Ofrendas recíprocas entre divinidades. Venecia, 1958
Dios le había regalado este viaje, definitivamente. Ya casi habían llegado al final del mismo y no podía echarlo a perder, debía comportarse bien y ser buena, comprometerse a ser educada y amable con James y Bernard. Pero para ser sincera, prefería ser como siempre había intentado aparentar: dura, estricta, exigente. Aunque por dentro estuviera desmoronándose de fragilidad. Había bebido unas copas en la habitación y se sentía feliz y mareada. Dios le había hecho también tres regalos horrendos: Picasso, una silla donde él acostumbraba a pintarla y un reclinatorio de iglesia. Los dos últimos regalos los envió Dios a través del pintor. Los recibió cuando ya vivían separados, y ella estaba segura de que tanto la pesada silla de tortura como el reclinatorio de iglesia se los había mandado para reafirmarla en la idea de que ella era y seguiría siendo de por vida su víctima y él su verdugo, y de que ahora sólo le quedaba el fervor a Dios. Dios la había moldeado tal y como era en la actualidad, con sus cincuenta años a cuestas: por dentro de miel, por fuera de excelsa y dura roca.
A cambio de los horripilantes obsequios, ella le respondió a Picasso con una pala mohosa, carcomida y rota, que James tuvo a bien llevarle. Picasso se murió de la risa con aquel regalo y aseguró a James que aquella mujer, aquella loca, era la única que podía entender sus mensajes y responderle de igual manera.
Dios nunca dejó de ponerla a prueba, pero durante su juventud ella no supo escucharlo, porque lo que le atraía era la sonata fascinante del arte, su ferviente melodía, su transcendental significación y, como todos los jóvenes, había sido egoísta, avariciosa de todo lo terrenal que la edad exige.
Primero, Dios la hizo amante de Georges Bataille, la convirtió en su musa sadomasoquista, pervertida y sectaria; después de Bataille vinieron otros, en su gran mayoría artistas de gran envergadura surrealista; finalmente, la mayor y peor prueba: Pablo Picasso. El Gran Genio cubista del siglo XX. Y no satisfecho con su obra, Dios la empujó desde lo más alto, obligándola a caer y a descalabrarse en el vacío más remoto y escabroso. ¿Sería James su salvador, el que la atraparía en el último segundo, tal como ocurría en las películas?
Ella debía recobrar fuerzas, alzarse, ascender por los innombrables caminos de la vergüenza y la amargura, llegar de nuevo a la cima, si es que le quedaba tiempo, acurrucarse en un rescoldo del camino, esperar y acostumbrarse, aceptar la idea, ser consciente de que sólo le restaba la alternativa de entregarse por completo a él, al verdadero, único y auténtico Señor de su soledad. Dios entonces no es más que abandono, extrañeza, aislamiento.
Dentro de un rato dejarían Venecia, tomarían el automóvil y harían el viaje de regreso a París por carretera, James le había prometido visitar a Balthus. Al cabo de unas pocas horas, o días, todo acabaría, el viaje culminaría. El viaje de su vida y el viaje de la vida.
En el secreto de mí misma a mi mismo secreto
viviendo me haces vivir.
Este cuarto donde viví la locura, el miedo y la desazón
es el nacimiento sencillo de un día de verano.
El exilio es vasto pero es el verano,
el silencio a pleno sol.
Un enclave de paz donde el alma no inventa más que la felicidad.
Un niño en la carretera de su casa.
Esos versos aparecieron ahora en su memoria de manera súbita, extraña, imprecisa. Sin embargo, si bien los visualizó abierta y nítidamente, no pudo acordarse de cuándo los escribió, ni en qué contexto. Tampoco eso era ya importante para ella, lo único importante era la esencia de los versos, púdicos, pobres, exentos de la malicia estridente producto del absurdo y belicoso egoísmo de los poetas mediocres.
No sucedió nada que valiera la pena en este viaje, pero al menos había recuperado una relación apacible con James. Había sido un paseo más a su lado, aunque más largo y más lejos que los anteriores; otro recorrido junto a él por entre la vasta sociedad solitaria en la que se ha convertido el mundo. Los dos hombres que la acompañaron intentaron ser amables, y ella lo agradecía profunda y sinceramente. Sin embargo, esperaba mucho más de su joven amigo, una entrega más delicada. Aunque sospechaba que en él no habría nada más que el interés de poseer su amistad, igual que ambicionaba poseer las obras que Picasso había pintado para ella. Tal vez era injusta, lo suponía sin alterarse demasiado, pero debía buscar una justificación para alejarse y había dado tanto ya que sólo esperaba la elegancia de que le permitieran ser injusta en el último instante, en el de la despedida.
La amistad que mantenía con James Lord se fue reduciendo a eso, a un estricto intercambio informativo acerca de la obra de Picasso, y sabía que los otros, sus amigos, no cesaban de comadrear sobre el asunto. No negaba que James la amaba, claro que la quería, a su manera, una manera bastante poco comprometida socialmente, ni siquiera podía contar con el poderoso tesoro de haber compartido momentos íntimos de amor físico. Ella no lo había admitido, y él no se mostró con la disposición requerida. Habría podido suceder, aquella noche en que él se acostó junto a ella, en su cama, en Ménerbes, bajo la luz sofocante y socorrida de una vela. Le tomó la mano y se la colocó encima de su pecho, y la mano de él aprisionó la suya, pero ella la retiró, y cuando él le preguntó si debía hacer algo que ella anhelara, ella respondió que no. Que todo estaba mejor así.
Hicieron el equipaje aquella misma tarde. Partieron del hotel Europa, en apariencia divertidos, entre las fingidas y ácidas bromas que Dora dirigía a la pareja que la acompañaba y las exageradas respuestas de ellos, que también falseaban sus estados de ánimo, bastante bajos.
Subieron al vehículo. Llovía a cántaros. En el coche, Dora y James discutieron por nada, por tonterías que ella prefería olvidar o que, sencillamente, borró de su memoria. Bernard intermediaba sin éxito, intentaba cada vez invertir la situación a favor de la mujer, y de paso a su favor, con la misma ingeniosidad con la que tuvo que salir del coche a revisarlo y arreglarlo en varias ocasiones, bajo el tupido aguacero, pero, por suerte, con éxito. James también intentó en varias ocasiones reparar el mecanismo del coche pero no lo logró, no sabía nada de mecanicismos ni de esas tonterías.
Al final, decidieron ir a Milán, visitaron varios museos y, de ahí, atravesaron las montañas y llegaron a Zúrich. Contemplaron ampliamente el bellísimo paisaje, admiraron los lagos, pero sobre todo aquellas laderas desbordantes de coníferas que tanto deleitaron a Dora. Basilea la entristeció, últimamente le llagaba el espíritu ver tanta pintura de golpe. Allí se maravillaron con unos cuantos Holbein y, como era de esperar, con unos magníficos picassos.
No estaba segura de que la pintura siguiera siendo un arte que evolucionaba hacia otras formas de pintura. De pintura y no de sucesivos engaños.
Emprendieron el viaje nuevamente.
Hacia la medianoche, llegaron al castillo de Nièvre, donde vivía Balthus. El pintor no los esperaba, por supuesto.
Bernard y Dora se quedaron en la Renault, y fue James quien, tras comprobar que las puertas del castillo estaban abiertas, penetró en él totalmente a oscuras, encendió las luces y llamó al artista.
Balthus surgió del cuarto de Frédérique, a medio vestir, algo ebrio; bastante malhumorado, insinuó que aquéllas no eran horas para recibir invitados. Acodado sobre la mesa, sus ojos extraviados sólo se fijaron en un punto: el rostro de Dora, y sus pupilas se iluminaron para en seguida apagarse. En cuanto vio a su amiga, empezó a susurrar palabras silbantes e incoherentes refiriéndose a ella e ignorando, sin piedad, a sus acompañantes. La extrañaba tanto, tanto, no cesaba de repetir.
—¡Debí haberte llamado, debí llamarte! ¡Te extrañé tanto, mi pequeña amiga, tanto, mi Dora! —Y con su larga y delgada mano le acariciaba el rostro.
Dora se mantuvo rígida, sin mostrar el más leve relajamiento sentimental. Estoica y en apariencia indiferente, oyó las lamentaciones del artista y hasta enjugó las lágrimas del hombre con la punta de un pañuelo arrugado que extrajo de su bolso.
—¡No seas niño! —susurró al oído del más niño de los pintores.
Decidieron ir a acostarse, y a la mañana siguiente, el hombre se portó de una manera menos arisca con Bernard y James, pero sí distinguida, como si el reposo le hubiera aportado consejo y paz.
Aceptaron almorzar con él. Afortunadamente, durante el convite el ambiente se distendió. Bernard no paraba de forzar la situación dando muestras de querer parecer más delicado y reverente con Dora que los demás. Balthus, entonces, retiraba su cuerpo, reticente, acomodándose al respaldar de la silla, bajaba los párpados y por el filo que quedaba entreabierto estudiaba de soslayo a Bernard, quien a su vez se mostraba complacido de que la alfombra de su abuela, que él le había regalado en el pasado a Balthus, se hallara tendida en el centro del salón. Aunque Balthus apreciaba a Bernard, había empezado a desconfiar hasta de su sombra.
Daba la impresión de que Dora no deseaba despegarse de Balthus, como si en su compañía atesorara lo último auténticamente valioso de sus recuerdos de juventud.
Pero debían marcharse, se hacía tarde, «se hace irremediablemente tarde», acentuó uno de ellos. Y se marcharon.
Lo que quedaba de viaje no tuvo mayor trascendencia. Durante el resto del trayecto reinó el silencio.
El 8 de mayo, James y Bernard condujeron a Dora a la puerta de su casa, allí la despidieron apresurados. Aunque quedaron en verse en los días siguientes, no lo hicieron. Transcurrieron trece años antes de que ella y el joven soldado estadounidense, convertido desde hacía ya cierto tiempo en un hombre de mediana edad, deslumbrante y mundanal, se volvieran a ver las caras.
Bernard Minoret, por su parte, me confesó que no sabía cómo había dejado pasar el tiempo, así de sencillo, y hoy se pregunta cómo pudo ser posible que nunca más ansiara visitarla, que nunca más volviera a acordarse de ella.
Por el contrario, a su regreso de Nueva York, James intentó encontrarla. Después de varias llamadas, se empecinó en ir a verla, pero Dora rehusó darle una cita. No lo hizo de manera directa y maleducada, no. Todo lo contrario, siempre traía a colación un pretexto banal o significativo, su salud. James desistió. Ella ya era otra, una más en el umbral de la letanía que conduce a la ancianidad. Había caído en la emboscada de toda esa retahíla de recuerdos amontonados, tumultuosos. Y, a todas luces, prefería replegarse en su soledad.
No obstante, a pesar de sus constantes subterfugios, pasado un largo período y de manera sorpresiva, decidieron, por fin, reunirse en diversas ocasiones. Pocas y breves, en el breve beso imaginario de la espera.