CUATRO
—Me gustaría hablar con ella un minuto —le dijo Lea a Karen cuando los murmullos de la gente se apagaron del todo—. ¿Puedo?
Claro, sí —dijo Karen—. Melodye, ¿tienes un minuto?
¡Oh, Karen! —Melodye retrocedió entre las filas de pupitres hasta el rincón de Lea—. ¡Fue maravilloso! Sentí que lo vivía todo como la primera vez, sólo que de algún modo yo sabía lo que iba a venir. Pero aun así se me heló la sangre cuando Abie... —Se estremeció—. ¡Señor! ¡Qué día aquél!
—Melodye —dijo Karen—, ésta es Lea. Quiere hablar contigo.
—Hola, amiga Extraña —sonrió Melodye—. He estado esperando el momento de conocerte.
—¿Cree usted...? —Lea titubeó—. ¿Todo eso ocurrió de veras?
—Por supuesto —dijo Melodye—. Puedo mostrarte mis cicatrices, mentales, claro, del tiempo en que trataba de aprender a levitar. —Se rió—. No necesitas explicarme tus dudas. Hay momentos en la madrugada en que yo tampoco puedo creerlo. —Se puso seria—. Pero es cierto. El Pueblo es el Pueblo.
—Y aunque una no pertenezca al Pueblo —Lea titubeó—, ¿pueden ellos... pueden ellos ayudar de algún modo? No me refiero a algo roto, a nada visible...
Lea se sintió de pronto avergonzada y al descubierto, como si la hubieran sorprendido tendiendo una negra hilera de pecados al sol de la mañana. Apartó los ojos.
—Pueden ayudar. —Melodye tocó levemente el hombro de Lea—. Y ellos nunca juzgan, Lea. Arreglan lo que es necesario arreglar y dejan que Dios juzgue.
Melodye se alejó.
—Quizá —se quejó Lea-si yo hubiese cometido enormes pecados tendría algo grande que hacerme perdonar y empezar así de nuevo, pero todas esas naditas tontas...
—Todas esas naditas tontas que juntas hacen una terrible desesperación —dijo Karen—. Y qué es la desesperación sino estar separado de la Presencia...
—Entonces el Pueblo cree que hay...
—Quizás hayamos perdido nuestra Morada —dijo Karen con firmeza—, y todos nosotros somos exiliados si quieres mirarlo así, pero no hay una galaxia suficientemente vasta para separarnos de la Presencia.
Más tarde, esa noche Lea se sentó de pronto en la cama.
—¿Karen?
—¿Sí? —La voz de Karen llegó inmediatamente desde la oscuridad aunque Lea sabía que ella estaba abajo en el vestíbulo.
—¿Estás todavía protegiéndome... de lo que sea?
—No —dijo Karen—. Quité las defensas esta mañana.
—Eso me pareció. —Lea aspiró una trémula bocanada de aire—. Ha desaparecido del todo, como si nunca hubiese existido, pero no sé todavía dónde estoy o adonde voy. Espero y nada más. Y si espero bastante volverá de nuevo, estoy segura. Karen, ¿qué puedo hacer para... no estar donde estoy ahora cuando el dolor vuelva?
—Ya estás trabajando en eso ahora —dijo Karen—. Y si el dolor vuelve, aquí estamos para ayudarte. Nunca será tan impenetrable como antes.
—¿Cómo es posible? —murmuró Lea—. ¿Cómo es posible que yo haya pasado por algo tan negro y haya sobrevivido? ¿Cómo puede repetirse otra vez? —Lea se tendió de nuevo en la cama, suspirando. Al cabo de un rato llamó, somnolienta—: ¿Karen?
—¿Sí?
¿Quién era ese hombre de la laguna?
¿No lo sabes? —La voz de Karen sonreía—. ¿No has mirado alrededor?
¿De qué me hubiera servido? No puedo recordar cómo era. Hace tanto tiempo que no presto atención a nada... y además ese desmayo. Pero me trajo de vuelta a la casa, ¿no es así? Tienes que haberlo visto.
¿Tengo que haberlo visto? —bromeó Karen—. Quizá podamos arreglar que te lleve en brazos de nuevo. «Cuando los ojos olvidan, los brazos recuerdan.» —Hay algo que no está bien en esa cita —dijo Lea adormilada—. Pero lo dejaremos por ahora.
Le pareció a Lea que acababa de deslizarse bajo las aguas del sueño cuando oyó a Karen.
¿Qué? —exclamó Karen—. ¿Ahora? ¿No mañana?
¡Karen! —llamó Lea, buscando a tientas en la oscuridad la llave de la luz—. ¿Qué pasa?
¿Qué pasa? —Karen rió y entró por la ventana, girando y volviéndose en el aire.
—¡Nada pasa! ¡Oh, Lea, ven y alégrate con nosotros! Tomó las manos de Lea y la alzó sobre la cama.
¡No, Karen, no! —gritó Lea y los pies desnudos se le curvaron como apartándose del aire, que parecía lamerlos. El terror le afinaba la voz —. ¡Bájame!
¡Oh, lo siento! —dijo Karen soltándola y dejándola caer con suavidad sobre la cama, y moviéndose de nuevo ella misma a través del cuarto en una espuma de frunces de camisa de dormir—. ¡Oh, regocíjate, regocíjate en el Señor!
¡Pero qué ocurre! —gritó Lea de pronto asustada, asustada de algo que quizá podía cambiar las cosas. El vasto vacío comenzó a ahuecarse en ella. La negrura era una nube del tamaño de una mano en el horizonte distante.
¡Valancy! —gritó Karen lanzándose otra vez por la ventana—. ¡Tengo que vestirme! ¡Ha llegado el bebé!
¡El bebé! —Lea se sentía confundida—. ¿Qué bebé?
¿Hay algún otro bebé? —La voz de Karen volvió flotando, apagada—. El bebé de Valancy y Jemmy. ¡Está aquí! ¡Soy tía! Ahora estoy de veras en camino de convertirme en una antepasada. Me parecía que este momento no llegaría nunca. ¡Es una niña! Por lo menos Jemmy dice que cree que es una niña. ¡Está tan excitado que podría ser una niña y un niño, y aun trillizos! Bueno, tan pronto como Valancy vuelva...
Karen regresó al cuarto por la puerta, cepillándose el pelo con movimientos rápidos.
¿A qué hospital ha ido? —preguntó Lea—. ¿No es éste un sitio bastante aislado de todo?
¿Hospital? Oh, ninguno, por supuesto. Está en su casa.
—Pero dijiste que cuando ella volviera...
Sí. Lleva tiempo traer una nueva vida desde la Presencia. Es un viaje bastante largo.
¡Pero no noté nada! —exclamó Lea—. Valancy estaba allí anoche y no recuerdo...
—No has notado mucho de nada en los últimos tiempos —dijo Karen, gentilmente.
—¡Pero algo tan obvio! —protestó Lea.
—El caso es que el bebé ha llegado, y es el bebé de Valancy... con alguna ayuda de Jemmy... ¡Claro que ella no ha estado llevándolo de un lado a otro en una bolsa junto con las agujas y el tejido!
» ¡Muy bien, Jemmy, allá voy, no desmayes!
Karen se precipitó fuera del cuarto, sin tocar el piso, olvidando el cepillo del pelo que quedó balanceándose en el aire y al fin salió lentamente por la puerta, flotando hacia el pasillo.
Lea se tendió de nuevo en la cama, acurrucándose. Un bebé. Una vida nueva. Me había olvidado, pensó. Nacimientos y muertes han continuado como siempre. El mundo está todavía ahí, marchando como de costumbre. Pensé que se había detenido sólo para mí. Perdí el invierno. Perdí la primavera. Ya habrá llegado el verano. Piénsalo un momento. Hay gente para quienes mis días más negros han sido jornadas de gozosa anticipación, ¡joyas brillantes desprendidas de las hebras del tiempo! Y yo he estado dando vueltas y vueltas como un asno al-rededor de una estaca, tironeando de una cuerda que me apretaba cada vez más...
Lea se enderezó de pronto sobre la cama, desanudándose, como si fuera a volar. La oscuridad se derramó como una corriente pesada entrando por la puerta, bajando del cielo raso, subiendo desde el piso.
¡Karen! —gritó Lea sintiendo que caía otra vez en las tenazas de una nada ilimitada, que era ella misma.
¡No! —chilló entre dientes—. ¡No esta vez! —Se volvió cara abajo en la cama, aferrándose a la almohada con las dos manos—. ¡Ayúdame! ¡Ayúdame! —Haciendo un esfuerzo casi físico cambió el rumbo de sus pensamientos—. El bebé, un nuevo bebé, que llora. ¿Lloran los bebés del Pueblo? Seguramente, pues tienen que dejar la Presencia para venir a la Tierra. El bebé, unas manilas que se cierran apretadas, unos ojos que se cierran apretados. Talco y franelas y piececitos que se encorvan. Puedo tenerlo en brazos. Mañana lo tendré en brazos. Y sentiré la continuidad de la existencia, la eterna venida de Dios al mundo. Duerme, bebé, duerme. El Padre guarda Sus ovejas. Un nuevo bebé. Deditos rojos que me aprietan el dedo. Un bebé, el bebé de Valancy...
A la hora del alba, Lea se había dormido, la cara cada vez más serena, saliendo de la agonía de la noche oscura, con una expresión que era casi de triunfo.
Esa noche Karen y Lea caminaron entre las sombras hacia la escuela. El aire era límpido y tranquilo, y las voces y las risas lejanas resonaban alrededor.
—Espera, Lea. —Karen le hacía señal a alguien—. Ahí viene Santhy. En estos días está aprendiendo a levitar. Apuesto que la madre no sabe que está todavía levantada.
Karen rió entre dientes y Lea observó asombrada a la diminuta criatura de cinco años que se acercaba describiendo pequeños arcos abruptos; las falditas cortas ondeaban y caían cada vez que ella subía y bajaba.
—Pone demasiado empeño y le costaría menos caminar —dijo Karen en voz baja—, pero está tan orgullosa de sí misma. Esperémosla. Quiere unirse a nosotras.
Lea alcanzaba a ver ahora la expresión decidida y grave de Santhy y casi podía oír los gruñiditos con que dejaba el suelo. Al fin la niñita aterrizó trastabillando junto a Lea. Lea la sostuvo, agachándose, abrazándola con dulzura.
—Tú eres Lea —dijo Santhy sonriendo tímidamente.
—Sí —dijo Lea—. ¿Cómo lo sabes?
—Oh, todos te conocemos. Pedirnos a Dios por ti en las oraciones de la noche.
Lea se quedó desconcertada.
—Oh.
—Te traje algo —dijo Santhy, la mano metida en un bolsillo abultado—. Es de la fiesta que tuvimos por el nuevo bebé. A mí no me importa que seas una Extraña. Te vi caminando por el arroyo y eres hermosa. —Sacó la mano del bolsillo y puso en la palma de Lea un objeto azul verdoso que brillaba pálidamente—. Es un kumatka —murmuró—. No dejes que mamá lo vea. Me lo dieron para que lo comiese, pero yo tenía dos.
Santhy abrió los brazos y se elevó ante las narices de Lea.
—Un kumatka —dijo Lea enderezándose y extendiendo la mano y mirando con curiosidad el resplandor que aumentaba en el crepúsculo.
Sí —dijo Karen—. En realidad no debiera habértelo dado. Está prohibido mostrarlo a los Extraños, sabes.
¿Tengo que devolverlo? —preguntó Lea, preocupada—. ¿Puedo conservarlo aunque yo no sea del Pueblo?
Karen la miró seriamente un momento y luego sonrió.
—Puedes conservarlo, o comértelo, aunque probablemente no te guste. Sabe a sonidos de música. Pero no es necesario que lo devuelvas.
La mano de Lea se cerró suavemente sobre el kumatka y las dos muchachas se volvieron hacia la escuela.
—Hablando de pertenecer al Pueblo —dijo Karen—,hoy es el tumo de Dita. Ella sabe mucho de pertenecer y no pertenecer.
—Me pregunto sobre esta noche. No estarán todos. Quiero decir no vendrá Valancy...
Subieron los escalones y Lea se protegió los ojos contra la luz brillante que venía de la puerta abierta.
—Oh, ella no se lo perderá —dijo Karen—. Escuchará desde la casa.
Eran los últimos en llegar. La invocación había concluido y Dita ya estaba sentada detrás del pupitre, las manos juntas y tranquilas frente a ella.
—Valancy —dijo—, ya no falta nadie. ¿Estás lista?
—Oh, sí. —Lea pudo sentir la respuesta de Valancy—. Nuestro Bebé duerme ahora.
El Grupo se rió de la mayúscula en la voz de Valancy.
—Los bebés no se inventan —rió Dita.
—Ja! —Respondió triunfalmente la voz de Jemmy—. ¡Este lo inventamos!
Lea miró alrededor la gente que se reía. Son felices, pensó. En un mundo como éste son todavía felices. ¿Cuál es la razón del milagro? Observó al Grupo mientras Dita comenzaba a hablar y pensó que quizás aquella era la respuesta. Cuando cualquiera de ellos lloraba, los otros oían... y escuchaban. No sólo con los oídos sino también con los corazones. No importa quien llore, se dijo. Siempre hay alguien que escucha...
—Mi tema —dijo Dita muy seria-es breve... pero, oh, expresa mi dolor de entonces. «Y tus niños errarán en el desierto.» —Apretó las manos juntas—. Yo era una criatura errante aquel día...