Dora, a través del caleidoscopio
No podía explicarse ese encaprichamiento que le entró por hacer aquel viaje a Venecia, no se trataba sólo de cambiar de aires, de conocer la ciudad que hubiera deseado en tiempos pasados desandar junto a Picasso, tampoco le interesaba demasiado a esas alturas entender cuál era el verdadero secreto entre ella y James, puesto que hacía tiempo que sospechaba que entre ella y el joven no existía más que la obra y el genio de Picasso, ni siquiera el amor hacia él. Ella amaba al hombre y al creador, al Dios. Él adoraba la obra, la ambicionaba, para él el pintor era ya, a aquellas alturas, algo secundario.
Anduvo lentamente en medio de la piazza San Marco, entre el gentío. «Éluard, Éluard», pronunció bajito. Cerró los ojos: «dégoût». Oyó súbitamente esa palabra, o creyó oírla, la palabra que encontraron escrita en un papel sobre el cadáver de René Crevel, el joven poeta homosexual que le había pedido a Éluard que intentara un acercamiento con André Breton, para sensibilizarlo y limar asperezas entre surrealistas y comunistas, y al que Éluard ignoró. Así se inició el dolor de las rupturas, la gran persecución entre ellos, los artistas comprometidos, primero con el arte, después con el resto, una vez sembrada la desconfianza y la cizaña que cundía y crecía entre los comunistas.
Los comunistas sospechaban de los surrealistas, los acusaban de traidores, de trostkistas. Dora firmaba peticiones, cartas, aquí y allá, corría de un lado para otro testimoniando cómo la política iba destrozándolo todo, pero sin perder un ápice de confianza en el arte y, por desgracia, también en la ideología a la que ella se había aferrado como a una tabla de salvación.
Dora, la gran artista y musa surrealista, se fue rebajando hasta convertirse en una pichona aventajada de extremista con un fuerte carácter totalitario. Es cierto que se vivía una época enrarecida en que no quedaba más remedio que serlo, pero también se podía caer más bajo y bordear y coquetear con el fascismo, además de aceptar el comunismo cómo única arma, con esa ingenuidad propia de los que se sienten culpables de no abrigar más esperanzas que en el acto libertario de la creación.
Dora observaba entristecida la ruta que tomaba Georges Bataille. Fumaba más que nunca, comía poco y mal. Éluard se negó a firmar la carta cuando Bataille prefirió la brutalidad de Hitler antes que «¡la excitación babosa de los diplomáticos y los políticos!». Éluard rompió también con Breton, lo culpaba de todo lo que acontecía alrededor. Eludió cualquier aproximación al padre del surrealismo y viajó a Barcelona para participar en un homenaje a Picasso. Ella intuía que algo feo iba a ocurrir, el presentimiento la mataba más que el sufrimiento mismo por lo que acontecía a diario.
Sin embargo, buscó un refugio, una especie de desván vacío imaginario en el que poder albergar un poco de paz. Ese desván fue construido con la confianza que depositaba en sus amigos, y ellos en ella. No podía culpar a Éluard porque este y Nush se hicieran amigos inseparables. De ella y de Picasso. Incluso llegó un momento en que Picasso no podía vivir sin ellos, sobre todo sin Nush.
Mientras Picasso esculpía a su esposa Marie-Thérèse Walter a dimensiones descomunales, Nush y Éluard lo acompañaban en la residencia de Boisgeloup, lo entretenían leyéndole poemas y hablándole de pintura, aunque esto último era lo que a él menos le interesaba. Reinventaban el mundo a través del arte. Un mundo que sabían que iban perdiendo, en el umbral ya del cataclismo, pero que ellos se empecinaban en salvar segundo a segundo. Cada pincelada en la obra de Picasso lo demuestra. Cabeza de toro. Cabeza de muerte.
Fueron Nush y Éluard los que invitaron a Dora a visitar al Maestro en su castillo. Dora fotografió la imponente puerta, retrató cada rincón, la calle Chêne d’Huy y al crítico Roland Penrose, que se descomponía, emocionado, repitiendo sin cesar gestos alterados frente al portal de la residencia del Genio del Siglo.
Al atravesar el umbral, la mujer olió el aroma de los jazmines, y una especie de extraño perfume veraniego inundó el recinto y bañó cálidamente la superficie de su piel.
Pablo Picasso esperaba en la antesala junto a su hijo Paulo, el que había tenido con la bailarina rusa Olga Kokhlova, su primer matrimonio, su primer vástago.
Dora sintió que no debía estar allí, que cuanto antes saliera corriendo de aquel lugar menos se arriesgaría. Sin embargo, siguió adelante, atraída por los ojos de mirada salvaje, por la sonrisa socarrona; embelesada, continuó haciendo fotos, más y más retratos de la casa, de todo el contenido y, sobre todo, de su dueño. Perseguía seducida esos grandes ojos negros con los que ya se había topado en una ocasión que ella recordaba muy especial. Dentro de sus pupilas ella se transparentaba, inquieta, nerviosa, abatida y rítmica, en una especie de danza a la que no podía renunciar; se sintió molesta ante esa dependencia del espacio, asumiendo una sórdida actitud de consentida y al mismo tiempo esclavizada, similar a la de una bestia herida que busca un recoveco en el que esconderse, o que está a punto de ser alcanzada por la flecha encendida o envenenada de un cazador.
El artista no cesaba de contemplarla, fascinado por la percepción visual que ofrecía la fotógrafa, por sus movimientos de gacela acorralada. Ella —debió decirse— era diferente de todas las que había conocido antes. Él y ella tenían muchos puntos en común y compartían el empeño por la belleza y la vertiginosidad creativa alrededor de lo inusitado.
Ansió en seguida convertirla en su musa. De su pelo negro emanaba la brisa del sur, su cuerpo prodigaba movimientos familiares, reconocibles al olfato, al tacto, ondulaba como en un baile marino meticulosamente estudiado, cada vez que se colocaba detrás de la cámara encimaba las caderas hacia delante, abierta la pelvis; cuando se apartaba del aparato, su cuerpo volvía a sus estrictas formas de mujer discreta e inteligente, incluso algo pedante y engreída.
Escuchándola hablar en su lengua materna, el español, podía adivinar sus jadeos eróticos mientras imaginaba sus gruesas manos en las nalgas de ella, apretándolas, enrojeciéndolas a pellizcos. Concebía de manera apresurada que ella podría ser para él como una segunda madre, que lo pariera mientras lo devoraba en el acto sexual.
Picasso sabía y se enorgullecía hasta el límite de que ella hubiera sido la modelo literaria de Georges Bataille, una de sus «amantes pervertidas», como él la llamó luego con sorna. Sin embargo, lo de Dora y Bataille había durado y perduraría, incluso en la infinitud de una obra literaria. No, no habían sido meros encuentros sexuales. Dora había conquistado al filósofo. Lo que el malagueño suponía que haría él con ella. Lo hizo, desde luego, claro que lo hizo: la conquistó y la sometió, para retratarla e iluminarla en los retratos y apagarla en vida. Ella, eso sí, logró seducirlo con sus ideas más que con sus pensamientos. Porque con sus ardorosos y profundos pensamientos terminó por agotarlo.
Picasso fue siempre muy consciente de que la belleza de Dora estribaba en su eficacia para enrolar a las personas primero con sus ideas y, después, con su capacidad para dominar cada contundencia de su cuerpo y situarla justo en el centro del deseo. Una vez en el altar, desde el pedestal en el que ella reinaba y rechazaba cualquier proposición o, por el contrario, más tarde desde los escombros, donde aceptaba la sumisión más inimaginable, Dora siempre aparecía como la que tenía el poder. Había que destruir ese poder.
Dora —eso lo vio en seguida— no sería la madre que había sido Marie-Thérèse para Maya, la segunda hija de Picasso, ni tampoco la despótica Olga. Dora era, por fin, la artista, pero también la matrona que le recordaba los tiempos soberbios de los burdeles del Barrio Chino en Barcelona. Ella apareció en primera instancia como la muchacha exótica del sur, la belleza mestiza, con un divertido matiz de ligereza al inicio y hasta dulzona, sabrosa y elocuente. Misteriosa, culta y peligrosamente intuitiva. ¿Por qué no destruirla imponiéndole toda la pesantez que a él le sobraba?
A él le urgía penetrar su universo, desentrañarlo. Como cuando quiso desentrañar el alma de aquel gitanillo simple con el que vivió encerrado en una gruta durante algún tiempo, el que luego apareció en su pintura como un personaje que irradia inocencia, fogoso erotismo, sabia ternura… Picasso advirtió que una de las características que más le atraían de Dora era la idea de revivir con ella aquellos momentos ardientes de intensa aventura bucólica con un chico campesino. Ella era mucho hombre. Todo un hombre aquella mujer. Su masculinidad fortalecía su deseo.
A Dora ya le contaría más adelante sobre su fugaz idilio homosexual de juventud. Sobre cómo había anhelado conocer todo lo referente al sexo y sobre cómo quiso probar todo lo que abría el apetito de su deseo. Pero, por el momento, ella podía esperar a conocer esos secretos que le confesaría más adelante. Dora era esa mujer nueva que tenía ante sus ojos y también aquel muchachito, aquel modelo que parecía escapado de uno de sus futuros cuadros. Ambos reunidos constituían la perfección, el ser andrógino de Sócrates rodando hacia la luz.
Si Picasso era un hombre tan abierto de mente, ¿por qué ahora ella se mostraba tan reacia a la homosexualidad de James y a su relación con Bernard? A decir verdad, no le molestaba verlos juntos, lo que le fastidiaba era tener que compartir a James en ese viaje a Venecia, el único viaje que haría con él. El viaje final. Aunque Bernard se deshiciera en halagos hacia ella e intentara hacerle creer que no se interpondría jamás entre ella y su amigo, no podía evitar encelarse de la sombra de la relación amorosa que había existido entre esos dos hombres.
Tampoco soportaba imaginárselos haciéndose el amor y, sin embargo, no podía evitar evocar constantemente sus desnudos cuerpos fundidos en el acto amoroso.
Por esa razón estaba en ese instante de la madrugada paseando, una y otra vez, recorriendo la forma ovular de la plaza, para apartar la imagen de ambos jóvenes chupándose los sexos, imagen que, con frecuencia, la asaltaba durante el sueño.
Entonces, afloró de nuevo en su cabeza el suicidio de René Crevel, el joven poeta homosexual del que todos se burlaban, al que la mayoría marginaba por homosexual, por flojo, afirmarían los envidiosos. Y se dijo que aquella época tan artística y fascinante se había echado a perder cuando claudicaron ante los nazis, luego cuando decidieron, finalmente, acabar con la bestialidad y borrar el horror del fascismo, pero entonces, en lugar de querer ser libres, se aferraron al terror comunista. Cuando sustituyeron a una bestia por otra. ¿Tuvieron otra opción? Sí, la de la libertad, pero una vez conquistada, como es habitual en los jóvenes, no supieron qué hacer con ella.
O sí, pero la trocaron por el libertinaje, por una sexualidad desenfrenada que sólo sirvió para enroñarse entre ellos y divertir una vez más al enemigo. No supieron combinar la libertad con el deseo. No pudieron hacer del sexo poesía. Lo ensuciaron todo con discursos y política.
Probablemente, Picasso había sido más arrestado que ella, porque supo asumir el sexo de otra manera, de un modo más salvaje, mucho más vivaz y pueril, más emocionante y perdurable, lo mezcló con el placer que proporciona el coraje de sutilizar la hombría, de sodomizarla, y de devenir un ser enteramente sexual.
Picasso, además, despertaba en todos los que lo conocían deseos asombrosos de posesión. De tal modo afectan la valentía y el talento ajenos que al momento sucumbimos al desesperante y angustioso anhelo de poseerlos, de adueñarnos de su existencia.
Así sucedió con Pere Manyac. Dora se divertía con aquellas historias del pasado, tan increíblemente posesivas, de ardiente persecución, atribuidas al galerista homosexual. Éste le ofrecía bastante dinero a Picasso por su trabajo, pero, en consecuencia, no lo dejaba en paz ni un maldito segundo. Hasta tal extremo llegó la historia que Picasso debió fingir que se metía en la cama con su amigo Manuel Hugué para que Manyac lo hallara ocupado en aquellos menesteres tan excitantes, y poco previsibles con Manolo, y de este modo lograr zafárselo de encima.
—¡Dora, mujer! —Ahora James le hacía señas desde la puerta de la basílica de San Marcos.
Sonrió, alegre de poder asistir al espectáculo del joven James Lord reclamándola desde el atrio del templo. Estaba muy cerca, quiso salir corriendo hacia él, abrazarlo, contarle todo lo que había recordado durante ese largo paseo que la había sorprendido madrugadora y matinal, pero se contuvo. No, no debía destruir el hechizo que provocaba el respeto que tanto le había costado establecer entre ella y el eterno aspirante a escritor y a artista, al que había conocido dormido a los pies de Picasso, mientras éste culminaba una de sus mejores obras: la contemplación de la fugaz y atrevida juventud.
Dora era demasiado consciente de que James un día escribiría sobre ella y no deseaba dañar la imagen de pulcra y austera presencia que le había permitido renunciar al surrealismo para convertirse en la sombra existencial de detrás de aquellos rostros atrapados por el lente de Man Ray, y que ya nada tenían que ver con ella. Porque se podría afirmar que aquellos rostros fueron retratados exclusivamente para que Picasso la descubriera, la amara y la pintara. Y ya ninguna historia de aquellas existía, la multiplicidad de su rostro inventada por Man Ray se había evaporado. Nada podía existir, salvo en la intimidad de la memoria. Pensándolo mejor, ni siquiera en esa siniestra promiscuidad de los recuerdos. Nada existía mejor que en la obra en la que Picasso la había inmortalizado.
James gesticulaba con discreción, tierna sonrisa en los labios, como mismo hizo en aquella pequeña tienda del barrio parisino que compartían, cuando lo encontró por segunda vez en su vida.
La boutique se hallaba apenas iluminada. Ella se volteó con el paquete que recién había pagado y atinó a soltar una frase aburrida, bastante banal:
—Volvemos a vernos.
Y él respondió con otra peor:
—Qué sorpresa.
Lo absurdo de la frase no sonó tan ríspido ni fue tan inexpresivo como la locuacidad y la espontaneidad de su indiferencia.