Dora. Venecia, 1958

Llegó a Venecia un primero de mayo. Aún no se había instalado del todo en el hotel y ya lo anotó en la agenda: «Llegué el 1 de mayo, día de los trabajadores». Eran las doce y diez. Parecía que la mayoría de la gente dormía, pues un raro y espeso silencio envolvía la ciudad. Pero no, no dormían, reposaban, tal vez se escondían de ella, supuso que evitaban encontrarse con ella. Sonrió para sí, ¿por qué todo tenía que girar en torno a ella? Al menos eso creía. Sonreía para sí siempre que volvía a sentirse importante para alguien. Se humedeció los labios con la punta de la lengua. Desde hacía varios años conservaba ese gesto para repetirlo en la intimidad y no olvidar que por él Maya Walter-Widmaier, la primera hija de Picasso, la llamaba la Dama Babosa.

Abrió la ventana de la habitación, el sol bañó sus mejillas, cerró los ojos. «Toda historia honesta transcurre siempre a través de una ventana y con los ojos cerrados», se dijo. En noviembre cumpliría cincuenta y un años, recordó de súbito, y desde su cuello la invadió una vaharada de calor.

El rostro rebosó tranquilidad, delineado por la luz, la piel translúcida, los labios levemente apretados, los costados de la nariz aletearon como cuando entró por primera vez en aquel sótano en el que el filósofo y escritor de soberbias novelas eróticas Georges Bataille la recibió rodeado de revistas pornográficas y la invitó a sentarse en el borde de la cama. En ese primer encuentro y en cómo ella supo sentarse en el filo del colchón estaba inspirado el personaje de Xénie, inmortalizado en la novela erótica El azul del cielo.

Le agradó el aroma de la callejuela por la que caminaba, exhalaba un olor perturbador, a muros húmedos, a madreselvas y lirios, a jazmines quemados. Abrió bien los ojos, le habría encantado retratar aquella grieta musgosa. «No, no —se dijo—, olvídalo». Probablemente, si ninguna otra visión posterior borraba y superaba la de ese instante, a su regreso a París montaría una tela en el caballete y pintaría esa hendidura cubierta por una fina y resbaladiza capa verdosa. Empezó a regodearse en la idea de volver a trabajar en el arte. «Arte». Qué palabra tan dura, tan escabrosa. En seguida le abandonaron las ganas de fotografiar o pintar.

—El arte, al fin y al cabo, sólo embellece la verdad. No es la verdad en sí misma. —Suspiró.

Entrecerró las hojas de madera de las ventanas, permitiendo así que un cono reverberante jugueteara encima de la moqueta. Anheló la oscuridad de su apartamento, añoró el sonido del silencio parisino; aquí, en la ciudad de agua, podía escuchar el bramido apagado del mar al ralentí, lo que le daba la sensación de que el agua subiría hasta su garganta y la ahogaría. Mencionó otra vez el nombre prohibido: «Picasso». Su voz seguía poseyendo el tono del canto de un pájaro, como afirmaban Bernard y James. Su voz continuaba siendo hermosa, como la de Xénie.

C et B. —Así llamaban ella y James al malagueño—. Cher et Beau, nuestro «Querido y bello», siempre estuvo celoso de Georges Bataille, su primer amor, el amante iniciático.

Ella jamás nombró por su nombre de pila a Bataille, tampoco a Picasso. Nunca «Pablo», siempre «Picasso». «Los hombres que han ilustrado su apellido no necesitan más de su nombre», subrayó con un destello de su pensamiento.

James y Bernard la recibieron en Venecia, el primero empalagoso, el segundo seductor. Empezaba a repugnarla toda esa convivencia inútil, el hecho de aceptar situaciones intrigantes que no le interesaban lo más mínimo la aburría sobremanera. Pero, al mismo tiempo, no deseaba quedarse sin compañía, sola, no, no era el momento, todavía no.

Catorce años y catorce días atrás, había ingresado en el hospital Sainte-Anne, escoltada (y no acompañada precisamente) por Paul Éluard, Picasso y Jacques Lacan, el eminente psiquiatra y psicoanalista. Quien la registró en los archivos fue Lacan, con un nombre cuya invención hoy la obliga a esbozar una media sonrisa irónica: Lucienne Tecta, Luz Escondida. ¿Querría decir que ella podía llamarse Luz Escondida? ¿Ella, hasta ese momento permanentemente sobrexpuesta como amante de Picasso a todos los ojos, a todos los focos?

Catorce años y catorce días después, más el chorro de electrochoques administrados por el propio Lacan más tarde, Dora Maar aún presentía aquel último vestigio de deseo, o de celo. No había cambiado tanto desde entonces, desde Lucienne Tecta, a quien el único hombre que ella amó y dos de sus mejores amigos internaron en el psiquiátrico Sainte-Anne. De Lacan desconfió al principio, hasta que poco a poco fue ganándosela. No fue así con Éluard. En Paul vio a un hermano. Y Picasso… Pablo Picasso era más grande que Dios. ¿Cómo podía ella no ofrendarle toda su fe? Le dio su vida. Y él hizo con su vida lo único que sabía hacer, la desangró y con su sangre la pintó. Le ofrendó su mente. La mujer que llora, que llora, que llora… Con letanía… la palabra «llora» retumbó en el techo morisco calado y repujado en rojo y dorado.

Después de aquello, creía haber renunciado al deseo. Aunque no del todo, pues en ese instante una leve reminiscencia de placer vibró en sus poros y la erizó de pies a cabeza.

Estudió los objetos a su alrededor, muebles públicos, ordinarios, con pretensiones, copias de antigüedades. Descolgó los cuadros de la pared, los ocultó debajo de la cama. Allí quedaría muy bien un cuadro de Picasso, aquel lienzo en el que ella… Se frotó agresivamente los ojos, sintió sopor… En el que ella aparecía como un animal de acero, como si sus dedos se movieran al ritmo de las hojas afiladas de una tijera, cortando la blusa… El retrato en el que ella llora, llora, llora incesantemente. En todas las pinturas llora, gime para la eternidad.

—No te amo, no siento ninguna atracción hacia ti. —Evocó la frase en la boca del pintor, los labios tirantes y secos, la que le declaró el malagueño desabrido con las pupilas fijas en un óleo. Jubiloso de humillarla.

No había podido borrar aquella frase, expresada con un cansancio brutal. ¿Fue pronunciada con hastío o, por el contrario, en tono febril, como todo lo que surgía de Picasso? Daba igual, había pasado demasiado tiempo… O quizá no lo suficiente. No tanto, no lo bastante. «Quizá no me ha olvidado del todo», vaciló acongojada.

Recordó una de las escenas más dolorosas de su vida. Picasso estaba sentado a una mesa en el restaurante Le Catalan, en la rue Saint-André des Arts, acompañado del fotógrafo de origen húngaro Brassaï y de Gilberta Brassaï, del poeta Paul Éluard y de su amada, Nusch, una mujer tan delicada que parecía que iba a romperse en mil fragmentos, de una belleza rutilante, una hermosura frágil aunque indeleble, semejante a la de una trapecista que deja una estela duradera tras cada uno de sus mortales movimientos en la cuerda floja.

Contó a otras personas, nueve en total, y divisó una silla que la aguardaba. Picasso sonreía, contaba historias extrañamente malditas, hablaba alto, masticaba un trozo de baguette, acababa de pedir un chateaubriand. Él era el centro, no había una sola persona que no lo contemplase como un dios. Él era lo más importante de este mundo y de todos los mundos posibles.

Ella lo había reconocido a lo lejos. Entró lentamente en el restaurante. Habría deseado sonreír, ser amable con los demás, natural, en una palabra, pero no lo consiguió. Sabía que lucía demasiado seria, que estaba a punto de llorar, sabía que Picasso no apreciaría la rigidez de su cara, su pesada presencia, rayana en la tosquedad.

El tiempo vuelve al presente, como en cualquier historia forzosamente surrealista.

Pero ahora se encuentra en el pasado, aquel en el que ella se llamó Lucienne Tecta, en el que está encerrada en un cuarto oscuro, amarrada, los dientes apretados. El cerebro inundado de luces y espumarajos. El dedo del hombre al que amaba hundiéndose en su silla turca. Se sentía muy cansada entonces, dejó de comer, adelgazó. Tenía las nalgas infestadas de agujeros debido a las inyecciones, y los brazos arañados y amoratados. Tuvieron que cortarle las uñas al rente para que no se destrozara los brazos en sus ataques revulsivos contra sí misma. Entonces empezó a arrancarse mechones de pelo y a masticarlos, para luego tragárselos. Vomitaba bolas de pelo, igual que los gatos.

Y si hubiera dispuesto de una llave, una esquirla de cristal, una punta afilada de cualquier objeto cortante, la hubiera enterrado en su cuello, en la vena aorta.

Pero volvamos a aquella mesa, en Le Catalan. Intuía que algo se había roto para siempre. Estaba harta de presentir cómo él se divertía a costa de su ausencia, no soportaba verlo amable con los demás, y mucho menos lo aguantaba cuando se mostraba hosco y pesaroso con ella. Picasso era ese otro personaje embelesado con sus propios devaneos cuando ella no estaba presente: resultaba amable, se comportaba casi tierno. Finalmente, Dora llegó a la mesa, se sentó, después de saludar discretamente, él —Dios— la miró un segundo y continuó hablando, gesticulaba como un loco, exigió airado su chateaubriand. De buenas a primeras, la tocó con la punta del cuchillo en el antebrazo, como diciéndole: «¡Eh, tú, atiéndeme!».

Todavía no sabe por qué, pero, de pronto, Dora soltó aquello de que no lo soportaba más, que no podía quedarse ni un minuto más junto a él, que se largaba, que no lo quería volver a ver… Se dirigió con una energía feroz hacia la calle. Sospechaba que él la perseguiría, pero no demasiado, a lo sumo dos metros, un breve trayecto, mínimo. Se equivocó, él corrió detrás de ella, bastante más distancia de la que había imaginado. La atrapó por los hombros encajándole las pezuñas de minotauro.

Él se extrañó de que ahora aquellos ojos verdosos, los ojos del color del tiempo de Dora, estuviesen secos y rabiosos, que le sostuviera la mirada con dignidad, con una agudeza que le resultaba incómoda, que se debatiera frágilmente por liberarse de aquellas toscas manos aferradas a sus brazos, que luchara, aunque sin aspavientos desmesurados, de manera fría y analizada.

—¡Llora, Dora, llora! —La sacudió violentamente.

Una lágrima brilló cual diamante, al borde del lagrimal.

Él estudió el recorrido de aquella gota, como si un chorro de pintura atravesara la tela de uno de sus cuadros, ¡admirado, arrobado! Su sexo se irguió debajo de la tela de la portañuela del pantalón, erecto y baboso en la punta. Eyaculó al tiempo que la lágrima caía de la barbilla a la pechera de la blusa de la mujer.

Por fin, ella consiguió zafarse de sus potentes púas de puercoespín… Él volvió a atraparla, ella empezó a gimotear, cada vez más contenida, se ahogaba en sus propios gemidos.

No recordaba nada más. En realidad, no deseaba recordar ni un milímetro más de esa lamentable secuencia de ridiculeces que tanto la avergonzaba.

Picasso pidió ayuda, como si fuera ella la que clavaba las uñas y no él.

En efecto, aparecieron Lacan y Éluard, para ayudar a su amigo Picasso. No para asistirla a ella, no. Ella era un estorbo que debían quitar del medio, por el momento, para que el Gran Genio se sintiera liberado. ¡Liberado de ella! Al menos, ésa era la idea que Dora se hizo de lo que le estaban causando, de lo que la obligaron a padecer. ¿Cómo pudo ser tan ingenua? ¿Cómo pudo deprimirse hasta el punto de parecer loca, de enfermar incluso de verdad?

En aquel instante nació La mujer que llora, una secuencia interminable en la obra de Pablo Picasso. Recién sucumbía Dora Maar, la artista, la mujer amada, la amante.

Afuera llovía, como suele llover en Venecia, con una sublime impertinencia que solamente puede parecer creíble en las novelas. Toda el agua de golpe calando hasta los huesos, y los charcos como espejos con el azogue amoscado, salpicado y gastado.

En una ventana, allí arriba, una mujer de agua cerró los postigos.

Con idéntico gesto, años atrás ella había cerrado los postigos de una habitación de hospital. La oscuridad la había sanado, ella, que había sido un ser luminoso, que amaba y prefería la luz, y a la que le agradaba echarse bajo el sol, en los jardines, para fotografiar las nubes, ahora volvía de la oscuridad a la vida, lentamente, regresaba a la razón, por las emanaciones de las sombras.

Todo a su alrededor, bajo esa lluvia, desentonaba con las sombras imaginarias que tanto la habían acorralado y que ahora le tendían la mano, en signo amistoso.

Dora cerró la ventana, pero los conos juguetones de luz continuaron entrando a través de las persianas. Entonces, bajó las pestañas de madera de la ventana con las puntas de los dedos, sin hacer ruido.

—Me había vuelto demasiado nerviosa —susurró. Sus manos temblaron ligeramente.

Estudió las paredes vacías en la media penumbra.

Temió por los cuadros de Picasso que había dejado colgados en su casa de París; sintió desesperadas ganas de regresar, de volver a sentarse en la piel brillante del raído butacón, delante de ellos, se exasperó por contemplarlos y cuidarlos aunque fuera con la mirada perdida dentro de ellos u oculta en cada trazo magistral.

Bajaría en silencio la escalera, sin la maleta, abandonaría todo lo que trajo, escaparía sin ningún utensilio pesado e inútil, sólo le bastaría con llevar el monedero, cogería el vaporetto y retornaría a París. ¡Dios mío, pero cómo pudo dejar esos cuadros abandonados, sin ningún tipo de vigilancia! Había pasado momentos de gran dificultad económica, pero jamás quiso vender la obra importante de Picasso, no se deshizo de uno solo de sus magistrales cuadros. Aunque sí vendió, por precios que hoy darían risa, dibujos y, posteriormente, hasta le daría por vender el famoso Bodegón, que todavía estaba colgado en la sala de su casa. Sí, quizá se decidiera a venderlo en algún momento, pero tendría que ser a algún amigo o conocido, a alguien de verdadera confianza.

Por otro lado, un día moriría y nadie habría para cuidar esa obra, la que Picasso le había dedicado a ella. Su única riqueza era esa obra. ¡Nada, no poseía nada, sólo la obra de Picasso, y ya era bastante! ¡Una tremenda carga! ¿Por qué padecía de necesidades económicas y, por el contrario, se resistía a vender un solo cuadro valioso del artista? Un allegado le preguntó un día, de ese modo tan vulgar, propio de los que creen que la amistad permite cualquier salida de tono, que por qué no mataba el hambre vendiendo los cuadros de su examante; desde ese instante no deseó volver a ver a aquel sujeto, nunca más. No podía ser su amigo alguien que no comprendiera que, más importante que su propia vida, eran aquellas telas exuberantes: sus retratos, los retratos que le dedicara Picasso.

Sola, se sabía cada vez más sola, cada vez encontraba a menos gente; al fin y al cabo, toda aquella soledad era culpa suya, su responsabilidad. La gente, en apariencia tan ocupada, empezó a olvidarla, o no la olvidaron, pero la vida siempre va más de prisa que la memoria. Dora conversaba entonces, demencialmente, con los retratos de cada uno de ellos, de sus antiguos amigos, pintados por Picasso, y también en un ritornello, o en una especie de eterno soliloquio, con los que el pintor había realizado de ella.

Indecisa, abandonó su pequeña maleta, colocó en el centro del cuarto la canasta que llevaba a todas partes a modo de bolso, abrió la puerta, se quedó unos instantes con la mano apretada en el picaporte, con la mente vacía.

Volvió a entrar. Iban a ser sólo cinco días de ausencia, sólo pedía cinco días, a lo sumo ocho o nueve, más el viaje de regreso, no sabía si de regreso se quedarían en el castillo de Balthus. Tal vez ocho o nueve días, como máximo. Nadie en París repararía en su fugaz huida, salvo la conserje del inmueble, siempre metida en lo que no le importa. Le asentaría ausentarse, todo sea por el bien del arte, de la memoria del arte, de su huella en aquella ciudad creada por los iconos de agua: Venecia.

Todavía quería a James y sentía curiosidad por Bernard, ansiaba conocerlo un poco más. Cinco u ocho días de conversación con ambos serían saludables para ella, transformarían los recuerdos de sus vacaciones con James en Ménerbes, en la casa que le había regalado Picasso, las nuevas experiencias desplazarían esas antiguas vivencias. Asumiría ese viaje a Venecia como una forma de escape, de huida, de terapia evasiva. ¿James seguiría sintiendo la misma amistad por ella? ¿Sería verdad que estaba dispuesto todavía a pedirla en matrimonio? Pero ¡qué ilusiones se hacía! James Lord jamás le había prometido casamiento; sí, se lo había insinuado, lo que era bien distinto, una insinuación era muy diferente de una proposición hecha al vuelo, insertada de manera efímera en medio de una banal conversación. De cualquier modo, ella no aceptaría jamás casarse con nadie. Ella se había entregado a él, sólo a Él, así con mayúscula, a Picasso, a Dios. Su Dios.

Regresó al centro de la habitación, deshizo el equipaje, colgó sus vestidos en el armario, destendió la cama, se tiró en el colchón y miró al techo largo tiempo; al rato, cerró los ojos.

Abrir, cerrar los párpados, presente, pasado. Con un gesto imperceptible de los párpados podía pasar de la realidad a los recuerdos, en eso consistía su vida, a eso se reducía: caminar y recordar. Los recorridos de sus caminatas se hacían cada vez más cortos en comparación con la trayectoria incansable de su memoria. Ahora todo no era más que caminar imaginariamente sobre una cuerda floja, debajo de sus pies estaban los arcos de la calle d’Astorg, deformados, que espejeaban líquidos, semejantes a sus fotos surrealistas.

Se quedó medio adormilada y soñó que una niña de cabellos rubios y encrespados reía junto a ella, pero al mismo tiempo empezó a escuchar un llanto que procedía de la puerta de la entrada. Se deslizó levemente por un corredor hacia la puerta. Estaba abierta, y una sombra se escabullía desde adentro, en dirección a la escalera. Ella merodeaba desnuda, los muslos blancos como la leche, los senos bamboleantes, el pelo suelto. Cerró la puerta pesadamente. Volvió a la cama, la niña ya no estaba. Abrió un bote de pastillas y se tragó un puñado entero, se le resecó la boca.

—Dora, Dora…

Llamaban a la puerta.

—Ya voy. —Un calambre le tensó los dedos de los pies, se sentó en la cama con dificultad.

Por fin, acudió apurada al cuarto de baño, decorado con azulejos y losas color flamenco, vomitó. Se aseó. En el espejo, alguien antes que ella había pintado con lápiz de labios: «Just I love you… I killed you…».

De eso se trataba, eso era la vida, justo amar a otra persona, hacer un elogio del otro, para después asesinarlo. Ella se había equivocado, confundió el amor con el erotismo en la época en que conoció y fue amante de Georges Bataille, el que la consagró como amante precipitada en el ardor; luego le tocó el turno a otro tipo de amor, el artístico, el amor con el surrealismo; después llegó el amor definitivo, el gran amor, el amor con Pablo Picasso, y para rematar, el amor con el comunismo. Después de todos esos excesos, sólo podía esperarla al final la desilusión.

El amor no era nada más que simplemente el amor, sin tantos aderezos, y al final, la muerte. Y la vida no debía ser más que eso, amar al otro, ni siquiera esperar nada de su parte. Ni siquiera esperar que lo amen a uno. Su vida era ahora amar a Dios.

Salió de su cuarto refrescada, las manos oliéndole a crema florida, el cuello a colonia añejada. James y Bernard la esperaban en el zaguán. Vestían deportivamente, con colores claros, ambos se veían radiantes. Eran jóvenes, ahí radicaba todo el secreto de aquel extraño fulgor.

Ella, por el contrario, ya iniciaba un camino sin retorno, empezaba a envejecer justo en el momento en que más joven se sentía. Se arrepintió de haberse puesto ese vestido de florecillas diminutas, de fondo azul marino, cuello redondo, creía que la hacía parecer en exceso provinciana. Sonrió, siguió bajando la escalera a saltitos, ellos la dejaron pasar delante.

Emergió a la estrecha calle, y un fresco vientecillo proveniente del canal le cubrió las mejillas, presintió que sus amigos, detrás de ella, la observaban no sin cierta piedad.

—Dora, ¿adónde quieres que vayamos?

—A donde ustedes quieran, o a donde nos lleven nuestras antiguas y nostálgicas huellas.

—Deambulemos, el que no se pierde en Venecia no conocerá bien esta ciudad —comentó Bernard.

—Perdámonos pues… —murmuró Dora.

—Más tarde podríamos ir a cenar a aquel pequeño restaurante pegado al canal, aquel en el que preparan los camarones deliciosamente, con esa salsa rosada veneciana… —propuso James.

Los otros dos asintieron.

Silenciosos, recorrieron las callejuelas extrañamente vacías para aquella época del año.

—Me gustaría conocer el café Florian.

—Ya ves, Bernard —James protestó—, jamás podremos darle una sorpresa. Teníamos previsto desayunar allí mañana, Dora, pero pensamos que era mejor darte la mayor de las sorpresas y llevarte con los ojos vendados…

Dora lo miró con un brillo divertido, pero aún autoritario, en la mirada:

—No se atreva usted nunca a vendarme los ojos. Jamás, jamás… —Durante todos esos años de amistad a veces lo tuteaba y otras se dirigía a él imponiéndole excesivo respeto—. No seré nunca una mujer con la mirada escondida, jamás llevaré la mirada vendada.

Bernard quedó rezagado, James lo esperó, Dora siguió caminando adelantada a ellos.

—Ya lo sé, Bernard, a mí también me asustan esas respuestas intempestivas que últimamente tiene, pero creo que es la edad, está envejeciendo… —susurró James, a quien le fascinaba un punto de envejecer más de la cuenta a la mujer.

Dora caminaba ahora apoyándose en los muros de la callejuela, apresurada. De súbito, se detuvo delante de una vitrina donde el vendedor había colocado diferentes tipos de telescopios, antiguos, modernos, de varios tamaños… Y el rostro de su padre atenazó sus recuerdos convirtiéndolos en desmesuradas visiones.

Mi padre, Joseph Markovitch, había nacido en Sisak, Croacia. Fue arquitecto diplomado en Viena y Zagreb. Llegó a Francia en 1896, cuatro años más tarde fue nombrado comisario del pabellón austro-húngaro de la Exposición Universal de París. Allí encontró a mi madre, Louise Julie Voisin, una pequeña provinciana nacida en Cognac, el 28 de febrero de 1877. Henriette Theodora Markovitch vino al mundo un 22 de noviembre de 1907, en la rue d’Assas.

Es lo que había anotado cuando había querido empezar a escribir sus memorias. Posteriormente rechazó el proyecto porque le pareció inútil y presumido. En ese mismo año de su nacimiento, Picasso pintaba Les Demoiselles d’Avignon.

A los tres años, la pequeña viajó con sus padres a Buenos Aires, sólo recordaba aquella angustiosa sensación de que la tierra se elevaba y que a ella la habían introducido nuevamente en un vientre, de hierro en esa ocasión. Su padre hizo fortuna construyendo monumentos. «¿Quién no recuerda —se preguntó Dora— el notable edificio de siete pisos en la esquina de las calles Alem y Cangallo?». Su padre subía con ella cargada al mirador ubicado en el óvalo dorado y redondo del edificio, la invitaba a contemplar el cielo a través de raros instrumentos ópticos que él había instalado en el pináculo.

—Dora, mirá las estrellas, Dora, mirá qué hermosas. —Su padre había empezado a llamarla por el diminutivo Dora.

Luego el telescopio descendía, y entonces el más mínimo detalle podía apreciarse a través del lente reproducido en dimensiones enormes: los barcos que entraban y salían, que iban a Europa o regresaban, las olas amarillentas, de un anaranjado fluorescente del río de la Plata.

Hasta los trece años vivió en Argentina con sus padres, luego regresaron a París. Durante esos trece años hizo lo que hacen todas las niñas: estudiar, jugar, conocer la vida a través de la existencia de los adultos más cercanos, inventarse historias, soñar cómo sería ella de grande, de quién se enamoraría, qué le depararía el destino. Los adultos más cercanos eran sus progenitores. Como hija única, Joseph y Julie la mimaron, intentaron vestirla con decencia, educarla correctamente y darle una buena educación. Podían permitírselo, tenían recursos económicos, y además lucharon arduamente para ofrecerle una vida plena y serena.

Cada anochecer subía al mirador, acompañada o no de su padre. Se había vuelto una experta en los instrumentos, los ajustaba, iba de uno a otro midiendo las distancias, y contemplaba desde allí las estrellas. A cada uno de los luceros le había puesto un nombre; ahora mismo hubiera deseado recordarlos todos, pero no lo conseguía… Sólo oía lejana la voz de su padre Joseph:

—Dora, no te tapes los ojos ante la enormidad del universo, mirá, mirá…, Dora —se lo repitió tanto que terminó por creer que el mirador, en realidad, se llamaba «miradora».

Un hombre detrás de la vitrina —el dueño de la boutique veneciana— le hizo señas para que se decidiera a entrar, por fin despertó de su ensoñación. James y Bernard paseaban lentamente, a considerable distancia. Se dio cuenta de que los exasperaba con su demora y que debía alcanzarlos.

Pasó por delante de una sombrerería. Su madre también había confeccionado sombreros de lujo en Buenos Aires, pero los sombreros más bien le traían el recuerdo de Picasso. Los sombreros y los pájaros que aleteaban pinchados con un alfiler en los tocados que Dora llevaba en el cabello alborotado, o por el contrario a veces bien peinados, dependiendo de las circunstancias, mientras las lágrimas manchaban las pecheras de sus blusas, en los retratos en los que la inmortalizó.

Sus amigos esperaron impacientes:

—¿Qué nos dices? ¿Te gusta o no Venecia?

Ella asintió.

—Sabía que esta ciudad te hechizaría —acentuó James.

Ella no dijo nada alentador. Él esperó a que ella respondiera, no lo hizo y entonces le reprochó:

—Ya sé, ya sé, tú lo sabías antes que yo lo supiera —reparó el hombre.

—No he dicho nada, me he quedado en silencio para no desilusionarte con una frase cursi o tonta —protestó la mujer mientras se alisaba el pelo color azabache, entre el que empezaban a clarear algunas canas, apenas perceptibles, a ambos lados de la raya que lo dividía.

Siguieron el rumbo impreciso, a veces se detenían en un pequeño puente a contemplar las góndolas, algunas conducían parejas enamoradas, otras iban abarrotadas de familias con niños.

Dora se detuvo ante un vendedor de zapatillas para gondoleros confeccionadas con fieltro, terciopelo y suela cosida, de todos los colores, colores radiantes. Las revisó, las tocó, siguió de largo. Bernard se aproximó, amable, a ella:

—¿Te harían ilusión unas zapatillas como éstas? ¿Qué talla de pie calzas?

—No, Bernard, no las necesito.

Ella nunca necesitaba nada, pero, como a toda mujer, le privaban los regalos, adoraba las sorpresas. Si le decía que sí a Bernard, si confesaba que le habían gustado las zapatillas, para ella el gesto de la ofrenda ya no valdría como presente, sólo sería un ofrecimiento innecesario nacido de un capricho, no sería un gesto dador.

—Únicamente quería saber cómo las confeccionan, cómo las cosen… —respondió, aturdida.

—Pero, Dora, te lo ruego, quiero hacerte un regalo —insistió Bernard.

—No, no, ya te he dicho que no, Bernard, por favor. Te lo agradezco, pero no insistas.

Le molestaba el evidente esfuerzo que hacía el hombre para agasajarla con tal de ganarse un espacio más confiable y holgado entre James y ella. Al menos, de ese modo interpretaba la mujer los constantes impulsos del joven para conseguir que advirtiera su amabilidad.

Su cabeza, su mente, abierta y libre, volvían a volar.

En otros tiempos, quizá ocurrió de otra manera. En otros tiempos, tal vez tuvo mejor carácter, sin duda fue dulce, generosa, atenta, incluso divertida. Pero era consciente de que desde hacía años se había agriado; con frecuencia se percataba de que su rudeza alejaba a los demás. No podía darse el lujo de recordar detalladamente cómo había sido ella antes, así que debía esforzarse para comparar su comportamiento anterior con el actual.

En una época no tan lejana, cuando Picasso era todavía el centro de su vida, no ponía el más mínimo interés en estudiarse a sí misma, incluso había olvidado que la manera en que los otros la trataban dependía de cómo la trataba el pintor, borró incluso cómo habían sido —a veces efímeras y superficiales— sus relaciones amistosas, cada uno de los subterfugios y vericuetos que construyen el laberinto de una amistad. Antes sólo veía a través de los ojos de Picasso, estaba entregada absolutamente a él, a su talento, a sus reclamos. Y Picasso, a causa de su excesiva posesión, consiguió separarla de todo el mundo, le exigía que trabajara única y exclusivamente junto a él, mano a mano, frente a frente, unidos, cosidos.

Aun cuando se reunían con los demás, ella se sentía aferrada psíquicamente a él, aunque no lo estuviera físicamente del brazo del pintor. Aun cuando escuchaba a los demás, aun cuando trataban otros temas de conversación ajenos a ambos, ella ya no dependía de nada ni de nadie más que de él. Y ningún asunto conseguía seducirla y apartarla de su objetivo principal, de su núcleo esencial: Picasso.

Cuando éste empezó a volverse agresivo, siempre fue impulsivo, pero no agresivo de palabra, malhumorado hasta llegar a perder incontrolablemente los estribos, ella también se fue transformando, vaciándose en él como el barro derretido en un molde, y adquirió los rasgos de la personalidad de su amante. Entonces él fue variando a su vez y, por momentos, se daba un aire a Dora. Ella no podía comprender cómo había conseguido robarle la personalidad y apoderarse de todos sus atributos, los buenos, los agradables, los justos… La mujer, por el contrario, había heredado lo peor de su carácter, su pesadez, su mal genio y un sentido efímero de la dulzura y la ausencia de sentimientos sinceros.

—¿En qué piensas? —interrumpió Bernard.

—En nada, es bonito el Gran Canal al atardecer. —Bajó los ojos.

Se encontraban frente al vasto Gran Canal, también sorprendentemente vacío, lo que seguía siendo extraño en un día primaveral tan hermoso.

—Dora nunca confiesa que está pensando en algo —se burló James—. Pero siempre da la impresión de que reflexiona y de que, de súbito, nos asaltará con una andanada de preguntas.

—¿Cuál es la razón de la deserción de la gente? No veo a muchos visitantes. Yo pensaba, imaginaba, que Venecia era muy frecuentada y que estaría abarrotada de curiosos. —Dora retornó la mirada hacia el lado contrario a donde estaba James.

Bernard preguntó en perfecto italiano a un gondolero, y éste le respondió:

—Señor, es el día del trabajo, primero de mayo… e questo… —El joven prosiguió con una extensa explicación hasta que la góndola se perdió por una esquina.

Grazie mille! A rivederci! —voceó Bernard.

—Estoy agotada. Sentémonos en un café. —Su rostro palideció, y finas gotas de sudor le empaparon la frente y el labio superior.

Terminaron, como no podía ser de otra manera, en el suntuoso café Florian. Allí permanecieron un largo rato. Dora observaba, fascinada, cada rincón de aquel mítico sitio que ella definía como «de novela» y que le evocaba los cuadros de Balthus, sin saber muy bien por qué. Bebió dos chocolates con nata y tomó un dulce que parecía una torre de merengue. Allí se quedaron embebidos con el ambiente hasta que el café empezó a repletarse de visitantes extranjeros como ellos, aunque repetían visita, y de verdaderos asiduos, residentes reales. Entonces, empezaron a sentirse como apartados, fuera de sitio, ajenos a la historia y al ritual de la ciudad, por lo que decidieron dar otro paseo. Después de deambular un buen rato, decidieron ocupar una mesa en un gracioso cafecillo próximo al hotel.