La solemne frialdad de James. Venecia, 1958
Tendría que ser más amable con ella, aunque sea podría fingir mejor. Después de todo, le hemos regalado este viaje, la hemos invitado nosotros. Al principio, Bernard no se mostró tan entusiasmado como yo, pero ahora resulta que se ha vuelto loco con Dora y no cesa de llamarme la atención acerca de que debería ser menos ríspido.
Picasso nunca la amó y la trataba peor que a una vaca. Es sabido por todos que ni él ni nadie, nadie, la amó, y mucho menos él. No estoy seguro de que ningún otro hombre la haya amado, ni siquiera los que yo no conocí y pretendían cortejarla con la idea de apartarme a mí de su camino. Ninguno le hubiera dado el amor que ella le dio a Picasso. Tampoco Georges Bataille. Tal vez Tanguy sí. Entonces ¿por qué debería quererla yo? No es más que una mujer. O peor, es mucho más que una mujer. Aterrador.
Pero me contradigo, no puedo evitarlo, la quiero porque sólo a través de ella podría asir a Picasso y no le encuentro una buena explicación a eso. Tal vez me tenga que dar la misma que se daba el propio pintor: la amo porque ella es mucho hombre. Su alma es masculina, enteramente masculina, aunque su envoltura sea la de una mujer, frágil y un poco tosca, sólo en apariencia. La amo porque ella es tan hombre como Picasso. Es como él. Es él.
No cabe duda de que es un ángel esculpido en fango con las alas serruchadas. O un duende. Como Max Jacob.
Picasso la pintó tantas veces llorando porque pensó que tras cortarle las alas había quedado destrozada de dolor para el resto de su vida. Pero ella resistió, ¿sabe alguien por qué? Yo lo sé… Porque es una guerrera. Invencible, jamás será derrotada.
Y que yo recuerde, sólo la he visto gimotear algunas veces, y llorar casi nunca… Debería hacer memoria… No, nunca. Jamás la he visto llorar.
Muerde sus labios cuando se siente despechada, humillada, pero no llora. Sus párpados caen pesados, como si no fuera a abrirlos nunca más, pero no llora.
No es una mujer que llora. Es una mujer quebrada. Rota, sí, deshecha. A punto de la evanescencia, como si fuera a evaporarse, a difuminarse, de repente, multiplicada en mil esquirlas. Es una mujer seca como un vidrio.
Cuando la observo, en el restaurante, mientras pide unos camarones al ajillo, me dan ganas de sostenerla entre mis brazos y besarle las mejillas. No puedo evitar sentir ternura o compasión, me apena la vida que lleva. Compasión es lo que siento, ésa es la palabra. Su vida transcurre sin esperar más que un día suceda al siguiente, sin recibir ya nada. O tal vez sí. Quizá todavía añora y se ilusiona con el retorno de su verdugo, o de cualquier otro que pueda suplantarle.
Mientras cenamos, ella evita mirarme de frente, y sus palabras van siempre dirigidas a Bernard, lo contempla sonriente, abnegada. Bernard levanta la copa, brinda delicado, primero con ella y después conmigo, pero he notado que él también me evita, vuelve los ojos a los de ella, paladea cada sorbo y no le aparta la vista ni un segundo. Yo bebo, tranquilo, mi vino tinto, o hago como que todo me es indiferente, sobre todo los regaños por mi modo de paladear el vino, que Bernard encuentra vulgar. A Bernard le molesta que brinde con vino, lo considera cosa del populacho, muy americano. Dora y él prefieren el champán italiano. ¡Que les aproveche! Exclamo no sin cierta ironía y enciendo mi cigarrillo número ya no sé cuál. Sí, también fumo de manera atroz.
Anoche pedí varias copas de chianti, bebí sin control. Nunca me acostumbraré a beber como un cosaco, unas copas bastaron para que la cabeza se me pusiera como un globo de Cantoya y anduviera diciendo barbaridades. Me puse muy reticente y sonsacador y le exigí a Dora que me explicara cómo hacía el amor con Picasso. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo la penetraba? ¿Vaginal o analmente? ¿O de las dos maneras?
Puedo imaginarlo con facilidad, susurré en su oído, la penetraba haciendo uso de una cuota importante de crueldad física. Era un sádico delicioso, un bruto, un auténtico bastardo. No puedo negar que debido a esas cualidades también ejercía una poderosa fascinación en mí.
Anoche me porté mal, muy mal, fui un tonto, lo admito, con ella sobre todo, pero también con Bernard, que no podía entender por qué me dedicaba a mostrar lo peor de mí mismo. Yo tampoco puedo comprender qué fue lo que pasó por mi cabeza, estaba bastante borracho y por eso no puedo admitir que fue intencional. Llevo días agotado, es verdad, cansado de todo, y es que presiento que ya hemos vivido todo lo importante que íbamos a vivir. Ya estamos casi muertos.
Para no morirnos estoy aquí, para no pudrirnos en solitario la he invitado a hacer este viaje a Venecia. Intento que conozca la ciudad, que se entretenga lo más que pueda antes de regresar de nuevo a París, antes de que vuelva a encerrarse, entonces será para siempre, con los cuadros de Picasso, con las pertenencias de su ídolo, con los trastos de su Dios, y padezca, al final, irremediablemente, los remordimientos torturantes. No sé qué hacer con Dora, no lo sé…
Tal vez si le compro algunos regalos, podría hacerla un poco más feliz, o si la invito al teatro… Su presencia es tan agresivamente intensa… ¿Cómo deshacerme de ella? ¡No quiero hacerlo!
No, Dora nunca más será feliz, por una sencilla razón: nunca lo fue. Nunca ha sabido serlo. Jamás le interesó.
Llevo dos noches sucumbiendo a esos malditos sueños eróticos con Picasso. Se lo cuento a ella mientras desayunamos, pone los ojos en blanco y responde, sublime y diría que hasta deleitosa:
—Yo soñé con él todas y cada una de las noches durante más de diez años. Hubo instantes en que me daba terror irme a la cama. Hubo noches en que hubiera preferido morir a dormir.