¿Para qué querría yo estar alegre? Venecia, 1958

James fue vulgar anoche, tal vez yo lo provoqué y no me di cuenta de que lo hacía. Puedo entenderlo, no he sido amable con él estos días.

¿Por qué siempre necesitaré justificar a los hombres?

No, esta vez no lo haré. James se comportó de forma realmente grosera, estuvo inaguantable, y no voy a perdonarlo con facilidad. No merece siquiera que piense un segundo más en ello. De nuevo, su actitud sembró dudas en mí, acerca de la verdadera relación sexual que mantuve con Picasso.

Al principio de nuestra relación, pese al agriado sabor de sus besos, Picasso me hacía sentir muy mujer. Tiempo después, cayó en la rudeza y la rutina bestial.

Que uno de los amantes se vuelva nimio e insolente es lo peor que se puede dar en el sexo compartido entre dos artistas, dos perfeccionistas. La mayor parte del tiempo, yo no sentía nada especial con él, y él sólo sentía placer haciéndome daño.

El primer síntoma que noté fue que dejaba caer las cosas, mis manos no podían sostener ni un vaso. Temblequeaba interiormente o, por el contrario, mi cuerpo se tensaba hasta el espasmo.

¿Y si verdaderamente enloquecí aquel mediodía en el que Lacan y Picasso decidieron ingresarme en el hospital Sainte Anne y someterme a los electrochoques? Lacan fue quien me prescribió el tratamiento y firmó la orden de ingreso, es cierto, pero Picasso no hizo nada para impedirlo. Y Paul Éluard estuvo también allí, apoyándolos a ambos. Soy consciente de que Lacan piensa que yo tuve que elegir entre el confesionario y la camisa de fuerza. Pero eso sólo demuestra que no sabe nada de mí, que no me conoce; hubo un tiempo en que me sometí a los deseos salvajes de los otros, a sus aspiraciones con respecto a mí, sin que contaran conmigo. «No más», me juré a mí misma.

La habitación, muy parecida a una celda, estaba pintada de negro y no tenía ventanas. La oscuridad se tragaba el más mínimo espacio. ¿O, por el contrario, era muy blanca? ¿Era oscura o demasiado luminosa? ¿Cuántos días estuve encerrada, cuántos años? Mi frente y mis sienes se hunden en ese hueco negro absorbido por la memoria, aspirada por una claridad cegadora.

Dejé de hablar, de comer, de soñar. Dejé de amar. Y de vivir.

Me impusieron intercambiar mi nombre. Era algo que todos debíamos hacer en aquel grupo de surrealistas, amigos de tantos años. Confortaba la confianza entre todos, pero… yo ya no era yo. Ni ellos eran ellos. Picasso nos obligaba a jugar a intercambiar identidades, y sexo. Nosotros obedecíamos porque él era el Gran Genio, Cher et Beau, «Querido y bello», el Maestro, Dios. Cuando alguien tenía que transformarse en mí, ese alguien, bajo mi nombre, no podía ser otro, no era nadie más que Picasso, lo que significaba acostarse con él, poseerme poseyéndose.

Los hombres, torso desnudo, se quitaban los calzones. Las mujeres, también con los senos al aire, abrían las piernas y reían a carcajadas. Las parejas se intercambiaban, entretejiéndose en un arriesgado enjambre erótico-surrealista. Picasso intentaba que yo no me mezclara. Me reservaba para él solo. Sin embargo, él podía acostarse con todas las demás mujeres, y ellas con todos los hombres. Entre todos, se amaban y se penetraban. Yo fotografiaba los gemidos de placer, los senos puntiagudos, los labios abiertos, los pubis espléndidos, los penes goteando leche y las bocas a la espera de que el maná celestial del goce las inundara.

Debía contentarme con mirar, con sólo mirar. «Mirá, mirá, Dora…», murmuraba el Gran Genio. Sólo tenía derecho a contemplar los cuerpos soleados, en ocasiones estrellados. Debía fotografiar y obedecer, amaestrada por Picasso, quien disfrutaba sin límites, lo mismo de mujeres que de hombres. Si aquello hubiera sido un ruedo, por primera vez el toro hubiera dejado exhaustos y moribundos a los picadores, a los ganaderos, al público y al mismísimo torero. Mi amante no sentía ni una pizca de ternura, ni compasión, sólo crueldad y avidez. Se le notaba incansable, olvidaba que yo me hallaba observando minuciosamente a través del lente. Omitía que yo estaba allí, viéndolo hacer el amor con nuestras amistades. O tal vez no, tal vez lo hacía a propósito, para enloquecerme aún más. No, no se le olvidaba, más bien era mi presencia la que lo convertía en la fiera sedienta que devoraba sexos, empalaba agujeros, chupaba pezones, clítoris y anos, y permitía también que le hicieran lo mismo a él. Más bien se desbocaba en un remolino de reminiscencias que me excluían porque yo nunca había pertenecido a ellas, sujetas al caleidoscopio de su antigua vida sexual con Fernande, con Eva, con Olga, con Marie-Thérèse y tantas otras.

Man Ray participaba, sólo como espectador, en el juego malévolo y esquivo de la fotografía, junto a mí, sin apenas rozarme. Ahora bien, cuando le tocaba llamarse «Roland Ray» debía atrapar a la bailarina martiniqueña Ady Fideline y hacerle el amor sin descanso, imitando a un adolescente que se estrena desvergonzado. Me entregaba su cámara, y yo debía convertirme en la depositaria de su goce, entonces, sin remilgos, fotografiaba su rostro jadeante. Al rato, echaba espuma por la boca, babeaba y los ojos se le inyectaban, amarillos, como en yema de huevo.

Sí, verdaderamente creí enloquecer durante aquellos mediodías, sufría demasiado el desamor de Picasso, su pasión por los demás, pero fue mucho peor aún cuando empecé a padecer su displicencia, el desdén de su codicia, cuando empezó a inventar excusas para apartarme y excluirme de su roñoso apetito sexual.

Nush venía hacia mí, intentaba quitarme la cámara para que yo me mezclara con ellos y sumara mi apetito a la orgía, pero entonces Picasso se interponía entre ambas. Y yo, sincera y desdichadamente, por aquel entonces ya había perdido la avidez. A Nush le encantaba que Picasso la acaparara, era una especie de ardid para huir del tísico de su marido, para escapar del acucioso Paul Éluard, que empezaba a salivar a menudo y a respirar ruidosamente, desacoplándose del resto.

Picasso colocaba a Nush junto a Valentine Penrose, por el suelo, las besaba en alternancia, pero entonces era Alice Paalen quien se introducía entre ellos, aislaba a Valentine y se adueñaba de su lechoso y lánguido cuerpo. Valentine era una mujer que cortaba la respiración, de tan sensual y deseosa…

Los hombres, como auténticos niños, jugaban a darse almohadazos. Cansada de tanta fútil enajenación, hice ademán de unirme a ellos, aunque sólo fuera para que volvieran a acariciarse, pero Picasso hizo un gesto, como si fuera a darme un manotazo, que me paralizó en el acto. Un recién llegado filmó la secuencia. Finalmente, Man Ray le dejó la cámara y le preguntó, molesto, por qué me trataba como si fuera su hija y no como lo que era, su mujer.

—No tiene ningún derecho a aparecer en esas películas y mucho menos a acostarse con nadie. No es mi hija, pero como si lo fuera, es mi amante, y ya me canso de explicarlo… Sólo está autorizada a mirar.

Mis ojos, humedecidos, brincaron de un cuerpo a otro, ambicionando abarcar esa libertad que los enlazaba. Pero ese baile jubiloso nunca me estuvo permitido.

Apreté las mandíbulas, furiosa, quería gritar y mostrar mi ira, pero al mismo tiempo temía perder a Picasso. Me habría expulsado con sólo sospechar que me recomían los celos y que me moría por poder desatar mis sentidos. Y esa avaricia no respondía a otra perentoriedad que no fueran los celos, no podía llamarlo de otro modo. Era inenarrable, horrendo, me roían desde las tripas y me congelaban el alma. Estaba a punto de estallar, colérica, de echarle en cara que hacía semanas que no hacíamos el amor y que cuando lo hacíamos, no se preocupaba de que yo sintiera la más mínima fruición.

—Tú no tienes que sentir nada, soy yo el que debe hacerlo. —Ésas fueron sus palabras cuando, en una ocasión, me quejé de su falta de interés en que yo me solazara.

—Pero, Picasso, soy una mujer… —Quise explicarme.

—No, tú no eres una mujer. Eres una Reina, con mayúscula, y las reinas no necesitan de esa tontería del placer, ni de nada. Tú sólo dame satisfacción quedándote tal como estás, incólume, perseverante en tu trono de Reina. Deberías comportarte como Paul Éluard…, que me deja hacer con Nush y también se hace el loco cuando Man Ray disfruta de ella… Tú eres una Reina, mi Reina, y ya está, sanseacabó… ¡Sió!

No supe qué contestar, creí presentir un amor muy egoísta y distinto en sus palabras, frustrante, como si de verdad yo fuera su Reina, y mi sitio estuviera muy por encima de los demás, en una especie de mirador, desde donde pudiera contemplar las encandilaciones ajenas del eros, oír los quejidos de los cuerpos desnudos que clamaban por el mío y, en absoluta inexpresividad, apartarme y entregarme al onanismo desde un ámbito celestial.

Debería haber estallado mil veces de rabia. Tal vez, si lo hubiera hecho, no me habría vuelto loca. Pero no lo hice. Picasso exigía que demostrara impasibilidad, que fuera capaz de mostrar amplitud de espíritu y que si los celos retorcían mis entrañas (nunca se refería al corazón, lo consideraba vulgar), que entonces fotografiara, filmara, que ofrendara mi voracidad de una manera más solemne, artística y grandiosa, distante y perpetua, como cuando una Reina, desde su trono, marca con el cetro el límite que la separa de sus súbditos.

La tibieza de aquellos cuerpos dejó de cautivarme, fotografiaba desde una absoluta frialdad; además, para mí era doblemente incómodo porque debía permanecer vestida. Tampoco me apetecía desnudarme. Mi cuerpo, demasiado macizo, me fastidiaba y colocaba a Picasso en una posición de inferioridad, ya me lo había hecho notar: «Estás gorda, y no quiero, de ninguna manera, que te vean así». Mientras que aquellos hombres bastante flacuchentos exhibían mujeres también muy desnutridas, lo que convenía y seguía la moda impuesta, tanto él como yo poseíamos complexiones aparatosamente robustas. A las mujeres les fascinaba el cuerpo de Picasso, pero él sabía que yo empezaba a acedar entre aquellos hombres que, abandonada la moda de la mujer rolliza de los años veinte, comenzaban a sentirse sometidos a la visión adictiva de las mujeres enfermizas y quebradizas con aire infantil y desnutrido, requeridas por una parte de los surrealistas. Un nuevo estilo impuesto por las penurias alimentarias y la escasez de vestimenta provocadas por la Gran Guerra. Picasso prefería que mi cuerpo quedara escondido bajo el manto del misterio. De este modo, sus amigos sólo podrían imaginarme enmascarada tras una enigmática exuberancia que rozaba lo incógnito, como en un cuadro de Gala pintado por Salvador Dalí.

Podía desvestirme y reunirme con ellos, única y exclusivamente, cuando nos encontrábamos en parejas y a poder ser, sólo cuando estábamos con Nush y Éluard.

El poeta intuía la incomodidad de mi situación, percibía mi amargura, podía palpar mi desconsuelo, pero no podía hacer mucho por mí. No podía enfrentarse a su amigo Pablo Picasso, así que se limitó a escribirme un poema, apropiado y pueril, acorde con la amistad que mantenía con el pintor. Una tarde, Nush lo colocó en mis manos, un papel de arroz enrollado y perfumado con unas gotas de colonia de Guerlain. Lo guardé en un antiguo bargueño durante mucho tiempo, después viajó conmigo en el fondo de mi bolso, hasta que, por miedo a que el sobre y el papel se deshicieran, lo añadí a un cartapacio de viejos documentos, y regresó al bargueño:

Figura de fuerza quemante y rebelde,

cabellos negros por donde corre el oro hacia el Sur.

Intratable desmesurada.

Inútil.

Esa salud edifica una prisión.

En Mougins, en los tempranos años de mi vida con Picasso, posaba constantemente para ellos en la playa.

Paul Éluard sugirió que me dejara crecer el pelo y que me peinara con las puntas hacia arriba. Me parecía un poco a Gala, algo que yo detestaba, pero le hice caso y me dejé crecer la melena. Entonces Picasso, eufórico, empezó a pintarme como un loco. Yo tenía que soportar largas horas frente a su caballete, y cuando algo no le salía como él quería, me insultaba:

—Tú no eres una mujer hermosa. Aunque te lo creas, nada es bello en ti. La prueba es que no consigo pintarte cuando estás normal. Si lloras, sí, porque cuando lo haces te pones cómica, y eso me divierte, me alegra y se me suelta la mano. Pero no eres una mujer que suela inspirar a alguien a recrear la belleza, porque de ti no puedo sacar nada digno de lo sublime. Nada en ti es sublime, sólo insólito, eres una mujer cuyos trazos resultan inusitados. Además, ¡qué poca armonía! Abultas todo el lienzo. ¡Y esas puntas espantosas del pelo…!

Éluard escribía, callado, sobornado por su propio silencio y avergonzado por los reproches que su amigo me consagraba.

Por eso, en todos los retratos que hizo de mí aquellos días aparezco llorando. Yo era la mujer que lloraba en los lienzos, pero no me ocurría a menudo en la vida. Mi melancolía no era un hecho real, y a él le importaba poco la realidad. Él revelaba mi rostro al óleo en el lienzo y exclamaba, orgulloso, a los visitantes:

—¡Miren cómo llora para mí!

Yo no tenía nada que ver con lo inaudito, pero sí que estaba llena de rabia. Rabiosa insólita, sí. Presentía que me iba a volver odiosa o que iba a enloquecer. Rabiosa, colérica, adolorida, atormentada, se me resecaron los labios de tanto vomitar y mordérmelos, airada. Pero Picasso no sabía descifrar esa rabia, por mucho que yo ansiara que lo hiciera, para poder, por fin, perdonarlo. Picasso no podía entender por qué mi ceño se fruncía cuando él jugaba a hacerse el fotógrafo, retrataba a Jacqueline Lamba, junto a mí, y nos comparaba. Yo sabía que ella iba a quedar mejor que yo, porque yo no me sentía bella, pero él se encargaba de hacérmelo notar:

—¿No te da vergüenza? No eres como ella, no tienes nada que ver.

Yo ya no sabía cómo era yo, perdí toda perspectiva de mí misma. Recurría al espejo, y el azogue me devolvía una imagen chata, oscura, plena de significados ininteligibles, de códigos y cifras cuya ecuación apenas podía calcular y mucho menos sopesar. Por su culpa, debido a su insistencia en la corporeidad invisible, me convertí en una mujer jeroglífico. De mi cuerpo ya no fluía buena energía. Tampoco yo le entregaba emanaciones perdurables y positivas. Todo lo que de mí fluía lo hacía de a poquito y se evaporaba pronto, sin dejar rastro de mi esencia. Él quiso marchitar mis ansias, triturar mis aspiraciones. Yo acepté, porque yo lo anhelé. Lo permití más caprichosa que enamorada. Mi enamoramiento con Picasso empezó por un capricho, por un experimento surrealista: ansiaba hallar al hombre, al dios, que hiciera de mí una diosa.

Y él lo consiguió.

Con todos los inconvenientes que eso conlleva, fui su diosa. Me utilizó hasta que supuso que ya no quedaba nada de mí que él pudiera explotar y sojuzgar, hasta que me hubo hecho centenares de retratos y hubo decretado con todos ellos que, más que una persona, yo era una figura de su propiedad que debía ser, ad infinítum, altamente valorada.