DOS
Era como si unas cortinas de plata centellearan cerrándose sobre algún cuadro mágico, que se recordaba con deleite. Lea respiró hondo, y con una comprensión, casi repentina, como el estallido de una burbuja, advirtió que se había olvidado completamente de sí misma y de sus dificultades por primera vez en muchos meses. Y se sentía bien, oh, tan bien, tan sin asperezas, tan animadamente descansada. Si al menos... Si al menos... se dijo en silencio, y en seguida se estremeció oyendo el golpe desnudo y seco de las cosas tal como son contra ese bendito refugio que Karen le había facilitado. Apretó las manos, con amargura.
Alguien rió quedamente en el silencio del cuarto.
—¿Todavía no lo encontraste, Karen? Empezaste a buscar hace bastante tiempo...
—No tanto. —Karen sonrió envuelta todavía en los recuerdos que acababa de evocar—. Y tengo mi título ahora. Oh, y he olvidado tanto, la estupefacción, el terror. —Se quedó perdida en sus ensoñaciones, un rato, y luego sacudió la cabeza y se rió—. Bien, Jemmy. He entendido mi deber y he cumplido. ¿Qué manilas tibias nos traen el próximo relato?
Jemmy alisó el papel arrugado.
—Bueno, Peter es el que sigue. A no ser que Bethie quiera...
—¡Oh, no, oh, no! —protestó la voz suave de Bethie—. Peter, Peter puede hacerlo mejor, es el indicado, quiero decir, ¡Peter!
Todos se rieron.
—Bueno, Bethie, bueno —dijo Jemmy—. Tranquilízate. Será Peter. Bueno, Peter. Tienes tiempo hasta mañana por la noche para prepararte. Creo que luego de las excitaciones de hoy... bueno, un relato es suficiente.
La gente se incorporó, giró, se movió. El murmullo de las voces y las risas empapó a Lea como un océano tibio.
—Lea. —La voz de Karen—. Aquí están Jemmy y Valancy. Quieren conocerte.
Lea se puso trabajosamente de pie, sintiendo que aquellos ojos interesados la atravesaban de parte a parte. Sintió que la bienvenida la envolvía, una bienvenida que iba mucho más allá de las palabras. Sintió, en algún lugar del pecho, una punzada, y que unas lágrimas inexplicables le rodaban ahora por las mejillas. Volvió la cabeza y buscó a tientas un pañuelo. Alguien le puso uno grande y blanco en las manos, y el hombro de alguien fue fuerte y tranquilizador un momento, y los brazos de alguien fueron ágiles y seguros cuando la alzaron y la llevaron, enceguecida por un llanto sin sollozos, fuera de la escuela.
Más tarde —oh, mucho más tarde-Lea se sentó de pronto en la cama. Karen apareció en seguida al lado, en silencio.
—Karen, ¿es posible que todo eso haya ocurrido de veras?
—¿De qué hablas, Lea?
—La historia que contaste. No es una historia real, por supuesto.
—Claro que lo es, del principio al fin.
¡No es posible! —gritó Lea—. ¡Gente que viene del espacio! ¡Gente mágica! No puede ser cierto.
¿Por qué no quieres que sea cierto?
—Porque no puede ser. No es verosímil. No hay nada fuera de lo que es... Quiero decir, una anda y anda por el mundo y al fin vuelve al sitio del principio. Todo termina donde comenzó. Más allá de ciertos límites... —Lea buscó las palabras—. ¡La realidad tiene límites!
—¿Quién define los límites?
—Bueno, están ahí, simplemente, desde el momento en que una nace. Estás atrapada desde el principio y así tienes que seguir hasta el día de tu muerte.
¿Quién te vendió como esclava? —preguntó Karen, algo perpleja—. ¿No te habrás esclavizado tú misma? Estoy de acuerdo contigo en que todo vuelve a donde empezó, ¿pero, dónde empezó todo?
¡No! —chilló Lea, llevándose a los ojos unos puños apretados, y volviendo la cabeza sobre la almohada, a un lado y a otro—. ¡No quiero volver a ese tembladeral, a ese caos, esa agitación sin sentido!
La oscuridad más negra rodó y ardió y rugió, con un chillido insidioso; el poblado vacío, el frío de llamas; la imposibilidad de todas las imposibilidades...
—Lea, Lea. —La voz de Karen atravesó con dulzura, pero firmemente la maraña de horror—. Lea, duerme ahora. Duerme ahora sabiendo que todo se inicia con la Presencia y que todas las cosas vuelven a su comienzo.
Lea desayunó con Karen a la mañana siguiente. El viento movía hacia afuera y adentro las cortinas cortas y fruncidas de la ventana.
—¿Ninguna pantalla? —preguntó Lea sosteniendo la tregua armada, colmada de oscuridad, como si fuese una copa de agua llena hasta el borde.
—No, ninguna pantalla —dijo Karen—. Mantendremos las alimañas fuera de otro modo.
—Un modo que también les impida salir —dijo Lea sonriendo—. Traté de irme ayer.
—Ya sé —dijo Karen sosteniendo en la mano una rebanada de pan y observando cómo se iba tostando, lenta y aromáticamente—. Por esto tapié las ventanas un poco más que de costumbre. Pero no hoy.
—¿Confías en mí? —preguntó Lea sintiendo el secreto balanceo de terror en la copa en equilibrio.
—No estás en una cárcel. Ayer estabas todavía aferrada a las faldas de la muerte. Hoy ya puedes sonreír. Ayer pusiste la botella de lejía en el último estante. Hoy puedes leer el rótulo tú misma.
—Quizá soy analfabeta —dijo Lea, sombría, recogiendo la copa—. Me gustaría salir un rato hoy, si estás de acuerdo. Hace mucho tiempo que no miro el mundo.
—No vayas muy lejos. En estos alrededores casi no puedes hacer otra cosa que trepar... o bien levitar. No tenemos muchos caminos en el mundo exterior. No vayas más allá de la escuela. Preferiríamos que no lo hicieras por ahora... —Sonrió apenas—. Además hay muchos otros sitios donde ir.
—Quizá vea a algunos de los niños —dijo Lea—. Davey o Lizbeth o Kiah.
Karen rió.
—No me parece muy posible, no en las actuales circunstancias. Y los «niños» se sentirían bastante insultados si te oyeran. Han crecido, son adultos ahora, o por lo menos creen que lo son. Mi historia ocurrió hace años, Lea.
—¡Hace años! ¡Pensé que era muy reciente!
—Oh, no. ¿Qué te hizo creer...? —¡Recordabas todo de un modo tan completo! Cosas tan pequeñas. Y el modo como Jemmy miraba a Valancy y Valancy a Jemmy... —El Pueblo tiene una memoria especial. Y la mirada de Jemmy era de amor, y el amor no muere...
—El amor no... —Lea torció la boca—. Bueno, habría que definir eso que llamas amor... —Se incorporó bruscamente—. Quisiera caminar un rato. —Titubeó—. Y quizá meterme un poco en el agua, un arroyo fresco...
—Claro, por supuesto —dijo Karen—. Puedes ir hasta el arroyo y mojarte los pies, si quieres. Te servirán aquí el almuerzo y yo vendré para la cena. Iremos a la escuela juntas a oír la historia de Peter.
Lea subió hasta la laguna, los pies desnudos y lastimados, los bordes de la falda empapados con agua del arroyo y el estómago vacío. Había olvidado el almuerzo.
La laguna era ancha y tranquila. El agua entraba murmurando por un extremo y salía cloqueando por el otro. En el medio, la superficie era como un espejo. Una hoja amarilla cayó lentamente de un algodonero y tocó el agua con tanta delicadeza que los anillos resultantes fueron como hilos que corrían a las orillas de arena. Lea suspiró, se recogió la falda, y metió un pie en la laguna. La mordedura limpia y fría del agua la dejó sin aliento, pero dio otro paso adelante. El agua pronto le llegó a las rodillas y más arriba. Se detuvo bajo el árbol de algodón, esperando, esperando tan quieta que el agua se le cerró mansamente alrededor de las piernas. Sólo allá abajo, en la arena fina que tenía bajo los pies, alcanzaba a sentir el movimiento del agua. Se quedó allí hasta que cayó otra hoja, rozándole la mejilla, deslizándosele por el hombro y sobre la blusa arrugada, y deteniéndose un instante en los pliegues recogidos de la falda antes de dibujar un círculo tranquilo en la superficie brillante del agua.
Lea miró un rato la hoja y la sombra de plata que era ella misma, sobre el agua, y luego alzó los ojos hacia las altas paredes de roca que se alzaban alrededor. Apretó los codos contra los costados y pensó: Estoy siendo otra vez una entidad. Tengo forma y proporciones. Tengo fronteras y límites. Tengo que aprender de algún modo cómo manejar un ser finito. La carga de no ser nada en una nada infinita era demasiado, demasiado...
Una agitación inquieta que en cualquier momento podía convertirse en pánico hizo que Lea mirara alrededor y buscara la costa. Salía a la orilla, las manos ocupadas en la falda, cuando resbaló, soltó las manos tratando de mantener el equilibrio, y cayó de espaldas en la laguna con un sonoro chapoteo. Chorreando agua y jadeando alcanzó a sentarse, el agua hasta los hombros. Parpadeó sacándose el agua de los ojos, y entonces vio al hombre.
El hombre tenía un pie en el agua, como avanzando hacia ella. Se reía.
Lea resopló, mirándolo, indignada, y el agua le salpicó el mentón.
—¡Pude haberme ahogado! —gritó, sintiéndose muy tonta y muy mojada.
—Si se queda ahí puede ahogarse todavía. Las crecientes llegan en octubre.
—Si sigue tardando tanto en ayudarme —replicó Lea—, ¡quizá lo consiga! No puedo incorporarme sin que se me moje toda la cabeza.
—Pero ya está toda mojada —rió el hombre, vadeando hacia ella.
—Eso fue un accidente —resopló Lea otra vez—. ¡Es diferente hacerlo a propósito!
—¡Lógica femenina! / El hombre tomó a Lea por las manos y tiró ayudando a que se pusiera de pie y llevándola a la orilla.
Lea alzó los ojos hacia la cara sonriente del hombre y le devolvió la sonrisa empezando a darle las gracias. De pronto el hombre pareció retroceder, fuera de foco, a kilómetros de distancia, y hablaba ahora con una voz muy débil. Se volvió aturdida ytrató de alejarse. En ese momento el hombre la tomó por la mano, y ella sintió que el cuerpo le temblaba y se le disolvía y que la nada invadía el mundo, más y más oscura.
—¡Karen! —gritó—. ¡Karen! ¡Karen! El mundo desapareció.
Lea apartó con irritación la mano extendida de Karen. La cama era blanda.
—No iré.
—Oh, sí, irás —dijo Karen—. El relato de Peter te gustará mucho. ¡Y Bethie! Tienes que oír los cuentos de Bethie.
—Oh, Karen, por favor, no me hagas probar de nuevo —rogó Lea—. No puedo soportar caer de nuevo luego de... luego de...
Lea calló meneando la cabeza.
—Hablas de probar —dijo Karen, fríamente—. Ni siquiera has empezado. Tienes que ir esta noche. Será la lección número dos para ti, de modo que prepárate.
Lea buscó una excusa.
Mis ropas —dijo—. Tienen que estar todavía empapadas.
Sí, lo están —dijo Karen, imperturbable—. Eres del tamaño de Lizbeth. Te he traído alguna ropa. Elige.
Lea volvió la cabeza.
—No.
—Levántate.
La voz de Karen continuaba siendo fría, pero Lea se levantó. Repasó en silencio las ropas que le ofrecían.
—Bueno —dijo Karen—. Eres más alta de lo que pensaba. Y perdiste algunos kilos desde que decidiste dejar esta vida.
Lea tuvo un acceso de indignación, pero se quedó quieta mientras Karen se ponía de rodillas y tironeaba del vuelo del vestido. La tela se estiró y se quedó estirada, haciendo que la falda pareciera más adecuada para la altura de Lea.
—Ya está —dijo Karen incorporándose y arreglándole el vestido a Lea alrededor de la cintura y poniendo un pliegue donde había una arruga. Luego, con un movimiento de la mano, hizo más intenso el color de la tela—. No está mal, es tu color. Vamos, o llegaremos tarde.
Lea se negaba tercamente a interesarse en algo. Sentada en un rincón se miraba fijamente las manos juntas, dejando que la marea y la charla que fluía y el movimiento de la gente la rozaran levemente, sin alzar los ojos. De pronto, luego de la serena invocación, sintió una punzada de nostalgia. Nostalgia de unas manos que la habían sujetado en la frescura del agua. Echó atrás la cabeza, sorprendida, en el momento en que Jemmy decía: —Te dejo el pupitre, Peter. Es todo tuyo, hasta la última decrépita astilla.
—Gracias —dijo Peter—. Espero que la silla sea cómoda. Esto llevará su tiempo. He decidido seguir el ejemplo de Karen y darle también un título a mi historia. Yo mismo pude haberme hecho esta pregunta en cualquier momento de estos largos años.
»No hay consuelo en Galaad. ¿No hay allí médicos? ¿Por qué entonces la hija de mi Pueblo no ha recuperado aún la salud?
En la breve pausa que siguió, Lea tuvo conciencia de un pensamiento que le cruzaba la mente. ¡Había olvidado el episodio de la laguna! ¿Quién era él? ¿Quién era él? Pero no supo qué contestarse y Peter empezó a hablar...