus ropas estaban impregnadas de olor a pescado crudo y calzaba un par de botas viejas y raídas. El pescador se presentó ante el maestre con la cabeza inclinada y sosteniendo su gorra negra de pescador con ambas manos al frente, a la altura de sus caderas, retorciéndola con nerviosismo.

—Kalimera, philo moo —«buenos días, amigo mío», saludó Philippe en griego—. ¿Qué es eso que deseas decirme?

El hombre dudaba, sin hablar, apretando la gorra más fuerte cada vez. Entonces miró a John Buck, buscando su aprobación. El caballero asintió y dijo:

—Vamos, cuéntale al Gran Maestre tu idea.

El hombre miró directamente a los ojos de Philippe y, un instante después, comenzó a hablar en griego.

—Mi señor, he pasado muchos años pescando en las costas de Turquía, y buena parte de él en sus mercados vendiendo mis capturas. Por lo tanto, hablo turco con fluidez y estoy familiarizado con sus costumbres. Podría rodear la isla con alguno de mis hombres y luego, cuando tengamos algo de pesca en las redes, atracar cerca del campamento turco y tratar de venderlo en el mercado. Ya casi han levantado una pequeña ciudad de mercaderes, la mayoría de ellos turcos, pero también los hay de otros lugares. Nadie me identificaría como un griego de Rodas. Podría escuchar, moverme por ahí y averiguar lo que sea. Cuando hayamos vendido nuestra pesca, podríamos regresar dando un rodeo por la isla, atracar en la costa norte y presentarnos aquí.

—¿Crees que tendrás problemas con el bloqueo?

—No, mi señor —contestó Basilios con una amplia sonrisa—. Su armada está dirigida por idiotas. Entramos y salimos todas las noches y, además, nuestras pequeñas embarcaciones son casi invisibles. Los podemos evitar con facilidad y, en caso de que nos detengan, somos simples pescadores, no llevamos armas ni constituimos una amenaza para ellos.

—¿John?

—Creo que merece la pena correr el riesgo, mi señor. Estos hombres demuestran tener mucho valor al presentarse voluntarios para esta misión. Deberíamos permitirles intentarlo. ¿Hay algún tipo de información en concreto que deseéis que averigüen?

—Sí, en realidad sí hay una. Los turcos han comenzado, con mucho tesón, a erigir un terraplén frente a la torre de Aragón. Sería bueno saber exactamente cuál es el propósito de levantar tal estructura. A ver qué información puedes proporcionarme respecto a eso —Philippe hizo una pausa—. Muy bien. Agradezco tu coraje. Que Dios sea contigo.

—Gracias, mi señor.

Y el hombre dio media vuelta y abandonó el palacio.

* * *

Jean y Melina terminaron de cerrar con tablas los dos pequeños ventanucos de la casa.

—Debo darme prisa, chérie, o llegaré tarde a mi puesto —dijo el caballero al terminar de colocar las cuñas en las contraventanas—. Cuando salga, cierra la puerta desde dentro y cerciórate de que conoces la voz de cualquiera que intente entrar en casa. Recuerda, si el bombardeo de la artillería alcanza esta zona de la judería, coge a las niñas y refúgiate bajo la mesa de roble. La he colocado cerca de la pared más fuerte de la casa, la que está adosada a la de los vecinos. Eso os proporcionará una protección de dos paredes y una mesa.

Estrechó a Melina entre sus brazos y la besó. Después se volvió hacia la pequeña cuna donde sus dos bebés dormían, a pesar del ruido y del caos del exterior.

—Son preciosas, n’est-ce pas?

Melina sonrió y se acurrucó en sus brazos como respuesta. La mujer trataba de no verter las lágrimas que ya afloraban en sus ojos. Tenía miedo de hablar. Estaba muy asustada, tenía a Jean y a dos niñas de las que preocuparse.

—Ten cuidado, mi amor —murmuró Melina por fin.

Jean se abrochó la loriga de su armadura, y tomó su capa y su espada. En ese preciso instante, cuando Jean se estaba ajustando el tahalí, la casa entera retumbó, sacudida por el cercano impacto de un proyectil. Tanto él como Melina se quedaron aturdidos por el golpe, y las niñas comenzaron a llorar en la cuna. Melina se apresuró a tomar a las gemelas en sus brazos y se sentó en el suelo, junto a la mesa de roble, preparada para deslizarse bajo ella en cuanto se oyese un impacto más cercano.

—Oh, mon Dieu, Jean. ¿Qué será de nosotros? Y esto sólo es el principio.

Jean se arrodilló y rodeó a Melina y a las niñas con sus anchos brazos.

—Debes tratar de calmarte, amor mío. Éste será el peor, pues tratarán de infligir el mayor daño en el menor intervalo de tiempo posible para que perdamos nuestra fe y nos rindamos.

—¿Y no lo haremos?

—No. No capitularemos. Esos infieles son unos salvajes. Es mejor morir en la batalla que ser esclavos suyos. Ya te he dicho lo que les ocurre a aquellos que conquistan. Los hombres son masacrados y las mujeres y los niños, en el mejor de los casos, esclavizados. La muerte es la única salida, es preferible a la vida de un esclavo de los musulmanes.

Melina comenzó a llorar en silencio, con sus dos bebés en brazos. Pensar en su incapacidad para defenderlas la angustiaba.

—Y cuando estés ahí fuera, combatiendo, ¿dónde encontraremos refugio?

—Si el fuego de los cañones se acerca tanto, coge a los bebés y llévalos al hospital, el doctor Renato os mantendrá a salvo allí. El edificio del hospital es fuerte, y está protegido parcialmente de la artillería por el terreno. Simplemente ve allí y quédate. Si no te encuentro aquí te buscaré en el hospital.

Jean besó a Melina y a cada una de las niñas, después se colocó el yelmo, la capa y abandonó la casa.

—Au revoir, chérie. Asegúrate de echar el pestillo a la puerta en cuanto salga.

Y se fue.

* * *

El primer día de asedio tocaba a su fin. Los cañones habían bombardeado la ciudad sin tregua desde el amanecer. Milagrosamente, la ciudad apenas había sufrido daños, pues la mayor parte de las baterías turcas se habían concentrado en las murallas, tratando de abrir una brecha que permitiese el asalto de los soldados de infantería. Muy pocos proyectiles de piedra y bombas de mortero cayeron en el interior del recinto. Las defensas, murallas de casi trece metros de grosor, habían absorbido los impactos sin acusar demasiados daños. De hecho, las únicas víctimas de aquel primer día de asedio fueron las de la familia muerta en la judería por la mañana.

Cuando terminó de ponerse el sol, Basilios Carpazio y sus tres camaradas subieron a bordo de su pequeña embarcación, soltaron amarras, viraron y salieron del puerto de galeras remando pausadamente hacia el oscuro mar Mediterráneo. Su compañero de boga era Nicolo Ciocchi. Los dos habían pescado en las aguas de Rodas durante treinta años. Nicolo era un hombre grande, de más de seis pies de altura y cien kilos de peso. Los años pasados tirando de pesados sedales y redes repletas los habían endurecido. Con ellos navegaban dos hermanos, Petros y Marco Antonio Revallo, de diecinueve y veintiún años de edad, respectivamente. Los muchachos habían trabajado para Basilios durante los últimos cuatro años y ya casi eran como de la familia.

Remaron mar adentro, y se dejaron llevar por la brisa hasta que estuvieron bien apartados de la línea de costa. Entonces izaron su vela y pusieron rumbo a la costa norte de la isla. Se mantuvieron a barlovento durante algo menos de una hora y echaron sus redes en su caladero favorito, tal como lo habrían hecho cualquier día del año siempre que se lo permitiesen las condiciones climáticas.

Pocas horas antes del amanecer, recogieron sus redes por última vez. Su pequeña embarcación estaba casi repleta de pesca. Con la carga bien estibada, cambiaron el rumbo y pusieron proa hacia el sur antes de que el viento cambiase y los empujase hacia el cabo septentrional de la isla. Rodearon la ciudad de Rodas y viraron de nuevo para poner rumbo hacia el sur de los puertos. Atracaron en la playa, tras el campamento de Piri bajá. Allí, un pequeño ejército de mercaderes había organizado un mercado y ya prosperaban los negocios. Se reparaban herramientas y ropas. Soldados ociosos compraban raciones de comida y disfrutaban de su tiempo libre cerca de la costa. Había dotaciones de artilleros, así como jenízaros y espahíes ocupándose de sus armas y monturas. Los mercaderes procedían de todos los puntos del Mediterráneo; había turcos, árabes y anatolios. Incluso egipcios y persas se habían desplazado hasta allí. Se mantenían conversaciones en todas las lenguas y las voces anunciando sus ofertas ya llenaban ruidosas el oscuro cielo antes de que rayase el alba.

Los cuatro marineros cargaron el pescado en gruesas cestas y comenzaron a transportarlas hasta el mercado. Allí colocaron su mercancía y, mientras Marco Antonio se quedaba a vender la captura, Basilios y Nicolo deambulaban entre la multitud. Basilios poseía mejor dominio de la lengua turca, aunque Nicolo era capaz de defenderse, con un fuerte acento griego.

Los jóvenes se mezclarían entre la multitud, comprando algo para comer y beber en los puestos colocados a lo largo de la playa. Mientras, los dos mayores se sentaron en mesas y empezaron a sorber lentamente de sus tazas escuchando con atención las conversaciones de espahíes y jenízaros.

—Esto no es suficiente —dijo Basilios después de pasar una hora reuniendo información deslavazada—. Hemos de conseguir datos concretos, detalles. Creo que necesitaríamos que algunos de esos soldados regresasen con nosotros y le dijesen directamente al Gran Maestre cuál es, con exactitud, el plan de los musulmanes.

Basilios alzó sus pobladas cejas negras y sonrió a Nicolo.

Nicolo observó a su compañero por el rabillo del ojo, y después le devolvió la sonrisa. Asintió con la cabeza y terminó su bebida. Los dos hombres se mezclaron una vez más entre la maraña de soldados que se extendía por la playa.

—Necesitaríamos atraerlos hasta la gabarra. Creo que será menos sospechoso si voy solo. Se mostrarán más valientes si no son superados en número. Ve y trae a Marco Antonio y a Petros.

Nicolo se fue en busca de los muchachos, y Basilios empezó a pasear entre los soldados. Sentados sobre una roca, tres jenízaros bebían directamente de unos pellejos. Parecían un poco ebrios. El alcohol estaba prohibido entre los musulmanes, pero muchos soldados bebían cuando se hallaban en campaña. Sobre todo los devsirme, los cristianos que fueron obligados a convertirse al Islam, y esos eran casi todos los jenízaros.

Basilios se aproximó a los militares sin ni siquiera mirarlos y se sentó sobre la arena de la playa, dándoles la espalda. Entonces buscó entre los pliegues de su chaqueta y sacó una daga de largo filo. Era un estilete con el mango taraceado en oro y la hoja reforzada en su centro. Un arma nueva mucho más larga que el cuchillo que utilizaría un pescador habitualmente, pero más corta que la curva hoja del alfanje de un jenízaro. Había probado en más de una ocasión ser una buena herramienta y un arma eficaz.

El pescador comenzó a pulir el filo, silbando tranquilamente. En ningún momento miró a los jenízaros. No pudo evitar escucharlos hablar sobre la guerra. Cuando éstos cesaron su plática, Basilios supo que se habían fijado en su daga. Hablaban en turco, y él entendió basta la última palabra.

—Un curioso puñal, ¿verdad? —dijo uno de ellos hablando en turco.

Hubo murmullos apenas susurrados, y Basilios oyó los pasos de uno de ellos caminando sobre la arena. El pescador estaba tenso, alerta y preparado para pelear si aquellos jóvenes soldados decidían intentar arrebatarle el cuchillo. Observó por el rabillo del ojo la sombra del jenízaro que se le acercaba. Y entonces una voz le habló en griego:

—¿Qué tienes ahí, anciano?

Basilios no se volvió para contestar, insultando al jenízaro a su manera, hablando sin dignarse a mirarlo.

—Es un cuchillo. Seguro que un soldado del sultán puede distinguirlo.

—Dirígete a mí con cortesía, viejo. Estás hablando con un jenízaro del sultán.

Basilios lo miró y se levantó. Era más corpulento que el joven, y éste retrocedió un paso llevando la mano a la empuñadura de su alfanje. No pasaría absolutamente nada si mataba al pescador allí mismo. La sospecha de un insulto velado al sultán sería suficiente razón para ello.

El rodio inclinó su cabeza y se descubrió. Era más alto que el joven soldado, y le sacaba cerca de veinticinco kilos de peso; veinticinco kilos de masa muscular. Sostuvo su gorra con ambas manos y se encogió dejando caer los hombros para adoptar una apariencia menos amenazadora, mientras hablaba al jenízaro en tono deferente. El pescador continuaba sin mirar a los otros soldados que estaban sentados en la roca.

—Perdonad mi rudeza —dijo—, pero es que no sabía quién me estaba hablando. Lo siento.

El jenízaro relajó el puño que sujetaba el pomo del alfanje y se acercó a él.

—¿Qué clase de cuchillo es ése? No es ni una espada ni un puñal, sino una mezcla de ambos... ¡Un bastardo! —se rió el joven. Sus camaradas también rieron.

Se estaban mofando de Basilios, pero el pescador mantuvo la calma y también su actitud servil.

—Está forjado especialmente para mí, señor. Es muy útil cuando uno se enfrenta a un espadachín y consigue ganar terreno. Con esto puedo alcanzar la garganta de mi adversario, mientras que la espada es inútil a tan corta distancia. Al mismo tiempo, su tamaño me permite colocarme fuera del alcance de la daga de mi adversario. ¡Incluso puede perforar una armadura! Observad esta hendidura en el centro; los canales están reforzados... Ya ha probado su valía en varias ocasiones —añadió bajando la voz, en tono confidencial.

—Déjame verla, tráela.

Basilios la apartó simulando temer entregar su cuchillo.

—¡Trae! —ordenó.

Le tendió la daga al jenízaro, que parecía impresionado por el arma. El soldado hizo varios molinetes y después se la tendió a sus amigos. Ellos también parecieron impresionados por el arma.

Basilios escuchó cómo los soldados bromeaban en turco acerca de la posibilidad de matar al anciano y quedarse con su daga. Basilios se agazapó ligeramente, listo para golpear.

—Tengo más como ésa en mi bote, os las podría vender a buen precio.

Los jenízaros volvieron a hablar en turco entre ellos, pero esta vez Basilios apenas pudo oír sus palabras. No pudo averiguar si hablaban de ir y comprar dagas para todos o de acompañarlo hasta la barca, matarlo y robarle sus armas.

—Venga, vamos —dijo por fin el que parecía ser el jefe—. Muéstranos cómo son tus largos estiletes.

Basilios los llevó playa abajo, bordeando la orilla del mar. Se mantuvo cerca de las resbaladizas rocas de la playa, confiando en que un terreno inestable supondría una mayor dificultad para los jenízaros que para él, en caso de tener que pelear. Ya se estaban acercando a la gabarra y Basilios no veía a ninguno de sus camaradas. Confiaba en que estuviesen ocultos entre las sombras, pero no tenía modo de saber si habían regresado ya del mercado. Cuando llegó a menos de un metro de la barca, pudo ver una cesta de pescado abandonada en la arena. ¿La habrían dejado los muchachos allí al regresar, o ya estaba antes de que llegasen? No lo sabía. Parecía que disminuían las apuestas a su favor.

—Allí las tengo, señor, justo enfrente.

Los tres jenízaros estaban inmediatamente detrás de Basilios cuando éste encontró la cesta. El pescador se movió hasta alcanzar el lado opuesto del bote. De tal modo que, si sus amigos estaban ocultos, podrían atacarlos por detrás, y si no, aquello le proporcionaría cierta ventaja para huir de los jenízaros.

El joven militar con el que había hablado se inclinó sobre la cesta de pescado y la derramó asqueado.

—¡Aquí sólo hay peces! ¿Dónde están las dagas?

—Justo aquí —dijo Basilios al tiempo que desenfundaba el puñal que llevaba al cinto.

El jefe intuyó de inmediato la amenaza que se cernía sobre ellos, desenvainó su alfanje y, cerrando la distancia con un paso hacia el frente, llevó la punta a la garganta de Basilios. Ya no había esperanza para el anciano pescador. Ni podía luchar con su daga, más corta que el alfanje, ni podía huir.

Entonces, algo se movió en el bote. Los otros dos jenízaros se volvieron para encarar el nuevo peligro, pero ya era demasiado tarde. Ambos cayeron al suelo, derribados por sendos golpes propinados en la sien con el mango de un remo. Se desplomaron juntos sobre la arena húmeda. Antes de que el tercer soldado pudiese atacar a Basilios, antes incluso de que tuviese tiempo de volver la cabeza, el hacha de Nicolo le separó la cabeza del tronco. El cuerpo del jenízaro se derrumbó junto al de sus compañeros inconscientes. Su sangre manchó el tejido azul de sus nuevos uniformes durante el breve instante en que su corazón continuó latiendo.

Basilios se tambaleó hacia atrás, llevándose las manos a la cabeza; se quitó el pañuelo que llevaba alrededor del cuello y lo utilizó para presionar la herida abierta. La sangre dejó de manar y entonces dijo:

—¡Rápido! Meted a estos tres en la gabarra. No podemos demorarnos ni un minuto más.

Marco Antonio y Petros pasaron los cuerpos de los dos jenízaros, inconscientes todavía, por la borda de la embarcación, y los dejaron sobre los imbornales. Nicolo cogió el cadáver del tercero, sujetándolo por la nuca y el cinto, y lo llevó a popa. Después, Basilios subió renqueante a la barca y, tras cortar de un tajo la maroma con el alfanje del jenízaro, tomó la cabeza del muerto por el pelo y la empaló en la hoja del arma.

—Un regalo para el Gran Maestre —anunció tirando la cabeza clavada en la espada sobre un montón de pescado. Luego tomó un remo y bogó, junto a sus compañeros, rumbo a la oscuridad de la noche. Una vez estuvieron lo suficientemente lejos de la costa, pusieron rumbo norte y retomaron su ruta secreta hacia la ciudad.

El único rastro que dejaron en la playa fue una mancha de sangre seca sobre la arena. Por la mañana, la pleamar borró las últimas huellas del joven muerto.

* * *

Melina estaba aterrada por el destino de sus bebés. Los únicos sonidos que oían eran los tremendos crujidos de los proyectiles que alcanzaban el centro de la ciudad y los gritos de sus vecinos, y los de los animales domésticos también, pues, asustados por los zumbidos de las esquirlas de piedra, añadieron sus nerviosos chillidos al estruendo. El miedo de Melina aumentaba encerrada en la casa, sin apenas luz interior. Las paredes parecían desmoronarse sobre ella. Comenzó a temer que moriría allí y que sus dos bebés se quedarían solos, abandonados durante días enteros mientras Jean defendía su posición. En realidad, no sabía cuándo tendría él una nueva oportunidad para visitarlas.

Al mediodía, la casa comenzó a caldearse bajo el tremendo sol de julio. Se hacía difícil respirar con puertas y ventanas cerradas y reforzadas por tablas. Melina abanicaba a sus niñas mientras dormían. Ekaterina y Marie eran como dos muñequitas en una cama de juguete. Dormían del mismo lado, e incluso mantenían el mismo bracito estirado, mientras que el otro se doblaba cerca de la cabeza. Dos diminutas esgrimistas en posición de en garde.

Melina apenas podía creer, doce meses atrás, lo afortunada que se sintió cuando descubrió que estaba embarazada. Ya entonces Jean y ella vivían juntos. El Gran Maestre no le había dicho nada a Jean, ni él ni ninguno de los caballeros de su auberge. De algún modo, los preparativos para la guerra que se avecinaba, y la inmensa cantidad de trabajo que había de realizarse, hicieron que la relación de los dos jóvenes fuese un asunto de escasa importancia para los habitantes de la ciudad. Muchos de los caballeros tenían mujer en Rodas. Unos vivían con ellas abiertamente, mientras que otros se deslizaban tras el ocaso, yendo y viniendo de su auberge a la casa de su amante.

En cuanto lo descubrió, supo que su embarazo encantaría a Jean. Todavía no habían contraído matrimonio pues la guerra, y la amenaza que suponía para sus vidas, hacía que la formalidad de una ceremonia fuese un asunto de nimia importancia.

Ninguno había considerado la posibilidad de tener gemelos. Melina tuvo un parto prematuro, y Jean recurrió a la ayuda de la partera de la judería. Entre los dos atendieron a Melina durante las primeras horas, pero Jean comenzó a inquietarse cuando pasaron un día y una noche sin novedad.

—Quédate con ella —le dijo a la matrona—. Voy en busca del doctor Renato.

Melina trató de impedírselo, pero él insistió. La partera estaba horrorizada, ningún hombre debía atender a una parturienta. Ella también protestaría de buena gana pero, igual que Jean, estaba preocupada por su paciente y, en realidad, se sintió aliviada. Era el segundo día de parto y quería compartir la responsabilidad con alguien. Sabía que las mujeres que tardaban un día o dos en dar a luz después de haber roto aguas a menudo enfermaban y morían de fiebres en un corto lapso de tiempo.

Jean había recorrido presuroso la calle Ancha de la judería, pasó por la calle de los Ricos y siguió por la calle de los Locos, hasta que salió de la judería y se dirigió hacia el Collachio. Después torció a la derecha por la calle de los Caballeros y llegó corriendo al hospital. Ascendió por la enorme escalinata subiendo los escalones de dos en dos, y fue directamente a la sala del sanatorio. El doctor Renato, inclinado sobre un paciente, cambiando el vendaje de un absceso que había drenado el día anterior, se sorprendió de ver a Jean irrumpir en la sala a la carrera.

—¿Qué es lo que ocurre, Jean?

—Se trata de Melina, dottore. Está de parto desde hace ya un día y una noche, y aún no hay señal de que aparezca la cabeza del bebé. La matrona no sabe qué hacer. ¿Podríais venir, por favor?

—Bien, entendu —por supuesto—. Aguardad un instante, mientras recojo algunos instrumentos.

Jean esperó mientras Renato guardaba varios utensilios de cirugía en una bolsa. Los dos hombres salieron juntos del hospital y regresaron por la calle de los Caballeros. Jean le mostró el camino, pues Renato, que en raras ocasiones abandonaba el hospital, nunca había estado en el modesto hogar de la pareja.

—Jean —dijo Renato mientras avanzaban por la ciudad a paso vivo—, esto debe quedar entre nosotros.

—¿Cómo?

—Quiero decir que haré por Melina todo cuanto esté en mi mano. Os quiero a vos y la quiero a ella demasiado como para omitir cualquier tratamiento, pero en estos estúpidos tiempos es un crimen grave el que un hombre pueda... que un hombre vea las partes íntimas de una mujer cuando está de parto. Es una locura, pero incluso un médico ha de evitarlo. Este mismo año, un médico de Hamburgo (creo que se llamaba Wartt) ardió en la hoguera por una cosa así. Quiso auxiliar a una mujer pobre que estaba de parto; estaba convencido de que no sobreviviría sin su ayuda. Se vistió con ropas de mujer e intentó pasar por una matrona. Lo apresaron y ardió por su crimen. Os ayudaré, por supuesto, pero debemos guardar silencio sobre este asunto. La partera también lo hará, la conozco y sé que no me traicionará. Ya la he socorrido antes.

—Merci, doctor. Sé lo que supone para vos hacer todo esto. Merci beaucoup.

Melina estaba inmóvil cuando llegaron a la habitación. La partera retrocedió un paso hacia la pared y el doctor, obviando su presencia, se dirigió directamente hacia Melina. Apartó los cobertores grises de lana que la cubrían y rasgó las sábanas. Jean se puso de cara a la pared. No podía mirar a Melina mientras era observada tan íntimamente por otro hombre, aunque ese hombre fuese un amigo tan leal como el doctor Renato.

La muchacha comenzó a quejarse mientras la examinaba el médico, y luego dio auténticos gritos cuando volvieron las contracciones a su matriz.

—Acerca un poco más esa lámpara —ordenó Renato a la matrona.

Jean estaba sentado sobre el suelo, en una esquina. Sudaba más que Melina y tenía los brazos entrelazados y el rostro hundido en ellos. Rezaba en voz alta mientras el doctor y la matrona atendían a su amor. Se sorprendió a sí mismo rezando las oraciones en latín que había aprendido durante su juventud intercalándolas con otros rezos, más extraños aún: las oraciones en hebreo que le había enseñado Melina. Quería que Dios estuviese a su lado en ese trance, y no le importaba de qué Dios se tratase.

—¡Más cerca! —rugió Renato—, ¡Aquí! Sujétala justo aquí.

El doctor se limpió las manos con una toalla húmeda y continuó atendiendo a Melina. La muchacha chilló más alto, pero Renato no cejó en su labor.

—¡Ahí! ¡Ahí está el problema! —anunció, dirigiéndose a Jean—. Hay tres manos ahí, Jean, y pronto habrá una cuarta.

Y soltó una carcajada. Jean levantó la cabeza para mirarlo, pero no parecía impresionado por las palabras del médico. Sólo tenía oídos para los chillidos de Melina. Y entonces, entre la bruma de su dolor, ella también se rió al comprender el significado de las palabras del médico.

—¡Gemelos, hombre, gemelos!

Introdujo lentamente sus dedos en la vagina de Melina y acarició suavemente una de las manitas. Después, tan suavemente como pudo, usó ambas manos para maniobrar hasta que apareció una coronilla de pelo negro.

—¡Más fuerte, querida, más fuerte! —dijo Renato cuando Melina empujó.

Melina chilló de nuevo, empujó una vez más y entonces salió un trozo de piel negra, húmeda y brillante, y luego, sin previo aviso, una frente, unas orejas y una naricita espachurrada; el bebé cayó enseguida en el regazo que Renato formaba con las manos. El bebé, la niña, estaba tan resbaladizo que al doctor casi se le escapó.

—¡Aquí, mujer! —llamó Renato a la matrona—. Toma este bebé y sujétalo mientras saco al otro. No podemos cortar el cordón umbilical, antes he de sacar al otro niño.

Le tendió el primer bebé a la matrona, que lo limpió con un trozo de lienzo y lo sujetó a su lado tanto como le permitía la longitud del cordón. Renato introdujo de nuevo sus manos en la vagina de Melina, que ya estaba considerablemente dilatada, y tras buscar un poco encontró un pie. Maniobró con el tobillo y un brazo del bebé hasta que cambió la posición para evitar que saliese de pie.

—Lo siento, querida, pero no puedo arriesgarme a que se enreden los dos cordones. El bebé podría estrangularse antes de que lo pueda sacar.

Jean continuaba orando sin descanso, evadiéndose casi de la escena que se estaba viviendo en la habitación. Su experiencia en el hospital no le había proporcionado conocimientos acerca del nacimiento de bebés. La inmensa mayoría, por no decir todos los bebés que nacían en la isla, nacían en sus hogares. Ninguno había venido al mundo en el hospital, al menos no desde que Jean servía en él.

—No, Melina, ahora no empujes. Aguanta un poco y jadea si ves que necesitas hacerlo, jadea como un cachorro puesto al sol. Necesito colocarlo cabeza abajo antes de que empujes.

Renato continuó con su labor, mientras Melina hinchaba sus mejillas y jadeaba con tanta fuerza como podía. Los reflejos de su maltratada pelvis ordenaban a su cuerpo que empujase, y lo único que podía hacer para luchar contra ellos era resoplar. Le manaba un abundante sudor de la frente que llegaba a deslizársele por el cuello. Miraba a Jean, y éste temblaba ante la visión de su mujer y del bebé que ya estaba en la habitación. ¡Pauvre Jean!

—¡Ahora, empuja ahora! —gritó Renato en griego.

El doctor sujetó suavemente la cabeza de la criatura y tiró con extrema suavidad moviéndola a los lados. Primero salió el brazo derecho y después, muy lentamente, el izquierdo. En cuanto la cabeza y los hombros estuvieron fuera, el resto del cuerpo se deslizó hacia los brazos del médico. Renato colocó al segundo bebé sobre el abdomen de Melina y luego tomó los cordones umbilicales, estaban ligeramente enredados, y anudó cada uno de ellos dos veces. No tardó más de treinta segundos en hacer los cuatro nudos. Después sacó un cuchillo de su bolsa, y cortó cada cordón entre los nudos.

La matrona apartó a las niñas del pie de la cama y las colocó junto a la madre. Luego se aproximó ajean, tuvo que sacudirlo varias veces en el hombro para sacarlo del trance de sus oraciones. Casi tuvo que arrastrarlo para llevarlo al lado de Melina. Jean se arrodilló junto a la cama, y ya estaba a punto de preguntar si los bebés se encontraban bien, cuando dos maravillosos llantos llenaron al unísono el aire de la estancia. Jean colocó su cabeza sobre el pecho de Melina, abrazó a su mujer y a sus hijas, y lloró.

—Unos pocos minutos más —anunció Renato—, hasta que salga la placenta, y os dejaré al cuidado de la matrona. Hay mucho que hacer en el hospital. Creo que tendremos una sola placenta para las dos niñas; por lo tanto será difícil distinguirlas cuando crezcan. Será mejor que les pongáis nombre ahora y busquéis alguna marca en su cuerpo con la que podáis saber cuál es cuál.

Casi al instante, como con un borbotón, salió la placenta del útero de Melina. Una sola y con los dos cordones unidos a ella, tal como había supuesto Renato. Tras la placenta salió una gran cantidad de sangre y coágulos que se desparramaron sobre las sábanas y el suelo. A Jean la rosácea mancha de sangre le recordaba el rastro de un animal herido. No soportaba ver la sangre de Melina derramándose por el suelo como la de los hombres que había matado en batalla. Después, apartó la mirada y hundió el rostro una vez más entre los pechos de su mujer. Melina sujetó la cabeza con un brazo y lo confortó como si se tratase de un tercer bebé.

Renato arrojó la placenta a un cubo y comenzó a masajear a Melina en su bajo vientre. Podía sentir cómo los músculos del útero se contraían bajo sus dedos.

—Aquí —instruyó a la matrona—, continúa masajeándola aquí hasta que deje de sangrar. Sois muy afortunados, Jean y Melina —continuó Renato, dirigiéndose a la joven pareja, a la vez que posaba sus manos sobre las cabezas de las niñas—. Dos extraordinarias pequeñas. Os deseo la mayor de las dichas.

—No sé cómo agradecéroslo, doctor. Lo que habéis hecho por nosotros... —logró decir Jean antes de romper a llorar de nuevo.

Renato posó sus manos sobre el fornido caballero y lo abrazó.

—Esto es lo que hago yo, Jean. A esto es a lo que me dedico. Y, por cierto, he faltado a la norma una vez más.

—¿Cómo?

—Pues es que se supone que no deberíamos variar la posición que la Providencia ha decidido para los bebés. Esos imbéciles nos ilustran citando la Biblia, Génesis, capítulo 3, versículo 16: «Con dolor parirás los hijos». La conclusión que sacan es que las mujeres deben sufrir, y que los bebés tienen que morir mientras nosotros hemos de permanecer de brazos cruzados, sin hacer nada. Pero yo te aseguro que Dios no me ha concedido las manos y el cerebro para realizar tales hazañas. Se espera de mí que me quede quieto cuando podría estar ayudando. Si así fuese la voluntad del Señor, ¿para qué puso a los médicos sobre la faz de la Tierra? Yo te lo diré, estamos aquí para intervenir, para ayudar al prójimo... ya sea hombre o mujer. Dios os bendiga, Jean. Quedaos con Melina tanto tiempo como sea necesario. Hay muchos caballeros que podrán ocupar vuestro puesto esta noche. Adieu.

El doctor se dio la vuelta y abandonó la habitación. Jean y Melina se estremecieron ante la terrible idea de que aquel momento de gozo pronto se vería eclipsado por las circunstancias de una espantosa guerra.

* * *

Philippe, Thomas Docwrar, John Buck, Antonio Bosio y Gabriel De Pommerols estaban reunidos alrededor de la amplia mesa de roble de la sala de audiencia del palacio. El bombardeo duraba ya todo el día. Ningún proyectil había alcanzado todavía la fortaleza, y en ella se respiraba un ambiente cargado y tórrido, pues sus ventanales continuaban aún fuertemente cerrados con tablones. El polvo se colaba por las grietas de las puertas, y los hombres pasaron un mal rato intentando contener su tos. Los cinco se encontraban absortos en los planes de batalla, dedicándose a marcar sobre un plano las zonas más débiles de la fortificación para señalar los puntos que necesitaban repararse primero. De vez en cuando, se presentaba a ellos un mensajero con informes acerca de nuevos daños o la consecución de reparaciones.

Faltaba poco para el atardecer, y los sirvientes ya limpiaban los restos de la comida que los caballeros no habían consumido durante la reunión del Estado Mayor de la Orden. Un mensajero se presentó en ese momento en la estancia, pertenecía a la langue de Italia.

—Scusi, signores —anunció casi sin aliento—. Los pescadores han regresado con su captura.

—¿Su captura? —preguntó Philippe sorprendido, mirando al caballero que permanecía bajo el quicio de la puerta—. ¿De qué pescadores habláis?

El caballero se hizo a un lado y Basilios accedió a la sala acompañado de sus tres camaradas. Philippe abandonó su asiento para ir a recibirlos.

—Dios Todopoderoso —dijo con un hilo de voz.

Basilios sonrió y elevó frente a sí el alfanje sobre el que había clavado la cabeza de un jenízaro. Tras él iban Petros, Nicolo y Marco Antonio, arrastrando a los otros dos. Los prisioneros estaban amarrados por los codos, con las manos a la espalda, y les habían atado los tobillos con una pesada maroma que solamente les permitía avanzar a pequeños pasos. Ambos estaban amordazados con los harapos utilizados por los pescadores para limpiar su embarcación, y sus uniformes estaban desgarrados, húmedos de agua salada y sucios de arena. Apestaban a pescado muerto, y tenían una costra de sangre en la cabeza, donde habían recibido el golpe. Uno de los jóvenes parecía incapaz de enfocar la mirada y se tambaleaba al caminar. Si no caía al suelo, medio aletargado como estaba, se debía simplemente a que lo sujetaba Marco Antonio.

—Pero, ¿qué es lo que tenemos aquí? —inquirió Philippe, mostrando entonces una amplia sonrisa—. ¿Habéis tenido buena fortuna en vuestra jornada de pesca, monsieur Basilios? —el maestre dio una vuelta alrededor de los apaleados prisioneros, estudiando su aspecto—. Confío en que se encuentren lo suficientemente bien para hablar.

—Los muchachos acaban de despertarse, signore. Y hemos pensado que vuestros inquisidores serán más afortunados en el trato con ellos que nosotros.

—Sí, no me cabe la menor duda. Antonio, que se los lleven y vean qué tienen que decirnos, pero sin perder el tiempo. Si no se muestran dispuestos a colaborar y a contestar de inmediato a todas nuestras preguntas, que los coloquen directamente en el potro. Han de hablar lo antes posible, no tenemos tiempo para tonterías. Allez!

Bosio y los otros pescadores abandonaron la sala llevándose a los prisioneros con ellos.

—¿Y qué es lo que habéis averiguado, amigo mío? —inquirió entonces Philippe dirigiéndose a Basilios.

—Escuché por encima algunas conversaciones de los soldados, mi señor —contestó el pescador—. Pero sólo unas pocas giraban en torno a la guerra y las tropas. No pude averiguar demasiado, por eso decidí que sería mejor traeros a estos hombres. Sin embargo, lo poco que oí os puede ser útil. Veréis, la moral entre los turcos es muy baja. Los soldados de caballería saben que aquí no van a ser de mucha utilidad, y están furiosos porque no tomarán parte en el combate. Por otro lado, los jenízaros también están molestos, pues saben que se enfrentan a una larga campaña, a meses de guerra que quizá lleguen hasta el invierno. Es obvio que no pueden entrar en la ciudad dándose un paseo y matarnos. Eso los perturba, pues están habituados a campañas rápidas; llegar y regresar a Estambul con los bolsillos llenos de oro. Además, ya se imaginan que poco hay que saquear por aquí. En fin, que se emplean en murmurar mientras beben, rumiando su frustración.

—Excelente. ¿Algo más?

—La verdad es que no. Los aghas mantienen diferentes puntos de vista acerca de los efectos de la artillería. Unos hablan de sedición y otros la rechazan. Pero el sultán no está dispuesto a entretenerse con los disidentes; ha ordenado que sean ejecutados in situ, y que se les reemplace de inmediato. No he podido hacer averiguaciones sobre el número de soldados con que cuenta el enemigo, ni la táctica que empleará, aparte de la conocida de bombardeo y asedio. Siento no ser de más ayuda, mi señor.

—No tenéis motivo por el que disculparos, amigo mío —dijo Philippe acercándose a él para posarle una mano amistosa sobre el hombro—. Lo habéis hecho muy bien, mucho mejor de lo que esperaba. Esos jóvenes jenízaros estarán hablando en cuestión de minutos. Están entrenados para combatir y morir por su sultán, pero no para mentir sobre el potro mientras se descoyuntan sus miembros. Hablarán. Y lo harán en breve. Os agradezco vuestros servicios. Tomad provisiones y bebida para vos y para vuestros hombres, y descansad. Sabed que habéis realizado una magnífica labor. Señores —anunció Philippe a sus oficiales—, hoy hemos pescado un tesoro. En efecto, caballeros, Basilios ha trabajado muy bien.

El pescador abandonó la sala y los cuatro caballeros volvieron a sus planos de la fortaleza para reanudar su faena. En el exterior, continuaba el bombardeo.

* * *

Jean se mantenía firme junto a sus hombres en la muralla próxima al palacio del Gran Maestre. Hacia el norte, podían contemplar el campamento de Bali agha y a sus jenízaros saliendo de él. Las blancas tiendas del acantonamiento turco parecían nacer espontáneamente, como setas en un bosque, aunque en este caso lo hacían perfectamente ordenadas y alineadas. El castro jenízaro estaba situado fuera del alcance de la artillería cristiana. Jean podía distinguir las figuras de los soldados moviéndose de un lado a otro, preparándose para la batalla. Sabía que pronto entablarían combate cuerpo a cuerpo con los hombres que entonces maniobraban en los campos que se extendían frente a él.

Pero su mente no estaba centrada en la lucha. Continuaba pensando en Melina y las gemelas... Debería de haberlas llevado al hospital antes de volver a las murallas, Renato habría cuidado de ellas. «Esa minúscula casita apenas ofrece protección. El hospital cuenta con gruesos muros y, además, esta rodeado de otros edificios. Estarían más seguras allí que en la casa. ¡Maldita sea! ¿Por qué no las habré sacado de allí?»

Se forzó a concentrar sus pensamientos en sus hombres y en tratar de averiguar qué estrategia se disponían a desarrollar los turcos. De momento, lo único que habían hecho era desplegar un incesante bombardeo. A pesar del continuo machaqueo de la artillería, al finalizar el primer día de asedio se habían registrado muy pocos daños en las murallas de la fortaleza. Más aún, la letal precisión de la artillería de los rodios había diezmado los cañones del sultán. Su artillería no lanzaba granadas, pero el brutal peso y la cantidad de proyectiles bastaba para infligir terribles daños. Durante aquel primer día de asedio, los turcos perdieron casi la mitad de sus baterías de gran calibre y varios cientos de experimentados artilleros. Las piezas turcas estaban totalmente expuestas al bombardeo desde Rodas, mientras que los rodios se hallaban bien protegidos por las gruesas murallas de la fortaleza. La disposición de las baterías se efectuaba de modo que se lograra abarcar el mayor campo de fuego sin perder capacidad de cobertura.

Pero no todos los caballeros de la Orden eran tan optimistas como Jean. Para la mayor parte de los más jóvenes, aquél era su bautismo de fuego. Su entrenamiento, consistente principalmente en la esgrima y la habilidad como jinetes de combate, no los preparaba para dominar el pánico que los embargaba mientras aguardaban a que otra monstruosa roca cayese del cielo. Un gran número de ellos se acurrucaba al amparo de las murallas, apiñándose unos con otros en busca de protección. Algunos gimoteaban y temblaban haciendo caso omiso a las puyas de sus camaradas.

Jean vio a tres de sus más jóvenes soldados apretujados a los pies de la Puerta de San Pablo y, mirando a su ayudante de campo, le espetó:

—¡Levantad a esos hombres! Haced que se desplieguen. ¿Es que no se dan cuenta de que, si se quedan juntos, un solo proyectil puede acabar con los tres?

El caballero no se decidía a abandonar un instante su puesto para trasladar a Melina y a los dos bebés al hospital. En cuanto se dio la vuelta para dirigirse allí, vio a Gabriele Tadini, el jefe de ingenieros, ascendiendo hacia las almenas.

—Gabriele —gritó—. ¡Aquí!

Tadini buscó la fuente de la voz y, al divisar a Jean, se dirigió hacia él saludándolo con la mano.

—Bonjour, Jean —dijo—. Estamos capeándolo muy bien para tratarse del principio, ¿verdad?

—Eso depende de lo que entendáis por muy bien, Gabriele. Su artillería nos está infligiendo un gran castigo, y todo parece indicar que el bombardeo no tiene visos de finalizar.

—Sí, sí. Pero en realidad nos están haciendo muy poco daño. La mayoría de los impactos son absorbidos por las murallas, y los pocos que han caído dentro sobre la ciudad apenas han causado daños, ni entre la población ni entre los edificios. Y respecto a nosotros, creo que lo estamos haciendo bastante bien. Y lo digo porque mis baterías han destruido al menos veinticinco de sus piezas. La precisión de nuestra artillería implica que hemos destruido buena parte de su armamento con muy poco gasto de pólvora y munición. Ah, ¿ya te has enterado?

—¿Enterado de qué?

—Los jenízaros. Los que capturó el pescador. Uno de ellos no tiene buena madera para sufrir el potro y ha proporcionado mucha información a nuestros inquisidores. Lo más importante —explicó— son esos terraplenes que están levantando ante Aragón. Se trata de una gigantesca rampa para colocar un cañón. Pretenden elevar el plano por encima de las murallas y disparar desde allí directamente sobre la ciudad.

—¿Y cómo lo van a lograr, si estarán totalmente expuestos a nuestro fuego? Nunca podrán terminar su proyecto.

—Pues yo creo que sí, amigo mío. Al sultán no le importa cuántas vidas tenga que invertir para conseguirlo y, una vez que tenga situadas sus baterías, podrá diezmarnos machacándonos desde su privilegiada posición.

—¿Y el Gran Maestre está al corriente de ello?

—Bien entendu. Fue él quien me lo contó a mí.

—¿Y qué piensa hacer al respecto?

—Lo ha considerado como la mayor amenaza de todas las que se ciernen sobre la ciudad, y ha enviado a un buen número de caballeros para que hostiguen sin descanso a los mineros. Salidas del recinto, artillería, fuego de mosquetes e incluso saetas. Verás, cuando nosotros construimos trincheras para asaltar una fortaleza, avanzamos en zigzag para proteger a mineros y zapadores del contraataque que pueda venir desde las murallas. Pero mira eso; están cavando directamente hacia nosotros. Es un sistema más rápido, pero sufrirán una elevadísima pérdida de vidas a causa de nuestro fuego. Simplemente tendremos que continuar machacándolos, aunque sólo sea para retrasar su avance.

—Ya, entiendo, Gabriele. Pero yo no puedo dejar de pensar en Melina y las gemelas. Me gustaría trasladarlas al hospital en cuanto me fuese posible.

—Es una buena idea. Pero acompañadme primero, quiero mostraros algo. Después podréis llevar a vuestra familia a un lugar seguro, os queda de camino.

Jean y Tadini recorrieron el perímetro de las murallas. Bordearon el palacio del Gran Maestre, rebasaron los puestos de Alemania y Auvernia, y luego giraron hacia el sur hasta pasar por los sectores de Aragón e Inglaterra. Al final, se detuvieron en la Puerta de San Antonio y desde allí observaron el campamento de Qasim bajá.

—Mirad allí —dijo Tadini señalando hacia el sur—. Los turcos han comenzado a excavar trincheras hacia nuestras murallas. Todavía están muy lejos de nuestros arquebuses, pero demasiado cerca para la artillería. Bien, dentro de poco estarán al alcance de los tiradores apostados en murallas y atalayas.

—Será una masacre. No cuentan con parapeto alguno ahí abajo.

—No os falta razón —convino Tadini—. Los hechos sucederán tal como os los he narrado. Como no han sufrido el fuego de nuestras defensas, han errado al evaluar la situación, y por eso están cavando las trincheras en línea recta, sin protección. Por supuesto que se acercarán más rápidamente que si desarrollasen un sistema de excavación en zigzag, tanto que esta noche, o mañana por la mañana a más tardar, ya estarán lo bastante cerca para que podamos disparar sobre ellos. Llenaremos esas zanjas con sus cadáveres.

—¿Y para eso me has traído hasta aquí?

—No, no del todo. Este bastión de Inglaterra está escasamente reforzado. Enrique, su rey, no les ha enviado ni dinero ni refuerzos. Creo que los turcos han conseguido averiguarlo y, aunque no creo que conozcan este detalle, sólo hay diecinueve caballeros en la langue de Inglaterra. Temo que esos otomanos logren abrir una brecha aquí y, al haber tan pocos caballeros defendiendo la zona, puedan penetrar en la ciudad en masse.

—¿Podéis detenerlos? ¿Podéis evitar su trabajo de mina?

—Haré todo lo que pueda. Mis hombres ya están preparando los tajos y los túneles para la contramina. Pero aún cabe la posibilidad de que podamos fracasar, o que en esos momentos nos hallemos ocupados en otros menesteres. Escoged a vuestros mejores hombres y preparaos para enfrentaros a esa contingencia. Deberéis organizar un destacamento móvil, capaz de operar allá donde se le necesite. Hablaré con el Gran Maestre para que os conceda la autorización pertinente. Pero creo que es de vital importancia que estéis preparado para esta eventualidad.

—D’accord —convino Jean asintiendo con la cabeza.

—Au revoir —dijo Tadini dándole la espalda y alejándose.

Addio, Gabriele —se despidió Jean antes de regresar a la ciudad, a casa de Melina.

* * *

La situación en la ciudad había empeorado desde que Jean recorrió las calles por la mañana temprano. Los rodios se encontraban inmersos en un estado de pánico general. La mayoría ni siquiera habían nacido cuando la ciudad fue asediada en 1480, y los que vivieron aquel evento no recordaban haber estado expuestos a semejante poder artillero. Las calles, hasta entonces prácticamente desiertas, estaban atestadas de hombres y mujeres chillando y pidiendo auxilio a gritos. Apenas se habían sufrido daños, a pesar de la tremenda potencia del ataque. Pero el ruido de los cañones y el derrumbe de los escombros aterraba a la población. La gente corría por las calles en busca de cualquier edificio construido con sillares fuertes que pudiesen ofrecerles refugio. Los caballeros de Aragón tuvieron que apostar una patrulla para vigilar la entrada del hospital a causa del gentío que trataba de acceder a la protección que brindaban las macizas paredes y la poderosa techumbre del edificio. Renato se vio obligado a bloquear las puertas y a solicitar la ayuda de los caballeros para que la población no tomase al asalto las salas del sanatorio. Perros abandonados corrían por los callejones y el ganado encerrado en sus cuadras mugía, relinchaba y coceaba muerto de miedo por el ruido y el olor de las hogueras callejeras. Un puñado de bombas incendiarias había llegado a caer dentro del recinto de la ciudad, aunque se habían consumido sin llegar a ocasionar ningún fuego en aquellas casas de piedra.

Jean siguió su itinerario a través de un sinuoso laberinto de casas y tiendas. Por el camino, detuvo a un grupo de tres caballeros aragoneses.

—¡Sacad a estas gentes fuera de las calles! —les ordenó—. Que regresen a sus hogares, estarán más seguros allí. ¡Apresuraos!

Después partió a la carrera hacia la judería, dirigiéndose a la pequeña callejuela donde vivía Melina. Cuando dobló la esquina que daba al domicilio, vio horrorizado cómo un enorme proyectil caía encima de la pared que compartía la casa de Melina con la de sus vecinos. El descomunal bolaño destrozó ambas casas y envió miles de esquirlas de piedra volando en todas direcciones. Sintió un pinchazo cuando un fragmento de la pizarra del tejado acertó en su frente. Instintivamente, se llevó una mano al rostro para protegerse los ojos, y la apartó cubierta de sangre. Jean no prestó atención a su herida. Todo su ser estaba concentrado en la devastadora escena. Las dos casas no eran sino un montón de piedras y madera. La techumbre compartida se había combado por el impacto hasta parecer un collado situado entre las dos viviendas. Se oyeron gritos en la casa de los vecinos, cuyas paredes se habían derrumbado por la fuerza del proyectil. La gigantesca semiesfera de piedra que descansaba, intacta, sobre lo que había sido la casa de Melina, había reducido las paredes a polvo. Y estaba allí, en el centro mismo del techo, como un puño que hubiese caído del cielo.

Jean podía sentir cómo las lágrimas inundaban sus ojos. Sentía también cómo la pena se imponía a la ira cuando corrió la escasa distancia que lo separaba de aquel montón de escombros. Comenzó a apartar cascotes con las manos, en un fútil intento de abrir un paso hacia el interior.

—¡Melina, Melina! —gritó.

¿Por qué permitió que Tadini lo entretuviese? ¿Por qué no las había trasladado en cuanto comenzó el bombardeo?

Pero era inútil. No había modo de llegar al interior de la casa desde la calle. Entonces recordó el callejón que separaba por la parte de atrás la casa de la siguiente hilera de viviendas. Se abrió paso por la derruida pared de la fachada, a través de las losas del tejado. Aquella horrible esfera de piedra se interponía en su camino y no le quedó más remedio que rodearla. La sangre le goteaba sobre su ojo derecho, y se limpió los gelatinosos coágulos con la mano para aclarar la visión.

En su mente se dibujó la imagen de Melina y los dos bebés muertos, aplastados bajo la mesa de roble. «¿Por qué no las llevé al hospital? ¿Cómo pude dejarlas solas?» Su culpa lo empujaba a continuar adelante, y comenzó a levantar las tejas sueltas donde la bola había penetrado a través de las vigas del techo. Había muchas losas que quitar, y las fue apartando, arrojándolas por encima del hombro. Finalmente, pues le parecía que llevaba una eternidad allí, consiguió hacer un hueco lo suficientemente grande para que cupiese su poderosa constitución. Ya había pasado las piernas, cuando la loriga de su armadura le impidió continuar descendiendo. Se sacó la espada del tahalí, se desabrochó su loriga con los pies suspendidos en el aire, y consiguió abrirse paso en buena hora. Se dejó caer desde la escasa distancia que lo separaba del suelo y, apenas se había colado en el hueco entre el desvencijado techo y la piedra, comenzó a llamar a Melina una y otra vez. Pero la minúscula habitación permaneció en silencio. Las motas de polvo en suspensión le hicieron toser.

Cuando sus ojos se habituaron a la oscuridad, pudo distinguir la mesa de roble junto a la pared. El enorme proyectil había derribado las vigas del techo sobre ella, y la tabla del mueble estaba aplastada contra el suelo. Los ojos de Jean se llenaron de lágrimas, y un gemido subió por su garganta cuando vislumbró una pequeña muñeca de trapo hecha jirones asomando bajo los restos de la mesa.

Se arrastró hasta allí y luchó por meter una mano bajo el borde de la madera.

—¡Ekaterina, Marie! —gritó. Las llamó una y otra vez, llorando—. ¿Qué es lo que he hecho?

Jean tiró y removió la mesa. Sus dedos se ensangrentaron intentando levantar aquel terrible peso.

De pronto, la sala se quedó completamente a oscuras al quedar el hueco del techo momentáneamente bloqueado por una figura humana. Jean se volvió a tiempo para ver la silueta de un hombre deslizarse por el agujero y caer tras él. Por un acto reflejo, dirigido más a proteger a su pequeña familia que a sí mismo, se revolvió hacia el extraño. El hombre se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo. Un par de fuertes brazos rodearon su cuerpo sujetándolo con fuerza.

—Jean, Jean! Arrêtez, arrêtez!

Jean luchó por zafarse del poderoso abrazo, incluso trató de alcanzar la daga que colgaba de su cinto.

—¡Se han ido! Ecoutez-moi! ¡Se han ido!

El cuerpo de Jean se relajó y se desplomó sobre el suelo. John Buck, turcopilier y lugarteniente de Philippe, aflojó su presa y se sentó sobre el polvoriento suelo, junto a él. El oficial se dio cuenta entonces de que Jean había entendido que ellas habían muerto.

—Non, mon ami. Ellas no se encuentran aquí —explicó—. Escuchadme. Están bien. Melina cogió a las niñas y se las llevó al hospital. Están a buen recaudo, con Renato. Fue ella quien me rogó que saliese a buscaros para que no os preocuparais.

Jean se incorporó hasta sentarse, todavía jadeante. Los dos hombres permanecieron un momento en silencio, juntos, sentados en el suelo. Jean se limpió las lágrimas y abrazó a John Buck. Después, sin pronunciar una sola palabra, se levantaron y salieron hacia la luz del día. Jean recuperó su loriga, sus guanteletes y su espada. Y ambos descendieron desde el derruido techo de la casa hasta la calle.

Era como si llegasen a un nuevo mundo, con el aire lleno del ruido de los cañonazos y de piedras destrozadas por el impacto de los enormes proyectiles que acertaban a caer sobre las murallas y las calles de la ciudad. Fragmentos de roca pasaron zumbando entre ellos. Y la gente, buscando un lugar donde refugiarse del bombardeo, corría alocadamente por la calle.

Poco a poco, Jean y Buck distinguieron unas llamadas de socorro procedentes de la casa de al lado. Parecía que había gente atrapada dentro, y Jean se preparó para ayudar.

—Va-t-en, Jean, allezy —le dijo John dándole una palmada en el hombro—. Enviaré a unos cuantos hombres a auxiliar a esta gente. Id al hospital a ver a Melina. Y no os preocupéis por nada.

Jean lo abrazó. Después dio media vuelta y salió corriendo hacia el hospital para abrazarse a su familia.

* * *

Al comenzar el día, Melina ya no soportaba por más tiempo aquella pequeña y oscura habitación. Cogió a las niñas, y toda la ropa que pudo cargar, y abandonó la casa. Se apresuró al hospital, y subió al segundo piso. Allí encontró al doctor Renato, que estaba visitando a sus pacientes.

—Disculpe, doctor —dijo colocándose a su lado—, ¿podría hablar con vos?

Renato se volvió, muy sorprendido de ver a Melina allí, con las dos niñas de tres meses de edad en brazos. El médico le cogió la bolsa de ropa y la posó en el suelo.

—¿Qué ocurre, querida?

—Doctor Renato, ¿podría quedarme aquí, por favor? Los cañones y el estruendo de las calles nos asustan, y estoy preocupada por mis niñas. Permitid que nos quedemos, os lo ruego. Puedo ocuparme de las niñas, y es probable que os pueda ayudar cuando comiencen a llegar heridos.

—Pues claro, Melina. Aquí siempre sois bienvenidas. Llevad a los bebés a la habitación que está al final de la sala de pacientes. Es una estancia sin ventanas, y tiene macizos muros de piedra por paredes. Allí deberíais estar completamente a salvo en caso de que el hospital sufriese el impacto directo de un proyectil. Las niñas estarán bien allí, y podrás ir a verlas cuantas veces quieras. Pronto necesitaré de vuestra ayuda.

Melina se apresuró a llevar a sus hijas a su nuevo alojamiento, las acostó en una cuna improvisada en el suelo y las tapó con mantas y otras ropas mullidas. Salió de la habitación, dejó la puerta entreabierta y regresó a la sala de pacientes para ayudar al doctor Renato.

Durante las horas siguientes, Melina estuvo totalmente ocupada con su quehacer en el hospital. Sólo se tomó el tiempo estrictamente necesario para alimentar y cambiar la ropa de las niñas. Sabía que el trabajo en el hospital, ayudando al doctor Renato, era el único modo de mantener a sus hijas seguras y sanas durante las aterradoras jornadas que se avecinaban.

* * *

Jean aceleraba el paso a medida que se aproximaba al hospital, tanto que subió la escalinata exterior prácticamente corriendo. Entró raudo en la sala de pacientes, y allí vio a Renato inclinado sobre un rodio herido. La sangre corría por el suelo de piedra, formando un charco a los pies del médico. Jean se arrodilló al lado del doctor y, sin pronunciar palabra, presionó la grave herida que aquel hombre tenía en una pierna. Se trataba de un anciano que había sufrido un corte ocasionado por una esquirla de piedra cuando corría por la calle. El trozo de roca había atravesado la piel, los músculos y le había partido la tibia y el peroné. Renato completaría la amputación que la bala del cañón había dejado a medias en cuanto consiguiese tranquilizar al paciente. El doctor todavía tardó un rato en darse cuenta de que aquel que le ayudaba no era otro sino Jean. En silencio, el médico señaló la pequeña habitación con un gesto y asintió. Jean miró por encima del hombro hacia la puerta que señalaba su amigo. Renato pidió ayuda y un caballero acudió a relevar a Jean.

—Mera, Docteur —le agradeció, posándole una mano en el hombro.

Renato asintió de nuevo y prosiguió con su labor. Jean caminó por el centro de la sala, intentando calmarse mientras se acercaba a la puerta. Antes de entrar, se detuvo, tomó aire, y formuló una oración de agradecimiento.

Melina se despertó sobresaltada cuando se abrió la puerta de la pequeña habitación. Se había dormido mientras se ocupaba de las niñas. Ekaterina y Marie siguieron mamando sonoramente cuando Jean se arrodilló junto a la improvisada cuna. Estiró las mantas y ayudó a Melina a colocarse mejor. Después, se tumbó muy despacio sobre la manta, al lado de su pequeña familia y, sin decir ni una palabra, estrechó a las tres entre sus brazos. Apoyó una de sus mejillas sobre la cabeza de Melina y aspiró el aroma de su cabello. Le era tan familiar que las lágrimas inundaron sus ojos. Ni siquiera la mugre y el polvo que acompañan a la guerra podían ocultar el olor de la mujer que amaba.

—¿Qué está sucediendo ahí fuera, chérie?—preguntó Melina pasados unos minutos.

—Nada bueno, cariño, nada bueno en absoluto. Los cañones turcos están disparando sin tregua. Hoy hemos destruido muchas de sus baterías, pero da la sensación de que simplemente las reemplazan con la misma celeridad que las destruimos. Mañana por la mañana, este hospital va a estar repleto de heridos, y ni siquiera hemos comenzado a combatir. Cuando sus soldados intenten entrar en la ciudad (y ten por seguro que lo harán) habrá muchos más muertos y heridos. Melina se arrimó más aún contra jean, a la vez que sujetaba a sus hijas con más fuerza. Las niñas ya habían terminado de mamar y dormían plácidamente en sus brazos. Todavía no podía dejarlas en la cuna, pero se contentó con abrazarlas mientras Jean la abrazaba a ella. Podría quedarse indefinidamente en ese remanso de tranquilidad. Si aquella noche le ofreciesen tan sólo unos minutos de paz y sosiego, los aceptaría encantada.