II — SIN DIFERENCIAS
A todo un alfabeto de gente encantadora,
haciendo una pausa en la G,
en la J
en la M
y, por supuesto,
en la V
Meris observó la oscuridad que quedaba desgarrada y volvía a repararse en el mismo destello cegador que la obligó a cerrar los ojos. Detrás de sus párpados, los oscuros cambios parpadeaban y se desvanecían. Un trueno sacudió la ventana de la cabaña donde ella se apoyaba y la estremeció profundamente. La tormenta había estado preparándose durante toda la tarde, hinchándose en las nubes azules y blancas que se formaban por encima de las colinas, extendiéndose siniestra, sombríamente, hasta impregnar la puesta de sol. El viento no era el mismo que sopla en línea recta, arrancando árboles y rompiendo ramas en las tormentas de verano. Soplaba en varias direcciones al mismo tiempo. Gemía como el viento de la nieve en los aleros de la cabaña. Hendía toda la longitud del cañón a través de las copas de los árboles mientras en los matorrales de más abajo apenas se movía una ramita. Ahora los relámpagos se sucedían tan rápidamente que por las ventanas entraban visiones fugaces del exterior, acompañadas de agudos gritos y golpes súbitos.
Las luces de la cabaña parpadearon, se recuperaron y se apagaron. Meris oyó el suspiro de Mark y el ruido que hacía al mover los papeles.
—Traeré el farol —dijo—. Está en el trastero, ¿verdad?
—Sí. —Ahora, sin la protección de la luz, el relámpago iluminó toda la habitación—. Pero hay que cargarlo. ¿Por qué no esperas a ver si viene la luz? Podríamos contemplar la tormenta...
Lo siento. —Mark apoyó suavemente un brazo sobre los hombros de ella—. Me gustaría, pero no puedo perder tiempo, cada minuto...
Meris apretó su rostro contra el cristal y observó la oscuridad, caótica que cubría la pared del cañón. Aún no estaba del todo acostumbrada a mostrar interés por nada salvo por su pena y su desdicha... a pesar de esos largos meses de mudo dolor que al mismo tiempo habían sido un martilleo de protesta contra las Puertas Doradas y un grito salvaje a Dios. Qué bendito alivio había supuesto poder por fin dejar al bebé, sentir otra vez que la pena empezaba a agotarse como un forúnculo que revienta. Y no porque la pena hubiera desaparecido, pero ahora podía existir una cicatriz para ese golpe que había resultado tan fuerte que podría haber sido mortal. —Cuídala bien —le susurró al brillante destello del relámpago—. Haz que esté segura y feliz hasta que yo llegue.
Se encogió, sobresaltada por el repentino golpe de la lluvia contra el cristal. Él golpe se convirtió en un zumbido; el zumbido en un sonoro rugido y el rugido en un estruendo; y el color desteñido y el fulgor del exterior se disolvieron en una cortina de lluvia.
Mark volvió a entrar en la cabaña y el farol que llevaba en la mano iluminó la habitación con una luz azul y blanca. Colgó el farol de la viga, arriba de la mesa, y se reunió con Meris junto a la ventana.
—La tormenta está a punto de terminar —comentó Meris, acomodándose en la curva del brazo de él—. Ahora simplemente llueve.
—Volverá —le aseguró—. Sólo es cuestión de minutos. —Mark. —El tono de la voz de Meris le llamó la atención—. Mark, mi bebé... nuestro bebé ha muerto. —Ella le ofreció la afirmación como quien ofrece un regalo: era su primera verbalización controlada de lo que había ocurrido.
—Sí, nuestro bebé ha muerto —repitió él, aceptando el regalo. —Esperamos tanto —dijo Meris en tono quedo— y la tuvimos durante tan poco tiempo...
—Pero el tiempo suficiente para que tú fueras madre y yo padre —dijo Mark—. Nos queda eso.
—Ahora que por fin puedo hablar de ella —dijo Meris—, no quiero seguir haciéndolo. Ahora puedo reconocer que se ha ido.
—Oh, Mark! —Meris apoyó la mano de él en su mejilla—. El hecho de que tú me sirvieras de ancla es lo único que me ha impedido... —Yo tengo costumbres arraigadas —respondió Mark, sonriendo—. Pero últimamente me has sacado de encima un peso tan gran' de que ya no puedo servirle de ancla ni a una mariposa.
—¡Te amo, Mark!
—¡Te amo, Meris! —Mark la abrazó con fuerza y la soltó—. Debo volver al trabajo. Me falta tan poco tiempo para el plazo de entrega que no puedo permitirme ninguna distracción. Esta vez tengo que tenerlo hecho a tiempo, o de lo contrario...
El relámpago lanzó un destello contra la pared. Meris volvió a acercarse a la ventana y las tablas del suelo vibraron con el trueno.
—¡Aquí viene otra vez! —Pero Mark estaba ocupado y sus dedos ágiles intentaban recuperar las horas, los días y los meses dedicados a la pena de Meris y al terrible duelo.
Meris ahuecó las manos sobre las sienes e inclinó la frente sobre el cristal de la ventana. En efecto, la tormenta había vuelto y azotaba arbustos y árboles con una furia que arrancaba hojas y ramas pequeñas. Un par de gotas de lluvia golpearon la ventana con la fuerza del granizo. En el mismo momento llegó el relámpago y una enorme explosión que sacudió toda la cabaña.
—¿Golpeó algo cerca de aquí? —preguntó Mark sin interrumpir el repiqueteo de su máquina de escribir.
—Cerca —dijo Meris—. El pino grande de la entrada. Vi volar un trozo de corteza.
—Espero que eso no lo haya matado —comentó Mark—. Ya sabes que el verano pasado perdimos los dos de atrás de esa forma.
Meris intentó ver el árbol en la oscuridad, pero el relámpago ya se había apagado.
—¿Qué fue eso? —preguntó, desconcertada.
—¿Qué? —preguntó Mark.
—Oí que algo caía —aclaró ella—. Entre los árboles.
—Tal vez es la copa de nuestro pino —aventuró Mark—. Supongo que el relámpago hizo algo más que arrancar un trozo de corteza. Bueno, ahí va otro de nuestros árboles.
—Ése es el que tanto les gusta a los arrendajos —le comentó Meris.
La lluvia volvió a caer con fuerza en una oscuridad vertical que descendió por el cristal y los destellos de los relámpagos resplandecieron en la acuosa ondulación.
Más tarde volvió la luz y Meris, encandilada por el brillo, se fue a la cama y corrió la cortina del rincón de la litera, dejando a Mark en el escritorio. Se quedó un rato despierta, escuchando el tamborileo de la lluvia y el murmullo del trueno, casi sin notar el repiqueteo de la máquina de escribir. Tocó cuidadosamente con sus pensamientos el doloroso vacío que había ocupado la insoportable carga de la pena no resuelta. Casi se sentía inútil, sin objetivos, desde que ese dolor dominaba toda su vida. Suspiró contra la almohada. Nuevos propósitos y nuevos objetivos surgirían, tendrían que surgir, para llenar el vacío.
Se despertó repentinamente en algún momento de la eterna oscuridad de la noche y se incorporó en la cama bruscamente. Estiró las mantas hasta la barbilla y se estremeció levemente al notar el aire húmedo de la cabaña. ¿Qué era lo que la había despertado? Volvió a oír el mismo sonido. Jadeó y Mark se movió incómodo, y enseguida quedó totalmente despierto y se sentó.
—¿Meris?
—Oí algo —afirmó ella—. ¡Oh, Mark! Te aseguro que oí algo.
—¿Qué fue? —Mark acomodó la manta alrededor de ella.
—Oí que lloraba un bebé —respondió Meris.
Notó que Mark se aflojaba, resignado, y lanzaba un prolongado y paciente suspiro.
—¡De veras, Mark! —Sus ojos suplicantes brillaron en la semipenumbra—. Realmente oí que lloraba un bebé. No un bebé pequeñito como el nuestro. Pero era una criatura. Y fuera hace frío y está todo mojado.
—Meris... —empezó a decir él, y ella supo que su rostro estaba dominado por la pena.
—¡Escucha! —gritó ella—. ¿Lo has oído?
Los dos se quedaron inmóviles durante un instante y enseguida Mark se levantó y fue hasta la puerta. La abrió de par en par y volvieron a prestar atención.
Oyeron el reclamo del pájaro nocturno y, en algún lugar del cañón, el breve ladrido de un perro, pero nada más.
Mark regresó a la cama, y se zambulló bajo las mantas, temblando.
—¡Ven aquí y caliéntame, cariño! —exclamó, estrechando a Meris entre sus brazos.
—Sonaba como el llanto de una criatura —insistió ella, casi como si hiciera una pregunta.
—Claro que sí —respondió Mark—. Por un instante pensé-Debe de haber sido algún pájaro o un animal del desierto. —Su voz se arrastró en tono soñoliento y sus brazos se relajaron. Meris permaneció despierta escuchando, escuchando la respiración de Mark la noche, el grito que no se repetía. Se negó a esperar el grito que nunca se repetiría y se durmió.
A la mañana siguiente todo estaba tan verde, tan dorado y soleado, tan húmedo— y fresco que Meris sintió las puntas de sus pies sobre el suelo incluso antes de levantarse. Arrancó a Mark del cálido nido de las mantas y le sirvió un copioso desayuno. Se rieron juntos en la mesa y entrelazaron sus manos por encima de los platos sucios. Meris sintió un arrebato de gratitud. Recuperar la risa es como recibir un regalo invalorable.
Mientras lavaba los platos y ordenaba la cabaña, Mark se puso su chaqueta Levi's y salió a comprobar los daños ocasionados por la tormenta.
Meris oyó un grito y la docena de ecos que regresaron cada vez más débiles de las montañas pobladas de árboles. Apartó la cortina de la ventana y miró hacia fuera mientras terminaba de secar una fuente.
Mark estaba persiguiendo algo que revoloteaba al otro lado del arroyo. Las aguas agitadas golpeaban las tablas del puente y Mark chapoteaba con el agua hasta los tobillos en el llano que se extendía al otro lado mientras se agachaba intentando coger algo que se le escapaba.
—Un pájaro —supuso Meris—. Un pájaro enorme empantanado en la tormenta. O derribado por el viento... tal vez herido. —Se apresuró a guardar la fuente y dejó el paño sobre la mesa. Volvió a asomarse. Mark estaba semiescondido detrás del grupo de sauces pequeños que bordeaba la curva del arroyo. Oyó su grito triunfal y luego una exclamación de sorpresa. La criatura que revoloteaba se elevó a toda prisa, quedando fuera del alcance de Mark, y dio la impresión de que intentaba desaparecer en el incesante estremecimiento de los álamos verdes y blancos. Fuera lo que fuese, una mancha blancuzca se elevó entre el verde follaje, volvió a caer y Mark la cogió con firmeza.
Meris corrió hacia la puerta y la abrió de par en par; salió y se estremeció con el aire frío. Mark la vio al girar en la curva del sendero.
—¡Mira lo que encontré! —gritó—. ¡Mira lo que te traigo.
Meris puso una mano sobre el bulto húmedo y embarrado que Mark llevaba en brazos y enseguida pensó: ¿Dónde están las plumas?
—¡Te he traído un bebé! —gritó Mark. Entonces su sonrisa se desvaneció y le entregó el bulto a ella—. ¡Santo cielo, Meris! —dijo, casi sin respiración—. ¡No estoy bromeando! ¡Es un bebé!
Meris echó hacia atrás un pliegue empapado y jadeó de sorpresa. ¡Un rostro! El rostro de una criatura, manchado de barro, con enormes ojos oscuros y rizos oscuros y enredados. Un rostro sereno y alerta que no lloraba. ¿Tal vez estaba demasiado asustado para llorar?
—¡Mark! —Meris apretó el bulto contra su pecho y entró de prisa en la cabaña—. Enciende la estufa —dijo, dejando el bulto sobre la mesa. De inmediato quitó la capa exterior y la dejó caer pesadamente en el suelo. Luego otra capa empapada, y otra más—. ¡Oh, pobre criatura! —se lamentó—. ¡Pobre criaturita, está empapada!
—¿De dónde vendrá? —se preguntó Mark—. Tiene que haber alguna explicación. —Se quitó rápidamente los zapatos empapados y se puso las botas de montaña—. Iré a comprobarlo. Allí fuera tiene que haber algo. —Sus manos hicieron una pausa antes de asegurar el nudo del cordón—. O alguien. —Se puso de pie y se acomodó los téjanos—. Tómatelo con calma, Meris. —La besó en la mejilla mientras ella se inclinaba sobre la criatura, y se marchó.
Los dedos de Meris recuperaron la habilidad mientras lavaba a la niñita, improvisaba un pañal con un paño de cocina y convertía una camiseta en bata, vigilada en silencio por los enormes ojos oscuros que ahora parecían más cautelosos que asustados, y que la observaban como si la criatura estuviera intentando leer sus labios, que se movían rápidamente entonando viejas palabras cariñosas y canturreos. Finalmente, envolviendo el pequeño bulto en su bata de felpilla en lugar de usar la manta, se sentó en el borde de la cama y acunó a la criatura. Acercó una taza de leche caliente a la pequeña boca. Al principio hubo cierta tensión en los labios y luego la boca se abrió, y dos manos pequeñas cogieron la taza y la criatura tragó la leche con avidez. Meris secó la media luna de.leche del labio superior de la niña y sintió que la tensión desaparecía de su cuerpecito mientras el calor de la leche penetraba en él. Los enormes ojos oscuros se cerraron, se abrieron bruscamente, volvieron a cerrarse poco a poco y quedaron cerrados.
Meris se quedó sentada, acunando a la criatura dormida. Sintió que su propio cuerpo quedaba curado y cerró los ojos en una silenciosa oración de agradecimiento; acostó a la niña bien separada del borde de la cama. Luego recogió el montón de ropa empapada y embarrada y cogió el detergente.
Un rato-más tarde, cuando Mark regresó, Meris señaló rápidamente a la niña.
—Está durmiendo —anunció—. ¡Oh, Mark! ¡Imagínate! ¡Una criatura! —Se le llenaron los ojos de lágrimas y bajó la cabeza.
—Meris —dijo Mark en tono suave y le hizo levantar el rostro—. Meris, no olvides que el bebé no es nuestro y no podemos quedarnos con él.
—Lo sé. —Ella empezó a protestar y se apartó el pelo de la frente; sabía de qué quería salvarla Mark—. El bebé no es nuestro... y no podemos quedarnos con él —recitó—. No es nuestro. ¿Encontraste algo o a alguien? —preguntó en tono vacilante.
—Nada —respondió Mark—. Salvo que la copa de nuestro pino sigue allí. Y —su rostro se tensó y su voz adoptó un tono sombrío— que esos gamberros han vuelto a hacer de las suyas. Desde que estuve en la zona de recreo de Beaver Bend han estado allí y han partido todas las mesas en dos y las han tirado al suelo.
—¡Oh, Mark! —Meris estaba angustiada—. ¿Estás seguro de que es la misma pandilla?
—¿Quién más haría algo tan insensato? Son esos chicos. Si algún día los atrapo...
—Una vez lo hiciste —le recordó Meris con una débil sonrisa-y no les gustó lo que tú y el guardabosques les dijisteis.
—El eufemismo de la semana —afirmó Mark—. Y les gustará aún menos lo que va a ocurrirles la próxima vez que los pesque.
—Ya están bastante furiosos contigo —le advirtió Meris.
—Bueno —dijo Mark—, me siento orgulloso de contar con esa clase de gente entre mis enemigos.
—Ese chico, Winstel, no parece uno de ellos —comentó Meris.
—Era un buen chico —reconoció Mark— hasta que empezó a codearse con esos tres del Valle. Lo tienen hipnotizado con ese coche y con todas esas historias delirantes y sus locas aventuras. Supongo que cree que las correrías de ellos por la ciudad poseen un encanto que puede repetirse aquí, en la montaña. Gracias a Dios eso no es posible, pero me gustaría que se enterara de lo que le esta ocurriendo.
—La criatura! —Meris saltó hacia la cama y le dio un vuelco el corazón al darse cuenta de que volvía a tener un bebé en el que pensar. Ambos contemplaron el rostro dormido y sonrosado y fueron a la mesa—. Debe de tener tres o cuatro años —dijo Meris por encima de la taza de café—. Y está sana y bien cuidada. Sus ropas... —echó un vistazo al tendedero en el que la colada se hinchaba y revoloteaba— están bien hechas, pero...
—¿Pero qué? —Mark removió el café en actitud distraída y luego dio un buen trago.
—Bueno, mira —dijo Meris, estirándose hasta la silla—. Mira esto que llevaba puesto. Es como una faja que le cubre también las piernas... como un saco de dormir. Eso no es tan sorprendente pero mira esto. Iba a quitarle el barro antes de lavarla, pero sólo le di un remojo en el agua y salió perfectamente limpia... ¡Y seca! Ni siquiera tuve que colgarla. Y esto no es un material, Mark. Una tela quiero decir. Al menos no se parece a ninguna de las que conozco.
Mark levantó la prenda, y apretó un pliegue entre sus dedos.
—Extraña —dijo.
—Y mira los cierres —señaló Meris.
—No hay ninguno —reconoció él, sorprendido.
—Y sin embargo queda cerrado —añadió Meris, uniendo las dos mitades de la parte delantera por los bordes. Los apretó con fuerza y la prenda quedó cerrada—. Es imposible separarla. Y mira esto. —Separó las dos mitades suavemente, sin hacer ningún esfuerzo—. Al parecer, depende de la dirección en la que des el tirón. Aquí, en la espalda, hay un desgarrón —continuó—. Apuesto a que de lo contrario ella jamás se habría mojado... al menos no con la lluvia —aclaró, con una sonrisa—. Mira, el desgarrón iba desde aquí hasta aquí. —Sus dedos se deslizaron algunos centímetros por encima de la prenda—. ¿Pero ves? —Unió cuidadosamente los bordes de lo que quedaba del desgarrón y deslizó el pulgar por encima. El material pareció fundirse y el desgarrón desapareció.
—¿Cómo descubriste todo esto tan pronto? —le preguntó Mark—. ¿Tienes tu propio laboratorio de investigación?
—Es posible —respondió Meris sonriendo—. Simplemente la estaba mirando. Las mujeres miramos las telas y la ropa con los dedos, ya sabes. Nunca pude elegir la tela para un vestido sin tocarla. Y me pregunto hasta qué punto se notaría la costura si la arreglara. —Sacudió la prenda—. ¿Cómo se las habrá arreglado para correr con esto?
—No lo hacía —puntualizó Mark—. En cierto modo daba vueltas de un lado a otro como un pollo. Al principio pensé que era una criatura con plumas. Cada vez que pensaba que la había atrapado, se me escapaba, saltando y revoloteando por encima de mi cabeza. No sé cómo pudo...
»¡Oh! Encontré un lugar que podría ser el sitio en el que pasó la noche. Es como si ella se hubiera estado arrastrando entre las raíces de la trampa que hay en la curva del arroyo. Hay un agujero apretado, cubierto de hierba y empapado, por supuesto, a pocos centímetros del agua.
—No entiendo lo del revoloteo —comentó Meris—. ¿Me estás diciendo que saltó tan alto que tú...?
—No saltó, exactamente —aclaró Mark.
Un movimiento súbito llamó la atención de ambos. La criatura se había despertado y había empezado a incorporarse, gritando aterrorizada:
— Muhlala! Muhlala!
Antes de que Meris pudiera cogerla, la criatura había salido de la cama revoloteando y arrastrando la bata de felpilla. Quedó suspendida como una mariposa nocturna contra el cristal superior de la ventana, y lo golpeó con sus manecitas, al tiempo que decía entre sollozos:
— Muhlala! Muhlala!
Meris la miró boquiabierta.
—¡Mark! ¡Mark!
—¡No saltó, exactamente! —gruñó Mark, estirándose para coger a la criatura. Cogió uno de los pies descalzos y la hizo bajar, estrechándola entre sus brazos.
—Bueno, bueno, muhlala, muhlala -la consoló torpemente.
— ¿Muhlala? -preguntó Meris cogiendo a la criatura de sus brazos.
—Bueno, eso es lo que ella dijo —respondió—. Tal vez la familiaridad ayude.
—Bueno, es posible —aceptó Meris—. Bueno, bueno, muhlala, muhlala.
La criatura se serenó y miró a Meris.
— ¿Muhlala? -le preguntó, esperanzada.
— Muhlala -respondió Meris con el tono más convincente que Pudo.
Los enormes ojos húmedos la miraron acusadoramente y la cabecita dijo inequívocamente que no, pero se apoyó contra Meris; cuando la niña se relajó, su peso se duplicó súbitamente.
—Bueno, ahora —dijo Mark— volvamos al trabajo.
—¿El trabajo? ¡Oh, Mark! —Meris estaba compungida—. Otra vez he interrumpido tu trabajo.
—Bueno, no todos los días uno encuentra una criatura volando en el bosque. Me las arreglaré, de alguna manera.
Meris ayudó a Mark a reanudar su trabajo y, mientras vestía a la niña con sus ropas secas y le preguntaba «¿cómo te llamas, cariño?, ¿cómo te llamas?», se la llevó fuera de la cabaña para dejar a Mark en paz.
— Muhlala -dijo Meris, sonriendo al rostro sorprendido. La niña la miró y agitó las manos entrelazadas de ambas. —Muhlala! -exclamó, riendo.
—De acuerdo —dijo Meris—, te llamaremos Lala. —Se agachó a la altura de la niña—. Lala —dijo, señalando el pecho de la niña con el dedo—. ¡Lala!
Lala se miró al pecho con expresión solemne, apretando la barbilla con fuerza para ver.
—Lala —dijo y lanzó una risita—. ¡Lala! Ambas caminaron en dirección al arroyo, Lala llevando la delantera aunque firmemente sujeta por la mano de Meris.
—Nada de volar —le advirtió—. No puedo interrumpir a Mark para decirle que te haga bajar de las copas de los árboles.
Lala caminó junto a la orilla del arroyo, mirando atentamente el agua que se movía y haciendo incesantes comentarios en palabras ininteligibles. Meris mantenía su propia conversación, insertándola entre las breves pausas que hacía Lala. De pronto la pequeña gritó con entusiasmo y señaló. Meris miró el agua.
—¡Vaya! —gritó, indignada—. ¡Esos gamberros! Tiran basura en nuestro arroyo sólo porque están furiosos con Mark. Botes... Lala tironeaba de la mano de Meris, intentando llevarla hacia el arroyo.
—Espera un poco, Lala —dijo Meris, riendo—. O harás que las dos nos caigamos al agua.
Entonces jadeó y cogió la mano de Lala con más firmeza. Lala estaba de pie en el agua, y la velocidad de la corriente hacía que ésta se arremolinara contra los costados de sus zapatos diminutos. Intentaba que Meris la siguiera y cruzara el arroyo con ella en dirección al objeto metálico que brillaba en la otra orilla.
—No, pequeña —dijo Meris en tono firme, haciendo que Lala regresara a la orilla—. Utilizaremos el puente. —Así lo hicieron y Lala, impaciente, intento soltarse para correr por el lecho del arroyo, pero Mens la retuvo—. ¡Sin mí, no! —le dijo.
Cuando llegaron al lugar en el que se encontraba el objeto metálico, Mens acomodo a Lala en una enorme roca de granito y volvió a acercarse al arroyo.
—Quédate aquí-le dijo, presionando firmemente sus pequeños hombros—. Quédate aquí. —Se acercó al arroyo. Mientras empezaba a caminar por el agua con los zapatos puestos se volvió para mirar a Lala. La criatura estaba de pie en la roca, evidentemente deseosa de acercarse. Meris sacudió la cabeza—. Quédate ahí-repitió.
Lala arrugó el rostro pero volvió a sentarse.
—Quédate ahí —repitió en tono triste.
Meris cogió el objeto de metal mientras el roce.helado del agua del arroyo le entumecía los pies.
—Debe de ser un recipiente para el agua caliente —dijo con un gruñido mientras se agachaba para arrastrarlo hasta la orilla—. ¿Cómo es posible que lo tiraran aquí? Hemos estado en casa...
La corriente movió el objeto mientras éste se soltaba de la arena del fondo del arroyo. Rodó y estuvo a punto de soltarse de las manos de Meris, pero ella lo cogió y sintió que se le rompía una uña; reanudó la tarea y arrastró el objeto hasta la zona poco profunda. Lo volvió ¡?oca abajo para quitarle el agua.
—¿Un recipiente de agua? —se preguntó, desconcertada—. No se parece a ninguno...
—¿Quédate aquí? —preguntó Lala, entusiasmada—. ¿Quédate aquí? —repitió, saltando encima de la piedra.
Meris lanzó una carcajada.
—Ven aquí —dijo, extendiendo las manos embarradas—. Ven aquí.
Lala se acercó. Meris estuvo a punto de caer al recibir el peso de la criatura. Lala no se había molestado en bajar de la roca y correr hacia ella. Se había lanzado como sí fuera un pequeño cohete, volando hasta quedar a su lado.
Con un meneo abandonó los brazos de Meris y, con la cabeza metida en la cápsula de metal, revolvió el interior y lanzo un grito triunfal.
—¡Deeko! ¡Deeko! —Y le enseñó a Meris su tesoro empapado. Era una muñeca, una muñeca empapada, embarrada y estropeada, pero una muñeca al fin, vestida con una copia en miniatura del traje de Lala que habían dejado en la cabaña.
Lala arrancó los pliegues húmedos de la ropa de la muñeca y emitió sonidos de disgusto mientras le quitaba el barro de la cara. Le mostró la muñeca a Meris, hablándole en tono adulador. De modo que Meris se agachó junto a la niña y ambas desvistieron a Deeko y la lavaron y limpiaron sus diminutas ropas en el arroyo y luego las extendieron sobre la roca, al sol. Lala le dio a Deeko un par de abrazos empapados y la puso también a ella sobre la roca. Antes de la cena Mark se acercó a la orilla del arroyo para ver el objeto metálico. Aún estaba sorprendido por las cosas que Meris le había contado acerca de Lala. Habría quitado el noventa por ciento de lo que ella había dicho si no fuera porque Lala volvió a hacer lo mismo delante de él. Cuando vio el cilindro roto se detuvo, sacudió la cabeza y lo miró fijamente durante un instante. Entonces empezó a hacerlo girar, a explorarlo, sopesándolo y doblando un trozo del metal roto. Luego, se apoyó contra la roca gris y se llevó a los labios con expresión pensativa una ramita seca de pino.
—Vivamos peligrosamente —dijo— y digamos que así es como Lala llegó anoche a los alrededores de nuestra casa. Afirmemos, además, que esto no tiene un origen terrestre. Por lo tanto afirmemos, delirante pero rotundamente, que ésta es una cápsula espacial de algún tipo y que Lala es una extraterrestre.
—¿Quieres decir —jadeó Meris— que Lala es uno de esos hombrecitos verdes? ¿Y que esto es un platillo volante?
—Bueno, sí —admitió Mark—. Es inexacto, pero expresa la opinión general.
—¡Pero Mark! Sólo es una criatura. No puede haber recorrido sola toda esa distancia...
—Y yo diría, además, que tampoco puede haber recorrido toda esa distancia en este vehículo —puntualizó Mark—. Punto uno, no veo nada que se parezca a un motor o a un depósito de combustible, ni siquiera a un artilugio de dirección. Punto dos, no hay provisiones de ningún tipo, ni agua ni alimentos, ni ninguna prueba de suministro aéreo.
—¿Entonces? —preguntó Meris, apartando a Lala de la orilla del arroyo.
—Yo diría, y es sólo una suposición, que esto es una especie de bote salvavidas para un caso de naufragio. Diría que durante la tormenta de anoche ocurrió algo, y que aquí está Lala, la Náufraga.
—¿De dónde vienes cariño? —canturreó Meris mirando a Lala—. ¿Acaso el cielo se abrió y apareciste aquí?
—La estarán buscando —reflexionó Mark—, sea quien sea su gente. Lo que significa que nos estarán buscando a nosotros —Observo a Mens y sonrió—. ¿Qué se siente, señora Edwards al ser buscada por los habitantes del espacio exterior?
—¿Tendríamos que intentar encontrarlos nosotros a ellos? —le preguntó Meris—. ¿Deberíamos llamar al jefe de policía?
—No creo —respondió Mark—. Esperemos un día, o algo así Ellos la encontrarán. Estoy seguro. Cualquiera que tuviera una criatura como Lala removería todo el Estado palmo a palmo hasta dar con ella.
Cogió a Lala y la levantó en el aire, jaleándola. Durante los diez minutos siguientes Mark y Meris llevaron a cabo una alegre persecución intentando hacer que Lala bajara de los árboles. ¡Y del cielo!
Finalmente, la pequeña descendió revoloteando hasta los brazos de Meris y le dio una palmadita en la mejilla al tiempo que hacía un comentario enigmático.
—Supongo —dijo Mark, lanzando un suspiro de alivio— que ella se preguntará cómo es que no la seguimos hasta allí arriba. Bueno, pequeña, tú eres nuestro patito. No te burles de nosotros por no tener los pies palmeados.
Esa noche, Meris acunó a Lala para que se durmiera. Se estiró para taparle los pies descalzos con la manta, pero en lugar de eso cogió uno entre sus manos.
—¿Sabes una cosa, Mark? —dijo suavemente—. Ahora me doy cuenta de lo que dijiste con respecto a Lala. ¡Estabas diciendo que tal vez este pie ha caminado en otro mundo! ¡Parece sencillamente imposible!
—Bueno, entonces piensa esto. —Mark se apartó de su escritorio, se desperezó y bostezó—. Si ese mundo está muy lejos, o la velocidad que alcanzaron no fue demasiado grande, es posible que ese pie no hay pisado jamás ningún mundo. Quizá nació durante la travesía.-Oh, no creo —respondió Meris—, sabe demasiado de... de las cosas para que sea así. Sabe mirar dentro del agua, y tender la ropa para que se seque. Si hubiera vivido siempre en el espacio...
—Hmm. —Mark se llevó el lápiz a la boca—. Tal vez tengas razón, pero tiene que haber otras explicaciones para sus conocimientos Aunque en ese caso la explicación para la existencia de Lala podría ser muy vulgar. —Sonrió ante la sonrisa de incredulidad de ella y volvió a concentrarse en el trabajo.
Meris volvió a despertarse en la oscuridad. Se estiró y sonrió. Qué maravilloso resultaba poder estar despierta en plena noche y sonreír, en lugar de deslizarse inevitablemente en la dolorosa pena y en la desesperación. Qué agradable era poder escuchar la respiración pesada de Mark y el débil murmullo que emitía Lala al moverse en su catre, junto a la cama. Qué tibio y relajante el parpadeo del fuego de la cocina de hierro que trazaba dibujos borrosos sobre el cielorraso y las paredes. Bostezó y empezó a desperezarse, pero se interrumpió. ¿Qué había sido eso? ¿El mismo ruido que la había despertado? Se oyó una cautelosa pisada en el porche, alguien que toqueteaba el picaporte, luego un jadeo audible. Alguien llamó:
—¡Señor Edwards! ¿Está en casa? —La voz era un susurro forzado.
Meris cogió a Mark del hombro. Él se movió, dormido, pero cuando los dedos de ella se tensaron se despertó del todo y prestó atención.
—¡Señor Edwards!
—¡Alguien viene a buscar a Lala! —dijo Meris jadeando y se estiró hacia la niña dormida.
—No, no —dijo Mark—. Es Tad Winstel. —Levantó la voz—. ¡Aguarda un momento, Tad! —Se oyó un grito ahogado en la puerta y se hizo silencio. Mark fue descalzo hasta la puerta y parpadeó al encender la luz; quitó el cerrojo a la puerta y la abrió de golpe—. Entra, muchacho, y cierra la puerta. Hace frío. —Se estremeció y se puso la chaqueta y los zapatos.
Tad entró rápidamente y se detuvo junto a la puerta; abrazó su cuerpo desgarbado y larguirucho. Mark levantó la tapa de la cocina y añadió un tronco de roble.e
—¿Qué te trae por aquí, a estas horas? —le preguntó en tono sereno.
Tad se estremeció.
—Entonces no era usted —dijo—, pero es un problema terrible. Usted me dijo que no me convenía mezclarme con esa pandilla. Ahora se que tenía razón. ¿Pueden colgarme por el solo hecho de haber estado presente? —preguntó con la voz quebrada.
—Ven aquí y caliéntate —sugirió Mark—. ¿Por haber estado dónde?
—En el coche que mató a ese tipo.
—¡Matar! —Mark dejó caer la palanca de la tapa—. ¿Qué ocurrió?
—Salimos en el Porsche de Rick, sólo estábamos paseando viendo que velocidad puede alcanzar en ese camino lleno de curvas al otro lado de Sheep's Bluff. —Tad tragó saliva—. Me llamaron gallina porque empecé a sentir miedo. ¡Y todavía lo siento! El año pasado vi al señor Stegemeir después de que su furgoneta se saliera de la carretera, junto a la piscifactoría, y... no puedo dejar de recordarlo. Bueno, de cualquier manera... —Su voz se quebró y volvió a tragar saliva—. Bueno, ellos lo estaban pasando tan bien que empezaron a ponerse un poco locos y decidieron ir a esa carretera y... —Apartó la vista de Mark—. Querían encontrar la forma de vengarse de usted otra vez. —Entonces empezó a farfullar, en un violento arrebato de terror—. Y de repente apareció ese hombre. ¡Salió de la nada! ¡Apareció en medio de la carretera! ¡Y lo atropellamos! ¡Lo lanzamos fuera de la carretera! Y ellos ni siquiera pensaban parar, pero yo cogí la llave de contacto y los obligué a hacerlo! Los obligué a retroceder y bajé a mirar al hombre. Lo encontré. Todo ensangrentado. Tendido entre los arbustos. Intenté ver por dónde sangraba, y ellos... ¡se largaron y me dejaron allí con él! —gritó, en tono ultrajado—. ¡No les importó un pepino ese pobre tipo! ¡Se largaron y lo abandonaron, y a mí ni siquiera me dejaron una linterna!
Entretanto, Mark se vestía a toda prisa.
—Tal vez no esté muerto —dijo mientras cogía la gorra—. ¿A qué distancia se encuentra?
—Al otro lado del puente del arroyo —respondió Tad—. Veníamos por el Rim. ¿Cree que tal vez él...?
—Ahora lo veremos —repuso Mark—. Meris, dame una de esas mantas del ejército y levanta a Lala del catre. Lo usaremos como camilla. — Enciende el fuego y prepara el equipo de primeros auxilios. —Cogió el farol del trastero y él y Tad recogieron el catre de lona y salieron a la glacial oscuridad.
Lala se agitó un poco; luego se acomodó en el lugar tibio que había dejado Mark y volvió a quedarse dormida en medio de todo el ruido que hacía Meris mientras se preparaba para el regreso de Mark.
Al oír las pisadas de su esposo en el patio, Meris corrió hacia la entrada. Abrió la puerta de fuera de par en par y la sostuvo mientras ellos pasaban con el catre.
—¿Está...? —preguntó.
—Creo que no —respondió Mark con un gruñido mientras dejaban el catre en el suelo—. Aún le sangra el corte de la cabeza y, que yo sepa, los muertos no sangran. Al menos no durante tanto tiempo. Meris, consigue unas gasas y presiona el corte. Tad, quítale las botas mientras yo le quito la camisa y...
Meris levantó la vista del vendaje al notar que Mark se interrumpía bruscamente. Vio que observaba la camisa del herido. Miró a Meris a los ojos y deslizó un dedo por la pechera de la camisa. No había botones. Meris abrió la boca pero él sacudió la cabeza en un gesto de advertencia. Luego, sujetando la camisa cubierta de barro, apartó suavemente los costados, dejando al descubierto el pecho que ahora se movía con evidente dificultad.
Meris siguió vendando la cabeza del hombre, sujetando la gasa en su sitio, pero tenía la vista fija en la cama, donde Lala se había apartado de la luz y había quedado casi oculta bajo la almohada de Mark.
Tad, que seguía intentando quitarle las botas al hombre, dijo: —Yo creí que era usted, señor Edwards. Estuve a punto de desmayarme cuando me abrió la puerta. ¿Quién más podía ser? Aquí no vive nadie más, y no pude verle la cara. Supe que estaba sangrando porque me quedaron las manos... —Se interrumpió al tiempo que una bota caía al suelo—. ¡Y lo empujamos tan lejos! ¡Tan alto! ¡Y yo creí que era usted! —Se estremeció y se inclinó sobre la otra bota—. Estoy curado, se lo prometo, señor Edwards. Estoy curado. Sólo le pido que no lo deje morir. ¡No lo deje morir! —Se echó a llorar desconsoladamente.
—No soy médico —le recordó Mark—, pero no creo que esté muy malherido. Tiene montones de rasguños, pero ese corte de la cabeza parece ser lo más grave.
—La hemorragia casi ha parado —señaló Meris—. Y está parpadeando.
Ella aún no había concluido la frase cuando el hombre abrió sus ojos oscuros y desconcertados y movió la cabeza, preocupado. Mark se inclinó sobre él.
—Hola —le dijo, intentando que el hombre lo mirara a los ojos—. Se encuentra bien. Sólo tiene un corte...
El hombre se quedo quieto. Parpadeó y dijo algo y cerró los ojos antes de concluir la frase.
—¿Qué dijo? —preguntó Tad—. ¿Qué dijo?
—No lo sé —respondió Mark—. Ha vuelto a cerrar los ojos.
Espero que esta vez sea para dormir. Estoy seguro de que no se está muriendo.
Más tarde, satisfecho al ver que el hombre dormía con el pijama que él y Tad habían logrado ponerle, Mark se vistió con ropa limpia e hizo que Tad se lavara y se cambiara la camisa que llevaba, manchada de sangre, por una de franela, limpia.
—Después de buscar al médico iremos a ver al jefe de policía —le informó a Tad—. Tendremos que ocuparnos de esos chicos antes de que se maten o maten a alguien más. Y tu, Tad, tendrás que denunciarlos, te guste o no. Eres el único testigo...
—Pero si lo hago, también yo me meteré en problemas —protestó Tad.
—Mira, Tad —dijo Mark con paciencia—, si te metes en el barro, sales con los pies embarrados. Cuando te enredaste con estos individuos sabías que te estabas metiendo en el barro. Tal vez pensaste que no tenía demasiada importancia. El barro se limpia fácilmente. Y es así con respecto al barro, ¿pero qué me dices de la sangre?
—Pero Rick ya no es un delincuente juvenil... —Tad se interrumpió al ver la expresión tensa de Mark.
—Entonces se han estado aprovechando de eso. ¿De modo que ahora es legalmente responsable? ¡Qué barbaridad!
Cuando se marcharon, Meris volvió a mirar al hombre, que seguía dormido. Entonces se metió rápidamente en la cama, empujó a Lala hacia el costado de la litera, se acurrucó y se abrazó, temblando bajo las mantas. Tomó conciencia del calor que despedía el cuerpo de Lala y sonrió mientras estiraba las manos frías bajo las mantas, acercándolas al cuerpo de la niña.
—¡Que Dios bendiga a esta pequeña estufa! —exclamó.
Se le cerraron los ojos de sueño, pero su mente siguió agitada por el asombro y la excitación. ¿Y si Mark tenía razón? ¿Y si Lala había llegado en una nave espacial? ¿Y si el hombre que dormía en ese catre, tapado con sus mantas y vendado con sus vendas era realmente un hombre del espacio? ¿No parecía increíble?
—Pero —susurró—, ¿acaso no eran monstruos de ojos saltones? ¿No tenían ojos fijos y dentaduras babeantes? —Se rió de sí misma. Seguramente ella lo había mirado con ojos saltones al ver que su camisa no tenía botones.
El doctor Hilf, un hombre alto, vivaz y campechano, llego antes de que Meris volviera a quedarse dormida, de hecho en el momento en que decía Bendice a Mark, bendice a Tad, bendice a Lala, bendice al hombre herido, bendice... Examinó atentamente al callado y colaborador paciente, le puso un vendaje nuevo en la cabeza y en algunos de los rasguños más serios; luego tomó una taza de café y dijo con voz de trueno:
—¡No parece que lo hubiera atropellado un coche! Si le duele la cabeza, dale aspirinas. ¡Es absurdo dar puntos si no es necesario! —Su voz despertó a Lala, que se sentó y lo miró parpadeando, en silencio—. ¡No parece demasiado preocupado! ¡Ya está dormido! Eso es todo un arte. —El médico dedicó a Meris una mirada experta—. Y tú misma pareces volver a la vida, jovencita. Es una buena idea tener aquí una criatura. ¿Tu sobrina? —No esperó la respuesta—. Te ayudará a mantener la casa alegre hasta que tengas otro bebé. —Meris se sobresaltó. Los ojos del médico se suavizaron, pero no. su voz—. Habrá otros —tronó—. Necesitamos descendencia de familias buenas como la tuya y la de Mark. Es un estímulo, si uno piensa en la juventud actual. —Recogió sus cosas y abrió la puerta de par en par—. Mark dice que este individuo es extranjero. No habla inglés. Pero entiende. Comunicadme su nombre en cuanto lo sepáis. Sólo por curiosidad. Mark regresará enseguida. Está esperando que el jefe de policía llame a los funcionarios de menores del condado. —La puerta de la cabaña se cerró de golpe. El coche arrancó haciendo rugir el motor, y Meris se alisó el pelo automáticamente, como hacía cada vez queseaba de conversar con él doctor Hilf.
Volvió a la litera con aire cansado. Jadeó y se tambaleó hacia delante. Lala revoloteaba por encima del desconocido como un ángel sobre la tumba de un cruzado. Miraba hacia abajo; sus pies descalzos se elevaron en el aire y bajó la cabeza para observar al hombre. Meris la cogió de las manos y la apartó de en medio.
— Muhlala! -susurró Lala en tono suave y repitió en voz más alta—: Muhlala! -Luego gimió—: Muhlala! -Y se acurrucó sobre el pecho del hombre dormido.
—Bueno —dijo Meris mientras se dejaba caer en el borde de la litera—. ¡Al parecer, no cabe ninguna duda! —Observó con cierta envidia el extasiado encuentro y escuchó con algo más que curiosidad los extraños sonidos de una conversación que parecía desarrollarse sin pausas notables. Sonrió y le alcanzó al hombre los pañuelos de papel para que se limpiara la cara después de la infinidad de besos húmedos que Lala le dio. Ahora el hombre estaba sentado y sostenía a Lala contra su pecho. Le sonrió a Meris y luego a la niña. Esta miró a Mens y luego dio unas palmaditas en el pecho del hombre.
— ¡Muhla!, Muhlala!-dijo con expresión de felicidad y enterró la cabeza, en su hombro.
Meris se echó a reír.
—No me extraña que te resultara divertido que yo te llamara muhlala -comentó—. Me imagino que significa Lala.
—Significa «papi» —declaró el hombre—. Está muy entusiasmada con la idea de que la llamen «papi».
Meris tragó saliva, sorprendida.
—Entonces hablas inglés —dijo.
—Un poco —le respondió el hombre—. Lo que vosotros me enseñasteis. Oh, me llamo Johannan. —Entonces se encogió y le dijo a Lala algo en otra lengua. Ella protestó pero de todas maneras se apartó de él y regresó a la litera después de darle otro beso sonoro en la oreja derecha. El hombre se secó la oreja y apoyó la cara en las manos.
—No me extraña —comentó Meris mientras se acercaba a la estantería de los medicamentos—. Para el dolor de cabeza, aspirina —Sacudió dos tabletas en la mano y le dio un vaso de agua. El miró la mano de ella y luego la suya con desconcierto.
—Vaya —exclamó Meris—. Bueno, yo también podría tomarme una.
—Cogió una aspirina y un vaso de agua y le mostró al hombre cómo tomarlas.
El hombre sonrió y se tragó las dos tabletas. Dejó que Mens le cogiera el vaso, volvió a tenderse en el catre y antes de que Mens pudiera dejar el vaso en el fregadero se quedó dormido.
—¡Muy bien! —le dijo a Lala; la dejó en el suelo y estiro la ropa de la litera—. ¡Un adulto que río sabe qué hacer con una aspirina. Y ahora —acomodó a Lala en la cama recién tendida—, ahora, mi pequeña-papi, ¿qué te parece si echamos un sueñecito?
Al día siguiente, por la tarde, Meris y Lala disfrutaron con Johannan de la cálida luz del sol, cerca del arroyo. En el claro rodeado de pinos, con el ruido del agua y sin necesidad de conversar, Johannan se quedó adormilado y Lala se dedicó a quitar y poner vendajes a su muñeca hasta que la goma del esparadrapo desapareció. Meris la observaba con esa aguda conciencia que surge a menudo después de la separación no deseada de un ser querido. Entonces, con un chasquido casi audible, llegó el atardecer y las sombras se alargaron repentinamente. Mark salió de la cabaña, estiró el cuerpo agarrotado y siguió su propia sombra hasta llegar a la orilla del arroyo.
—Casi he terminado —le dijo a Meris mientras se acomodaba en el suelo, a su lado—. A finales de esta semana, salvo que se produzca un incendio o una inundación, y al margen de la obstinación del ser humano, podré despacharlo.
—¡Me alegro tanto! —dijo Meris, mientras la felicidad crecía en su interior—. Tenía miedo de que mis tonterías...
—Ahora esas tonterías son parte del pasado —la interrumpió Mark—. El recuerdo ya no se volverá contra nosotros.
Johannan se había sentado cerca de Mark. Le sonrió y le dijo:
—Me alegro de que mi hija y yo no hayamos interrumpido demasiado tu trabajo. Sería una pena que nuestra llegada representara un problema.
—Tienes un dominio sorprendente del inglés, teniendo en cuenta que no es tu lengua nativa —dijo Mark, interesándose súbitamente en Johannan.
—Poseemos habilidad para los idiomas —aclaró Johannan, sin responder realmente a nada.
—¿Cómo demonios hiciste para perder a Lala? —le preguntó Meris, sorprendida por plantear una pregunta tan directa.
Johannan se puso serio.
—Es una historia muy larga... perder a una criatura en una tormenta que abarca la cuarta parte del continente. —Tocó la mejilla de Lala con el dedo mientras ella intentaba pacientemente ponerle a Deeko el esparadrapo gastado—. En parte fue culpa de ella —añadió Johannan, sonriendo de mala gana—. Si no fuera tan precoz... Veréis, no entramos en la atmósfera con la nave grande. Eso habría supuesto demasiadas complicaciones con respecto a las explicaciones y las interpretaciones erróneas, y el verdadero riesgo de enconar militares que no dudan en disparar. Así que para el aterrizaje utilizamos nuestras fundas salvavidas.
—¿Utilizamos? —murmuró Meris.
—Nuestra gente —respondió Johannan sencillamente— Por supuesto, no existe la Grand Central Station del cielo. Somos muy parcos con nuestras idas y venidas. Lala y yo regresábamos porque la madre de Lala recibió la Llamada y lo mejor es llevar a Lala, con sus abuelos.
—¿Su madre recibió la Llamada? —preguntó Mark.
—Para que acuda ante la Presencia —aclaró Johannan—. La época que pasamos juntos fue muy breve. —El pesar quedó reflejado en su rostro—. Movimos nuestras fundas salvavidas —añadió luego de una breve pausa— sin motores. Llevar las fundas salvavidas para atravesar la atmósfera y aterrizar en el cañón es una habilidad de los adultos. Pero Lala es precoz porque posee muchos Dones y Creencias, y durante el descenso logró arrancarse la funda salvavidas sin que yo la viera. La seguí entre la tormenta... —Hizo un ademán y sonrió. Su relato había concluido.
—¿Pero a dónde os dirigíais? —preguntó Mark—. ¿A dónde demonios...?
—A la Tierra —respondió Johannan—. Aquí hay un Grupo del Pueblo. Más de un Grupo, dicen. Sabemos que han estado aquí desde finales del siglo pasado. Mi esposa era de la Tierra. Regresó al Nuevo Hogar en la nave que enviamos aquí para buscar a los refugiados. Ella y yo nos conocimos en el Nuevo Hogar. Yo no conozco muy bien la Tierra... y, aunque fui orientado para localizar el cañón desde el aire, al estar aquí me siento bastante perdido.
—Mark. —Meris se inclinó y tocó la rodilla de su esposo—. Él cree que lo ha explicado todo.
Mark rió.
—Y tal vez lo ha hecho. Quizá nosotros necesitemos algunos años para comprender y ampliar nuestra comprensión. ¿Alguna pregunta,, señora Edwards?
—Sí —respondió Meris apoyando suavemente la mano en el hombro de Lala—. ¿Cuándo pensáis marcharos, Johannan?
—Primero debo encontrar al Grupo —repuso Johannan—.Por eso, si Lala pudiera quedarse. —Las manos traicionaron a Meris—. Sólo durante una breve temporada —aclaró—. Eso me ayudaría...
—Claro —dijo Meris—. No podemos quedárnosla.
—Los chicos —dijo Johannan súbitamente—. Los que estaban en el coche. Había una atmósfera bastante malsana. Fue un accidente por supuesto. Intenté elevarme para quitarme de en medio, pero me cogieron desprevenido. No estaban muy preocupados...
—Lo estarán —le aseguró Mark en tono amargo—. La vista de su caso se celebrará el viernes.
—Había uno —añadió Johannan lentamente— que sintió pesar y compasión...
—Tad —dijo Meris—. El realmente no pertenece...
—Pero se asoció...
—Sí-coincidió Mark—, quien calla otorga.
El estrecho camino bordeado de pinos se curvó detrás del coche mientras la luz del sol parpadeaba sobre el capó como postes pálidos y líquidos. Lala saltaba en el regazo de Meris, haciendo excitados e ininteligibles comentarios acerca del sistema de transporte y del paisaje que pasaba junto a las ventanillas. Johannan iba en el asiento de atrás, callado y totalmente concentrado en su nuevo mundo. El viaje a la ciudad tenía un triple propósito: asistir a la vista de los jóvenes implicados en el accidente, ayudar a Johannan a iniciar la búsqueda del Grupo y celebrar la conclusión del manuscrito de Mark.
Lo habían dejado perfectamente apilado sobre el escritorio, esperando el momento triunfal de envolverlo y despacharlo, después de lo cual Mark tendría muchísimo tiempo libre por primera vez en muchos años.
—¿Qué es? —había preguntado Johannan.
—Su libro —le respondió Meris—. Un libro de texto para uno de esos campos absolutamente nuevos que están en proceso de desarrollo. Ni siquiera logro recordar su nombre, para no hablar de comprender el tema del que trata.
Mark se echó a reír.
Se lo he explicado una docena de veces. Creo que no quiere recordarlo. El libro será utilizado en una docena de universidades como texto... siempre y cuando esté listo para el curso del año próximo. Si no está disponible a tiempo utilizarán otro, y todo el trabajo de varios años... —Observó la expresión de Johannan.
—Demasiado complicado —concluyó Meris. —Oh, sí-coincidió Johannan—. La Tierra se encuentra en una etapa de complicación.
—¿Una etapa de complicación? —preguntó Meris.
—Sí —repuso Johannan—. ¿Ves ese árbol de ahí? Lo sencillo sena decir que es un árbol. Pero surgen las preguntas y uno empieza a analizarlo... células, crecimiento, estructura, hojas fotosítesis, raíces, corteza, anillos, etcétera, etcétera, hasta que el árbol se convierte en una masa de complicaciones. Entonces, por fin con reservas que no pueden superarse, uno vuelve a poner todo en su sitio, recupera la sencillez y dice: es un árbol. Ahora estáis en una etapa de complicación.
—¡Es verdad! —exclamó Mark, riendo—. ¡Es verdad!
—Algún día habrá que volver a poner el mundo en su sitio —declaró Meris en tono grave.
—Amén —dijeron ellos al mismo tiempo.
Pero ahora el libro estaba en la cabaña y ellos habían ido a la ciudad a pasar el día, un día en el que sólo hubo dispersión, desorganización y confusión.
Todo empezó cuando Lala, a pesar de las advertencias de su padre, salió del coche por la ventanilla abierta, lanzándose de cabeza, sin esperar que la puerta se abriera. Un grupo de peatones, cinco, para ser exactos, se reunió a toda prisa esperando ver sangre y muerte, y tras el alivio llegó la ira al ver la risa que encendió los ojos y agitó los rizos oscuros de Lala. Johannan la metió a toda prisa en el coche y la regañó en su lengua, dejando claro con sus breves ademanes lo que le ocurriría si volvía a desobedecerle.
La vista del caso de los chicos le produjo a Meris una sensación desagradable. Rick apareció con los más pequeños en el curso del interrogatorio y estuvo mirando a Mark todo el tiempo, lanzándole miradas de odio. Los padres reunidos formaban un grupo desdichado e incómodo y cada uno reaccionaba según sus criterios personales, y los chicos apoyaban o rechazaban las contradicciones de sus padres. Meris sintió deseos de salir de aquella desagradable situación.
En medio de todo aquello la puerta se abrió repentinamente y Johannan, que se había retirado con la traviesa Lala una vez concluida su breve intervención, hizo señas a Mark y a Meris y les habló en su extraña lengua desde el otro extremo de la sala. Estos salieron de la sala casi corriendo, bajo la atónita mirada del juez; se apoyaron contra la puerta bien cerrada y lo miraron.
Él comprendió su agitación y se disculpó lo mejor que pudo, y luego añadió:
—Tuve una idea. —Se pasó a Lala al otro brazo—. El médico que vino a verme, él... —Tragó saliva y volvió a empezar— Los médicos se relacionan entre ellos, ¿verdad?
—Bueno, supongo que sí —respondió Meris, rescatando a Lala y desenredando su pequeña falda de debajo de su brazo—. Existe una sociedad médica...
—Eso es demasiado grande —dijo Johannan, después de reflexionar—. Quiero decir que el doctor Hilf seguramente conoce a otros médicos de esta zona —preguntó.
—Claro que sí —intervino Mark—. Vive aquí desde los tiempos délos territorios. Conoce a todo el mundo... incluso a muchos veraneantes.
—Bien —dijo Johannan—. Hay un médico que conoce a mi Pueblo. Al menos hace un tiempo existía. Seguramente debe de estar vivo. Conoce el cañón. Él podría orientarme.
—¿Era de esta zona? —le preguntó Mark.
—No estoy seguro de dónde —intentó recordar Johannan-! pero de algún lugar situado a ciento cincuenta kilómetros en una u otra dirección.
—Aquí, ciento cincuenta kilómetros no es mucho —comentó Meris—. Y a menudo tenemos que recorrer esa distancia.
—¿Cuál era el nombre del médico? —le preguntó Mark, cogiendo a Lala, que se había soltado de los brazos de Meris para perseguir un helicóptero que volaba por encima de ellos. La agarró de un tobillo y la arrastró hacia abajo. Johannan la cogió de sus brazos con expresión grave.
—Disculpad —dijo y, sujetando a Lala de un brazo, exactamente delante de él, le hizo levantar la cara y la miró con fijeza. En el breve silencio que se produjo a continuación, la sonrisa traviesa de Lala se desvaneció y su rostro se arrugó de tristeza y luego quedó deshecho en lágrimas. Se arrojó a los brazos de su padre, aferrándolo del cuello y llorando desgarradoramente, con el rostro hundido en su hombro. Él la regañó tiernamente durante un instante en su extraña lengua y luego agregó—: ¿Os habéis dado cuenta por qué es necesario que Lala esté con sus abuelos? Ellos son Ancianos y saben cómo tratar este tipo de precocidad. Por su propio bien, Lala debería vivir con el Pueblo.
—Bueno, cariño —dijo Mark, cogiéndola de los brazos de Johannan— soseguemos tus sentimientos heridos con un cucurucho de helado.
Se sentaron ante una de las mesas de la parte trasera de una de las tiendas de abastos y rieron al ver la reacción de Lala ante el helado; después de acomodarla con dos pajas y un vaso lleno de helado deshecho, reanudaron la conversación.
—La única vez que nombraron a ese médico no mencionaron su nombre y...
Sus palabras fueron interrumpidas cuando la puerta principal se abrió de golpe. Las estanterías temblaron. Un bote de maíz cayó de una estantería y rodó por el suelo.
—¡Malditos veraneantes! —tronó el doctor Hilf—. Se pasan todo el año sentados junto al mar haciendo ejercicios con un cuchillo y un tenedor y luego vienen aquí e intentan escalar los tres mil metros de Devil's Slide en una mañana.
Entonces vio al grupo reunido alrededor de la mesa.
—¡Vaya! ¿Cómo fue la audiencia? —tronó, abriéndose paso rápidamente hacía ellos mientras hablaba. Los tres intercambiaron una mirada de sorpresa y luego Mark dijo:
—No estuvimos cuando se pronunció el veredicto. —Empezó a levantarse—. Iré a telefonear...
—No importa —dijo el doctor Hilf con un rugido—. Aquí viene Tad. —Hicieron sitio para que Tad y el doctor Hilf se sentaran a la mesa.
—Estamos en libertad condicional —confesó Tad—. Sentí que me tragaba Ja tierra cuando el juez acabó con nosotros. ¡Ya estoy harto de esa pandilla! —Reflexionó un instante—. Supongo que volveré a usar mi bici hasta que pueda darme el lujo de comprarme mi propio coche. ¡Caray! —Adoptó una expresión de desdicha al ver los interminables años que le quedaban por delante. ¡Tal vez incluso cinco!
—¿Qué me dices de Rick? —preguntó Mark.
—Le retiraron la licencia —respondió Tad, incómodo—. Pero sólo por seis meses. Señor Edwards, le aseguro que ahora está furioso con usted. Supongo que ha decidido culparlo a usted de todo.
—Tendría que haber aprendido hace tiempo a culparse asimismo de sus propios errores —sentenció Meris—. Rick se había echado a perder incluso antes de llegar aquí.
—Probablemente Mark es el primero que le hizo comprender que no era más que un mocoso —dijo el doctor Hilf—. Y eso es suficiente para provocar odio.
—¡Caminar otra vez! —murmuró Tad—. ¡Muy bien! ¡Al demonio con el volante!
—Bueno, ya que has renunciado a los placeres del mundo, de la carne y de los Porsche —dijo Mark sonriendo—, tal vez puedas pasar el rato aprendiendo cosas sobre coches antiguos. Por aquí hay muchos que todavía funcionan.
—¿Coches antiguos? —pregunto Tad—. Nunca oí hablar de ellos. ¿Son importados?
Mark se echó a reír.
—Espera. Te daré una revista. —Seleccionó una del revistero que tenía detrás y la arrojó delante de Tad—. Toma. Léela. Ahí podría haber una luz que ilumine tus aburridas noches.
—Doctor Hilf-dijo Johannan—. Me pregunto si usted podría ayudarme.
—¡Habla inglés! —bramó el doctor Hilf—. ¡Creí que era extranjero! ¡No da la impresión de necesitar ayuda! ¿Dónde está el vendaje.de su cabeza? ¡No es posible que ya se haya curado!
—No me refiero a ayuda médica —puntualizó Johannan—. Estoy intentando encontrar a un médico amigo mío. Lo que ocurre es que no sé cómo se llama ni dónde vive.
—¿Sabe en qué Estado vive? —preguntó el doctor Hilf con una carcajada.
—No —confesó Johannan— pero sé que es de esta zona y pensé que tal vez usted lo conocía. En el pasado él ayudó a mi Pueblo.
—Y su pueblo está... —dijo el doctor Hilf.
—Disculpen, amigos —interrumpió Tad, estirando sus largas piernas y doblando la revista—. Ahí está mi padre, listo para marcharse. Ahora voy a pie. Me tienen que llevar a todas partes como a un niño. Gracias por todo... y por la revista. —Se alejó con expresión de desaliento.
El doctor Hilf estaba esperando a Johannan, que se miraba las manos atentamente.
—Sé muy poco —dijo Johannan—. Ese médico curó a un niño que tenía una fractura de cráneo. Lo operó en el desierto, sólo con el instrumental que llevaba encima. —El doctor Hilf miró a Johannan parpadeando y luego apartó la mirada—. Pero eso fue muy lejos del sitio en el que encontró a uno de los nuestros que sabía crear música y que lo pasaba mal porque no sabía quién era.
El doctor Hilf esperó que Johannan continuara con su explicación. Al ver que no lo hacía, frunció los labios y canturreó pensativamente.
—No puedo agregar demasiado —dijo Johannan finalmente—. ¿Pero hay muchos médicos que vivan en el desierto de esta zona?
—Ninguno —le aseguró el doctor Hilf—. Yo soy el único si se me permite la expresión. Por aquí, un enfermo tiene tres posibilidades: morirse ponerse bien por sus propios medios o llamarme a mí. Su médico debía de ser de alguna otra ciudad.
El desconsolado grupo regresó al cañón. Su humor afectaba incluso a Lala, que se quedó callada y quieta en brazos de Meris y adormilada por el ronroneo del coche.
De pronto Johannan se echó hacia delante y apoyó la mano en el hombro de Mark.
—¿Quieres parar, por favor? —dijo. Mark salió del camino en cuanto pudo y se abrió paso con pericia entre los robles y los pinos pequeños—. Dejadme coger a Lala. Lala se acercó a la parte de atrás del asiento sin necesidad de que nadie la levantara. Johannan la sentó en sus rodillas—. Nuestro Pueblo posee una memoria racial sumamente desarrollada —comentó—. Por ejemplo, yo tengo acceso al conocimiento que cualquier persona de nuestro Pueblo ha adquirido desde el Comienzo Brillante y, en menor medida, a todo lo que le ha ocurrido a cualquiera de ellos. Por supuesto, a menos que uno haya estudiado la técnica de la evocación, resulta difícil adquirir conocimientos del pasado, pero allí están, disponibles. Voy a ver si logro que Lala recuerde para mí. Tal vez su precocidad incluya también la capacidad de recordar. —Miró a la pequeña, que estaba entre sus brazos, y sonrió—. No será nada espectacular —dijo—, ni habrá ojos encendidos. Me temo que será aburrido para vosotros, sobre todo porque nos comunicaremos en silencio. El lenguaje hablado de Lala sufre un retraso con respecto a sus otros dones. Puedes seguir conduciendo, si quieres. —Se echó hacia atrás, con Lala en los brazos. Daba la impresión de que los dos estaban dormidos.
Meris miró a Mark y Mark miró a Meris, y Meris sintió un incontenible deseo de echarse a reír. Habló a toda prisa para evitarlo.
—Tu manuscrito —dijo.
—Tengo una caja para guardarlo —repuso Mark, volviendo a entrar en el camino—. Chip me consiguió una cuando tu te llevaste a Lala al lavabo. Si hubiera sido hecha a medida, no podría ser mejor. Qué peso... —Bostezó, repentinamente aliviado—. Qué peso me he quitado de encima. Me alegraré cuando lo haya entregado. ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios está terminado.
El coche estaba llegando a Rim cuando Johannan se movió y Lala lanzó un débil gorjeo de alivio. Meris se volvió para mirarlos con curiosidad.
—¿Puedo salir? —pregunto Johannan—. Lala ha recordado lo suficiente y creo que mi búsqueda no me llevará demasiado tiempo.
—Te llevaré en coche —dijo Mark, mientras frenaba a un costado del camino.
—Gracias, pero no será necesario. —Johannan abrió la puerta y, después de abrazar con fuerza a Lala y decirle una o dos palabras en su lengua, bajó—. Tengo los medios necesarios para llegar. Si queréis cuidar a Lala hasta mi regreso.
—¡Por supuesto! —dijo Meris, estirándose para coger a la niña que flotó desde el asiento de atrás hasta sus brazos en un único movimiento—. Que Dios te bendiga, y regresa pronto.
—Gracias —dijo Johannan y se internó entre los arbustos del costado del camino. Vieron unas ramas que se agitaban, el movimiento de un hombro, oyeron el golpe de un pie y contemplaron la figura de Johannan que se elevaba contra el azul y el blanco del cielo de la tarde y quedaba oculto por las ramas más altas de los árboles.
—¡Caramba! —Meris se agachó al recibir el peso del cuerpo de Lala—. Mark, ¿éste es un caso de folie a deux, o está ocurriendo realmente?
—Bueno —respondió Mark mientras volvía a poner el coche en marcha—. Dudo de que nosotros dos tuviéramos la misma alucinación al mismo tiempo, así que supongamos que está ocurriendo realmente.
Cuando por fin llegaron a la cabaña y apagaron el motor, se quedaron un rato sentados disfrutando del sosegado y activo silencio de la colina. Con la suave calidez de Lala contra su cuerpo y el precioso retorno de las cosas externas, Meris se estremeció al recordar sus días de agonía, cuando había pasado tantas horas mirando por las ventanas, llorando sin lágrimas, gimiendo en silencio, asolada por la desdicha. Se echó a reír y abrazó a Lala.
—Tal vez tendríamos que conseguir una correa para esta personita —le dijo a Mark—. Creo que yo no podría seguir los pasos de Johannan.
—Primero cenaremos —dijo Mark mientras toqueteaba el candado de la puerta de la cabaña. Sorprendido, miró a Meris por encima del hombro—. Está roto —dijo—. Forzaron la puerta... —Abrió la puerta a toda prisa y se quedó paralizado en el umbral Meris o empujo para mirar el interior.
El interior estaba nevado, la nieve lo cubría todo: una nieve manchada y arrugada de papel, harina, azúcar y detergente Cada centímetro de la cabaña estaba sembrado por el manuscrito destrozado, empapado, desgarrado y arrugado de Mark, quien se agachó lentamente, como un anciano, y levantó una página. El detergente y el jarabe de arce se mezclaron, pegados y coagulados, y se deslizaron por el borde de uno de los diagramas que le había llevado dos días completar. Dejó que la página cayera al suelo y avanzó arrastrando los pies, hundido hasta los tobillos en el obsceno e increíble caos. Meris apenas reconoció el rostro que se volvió para mirarla.
—He vuelto a perder a nuestro bebé —dijo en tono tenso—.
Esto... —señaló el revoltijo de papeles que los rodeaba— esto fue mi llanto y mi sustituto de la desesperación. Mi creación en respuesta a la muerte. —Quitó un montón de papeles de la litera y se desplomó en ella; se quedó inmóvil, con la cara vuelta hacia la pared.
En las horas que siguieron, Mark no dijo una palabra ni se volvió. Meris pensó que tal vez dormía a ratos, pero no le dijo nada mientras se desplazaba con cautela entre el revoltijo de papeles. Debajo de la alacena encontró, milagrosamente intactas, las páginas correspondientes a un capítulo y medio. Con sumo cuidado rescató otro montón de hojas de la parte superior de la alacena, donde habían quedado desparramadas. Mientras ella buscaba y despejaba el desorden, Lala se quedó sentada, extrañamente tranquila y con expresión solemne; la observó y se agachó sólo una vez para salvar a Deeko de una montaña de azúcar y detergente y chascó la lengua con expresión desdichada mientras limpiaba la muñeca.
Era tarde y hacía frío cuando Meris puso la última hoja arruinada en la enorme caja de cartón en la que habían trasladado a casa los aumentos, y la última hoja recuperable sobre el escritorio. Miró en silencio el desorden de la caja y el delgado montón que había sobre el escritorio, se estremeció y se volvió para avivar el fuego de la cocina. Su boca se tensó y el repentino destello del papel quemado y amontonado en la cocina.tino su rostro de vejez y dolor. Movió el rescoldo con la palanca de la tapa y acomodó el fuego. Preparó la cena, le dio de comer a Lala y la acostó. Luego se sentó en el borde de la litera de abajo, junto a la espalda rígida de Mark, y lo tocó suavemente.
—La cena está lista —dijo—. Después necesitaré un poco de ayuda para fregar el suelo, las paredes y los muebles. —Sus palabras quedaron estranguladas por un sonido que era una mezcla de risa y gemido—. Está todo lleno de detergente. Quedaremos invadidos por las burbujas.
Durante un terrible instante tuvo miedo de que el no le respondiera. «Igual que yo —pensó con dolor—. ¡Igual que yo!» Entonces él se incorporó lentamente, se pasó el brazo por el rostro y por el pelo y se levantó.
Cuando por fin tiraron el último cubo del agua de fregar y colgaron el último trapo, Meris se pasó las manos arrugadas por los costados del cuerpo y dijo:
—Mañana empezaremos otra vez con el manuscrito.
—No —dijo Mark—. Todo ha terminado. Esos chicos destrozaron incluso las copias de papel carbón. Me llevaría semanas volver a escribirlo, y eso en el caso de que pudiera hacerlo. No tenemos semanas. El permiso que me concedieron en el trabajo ha terminado y el plazo máximo para entregar el manuscrito es la semana próxima. Tendremos que considerar esto como algo perdido. Que el pasado muerto entierre a los muertos.
Se fue a la cama, y se quedó de espaldas a la luz. Con la vista nublada por las lágrimas. Meris reunió las páginas arrugadas que habían aparecido en la parte de atrás de la litera al apartar las mantas; las alisó sobre la pila del escritorio y también ella se acostó.
Durante los dos días siguientes Mark pareció un anciano. Se sentaba apoyado en la pared de la cabaña, al sol, con los brazos sobre los muslos, las manos colgadas, y miraba la nada que los ancianos y las personas acabadas descubren en el suelo. Se movía lentamente y de mala gana hasta la mesa para toquetear la comida, se echaba en la cama, respirando con dificultad pero con los ojos abiertos en la oscuridad, y hacía lo que Meris le pedía y en medio de la tarea se olvidaba de lo que estaba haciendo.
Al principio Lala lo seguía, hablando en su extraño idioma con el ritmo de costumbre, se apoyaba contra él cuando él se sentaba y observaba su rostro indiferente. Luego dejó de hablarle y lo seguía sólo con la mirada. El tercer día la niña se echó en brazos de Meris llorando y sollozó inconsolablemente sobre su hombro.
Entonces las lágrimas cesaron, brillaron durante un instante en sus mejillas y desaparecieron. Se apartó de los brazos de Meris y se acerco a la ventana. Coloco una silla pegada a la pared, subió a ella apretó la frente contra el cristal frío y miró fijamente el atardecer.
Tad paso por allí en su bicicleta, entusiasmado con la nueva idea de los coches antiguos.
—Caray, hay recambios de un montón de estos coches por todas partes —gritó, agitando la revista ajada delante de Mari— ¿Y ha visto todo lo que piden por algunos de ellos? ¡Caray, podría pagarme los estudios vendiendo recambios usados que puedo encontrar en el vertedero! Y por aquí todavía funcionan esas cosas antiguas. Kiltie tiene un modelo... ¡Usted lo ha visto! ¡Todas las semanas lo lustra como si fueran unos zapatos nuevos! Y detrás de nuestro establo hay un viejo Overland descapotable y está ahí tirado, estropeándose...
Entonces se dio cuenta de que Mark seguía en silencio y preguntó, preocupado:
—¿Qué ocurre? ¿Está furioso conmigo por algo?
Como Mark seguía guardando silencio, Meris respondió:
—No, Tad, no se trata de algo que has hecho tú... —Lo llevó afuera, aparentemente para que la ayudara a llenar la leñera, y le informó de lo ocurrido. Cuando regresaron, cargados con la leña, él la dejó y miró a Mark.
—Caray, señor Edwards. ¡Caray! —Recogió la revista y la gorra, caminó arrastrando los pies y dijo—: Bueno, ahora me voy. —Y salió, dedicando una sonrisa a Meris.
Lala seguía mirando por la ventana. No se había movido ni había emitido sonido alguno mientras Tad había estado allí. Meris estaba asustada.
—¡Mark! —le sacudió el hombro suavemente—. Mira a Lala. Hace casi una hora que está así. No me presta la más mínima atención. ¡Mark!
Poco a poco, Mark volvió a fijar su atención en Meris.
—¡Gracias a Dios! —exclamó ella—. Empezaba a pensar que era yo la que estaba perdida.
En ese momento Lala bajó de un salto de la silla y se fue al lavabo; había tenido tanto tiempo la frente apoyada contra el cristal que le había quedado una marca redonda y roja.
—¡Muy bien! —Meris estaba encantada—. Debe de ser la hora de cenar. Otra vez estamos todos reunidos. —Empezó a preparar la cena. Lala se movía de un lado a otro con ella, poniéndose en ei medio, y convirtiendo su ayuda en un obstáculo.
—¡No, Lala! —ordenó Meris—. Ya te lo dije una vez. Sólo tres platos! Toma, pon el otro allí. —Lala cogió el plato, esperó pacientemente hasta que Meris se volvió hacia la estufa y, levantando ambos pies del suelo, volvió a poner el plato en la mesa. El suave chasquido de los platos y los cubiertos llamó la atención de Meris—. ¡Oh, Lala! —gritó, un poco divertida y un poco exasperada—. Bien, de acuerdo. Si no sabes contar, muy bien, pondremos cuatro. —Dio un respingo y dejó caer un tenedor al oír un golpe en la puerta que incluso sobresaltó a Mark—. Algún visitante hambriento —dijo riendo nerviosamente mientras recogía el tenedor—. Bueno, hay comida suficiente.
Se acercó a la puerta mientras el temor aumentado por la violencia insensata se deslizaba por su espinazo; pero Lala se le adelantó, revoloteando como un pájaro, piando como un pájaro excitado contra los cristales de la puerta, toqueteando el picaporte y la cadena de seguridad que Meris había insistido en instalar. Ésta la soltó, quitó el cerrojo y abrió la puerta.
Era Johannan, que miró con expresión ansiosa y preocupada; entró rápidamente y levantó en brazos a Lala, que chillaba. Cuando por fin logró tranquilizarla se volvió hacia Meris.
—Lala me dijo que regresara —dijo—. He encontrado a mi Grupo. Ella me contó que Mark estaba enfermo... que había ocurrido algo malo.
—Sí —reconoció Meris mientras removía el guiso y lo sacaba del fuego—. Mientras no estábamos vinieron ésos chicos y destrozaron el manuscrito de Mark. Y Mark... Mark está desesperado. Ha perdido todos estos meses de trabajo por una estúpida y vengativa... —Apartó la mirada del rostro curioso de Johannan y volvió a remover el guiso.
—Pero —protestó Johannan— si fue escrito una vez, él aún lo tiene en la cabeza. Puede volver a hacerlo.
—El problema es el tiempo. —La voz ronca y áspera de Mark interrumpió a Johannan—. Y volver a escribirlo a partir de mis notas... —Sacudió la cabeza y hundió los hombros.
—¡Pero... pero! —exclamó Johannan desconcertado; dejó a Lala a un costado y ésta quedó suspendida en el aire, acunando Deeko, y luego se deslizó hasta el suelo—. ¡Está todo ahí! ¡Ha sido escrito! Y es un todo. Lo único que tienes que hacer es volver a ponerlo en papel. Tu trazador de palabras...
—No lo recuerdo todo —señaló Mark—. Y aunque así fuera, sólo ponerlo otra vez en papel... ven a ver nuestro «trazador de palabras». —Esbozo una débil sonrisa mientras Johannan tocaba el mecanismo de la maquina de escribir y protestaba con expresión desdichada; su forma de protestar se parecía tanto a la de Lala que Meris estuvo a punto de echarse a reír—. ¡Cuánta lentitud! ¡Cuántas complicaciones!
Johannan observó a Mark.
—Si quieres, mi Pueblo puede ayudarte a volver a hacer tu manuscrito.
—Se ha acabado —dijo Mark—. ¿Por qué lamentarse más? —Se volvió hacia la oscuridad de la ventana.
—¿Valió la pena el esfuerzo de escribirlo? —preguntó Johannan.
—Yo pensaba que sí —dijo Mark—. Y otras personas también lo pensaban.
—¿Habría servido para un propósito útil? —preguntó Johannan.
—¡Por supuesto que sí! —Mark se apartó de la ventana con expresión airada—. Cubría un área que había que cubrir. ¡Era algo nuevo... el primer libro que se escribe sobre el tema! Se volvió otra vez hacia la ventana.
—Entonces —dijo Johannan—, volveremos a hacerlo. ¿Tienes bastante papel?
Mark se volvió y lo miró con ojos brillantes. Meris se detuvo entre ambos.
—Este verano regresé de la muerte —recordó—. Y tú encontraste un bebé para mí y lo hiciste bajar del cielo cogiéndolo de un tobillo. Johannan se fue a buscar a los suyos flotando entre los árboles. Y una criatura de tres años lo hizo regresar apoyándose contra la ventana. Si todo esto puede ocurrir, ¿por qué Johannan no podría devolverte tu manuscrito?
—Pero si él lo intenta y no puede... —empezó a decir Mark.
—Entonces dejaremos que el pasado entierre a los muertos —afirmó Meris bruscamente—, ¡cosa que hasta ahora no has permitido que ocurriera!
Mark la miró fijamente y, apenado, se ruborizó.
—De acuerdo —respondió—. Removamos el esqueleto y dejemos que él lo devuelva a la vida, si es que puede.
Las cuatro horas siguientes fueron de ajetreo y confusión Mark condujo en la oscuridad para intentar convencer a Chip de que abriera la tienda y le vendiera papel para su máquina de escribir. Y ellos llegaron. Simplemente aparecieron en la puerta, sonriendo, y después de hablar se convirtieron en grandes amigos. Meris levantó la vista para ver si el cielo se había abierto a causa de la sorpresa y vio que entre las copas de los árboles flotaba un auténtico coche antiguo, una vieja furgoneta que emitía un suave sonido metálico y que hacía girar una rueda contra una rama mientras esperaba. «¡Si Tad la viera!», pensó, mientras la risa le anudaba la garganta.
Entró en la cabaña a toda prisa para dar la bienvenida a los recién llegados: Valancy, Karen, Davy y Jemmy. Las mujeres cogieron a Lala pronunciando suaves gritos, y ésta gimió brevemente en respuesta a sus emociones, y luego saltó sobre los jóvenes y estuvo a punto de estrangularlos con sus abrazos.
Johannan informó a los cuatro de lo ocurrido y les explicó lo que había que hacer. Discutieron la situación, echaron un vistazo a las pocas páginas que había sobre el escritorio y, con los ojos cerrados, llamaron a alguien más. Se trataba de Remy, que tenía un «Don» especial para los planos y los diagramas. Remy llegó exactamente antes de que Mark regresara, de modo que todo el grupo lo observó cuando este último abrió la puerta repentinamente y se quedó quieto con el fajo de hojas en la mano.
Parpadeó, miró a Meris y, cambiando el paquete de brazo, extendió la mano para saludar.
—No esperaba una invasión —sonrió—. A decir verdad, no sabía qué esperar. —Dejó el paquete sobre la mesa y miró a Meris con una sonrisa—. Ahora Chip está seguro de que los escritores estamos locos —comentó—. ¡Cualquier persona normal podría esperar hasta la mañana para comprar papel, o usar las bolsas de la compra! —Se quitó la chaqueta.
Jemmy le dijo:
—En realidad es bastante simple. Como tú has escrito el libro y lo has leído varias veces, existe en tu memoria como un todo, tal como estaba en el papel. De modo que lo único que tenemos que nacer es volver a pasarlo al papel.
—¿Y eso es todo? —Mark se mesó el pelo—. ¿Eso es todo? Amigo, eso es todo lo que tuve que hacer cuando mis notas quedaron organizadas, hace meses. Tal vez tendría que haber utilizado bolsas de la compra. Vaya, el solo hecho... —Su rostro empezaba a adoptar una expresión sombría.
—¡Espera, espera! —Jemmy apoyó una cálida mano sobre su hombro caído—. Déjame terminar.
»Davy, aquí presente, es nuestro experto en artilugios. Sueña con toda clase de chucherías y, entre otras cosas, ha traído un trazador de palabras. Incluso mejor —miró a Johannan— que los llegados del Nuevo Hogar. Lo único que tienes que hacer es pensar, y el trazador escribe tus pensamientos. Toma... inténtalo-le dijo a Mark, que mostraba una expresión evidentemente escéptica.
Davy colocó un trozo de papel sobre la mesa, delante de Mark, y sobre él un pequeño artilugio que se parecía ligeramente a un pequeño cubo de arena, curvado en la parte superior y plano en la base.
—Adelante —le dijo Davy—, piensa en algo. Ni siquiera tienes que verbalizarlo. Lo he sintonizado contigo. Karen me dio tu tono.
Mark observó los rostros interesados y atentos, miró los ojos de Meris empañados por una vacilante esperanza y luego contempló el trazador. El aparato se movió, se deslizó rápidamente por el papel y volvió con brusquedad al principio de una línea, con la rapidez del pensamiento. Davy cogió la hoja y se la entregó a Mark. Meris se asomó para mirar por encima de su hombro.
«¡Qué sarta de tonterías! Como si fuera posible... ¡Mira cómo corre el muy puñetero!»
Perfectamente mecanografiado, prolijamente espaciado, correctamente puntuado. La esperanza se encendió en los ojos de Mark.
—Entonces es posible —dijo, volviéndose hacia Jemmy—. ¿Y ahora qué debo hacer?
—Bien —dijo Jemmy—. Tienes todo el libro en tu mente, y también una serie de cosas más. Para ti sería casi imposible pensar en todo el libro sin hacer ningún tipo de digresión, de modo que Karen quitará de tu mente todo lo que no corresponda a tu libro.
—Hipnotismo... —La decepción de Mark fue evidente.
—No —dijo Karen—. Sólo se trata de eliminar interferencias. Piensa cuánto tiempo te llevó el borrador original debido a las distracciones...
Meris entrelazó las manos y tragó saliva al recordar las horas que Mark había tenido que cuidarla a ella mientras ella aún acunaba su pena como una muñeca de trapo a la que se le ha salido todo el relleno. Sintió un cálido brazo sobre sus hombros y al volverse vio la sonrisa reconfortante de Valancy.
—Todo ha terminado —le dijo con expresión bondadosa en la mirada—. Todo pertenece al pasado.
—¿Y qué ocurrirá con los diagramas...? —preguntó Mark—. No puedo decir en voz alta...
—Ahí es donde interviene Remy —señalo Jemmy—. Lo único que tienes que hacer es visualizarlos. Él tendrá aquí su propio trazador y los captará.
Acomodaron el catre cerca de la mesa y Mark se ínstalo en el cómodamente. El paquete de papel estaba preparado en una pila. Remy y Davy se colocaron estratégicamente.
Rodeado por las cabezas de todos, que se inclinaron brevemente, Jemmy dijo:
—Nos hemos reunido en Su nombre. —Entonces Karen tocó suavemente a Mark en la frente con un dedo.
De pronto Mark se apoyó en un codo.
—Un momento —dijo—, las cosas están yendo demasiado rápido. ¿Por qué... por qué hacéis esto por nosotros? Somos desconocidos. No tenemos ninguna relación con vosotros. ¿Es para pagarnos el que hayamos cuidado a Lala? En ese caso...
Karen sonrió.
—¿Por qué vosotros cuidasteis a Lala? Podríais haberla entregado a las autoridades. Una niña desconocida, que no tenía ninguna relación con vosotros.
—Eso es una tontería —opinó Mark—. Ella necesitaba ayuda. Tenía frío, estaba empapada y perdida. Cualquiera...
—Lo hiciste por la misma razón por la que nosotros hacemos esto por ti —razonó Karen—. El hecho de que tengamos nuestras raíces en un mundo diferente no significa que seamos diferentes. No existen extranjeros en el universo de Dios. Tú te encontraste con una situación lamentable con respecto a la cual podías hacer algo hiciste. Sin cuestionarte las causas y los motivos. Lo hiciste sólo porque eso es lo que hace el amor.
Mark se apoyó en la almohada.
—Gracias —dijo. Luego se volvió hacia Meris—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. —La voz de ella se estremeció de emoción—. ¡Te amo, Mark!
—¡Te amo, Meris!
El dedo de Karen volvió a tocar la frente de Mark.
—Necesito establecer contacto —dijo a modo de disculpa-» sobre todo con un Extraño.
Meris se quedo dormida, semisentada en la litera, adormecida por el silencioso ris-ras ris-ras del trazador y el enérgico paso de las páginas de la pila alta a la baja. Abrió los ojos con expresión adormilada al oír un murmullo y vio que las dos pilas de papel estaban casi igualadas. Se incorporó para aflojar el cuello, que había estado apoyado contra la pared de la cabaña.
—Pero está mal, te lo aseguro. —Remy agitaba una hoja—. Mira, aquí, en esta línea, donde dice...
—Remy —dijo Jemmy—, ¿estás seguro de que está mal, o sólo es una primera versión de lo que sabemos ahora?
—¡No! —exclamó Remy—. Esta vez no es eso. Realmente se trata de un error. No es posible que él haya querido decir que es así...
—Muy bien. —Jemmy le hizo una señal a Karen y ésta tocó la frente de Mark. Él abrió los ojos y se incorporó un poco. El trazador se deslizó por el papel y Karen lo detuvo con un toque.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Algo salió mal?
—No, es este diagrama. —Remy se lo mostró—. Creo que aquí tienes un error. Mira donde dice...
Ambos se inclinaron sobre el papel. Meris miró a su alrededor. Valancy acunaba a Lala entre sus brazos. Davy estaba totalmente dormido en la litera de arriba. Al menos sus piernas colgaban como si estuviera muy dormido. Johannan estaba concentrado en dos libros al mismo tiempo. Al parecer, estaba haciendo algún tipo de comparación. Meris volvió a reclinarse y se colocó en una posición más cómoda. Por primera vez en varios meses la cabaña estaba totalmente envuelta en la paz y la relajación. Ni siquiera la animada discusión que tenía lugar alteraba la calma reinante. En el borde de su adormilada conciencia oyó decir:
—¡Caramba, no! ¡Eso no está bien! —Mark estaba azorado—. Oye, amigo, si hubiera enviado el libro con un error como éste... Gracias, muchacho. —Y Meris volvió a deslizarse en el sueño.
Se despertó más tarde, al oír la cháchara de Lala, y abrió los ojos y la vio regresar del lavabo, con los pies tapados por la bata para no tocar el suelo frío mientras regresaba a los brazos de Valancy. La Pierna que colgaba por encima de la cabeza de Meris se sacudió violentamente y desapareció, siendo reemplazada por la cabeza de Davy. Éste le dijo algo a Lala. Ella rió y se apartó de los brazos tendidos de él. Se oyó un movimiento por encima de la cabeza de Meris y finalmente volvió a reinar el silencio. Valancy se puso de pie y se estiró. Se acercó a la mesa y tocó la pila de papel.
—Está creciendo —dijo casi en un susurro.
—Sí —dijo Jemmy—. Me siento como una comadrona, ayudando a salir a un recién nacido en medio de la noche.
—De todos modos, es una pena parar aquí —opinó Remy—. Con un comienzo tan bueno, al margen de algunos contratiempos... si pudiéramos agregar aunque sea algunos capítulos...
—¡Ah ah! —Jemmy se puso de pie y se estiró, apoyando su brazo en los hombros de Valancy—. Será mejor que no lo hagáis...
—¿Ni siquiera unas pocas páginas?
—Ni siquiera eso -respondió Jemmy en tono firme.
El sueño volvió a invadir a Meris hasta que se despertó cuando Davy se deslizó por el borde de la litera superior.
—¡Directo al estómago! —se quejó y bajó—. Nunca había conocido una criatura que diera semejantes patadas. ¿Y tú cómo sobrevives? —le preguntó a Valancy.
—Nada de patadas —respondió ella riendo—. Técnica, eso es todo lo que hace falta.
—Me estaba preguntando algo —dijo Davy al tiempo que abría la estufa y movía las brasas, acomodándolas para poner otro tronco—. Ese chico del que nos habló Johannan... el que está interesado en los coches antiguos. ¿Qué me decís de ese lugar que hay en Bearcat Fiat? Ya sabéis, es el lugar al que llevamos nuestros viejos cacharros cuando los desechamos. Los motores están prácticamente sin usar. Elevarse es más barato y más rápido. Por supuesto, los asientos están un poco estropeados, lo mismo que la pintura. Los árboles raspan toda la pintura. ¿Cuántos hay allí? —continuó—. Veamos. El primero fue uno de mil novecientos y pico...
Johannan levantó la vista de sus libros.
—El chico dijo algo acerca de vender recambios, o coches, y conseguir dinero para pagarse los estudios...
—¡O restaurarlos! —gritó Davy—. ¡Eh, eso podría ser divertido! Si fuera el tipo de chico que...
—Lo es —aseguró Johannan y reanudó la lectura.
Casi es de día. —Davy fue a la cocina y abrió las cortinas—. Me pregunto si será madrugador.
Meris se puso de espaldas a la luz y volvió a deslizarse en el sueño.
El ruido y el ajetreo dominaban la cabaña. El café despedía su aroma, los huevos chisporroteaban y el bacon se freía hasta quedar crujiente. Reñir aplastaba alegremente rodajas de pan sobre la tapa de la cocina y contemplaba la tostada resultante. Lala revoloteaba alrededor de la mesa, poniendo dos tenedores en la mitad de los lugares y dos cuchillos en los otros. Y rió al hacer una nueva distribución después que Johannan le señaló su error.
Meris se estiró para coger un frasco de mermelada de melocotón del estante superior de la alacena y se preguntó cómo era posible que el día pareciera tan nuevo y maravilloso. Mark estaba sentado ante su escritorio, abriendo y cerrando la caja en la que habían guardado el manuscrito concluido. La abrió otra vez y puso un dedo encima de la pila. Captó la sonrisa de Jemmy y también sonrió.
—Sólo me aseguraba de que realmente está aquí —explicó—. La magia lo puso aquí. La magia podría volver a llevárselo.
—Esta magia no. Incluso te llevaré hasta la ciudad y comprobaré que lo despachas sin problemas —le aseguró Jemmy.
—Magia o no —dijo Mark en tono serio-› una vez mis puedo darle gracias a Dios. ¡Gracias a Dios porque está hecho!
—¡Amén! —dijo Lala mientras revoloteaba y, riendo, Jemmy la hizo bajar mientras todos se acomodaban alrededor de la mesa.
Tad era madrugador. Estaba de pie debajo de la furgoneta suspendida, mirando hacia arriba con asombro.
—¡Caray! —exclamó Davy, mirando a Jemmy de reojo. Tad se sometió a la ronda de presentaciones y entretanto la furgoneta descendió lentamente hasta el suelo.
Tad se apartó del grupo y señaló la furgoneta.
—¡Mirad eso! —dijo—. ¡Debe de tener al menos cuarenta años! —Por el tono de su voz, la furgoneta parecía remontarse a los tiempos de las pirámides.
—Por lo menos —dijo Davy—. ¿ Quieres ver el motor?
—¡Claro que sí! —Esperó impacientemente mientras Davy luchaba con el capó. Parpadeó—. ¡Eh! ¿Cómo subió hasta allí? Quiero decir, ¿cómo bajó...?
—Mira —se apresuró a decir Davy—, comprueba que haga chispa...
Los otros se echaron a reír y subieron al coche de Mark y se alejaron de los dos locos de los cacharros.
El coche frenó en un llano cubierto de pinos, a medio camino de la ciudad, cuando regresaban de despachar el manuscrito. Era el lugar de la despedida. Davy lo seguiría más tarde en la furgoneta. —Todo ha terminado— dijo Meris y sus hombros se hundieron un poco mientras ponía el pequeño bulto de pertenencias de Lala en los brazos de Valancy. Su voz tenía un tono de desolación.
—Sólo este pequeño episodio —la consoló Valancy—. En realidad, sólo ha comenzado. —Puso a Lala en brazos de Meris—. Di adiós, Lala.
Lala estuvo a punto de estrangular a Meris con su abrazo y le dijo:
—¡Te quiero, Meris!
—¡Te quiero, Lala! —La voz de Meris estaba conmocionada por la risa y la pena.
—Lo que ocurre es que ella llenaba maravillosamente bien los espacios vacíos —le explicó a Valancy.
—Sí —dijo Valancy en tono suave, con mirada compasiva y tierna—. Pero ya sabes —añadió—. ¡Estás embarazada otra vez!
Antes de que Meris pudiera elaborar un pensamiento inteligible, las despedidas se habían terminado y todo el grupo se perdió en la maraña de la vegetación del arroyo. Lo último que vieron antes de que las hojas volvieran a unirse detrás de ellos fue a Lala, que agitaba enérgicamente a Deeko.
Meris y Mark se quedaron de pie, Meris con la cabeza apoyada en el hombro de Mark, y ambos demasiado agotados para sentir alguna emoción. Finalmente Meris se movió y se acercó al coche; le brillaban los ojos.
—Creo que no puedo esperar —dijo—. Creo...
—¿Esperar qué? —preguntó Mark, siguiéndola.
—Para decírselo al doctor Hilf. —Se tapó la boca, sobresaltada—. ¡Oh, Mark! ¡Nunca averiguamos el nombre de ese médico!
—No es que ese Hilf se muera por saberlo —dijo Mark, poniendo el coche en marcha—, pero la próxima vez...
—Oh, sí —Meris se sentó y curvó los labios en una expresión de felicidad—, la próxima vez, la próxima vez.
Esa ocasión no estaba tan lejos pero, comparada con la anticipación con que se vivió, pareció una verdadera eternidad. Una noche, mientras contemplaba el tibio, húmedo y fragante bulto tenía en el pliegue de su codo, Meris sintió que el tiempo volvía a su cauce normal. Y lo hizo tan completa y satisfactoriamente que la prolongada y vacía temporada de congoja se desvaneció hasta convertirse en el recuerdo de un dolor oculto nuevamente en el desdibujado pasado.
—Y el próximo —le dijo a Mark en tono soñoliento— será un hermano para ella.
La enfermera se echó a reír.
—En estas circunstancias, la mayoría de las primerizas sienten que nunca más darán a luz. ¡Pero supongo que lo olvidan muy pronto, porque tenemos una gran cantidad de reincidentes!
El sábado anterior al bautismo del bebé, Meris sintió un arrebato de placer mientras esperaba la llegada de los invitados. En sus encuentros con ellos había mucha magia, la magia de ser liberada de la pena, de crear un nueva vida, y la magia de la producción final del libro de Mark. Con una placentera aprensión se preguntaba qué medios de transporte utilizarían los invitados —¡entre las copas de los árboles, haciendo girar lentamente una rueda!— cuando un estrepitoso sonido metálico hizo que se acercara a la ventana delantera.
Allí, en todo su esplendor, brillante con su nueva pintura y su aire de dignidad, apareció el Overland que había estado arrinconando detrás del establo de Tad. Con expresión de entusiasmo y orgullo, Tad, con un Johannan igualmente orgulloso sentado a su lado, hizo girar laboriosamente el vehículo hasta el bordillo. Una vez allí saltó, se convulsionó y se apagó con un estremecimiento.
En el breve silencio que se produjo cuando el ruido se apagó se oyó un tintineante traqueteo y una nuez cayó de algún sitio y rodó por la calle.
Hubo un grito de alivio y risas divertidas, y el coche pareció vomitar gente por todas sus puertas. Meris se acobardó un poco, aún sensible en lo que se refería al trato social.
—Mark, ya están aquí —anunció y abrió la puerta mientras todos se acercaban hablando en tono alegre.
Las voces resultaron ser las de las mujeres y Meris miró a su rededor y preguntó:
—¿Pero dónde...?
—¿Los demás? —le preguntó Karen—. ¡Mira! —Hizo un ademán en dirección al coche antiguo en el que las únicas manifestaciones de vida eran tres pares de pies que salían de debajo, mientras el paciente Jemmy se apoyaba en el negro y brillante parachoques—. ¿Puedo presentarte los pies de Tad, Davy y Johannan? —dijo Karen, riendo— Johannan es peor que cualquiera de los chicos. ¡Jamás había visto un coche antes de subir al vuestro!
Finalmente todos salieron y se saludaron, y se alegraron por el encuentro y por haber dejado atrás la época Anterior al Bebé.
Lala, que seguía llamándose así, contempló el bulto que Valancy había acomodado en su regazo.
—Es pequeño —dijo.
Meris quedó sorprendida. Valancy le sonrió.
—¿Pensabas que nunca podría aprender a hablar inglés? —bromeó—. Sí, Lala, es un bebé, una niña muy pequeña.
—Yo no soy pequeña —declaró Lala irguiéndose y sacando hacia fuera el vientre, en un esfuerzo por aumentar de tamaño—. ¡Soy grande! —Se acercó a Meris—. Cumplí años.
—¡Oh, qué maravilla! —exclamó Meris.
—Pero no sabemos cuántos —dijo Lala en tono solemne—. Yo quiero ponerme seis, pero ellos quieren ponerme cinco.
—¡Oh, seis, por supuesto! —exclamó Meris.
Lala se lanzó sobre Meris y la abrazó.
—¡Te quiero, Meris! —gritó—. ¡Seis, por supuesto!
—Ha habido algunas discusiones sobre el tema —comentó Valancy—. Nuestro concepto del tiempo difiere del concepto que tienen en el Nuevo Hogar. Y como ella es precoz...
—El Nuevo Hogar —dijo Meris en tono pensativo—. El Nuevo Hogar. ¿Sabéis una cosa? Dejé de lado mi incredulidad cuando comenzó todo este asunto de Lala, pero ahora siento que las preguntas me acosan.
—Me pareció ver unos signos de interrogación que se formaban en tus ojos —dijo Valancy riendo—. Mañana, cuando volvamos de la iglesia, después de que este querubín reciba su nombre ante Dios y la congregación, nos ocuparemos de algunas de esas preguntas. Pero ahora... —abrazó suavemente a la criatura de ojos enormes y labios húmedos—, ahora ella es el centro de nuestro interés.
La luz del cálido domingo empezaba a desvanecerse. Davy, Tad y Johannan volvieron a convertirse en tres pares de pies que sobresalían por debajo del Overland. Los tres habían logrado cuidarlo durante el camino a la Ciudad Universitaria, pero ahora estaba tercamente parado en el camino de entrada y se limitaba a mecerse sin emitir sonido alguno, al margen de los esfuerzos que ellos hacían por arrancarlo.
Los tres habían pasado el mejor momento de su vida. Habían ido a visitar el cementerio de coches que el Grupo tenía en el cañón y luego, tras una ávida lectura de todo lo importante que había caído en sus manos, habían llegado a la conclusión de que tenían un buen material con el cual trabajar.
Después de los sustos que se había llevado trabajando con los miembros del Pueblo, como el ver coches y recambios deslizándose en el aire y a Johannan soldar una rotura de un parachoques pasando un dedo por encima, Tad había logrado definir y estructurar todo el asunto de la recuperación de los coches y eliminar cualquier necesidad de comparar los métodos utilizados por el Pueblo y los habituales del Mundo Exterior. Y los ahorros para sus estudios crecían maravillosamente.
De modo que los tres hombres se encontraban debajo del Overland, que representaba el interés del momento, aparentemente para hacer un diagnóstico pero también para deleitarse respirando el olor del metal calentado por el sol y percibiendo la oleosa fragancia de la grasa y el polvo.
Mark y Jemmy se habían acomodado junto a la pared del patio y estaban concentrados en algún punto del libro de Mark. Lala estaba absorta por la maravilla de los diminutos e inquietos puños de Alicia que, cuando se presentaba la ocasión, se apretaban con fuerza alrededor de un dedo.
Meris le sonrió a Valancy y se pasó a 'Licia al otro brazo.
—Creo que será mejor que deje este bulto en algún lugar. En los últimos cinco minutos ha aumentado unos cuantos gramos, así que creo que tendré que cambiarle los pañales. —Con ayuda de Valancy, Karen y Bethie, Meris recogió el equipo necesario y llevó al dormido bebé al interior de la casa.
Más tarde, en el patio, las mujeres volvieron a reunirse y Lala se acurrucó en el regazo de Valancy.
—Muy bien —dijo Meris mientras se acomodaba—. Ha llegado el momento de borrar algunos de mis interrogantes. ¿Qué es el Hogar? ¿Dónde está el Hogar? ¿Por qué el Nuevo Hogar?
—¡No tan rápido, no tan rápido! —respondió Valancy, riendo—. Esta historia le pertenece a Bethie. Dejemos que la cuente ella.
—¡Oh... pero! —Bethie se sonrojó y sacudió la cabeza—. ¿Por qué mía? Yo preferiría...
—Pero tú has estado deseando Reunir las Sombras, para que ella tenga un recuerdo verbalizado del Cruce. Se acerca más a tu línea. —Su sonrisa se suavizó cuando se volvió hacia Meris—. Mis padres estuvieron en el Cruce, pero recibieron la Llamada durante el aterrizaje. La madre de Bethie estuvo en el Cruce y sobrevivió. Los abuelos de Karen también lo hicieron, pero ésa es una etapa anterior. Y tú, Bethie, aún no has...
—Así es —dijo Bethie suavemente—, desde el Hogar hasta el comienzo del Cruce. ¡Oh, qué extraño! ¡Que extraño y maravilloso! ¡Oh, Valancy! ¡Haber perdido el Hogar!
—Ahora estás haciendo que los signos de interrogación aparezcan en mis ojos —comentó Valancy—. Nunca conocí esa vida con pelos y señales. Jemmy, Mark, estamos preparadas.
—Creo que me comunicaré mentalmente —dijo Bethie en un tono tímido—. Karen, tú podrías tocar la mano de Meris para que ella también pueda ver. Y tú, Jemmy, podrías tocar la de Mark. —Todos se acomodaron.
—Recurrí a los recuerdos de mi madre. —La suave voz de Bethie se abrió paso al tiempo que el patio se oscurecía y se desvanecía—. Antes que ella, su abuela verbalizó gran parte de sus recuerdos. Eso fue una gran ayuda. Podemos tomarlos de ella. Comenzaremos en una feliz mañana...