CINCO

«Oh, ¿sería posible? ¿Sería posible?», pensó Lea, excitada. «Quizá, quizá...»

Sintió la presión de una mano en el hombro, se volvió, y se encontró con los ojos comprensivos de Melodye.

—No —dijo Melodye—, todavía somos Extraños. Es como el color de los ojos. Tienes los ojos de color castaño, o no. No somos el Pueblo. Bienvenida a las puertas del horno.

—Parecería —dijo el doctor Curtis-que estuvieras engordando con sólo mirar y oler.

—¡Que estuviera engordando! —se quejó Melodye—. ¡Oh, no! No luego de tantos esfuerzos...

—Bueno, quizá que te estuvieras alimentando sería un modo más amable de decirlo, además de más exacto. No parece por lo menos que estuvieras consumiéndote.

—Quizá —dijo Melodye, tranquilizándose—, quizás es porque sé que puede haber esa clase de comunicación entre la gente del Pueblo, y tratando de tener yo también ese Don me he hecho más receptiva a una fuente que no sabe de Extraños, ni del Este y el Oeste, ni de esclavos ni libres...

—Jummm —dijo el doctor Curtis—. Tienes ahí un buen tema para meditar.

Karen y Lea se separaron de las gentes que iban charlando, felices. Habían llegado frente a la casa. Las dos muchachas se detuvieron, arrebujadas en sus chaquetas, hasta que el sonido de las otras voces murieron en ecos de sombra en los bajos del cañón. Lea alzó la barbilla a una brisa repentina y fresca.

—Karen, ¿piensas de veras que alguna vez saldré adelante? —preguntó.

Si no estás demasiado enamorada de tus dificultades —dijo Karen, la mano en el pestillo—. Si no estás demasiado decidida a remodelarte de acuerdo con tus propios deseos. Quizá te parezca que cualquier otra solución no sería satisfactoria, pero tienes que saber que tu propio juicio no es siempre completamente válido ni la estrella que señala el rumbo de tu viaje. Actuamos demasiado a menudo como si nuestro pensamiento fuera una norma universal. Pero en verdad es preferible admitir que la marcha del universo no depende enteramente de ti, que no puedes ser responsable de todo, y que hay muchas cosas que es posible y conveniente dejar en manos de otro.

Dejar que... —Lea se miró las manos apretadas—. Las he tenido así tanto tiempo que es asombroso que las uñas no me hayan crecido atravesándome las palmas.

¡Un buen recurso para no tener que usar esmalte de uñas! —rió Karen—. Pero entremos, es hora de dormir. ¡Oh, seré tan feliz cuando un día pueda llevarte a la colina! —Abrió la puerta y entró, tironeando de la chaqueta de Lea—. Tengo tantas ganas de hablarlo contigo, una buena y vieja charla de las que sólo se puede tener con un Extraño. Llegué a aficionarme a eso en el año que pasé entre Extraños...

La voz de Karen se fue apagando en el pasillo. Lea alzó los ojos a las estrellas brillantes que puntuaban el cercano horizonte.

Las estrellas descienden, pensó, a las lomas y la oscuridad. La oscuridad sube a las lomas y las estrellas. Y aquí en este porche hay un sitio vacío del tamaño de mí misma que trata de llegar a ser. Es tan difícil reconciliar la oscuridad y las estrellas, ¿pero qué otra cosa somos sino un intento de reconciliación?

La noche cayó de nuevo. A Lea le parecía que el tiempo era como un abanico. Las noches eran los huesos firmes, cuidadosamente labrados, que sostenían la identidad del tiempo. Los días se plegaban dócilmente entre las noches; días que contenían figuras sólo porque estaban limitados a un lado y a otro por las noches; días plegados con garabatos ininteligibles. Lea se cuidaba muy bien de tratar de leer esos garabatos. Si significaban algo, ella no quería saberlo. Sólo mientras no tratara de descubrir significados o de relacionar una cosa con otra podría ella conservar esa paz precaria de los días plegados y las noches activas.

Se instaló casi con alegría en el pupitre que había llegado a ser agradablemente familiar. Es casi como drogarse con películas o libros o televisión, se dijo a sí misma. Traigo mi mente vacía a las reuniones, dejo que las historias fluyan atravesándome, y llevo de vuelta a casa mi mente vacía.

¿A casa? ¿A casa? Sintió en el pecho la torsión de un puño cerrado, pero se concentró obstinada en las luces que colgaban del cielo raso. Las miró con atención.

—No son luces eléctricas —le susurró a Karen—. Ni tampoco lámparas de petróleo. ¿Qué son?

—Luces —sonrió Karen—. Cuestan unos pocos centavos cada una. Unos pocos centavos y Dita. Ella las enciende para nosotros. Yo he estado practicando como loca y casi enciendo una el otro día. —Rió de buena gana—. ¡Y ella es una Extraña! Oh, Lea, te digo que no sabes hasta qué punto recurres al orgullo para calentarte en este mundo frío hasta que alguien abre un agujero en ese orgullo y una corriente de aire te hace temblar de pies a cabeza. Dita fue ese necesario desgarrón para muchos de nosotros, benditas sean sus puntiagudas orejitas.

—Hola —dijo el doctor Curtis deslizándose en su asiento junto a Lea—. Le gustará la historia de esta noche —dijo saludando a Lea con un movimiento de cabeza—. Hay muchas cosas en común entre usted y la señorita Carolle. Me parece muy interesante, la historia, quiero decir, y también la semejanza. Bueno, de todos modos la historia me parece interesante pues mi delicada mano italiana...

La señorita Carolle bajó por el pasillo y el doctor Curtis calló.

Oh, ¡pero es una impedida!, pensó Lea asombrada. O lo ha sido, se corrigió. En seguida se preguntó por qué la señorita Carolle le había hecho pensar en impedimentos.

¿Impedimentos? Lea enrojeció. ¿Muchas cosas en común entre nosotras? Retorció la punta del pañuelo. Por supuesto, admitió con humildad, inclinando la cabeza. Tullida, impedida... Contuvo el aliento sintiendo que la oscuridad crecía y la desgarraba, para entrar, o para salir, o simplemente para desgarrarla. Antes que unas cuentecitas de sudor frío tuvieran tiempo de formársele en el labio superior y en el nacimiento del cabello sintió que Karen la tocaba, con una fuerza curativa. Gracias, mi jarabe balsámico, pensó fatigosamente. ¡No seas tonta!, dijo el pensamiento afilado de Karen. ¡Ríete de las vendas ahora que las heridas se han cerrado!

La señorita Carolle murmuró en el repentino silencio:

—Nos hemos reunido aquí en Tu Nombre.

Lea dejó que el mundo se alejara de ella.

—Mi tema es el tema de una canción —dijo la señorita Carolle—. ¿Listos?

La música se alzó suavemente, viniendo de ninguna parte y de todas partes. Lea se sintió envuelta en una dulce plenitud. En seguida una voz tomó la melodía, suavemente, poco a poco, de modo que a Lea le pareció que la música misma se había modulado en palabras, y era ahora un llanto que antes nunca había encontrado expresión.

A orillas de los ríos de Babilonia Llorábamos recordando a Sión y las arpas colgaban de los sauces.

Aquellos que nos habían esclavizado nos pedían una canción y aquellos que nos habían arruinado nos pedían alegría y que cantáramos una canción de Sión.

¿Cómo podíamos cantar una canción del Señor en esa tierra extraña?

Lea cerró los ojos y sintió que unas lágrimas débiles se le deslizaban bajo los párpados. Apoyó la cabeza en los brazos, sobe el pupitre, ocultando la cara. Sentía en el corazón, desgarrado por la angustia de la música, el dolor de todos los cautivos que alguna vez habían sido, y el dolor de todos los cautiverios, pero más especialmente el de aquellos que se habían exiliado ellos mismos, que se habían encerrado en sí mismos, y habían perdido la llave.

La gente era ahora una persona que escuchaba mientras la señorita Carolle se retorcía las manos y extendía los dedos, tensos un instante, y luego comenzaba...