James. Paseo en góndola desde la esencia del olvido

La barcaza lo esperó justo en el sitio en el que había quedado con el gondolero en recogerlo. Quiso dar un paseo en solitario y regresar en góndola a donde se había dado cita con sus amigos, en un restaurante próximo al teatro de La Fenice, en la Madonna, un lugar refinado, exquisito, que Le habían recomendado sus amigos parisinos.

Hoy hubiera deseado no ver a Dora, estaba un poco harto de su compañía. De súbito, comenzaba a arrepentirse de haber invitado a la amante de Picasso a acompañarlos.

Pese a que la consideraba su única y gran amiga, no la soportaba cuando se encaprichaba en enfatizar su relación, inmortalizada en la pintura, con la figura imponente de Picasso, más que con Picasso mismo, y odiaba cuando se ponía a relatar una vez más, y precisamente delante de Bernard, el calvario que sufrió con el pintor. Encontraba aquel comportamiento presuntuoso y poco discreto, utilizaba los aspectos más quejosos y lamentables de su relación con el Gran Genio para seducir a Bernard. Habría ansiado olvidarla, tacharla de su existencia.

Sin remordimientos, detestó, por ejemplo, cuando ella se dedicó a contar el inmenso esfuerzo que había significado fotografiar Guernica. Era algo que él ya se sabía de memoria, y que él mismo había contado a Bernard. Pero su amigo quiso aparentar una extrema curiosidad ante aquellas confesiones —algo que a sus ojos lo rebajaba—, entonces toda la belleza de Venecia desapareció de su imaginación para postrar su atención a los pies de la cronista y de sus pobres anécdotas picassianas.

El gondolero interrumpió sus reflexiones preguntándole si conocía la ciudad para, en ese caso, navegar más de prisa o si, por el contrario, prefería que merodeara calmadamente por los canales mientras le explicaba la historia de los diferentes palacios:

—Como usted desee… No tengo ningún apuro.

—En este palacio vivió Giacomo Casanova, el célebre autor de la República de Venecia; su libro Historia de mi vida fue un documento grandioso… —pronunció en engolada y orgullosa oratoria el veneciano. El otro hizo un gesto orondo con la mano para indicar que continuara con otro sujeto, pues ya conocía esa historia.

James, algo perturbado por la perorata del gondolero, se dejó conducir con ese insensato parloteo turístico de fondo, lo que le impedía pensar a sus anchas, pero no podía negar que apreciaba el encantador y musical acento veneciano.

Así, en medio de una extraña serenidad, ambos se perdieron por los recovecos húmedos de la ciudad. Y mientras el gondolero lo iba guiando y le mostraba una a una las mansiones y le indicaba, ahora sucintamente a exigencia del viajero, los personajes que habitaron en ellas y los que todavía vivían allí, James no pudo evitar rememorar algunas escenas del taller de Grands Augustins.

A Picasso, inevitablemente, le gustaba hablar de la «guerra de broma» —drôle de guerre, como la llamaron los parisinos— y de las corridas de toros como si de obras de arte se tratara. Solamente con el bombardeo de Guernica, el 26 de abril de 1937, logró percibir la magnitud de los horrores reales del conflicto bélico. A partir de aquel acontecimiento, tomó conciencia del dolor y la tragedia de la masacre.

Guernica no nació exclusivamente de su notorio narcisismo estético, como había sucedido en otras ocasiones, tal como cuenta Alicia Dujovne Ortiz y como él mismo pensaba narrar en una ocasión en un libro, sino del dolor punzante y real que percibía a través de la correspondencia que le enviaba su madre, en la que le hablaba de esa España hundida en la muerte, y de los continuos reclamos que Dora le hacía para que se implicara como español, como republicano, en la tragedia que vivía su tierra.

Si bien rehuía de la Dora comprometida, activista política a todas horas, fue esa misma actitud de la mujer la que lo precipitó, en un acto de obediencia obligada, a ocupar el puesto que le correspondía como artista y como defensor de la libertad.

El cuadro Sueño y mentira de Franco, terminado mucho antes, no bastaba para representarse a sí mismo la ira personal e íntima que le provocaban las miles de personas que habían sido cruelmente asesinadas y los cientos de heridos y moribundos. «Las guerras se acaban —recordó que le había señalado Picasso en una ocasión—, pero las hostilidades son eternas».

James hubiera querido estar junto a él cuando tomó la decisión de pintar Guernica. En eso envidiaba sanamente a Dora. Pero un hombre obnubilado por el encanto arrollador del artista jamás habría podido presenciar y entender el inmenso trabajo que conllevó la magistral obra, y mucho menos incitarlo a que la llevara a cabo. El miedo paraliza a los hombres, mientras que a las mujeres, las moviliza.

Picasso invirtió una gran energía física y espiritual en aquella obra. Sin embargo, Dora no sólo lo acompañó, además lo aconsejó. James se dijo que él no hubiera sabido hacerlo. Habría sido extraordinario presenciar aquellos momentos en los que el Gran Genio, Cher te Beau, desplegó las inmensas porciones de papel en las que dibujó los bocetos que devendrían los fragmentos de la gran tela. Guernica fue, más que un cuadro, un parto tormentoso. James no hubiera estado a la altura como comadrona.

Nunca antes Picasso había permitido que fotografiaran su trabajo en plena y ardua labor; sin embargo, autorizó a la fotógrafa a hacerlo. Él sabía que no le estaba entregando semejante tarea a cualquiera, que se trataba, en primer lugar, de una gran artista surrealista y, en segundo, de la mujer que lo amaba. Y así lo testimonia la serie de extraordinarias fotos que Dora tomó de Guernica, sobre todo una, aquella en la que Picasso, subido a una escalera, se deja sorprender por el lente de la autora de Silence, una de las mejores obras del surrealismo, en la que las arcadas cercenan los cuerpos de forma minuciosa y tajante, y la media luz, o la sombra en apariencia superflua, fortalece la idea del caos ondulado. En el centro, el cuerpo accidentado de una niña que cruza sus manos encima de la pelvis; la cabeza de una mujer muerta asoma por el borde inferior de la foto, y al fondo un cuerpo gatea hacia el vértigo ungido de concavidades.

James podía apostar que, secretamente, Dora insufló en el Guernica de Picasso el misterio de su obra Silence. Pero lo que más envidiaba el joven era aquel rostro de mujer, tan parecido al de ella, entre el caballo, con la lengua afuera, destripado, adolorido, agónico, y el toro, que representa la reflexión, la contemplación, la perplejidad. Dora fue testigo, cómplice y protagonista. Guernica le debe mucho a su presencia. Presencia que varios años más tarde enervaría a Picasso, porque se daría cuenta de que en aquella serie de fotos se notaban, se ponían ampliamente de relieve, sus numerosas dudas e indecisiones ante aquellos 3,51 metros de alto por 7,82 metros de ancho. Y porque en su pintura más reconocida permanecería reflejada, para la eternidad, la mujer que llora. Esa mujer que llora percibida por la otra mujer que gatea con el niño a cuestas, parecida a aquella tercera que, con anterioridad, se arrastra a cuatro patas en la foto de Dora, en una secuencia magistral de Guernica.

A James le habría gustado aparecer dentro de la gran obra, haber sido inmortalizado como lo fue su amiga. Pero él no debía de tener la grandeza de ella y carecía de su ardor para rellenar esos espacios en blanco, negro y gris.

Dora está en todas partes en Guernica. Su presencia no sólo vibra explícita como la fotógrafa que retrató a Sylvia Bataille llorando en la película El crimen de Monsieur Lange, en la que ambos coincidieron antes de conocerse. En Guernica está en todas las mujeres, ella es todas ellas, es hasta el caballo, y está en cada espacio del cuadro, habitado por espíritus desenfrenados, en un llanto desmesurado.

Para James, Guernica era la obra más importante del siglo XX.

Un cuadro que nunca estuvo destinado a Dora, ni siquiera bajo las peores promesas y mentiras de Picasso. Ni a ella ni a nadie. Ni cuando el pintor le prometió a Marie-Thérèse que aquella obra la pintaba para dársela a ella y a la niña, que estaría dedicada a Maya y a su madre.

La madre de Maya, la Vestal maternal, sin embargo, no advirtió la relevancia de aquella promesa, no se percató de la importancia del cuadro, el que a Dora le había costado tanto esfuerzo que realizara.

—Tú no sabes pintar soles. Los soles te quedan mal. —Dora lo mortificó al estudiar el sol de Guernica, apreciable en la secuencia de fotos que ella había tomado.

El sol se transformó en ojo, y dentro del ojo un bombillo. La idea se la regaló ella. Ése fue el primer paso hacia su perdición. Era imperdonable que quien debió quedarse tranquila, observadora silenciosa en un segundo plano, fuese quien le robara, aunque sólo fuera por unos segundos, el protagonismo creativo. Eso bastó para no perdonarla nunca jamás. Un genio prefiere regalar una obra a tener que agradecer infinitamente el regalo de una idea.

James sabía lo mucho que había sufrido su amiga cuando Picasso rompió con ella, pero reconocía que lo que él consideraba una pedantería de artista, por parte de la mujer, había terminado con una maravillosa relación, de la que él mismo acabó beneficiándose.

—¡Pobre tonta! —espetó—. Ella sola se cavó la tumba. Ella, por pretenciosa y pendenciera, lo alejó. Tendría que haberse conformado con lo que había conseguido, ser la mujer que inspira y no la que interrumpe el trance divino del Gran Genio. Dora nos separó, a ella y a mí, de Picasso. A mí, porque ¿cómo podía yo seguir amando a Picasso si ya él no la amaba a ella, sino a la idealización aterradora que se había figurado de ella?