James y yo. París, 2010
Hacía tiempo que no veía a James Lord. Tampoco había llamado más a Bernard. La novela esperaba, el tiempo corría; corre veloz el tiempo, el de sus vidas, y el de la mía.
Temí no volver a verlos y presentí que sería lo que ocurriría: no los vería nunca más. Y, entonces, sonó el teléfono. Hablé un rato con Miriam Gómez, la viuda del escritor Guillermo Cabrera Infante, que vive en Londres. Colgué pensando en mil cosas a la vez. Me di un baño, busqué un vestido negro, me lo puse y salí a la calle en dirección a la galería Ars Atelier, en la rue Quincampoix.
Esa noche tocaba el vernissage del pintor surrealista cubano Jorge Camacho, que homenajeaba a otro pintor surrealista, el chileno Roberto Matta. La exposición se llamaba «Le Grand Transparent». Fue grandiosa. Los dibujos, de una gran fineza, hacían honor al título, todos engrandecían la transparencia del trazo, la claridad del tiempo en la alquimia del verso, de la palabra extraída de lo más hondo del sueño.
Cuando la galería cerró, un grupo decidimos ir a cenar al restaurante libanés que propuso Tania, amiga y coleccionista.
Allí, a mitad de la cena, me enteré de que James Lord había muerto. No quise creerlo. No podía ser. Otro pintor cubano, Ramón Leandro, fue quien me dio la noticia, insistió en que era cierto. No quise aceptarlo. No podía ser cierto…
Llegué a casa y me puse a escribir, y a pensar fuertemente en ellos. En James, en Bernard, en Dora… Hasta que me sumí en un llanto nervioso, histérico, ridículo. Decidí darme una ducha y vaciarme de lágrimas bajo el agua caliente.
Lloraba angustiada, evocaba a Dora, a James, a Bernard; pensaba en aquel viaje a Venecia que ella tanto había ansiado, y que Bernard y James le proporcionaron colmando su capricho.
Apenas dormí, el amanecer me sorprendió sentada en el sofá, con las piernas levantadas y recogidas hacia mi vientre, y la mirada perdida en el enrojecido cielo. Esperé a que fuera una hora razonable y llamé por teléfono a la casa de James. Nadie respondió. No me atreví a llamar a Bernard. Todavía hoy no he vuelto a hacerlo.
James Lord había muerto, «se ha muerto», repetí sorda y patéticamente.
Empecé a releer su libro Dora y Picasso, lo hice en francés nuevamente, y luego lo encargué por internet en español.
Leí, leí sin descanso el texto en francés con el rostro empapado en lágrimas. Ahora que James no está, su escritura toma otra dimensión, ahora ha adquirido el peso favorecedor de la palabra del que ya no volverá a decir nada más, del eco rebuscado de su voz, que no volveré a escuchar, aunque él hablaba poco y había sido más bien silencioso, quizá debería decir «callado», que no es lo mismo que «silencioso». Ha muerto, y ya no podremos darnos cita en su apartamento, y no podré oír sus disquisiciones sobre Dora, Picasso, el surrealismo, el cubismo, ni permitir que me observe compasivo, ni que, entre meloso y falsamente evasivo, elogie el color de mis pupilas.
Ya no tendré más a James para preguntarle sobre Dora, para enterarme de si aquel viaje fue, como él intentó dar a entender en su libro, una verdadera pesadilla, o si realmente no pasó nada, como expuso Bernard en nuestro primer encuentro:
—No pasó absolutamente nada, sólo que ella se sintió mejor en mi compañía que en la de James. Sólo que ella y yo nos redescubrimos, y simpatizamos, y nos contábamos cuentos y chistes. No parábamos de divertirnos, mientras James se quedaba rezagado. Pero es normal, ella quería darle a James en la cabeza, aleccionarlo, y yo era un buen instrumento para lograrlo. Dora era bastante maliciosa, aunque no lo hacía notar fácilmente. En verdad, nos reímos mucho. Ella regresó a París con nosotros en el coche. Ella padecía de mareos. El automóvil se averió en varias ocasiones, y mientras James se esforzaba en repararlo, sin lograrlo, ella y yo acabábamos descendiendo del vehículo y nos desternillábamos de la risa evocando recuerdos de algunas personas a las que habíamos frecuentado, incluidos Picasso y Marie-Laure de Noailles. Dora poseía la voz más bella que he oído jamás, ya te lo he dicho, y de todas las mujeres surrealistas que conocí, fue la más inteligente.
Nunca le pregunté a Bernard qué pensaba de Picasso como amigo, como hombre normal, sin la capa protectora del artista. Tampoco le interesó darme demasiados detalles, pero siempre insistía en que Dora era una mujer difícil. Demasiado cerebral, sobradamente inteligente. La inteligencia se había posicionado en el lugar de su libido. Demasiado fría de mente y consciente de la pavorosa temperatura de su cuerpo. Una temperatura altamente peligrosa para un hombre que sudaba aquejado constantemente de oleadas fogosas en pleno invierno. Dora lo acosaba con su respiración, pero él necesitaba de ese acoso, como necesitaba de los chiquillos que correteaban a su alrededor, de la presencia de los niños que, imaginarios, jugaban en el patio de Grands Augustins, que rondaban el día entero en su cabeza. Tres guerras y Dora lo habían envejecido. Imperdonable.
«¿Por qué no tuvo hijos con el pintor?». Me pregunto. ¿Por qué no decidió, entonces, una vez que rompió definitivamente con Picasso, entablar una relación tranquila con James Lord? Y me respondo a mí misma. «Su hijo era Picasso, porque él era su todo, su doble, él era su vientre, su sexo, su parto; él fue su deseo, su placer y su agudo padecimiento. Él fue su hijo único y su muerte».
—Mis hijos, ya sean buenos o malos, tienen vida propia y nunca decepcionan o avergüenzan a su padre. Y tú tienes un montón en tu poder, mi amor —recordó Picasso a Dora en la casa del amigo y coleccionista Douglas Cooper.
A lo que ella contestó, airada, como una flecha:
—Sí, un verdadero orfanato.
Podía ser dura con él, pero no consentía mantener una relación con nadie que dudara de Picasso y que no estuviera a su altura.
James amaba a Picasso tanto como ella, aunque no con el mismo nivel de devoción. James la quiso en tanto que ella significaba una extensión del genio picassiano. Ella lo presentía, lo percibió desde el día que lo conoció en el estudio del artista y, después, cuando aconteció el episodio de la fosforera.
A ella, James nunca le gustó del todo, pero lo quería, porque sabía que él quería a Picasso a través de ella. Y no podía establecerse entre ella y otro ser ningún otro tipo de relación que no existiera a través de Picasso.
Hoy lo he podido confirmar en internet: James Lord murió. Nunca podrá leer este libro. Me demoré affreusement en terminarlo. «Affreusement» fue la palabra que usó este hombre que devino soldado norteamericano y no dudó ni un segundo en enrolarse en la segunda guerra mundial sólo porque ansiaba conocer desesperada y vehementemente a Pablo Picasso. «Horriblemente», en español, me gusta más la palabra francesa. Mi idioma me está abandonando, y se apodera de mí la lengua en la que hallé refugio en esta ciudad que me ha parido por segunda vez.
Cuando le pregunté si había amado al pintor, respondió que lo había adorado affreusement, con sumisión de artista y amante frustrado.
—Yo fui su soldado dormido. —Metáfora para endulzar su engaño cuando fingía que dormía para que Picasso lo contemplara.
—¿Y a Dora?
—A Dora la amé más que a nadie en el mundo. —Sus ojos se aguaron—. Frente a Picasso, fui un hombre osado y asombrado. Frente a Dora, sólo un hombre agradecido y sorprendido.
En el libro Dora y Picasso, tampoco rehúsa contar la anécdota del beso que le dio el pintor, algo poco frecuente entre dos hombres en Estados Unidos, pero bastante común en Europa. Lord sintió que aquel beso significaba mucho más que una prueba o una declaración amistosa.
—¿Fue Picasso su amante?
—De ninguna manera. Yo fui el amante de Picasso, platónico, claro, y tal vez un poco más, como solamente puede ocurrir en los espejismos que el arte provoca.
—¿Y Dora? ¿La apartó usted del resto del mundo o fue Picasso quien la acaparó y la engulló?
—Yo no aparté a Dora, ni tampoco Picasso la acaparó. Dora era una mujer rota, sospecho que siempre lo fue. Cuando la conocí, todavía no se había retirado del todo del mundo, su marcha se produjo poco a poco, paulatinamente, aconteció de modo definitivo mucho después de regresar de nuestro viaje a Venecia. Conversábamos a diario por teléfono, nos veíamos casi cada día, por supuesto, hablábamos de pintura y de Picasso, lo que terminó siendo obsesivo para ambos, pero para ella más. La separación la quebró, no podía consolarse, guardaba demasiado rencor y amargura. Dora quería ser una pintora célebre, puesto que había sido Picasso quien la había desviado de la foto hacia la pintura. Ella tenía la seguridad de que iba a ser reconocida, tarde o temprano, como una artista de gran valor, pero nunca lo fue. ¡Tal vez lo sea algún día! Creó obras que no estaban nada mal, pero yo prefería sus dibujos y sus acuarelas. Curiosamente, ella jamás quiso mostrarme ninguna de sus fotos.
—Fíjese en que ha dicho usted «yo prefería»… ¿Por qué una mujer, una artista, siempre debe ser considerada, valorada, y encasillada por los hombres que supuestamente la aman? ¿La amó usted como artista? ¿Cómo pudo amarla, entonces, como mujer? ¿No es usted homosexual?
James Lord se estrujó concienzudamente las manos, su mirada seguía fija en la pared de enfrente, evitaba mi rostro.
—En cierto sentido, la amé como mujer. Fue una gran amistad amorosa la que tuvimos ella y yo. Yo la amé sin sentir el deseo físico de poseerla, porque, debo ser sincero, nunca me sentí atraído por las mujeres. Dora lo sabía, pero tal vez pensaba que con ella sería diferente. Soy un homosexual que amó a Dora Maar, si prefiere verlo de ese modo. Hubo un momento en que sí que experimenté el deseo físico, eso aconteció en la isla de Porquerolles, en la playa. Ella emergía del mar, como una diosa de agua, era una mujer a la que le asentaba el mar, y ella lo sabía. Pero mi adoración sexual y cerebral transcurrió muy brevemente. Yo he amado a algunas mujeres porque me habría gustado ser como ellas.
Entonces, fui yo quien se frotó las manos sobre el impermeable, había enfriado y estaba nerviosa, insistí:
—Leí en una entrevista que le hicieron hace tiempo que usted tuvo sueños eróticos con Picasso…
—Los tuve, los sigo teniendo, sigo acariciando a Picasso en sueños, y él me penetra, como un toro… El toro para mí es el deseo de Picasso… —Se detuvo, sonrojado—. Lo que evoca, sinceramente, el célebre cuadro del toro que posee a Dora Maar… Yo no sólo amé a Picasso, yo estaba obsesionado con él. Yo soñaba incluso despierto con esas imágenes eróticas y todavía puedo presentir su mano aferrada a mi pene… Disculpe, le ruego… Una vez lo vi en calzoncillos, en su atelier, no me hizo la más mínima insinuación, pero, si me la hubiera hecho, yo habría respondido más que complacido, eufórico, totalmente entregado.
James Lord esbozó una sonrisa melancólica.
Ahora, de madrugada, bajo este manto penumbroso de silencio, recuerdo aquella tarde en la que flotaba una luz neblinosa, y sus manos todavía se estrujaban entre ellas, las piernas largas cruzadas, los mocasines ingleses muy lustrados, un ligero temblor en el pie derecho. El torso recto recostado en el respaldar del sofá impecablemente blanco, el pelo copioso muy hermoso, las pupilas húmedas, y dentro de ellas el reflejo de Ubu Roi, de Alfred Jarry. Ubú, animalito surrealista en la foto de Dora Maar, que soporta la pesantez de la suprarrealidad.
—¿Sabe que a Picasso le encantaba decir eso de «soy lesbiana»?
—¡Claro que lo sé, se lo oí decir tantas veces…!
Fue una de sus frases sentenciosas. Ambos nos echamos a reír a carcajadas.
—También decía eso de que «mi obra no es más que mi diario íntimo» —apunté. Pasó un ángel. Denso.