CAUTIVERIO

Supongo que muchas almas solitarias se habrán sentado a la ventana por las noches, mirando afuera el diluvio de luz de luna, tristes con una tristeza que no sabe de consuelos, una tristeza subrayada por esa belleza que es en sí misma una pena agradable; pero muy pocos sin duda habrán visto lo que yo vi aquella noche.

Estaba yo apoyada contra el marco de la ventana, bastante cerca como para que el diluvio de luz me tocara los pies desnudos y el borde del camisón, salpicando de blanco las patas de la cama, pero sin iluminar nada de mí que pudiera mostrarme como una persona, separada de la noche. Yo disfrutaba precipitada, brevemente de la magia de esa belleza antes que la luna se perdiera detrás del espeso boscaje de álamos a orillas del arroyo, más allá de la curva del jardín. La primera mata de hojas se dibujaba contra el filo de la luna cuando de pronto lo vi: el chico Francher. Sentí una momentánea oleada de desilusión y molestia, pues me pareció que la presencia de alguien, quienquiera que fuese, no digamos el chico Francher, estropearía esa perfecta belleza; pero mi molestia pasó en seguida, cuando se despertó mi interés.

¿Qué hacía allí ese chico, mitad negro y mitad blanco, al filo del claro de luna? En el caprichoso ordenamiento del pueblo, una esquina de la tienda de Croman, a no más de media docena de metros, apuntaba al jardín de atrás de la casa de los Somatasen donde yo alquilaba una habitación. Las ventanitas de la tienda parpadeaban bajo el alero, a plena luz. El chico Francher estaba de pie, de espaldas a la luna, observando las ventanas. Me asomé a mirar. El chico encogía los hombros, como en una actitud de expectativa, un preludio de movimiento, el principio de algo. Y de pronto lo vi allá arriba, en las ventanas, empujando suavemente las hojas de vidrio, abriendo un oscuro rectángulo en el costado blanco de la tienda. Y casi en seguida desapareció. Parpadeé y miré de nuevo. Tienda. Ventanas. Un hueco abierto. Nada del chico Francher. Ventanas, allá arriba bajo los aleros. Una abertura. Nada del chico Francher.

Poco después hubo un movimiento en la abertura, y el chico Francher asomó con las manos llenas y bajó deslizándose por la luz de la luna, hasta el suelo.

Eh, me dije a mí misma, un momento.

El chico Francher se sentó en el extremo del madero de doce por doce que estaba allí tirado, la mitad en nuestro jardín y la otra mitad detrás de la tienda. Cuidadosa y ordenadamente dispuso el botín a lo largo de la tabla. Tres botellas de cola, una caja de caramelos largos, y una armónica grande que había estado durante años en la tienda. El chico se sentó y estudió los objetos, tocándolos con las puntas de los dedos. Alzó una botella y observó la tapa. Abrió la caja de caramelos y la cerró de nuevo. Pasó un dedo por la armónica y la levantó sosteniéndola entre las puntas de los dedos índices. La miró a la luz de la luna, balanceando lentamente la cabeza. Y mientras el chico movía la cabeza, débil, débilmente oí cómo subía una escala musical, y cómo descendía luego.

Las notas cautelosas cantaban bajas pero claras en la noche tranquila.

La luz de la luna encendía agujeros en las copas de los álamos, y el patio se iba deslizando hacia la sombra. Oí cómo las notas se empinaban rápidamente, y bajaban en cascadas jubilosas, felices, y vi el reflejo cromado de la armónica, bailando de las sombras a la luz y retrocediendo de nuevo, cantando, intacta en el aire. Y la luna llegó a un espacio abierto entre los árboles e iluminó casi con violencia al chico Francher. Estaba sentado en la tabla, mirando la armónica, con una sonrisita en la cara, hosca de ordinario. Y mientras él miraba, la armónica cantaba una sencilla canción. De pronto la cara se le ensombreció, y miró las cosas que había dejado sobre el madero. Las recogió bruscamente y caminó por la luz de la luna hasta la ventanita y entró por allí de cabeza. Detrás, sola, desatendida, la armónica bailaba y tocaba, revoloteando y disparándose como una libélula. El chico reapareció poco después, sacando primero la cabeza. Se sentó en el aire, junto con la armónica, y la miró y la escuchó. La alegre danza se hizo más lenta y cambió. La armónica lloró en voz baja a la luz de la luna, un llanto doliente e interrogativo que subía en espiral, dando vueltas; al fin entró por la ventana y la música se perdió en la oscuridad. La ventana se cerró con un dic, y el chico Francher bajó golpeando el suelo. Se alejó entre las sombras, los codos aleteando hacia atrás, los puños hundidos en los bolsillos.

Solté la cortina de viejo encaje en la que mis dedos apretados habían abierto cuatro agujeros del tamaño de mis uñas, y dejé escapar un suspiro que no recordaba haber retenido. Miré el madero desierto y me pasé la lengua por los labios. Aspiré una larga bocanada de ese aire de la montaña que —se suponía-me hacía tanto bien, y me volví. Por milésima vez murmuré no, y caminé a tientas hasta la cama. Por milésima vez alcancé mis muletas y me columpié al borde del lecho. Arrastré mi parte inerte sobre la cama, y me acomodé para dormir.

Me recosté en la almohada y me puse las manos detrás de la cabeza, los codos sobresaliendo a los costados. Miré el cuadrado encendido que era la ventana hasta que al fin la luz onduló y se encrespó ante mis ojos somnolientos. La mente me daba vueltas alrededor de lo que había pasado, pero no parecía inclinada a hincar los dientes en alguna clase de explicación. Me desperté sobresaltada; la luz de la luna se había ido, se me habían dormido los brazos, y no había dicho mis oraciones. Arropada en cama, envuelta en el consuelo familiar de mis oraciones de la noche, fui pasando de la vigilia al sueño, siguiendo la danza y el fulgor de una armónica que lloraba a la luz de la luna.

La luz del sol de la mañana llegó hasta la mesa del desayuno, echando sombras alpinas al otro lado de los copos de maíz, más allá del tazón de azúcar. Entorné los ojos a la luz, y no pude entender que hubiera algo vivo y activo y tan... esperanzado a esa hora de la mañana. Me apoyé sobre los codos por encima de la taza de café, y me quedé mirando mi desánimo, tan oscuro como ese café.

—... el chico Francher.

Mi cabeza dio media vuelta sobre el apoyo de las manos. Anoche, recordé a medias, anoche.

—Me rindo. —Anna Semper puso la tercera cucharada de azúcar en el café y se movió morosamente—. En todos los niños hay algo... quiero decir, siempre hay alguna manera de llegar a ellos... en todos menos en el chico Francher. No puedo llegar a él de ningún modo. Si por lo menos fuera agresivo, o activamente malo, o activamente cualquier cosa, tal vez yo pudiese hacer algo. Pero no, se sienta ahí, como una planta, y cuando pasamos todos los límites, y al fin él hace algo, mi reacción es de furia. No soporto a los niños que pueden y no quieren. —Anna frunció oscuramente el ceño y agregó otras dos cucharadas de azúcar al café—. Prefiero de veras un idiota activo a un genio apático. —Probó el café e hizo una mueca—. Ni siquiera una decente taza de café que me dé ánimos para enfrentar a ese monstruito.

Me reí:

—Cinco cucharadas de azúcar estropearían cualquier cosa. Y no desesperes. ¿Probaste con la música? La música hace milagros...Anna se ruborizó hasta las orejas. No supe decir si furiosa o turbada.

¡Música! —La cucharita tintineó contra el plato. Anna vaciló buscando las palabras —. Es ridículo, pero tengo que mandarlo fuera en las clases de música.

¿Al chico Francher? ¿Fuera? ¿Por qué? Creí que se estaba siempre quieto, como una planta.

Anna se ruborizó todavía más.

—Sí, es como una planta —dijo lentamente—, pero... —Jugueteó con la cucharita y al fin estalló—: Pero a veces el tocadiscos no funciona cuando él está.

Bajé despacio mi taza.

—¡Vamos! —dije—. Admito que el café está demasiado fuerte, pero no exageres.

—No exagero, es cierto. —Anna hacía girar la cucharita entre las manos —. Cuando el chico está en la sala, ese maldito tocadiscos marcha siempre demasiado despacio o demasiado rápido, y hasta para atrás. Te lo juro. Y una vez... —Miró furtivamente alrededor y bajó la voz—: Una vez tocó todo un disco sin estar enchufado.

—Tendrías que patentar eso —dije—. Te daría montones de dinero.

—¡Ríete! —Anna bebió otro sorbo de café, haciendo una mueca—. Empiezo a creer en poltergeists... ya sabes, eso que actúa por medio o a causa de un adolescente. Si tuvieras que lidiar con ese chico en clase...

Toqué una tostada fría.

—Sí, si tuviera...

Y durante un instante la odié a Anna; tenía una cara sincera y me miraba con simpatía, y al mismo tiempo evitaba volverse hacia las muletas apoyadas en la mesa. Abrió la boca, la cerró, y se inclinó sobre la taza.

—¿Polio? —me dijo, enrojeciendo otra vez. —No —contesté—, un accidente de auto.

" —Ah. —Anna vaciló—. Bueno, a lo mejor un día...

—No —dije—. No —negando esa leve posibilidad que me hubiese mantenido fuera de la resignación. —Ah —dijo Anna—. ¿Hace mucho?

—¿Mucho? —Durante un momento me quedé como perpleja, mirando la distorsión del tiempo. ¿Cuánto hacía? Bastante como para estremecerme cada vez que me sorprendía la inmovilidad, en donde había esperado un movimiento. Bastante como para que hubiese una eternidad entre lo que yo era ahora y la última vez que me había movido descuidadamente—. Casi un año —dije, sintiendo en la memoria ese dolor que comenta—: Hace un año yo podía...

Anna se miró el reloj de pulsera, rápida, apreciativamente.

—¿Eras maestra?

Yo ya no verificaba automáticamente la hora. La inmediatez de los relojes había muerto para mí. Continué, sonriendo:

—Sí —dije—. Por eso te entiendo en eso del chico Francher. Yo también tuve niños como ése.

—Siempre hay alguno. —Anna suspiró levantándose—. Bueno, es hora de mi peregrinaje a la colina. Hasta luego.

Y la puerta vaivén del vestíbulo repitió la partida de Anna, una y otra vez, con entusiasmo decreciente. Luché sobre mis pies y me balanceé hasta la ventana.

—¡Eh! —grité.

Anna se detuvo en la cerca y me miró por encima del hombro mientras apoyaba los libros en el poste del portón.

—¿Sí?

—Si te da mucho trabajo, mándamelo con una nota. Al menos descansarás un rato.

—Eh, qué buena idea. Gracias. Magnífico. ¡Enderézate la aureola!

Arma me saludó sacudiendo un codo mientras desaparecía detrás del viejo sauce, más allá del portón.

No pensé que lo haría, pero lo hizo.

No fue más que un par de días después; oí el ruido del portón y alcé los ojos del libro. El viejo mecanismo que cerraba el portón con un contrapeso golpeó duramente detrás del chico Francher. El chico subió los escalones del porche mientras yo lo estudiaba, sin mostrar nada de la incomodidad que cualquier otro niño hubiera sentido, en una situación semejante. Trepó los tres escalones y me alargó un sobre en silencio. Lo abrí: Decía: ¡Sacúdete la aureola! Me encuentro en un atolladero, y no puedo salir. ¿No querrías tenerlo para siempre?

—¿Por qué no te sientas? —le dije al chico señalando la mecedora del porche, mientras me preguntaba cómo me las arreglaría con este asunto.

El chico miró la mecedora, y se dejó caer en el escalón superior.

—¿Cómo te llamas?

Francher me miró sin curiosidad.

—Francher. —Tenía una voz áspera, de sonido raro.

—¿Tu primer nombre? —Mi nombre.

—¿No tienes otro? —le pregunté pacientemente, como en un diálogo de primer grado, a pesar de su edad.

—Dicen que Clement.

—Clement Francher —repetí—. Suena bien, ¿pero cómo te llaman?

Las cejas se le alzaron oblicuamente y una sonrisita amarga le dobló las comisuras de los labios.

—Con la mirada... delincuente juvenil, haragán, inútil, carga insoportable...

Retrocedí ante la helada malicia de aquella voz.

—Pero sobre todo me dicen una frase entera, como «Bueno, qué puede esperarse de un ambiente como ése».

El chico Francher apretó los nudillos blancos contra los desteñidos pantalones de dril. De pronto los dedos fueron rosados otra vez, y sin que hubiera habido ningún movimiento visible de relajación, la tensión cesó del todo. Pero los ojos seguían siendo los de un muchachito demasiado grande para llorar y demasiado chico para cualquier otra clase de consuelo.

—¿De qué ambiente hablan? —le pregunté con tranquilidad, como si tuviera algún derecho a saberlo. Me contestó sencillamente, como si me debiera la respuesta.

—La feria, íbamos por todas las ferias del país. Mamá —la voz se le apagó casi del todo—, mamá hacía un número, leía el pensamiento. Era un número muy bueno. Mejor que cualquiera... mejor de lo que ella quería. A veces le hacía daño y la asustaba, eso de meterse en las mentes de otras personas. A veces volvía a la casa rodante y lloraba y lloraba y se daba una ducha muy muy larga y se lavaba hasta que se le arrugaban las manos y el pelo le colgaba en mechones empapados. Se le torcía en las puntas. No podía sacarse el miedo y el odio y... y el cansancio y la suciedad, ni aun así. Sólo cuando le leía la mente a un Bueno, o visitaba una iglesia oscura, de velas altas.

—¿Y dónde está ahora? —le pregunté, observando en mi mente esa imagen cálida: espaldas estrechas e indefensas bajo un batón ligero y húmedo, con hebras de pelo mojado que le goteaban sobre un hombro.

—Se fue. —Los ojos del chico miraban por encima de mi cabeza—. Murió. Hace tres años. Me adoptaron luego. Quieren hacer de mí un ciudadano decente.

El chico hablaba sin ninguna inflexión en la voz. Las palabras caían entre nosotros, en nuestro silencio, chatas como hojas de papel.

—Te gusta la música —le dije enroscándome la nota de Arma en el dedo índice, recordando lo que había visto aquella noche.

—Sí. —El chico miraba la nota—. Pero la señorita Semper no me cree. Odio esa música envasada, que suena como rasguños.

—¿Cantas?

—No. Yo hago música.

—¿Quieres decir que tocas un instrumento? El chico se enfurruñó, impaciente.

—No. Yo hago música con instrumentos.

—Ah —dije—, ¿hay alguna diferencia?

—Sí. —El chico miró para otro lado. Yo lo había decepcionado o le había fallado de algún modo.

—Espera —le dije—. Hay una cosa que quiero mostrarte.

Me arrastré sobre mis pies. Oh, fui bastante rápida y hábil en vista de las circunstancias, creo, pero allí, ante los ojos del chico Francher, el esfuerzo me pareció interminable y doloroso. Al fin estuve de pie y salí balanceándome por la puerta. Cuando volví con la cadena del llavero, el chico miraba todavía mi silla vacía, y tuve que volver a sentarme observada por aquellos ojos fijos.

—¿No puede levantarse sola? —me preguntó natural mente.

—Muy poco, por muy poco tiempo —le contesté, como si no pudiera hacer otra cosa.

—No camina sin esos aparatos —me dijo él.

—No puedo caminar sin esos aparatos. Toma. —Le extendí mi llavero. Había un dije allí: una armónica de cuatro notas, tan diminuta que yo nunca había podido hacer sonar una nota por separado. Las cuatro notas juntas eran como el aliento débil de un acorde, un leve sonido vacilante.

El chico Francher tomó la cadenita entre los dedos y balanceó el dije hacia atrás y adelante, inclinando la cabeza de modo que el sol le tembló sobre el pelo. La cadena dejó de moverse. Pasó un rato, y luego, nítidas, altas, llegaron las cuatro notas, una después de la otra. Hubo una leve pausa, y las cuatro notas solitarias se unieron en un acorde dulce y claro.

—Haces música —le dije con una voz que apenas se oía.

Sí. —El chico me devolvió la cadena y se puso de pie —. Espero que a ella se le haya pasado ya. Me vuelvo.

¿A trabajar?

—A trabajar. —Sonrió torcidamente—. Por ahora al menos.

Se alejó por el pasillo.

—¿Y si se lo digo? —Le grité mirándolo.

—Se lo dije ya una vez —me contestó por encima del hombro—. Pruebe si quiere.

El chico Francher se fue, y me quedé sentada largo rato en el porche, los dedos cerrados sobre la armónica, mientras miraba cómo el sol me trepaba por la falda hasta el regazo. Al fin di vuelta el sobre de Anna. El borde engomado estaba intacto. Había un extremo roto, por donde yo había abierto el sobre. El papel era opaco. Soplé un pequeño acorde en la armónica y sentí que un escalofrío me subía por la espalda. El escalofrío fue desplazado en seguida por una ola de cálida excitación. ¿De modo que la madre del chico Francher había tenido el poder de leer los pensamientos? ¿De modo que él conocía lo que había en el sobre cerrado? ¿O lo había sabido antes por Anna? De modo que podía hacer música en una armónica. De modo que el chico Francher era... Mis atropellados pensamientos se detuvieron. ¿Qué era el chico Francher?

Ese día Anna volvió de la escuela, subió cansadamente los cuatro escalones, y se apoyó contra la balaustrada, mitad sentada, mitad recostada.

—Estoy demasiado cansada para sentarme —dijo—. Me han dado cuerda como un reloj y sonaré en cualquier momento. —Medio se rió e hizo una mueca—. Quizá sea culpa de la lavandería. Me he quedado escasa de ropas. —Tomó aliento, con un sonido ronco—. Parece que encendiste un fuego debajo de ese chico Francher —dijo—. Volvió y se metió en el libro de matemática e hizo todos los trabajos de la semana, que había descuidado hasta entonces. Además los hizo en menos de una hora. Me enfurece de veras. —Hizo otras muecas y se llevó una mano al pecho—. Maldito polvo de tiza. Gracias por tu ayuda. Quisiera ser optimista, sí, y creer que va a durar. —Echó atrás la cabeza y aspiró otra bocanada, los ojos cerrados por el esfuerzo—. Falta aire aquí. —Se llevó los dedos al cuello de la blusa—. De todos modos, el chico Francher dijo que me reemplazarías hasta que se me curara la neumonía. —Ahora se rió; una risita silenciosa—. No sabe que no es más que polvo de tiza, que nunca me enfermo. —Hundió la cara entre las manos y rompió a llorar—. No estoy enferma, ¿no es cierto? Es sólo ese maldito chico Francher...

Todavía hablaba del chico Francher cuando vino la señora Somansen y la llevó a la cama; luego llegó el médico y le auscultó el pecho y meneó la cabeza.

Y así fue como el primer grado que estaba en la planta baja fue trasladado de prisa arriba, y el octavo grado fue trasladado de prisa abajo, y yo me encontré una vez más aceptando el desafío de una clase, diciéndome a mí misma que el chico Francher no necesitaba ningún conocimiento especial para saber que yo sería la suplente. Al fin y al cabo, a mí me gustaba Arma, yo era la única suplente disponible. Además, cualquier aumento de la mensualidad, aun el sueldo de una suplente, era siempre bienvenido. Los cheques mensuales alcanzaban para vivir, pero era bueno llevar en los bolsillos un poco de dinero extra.

A media mañana yo ya conocía algo de lo que tanto perturbaba a Anna. La presencia del chico Francher era como un peso muerto para cualquier tarea que nos propusiéramos. Las lecciones cojeaban, se atascaban, y se detenían cuando llegaban a él. La actividad daba vueltas alrededor de su inactividad, creando remolinos de distracción. No era sólo una especie negativa de no-participación lo que emanaba del chico Francher, sino un agresivo, positivo no-hacer. No era sólo un estorbo, sino una oposición activa, aunque nadie hubiese podido decir en qué consistía exactamente esa oposición. Esto, junto con mi decepción —la fácil comunicación que había habido alguna vez entre nosotros se había interrumpido del todo—, la fatiga de estar en posición vertical todo el día en vez de caer de cuando en cuando en la horizontal, y la tensión de sentirme otra vez presa, helada, en un cuarto poblado de adolescentes y preadolescentes, me habían abrumado de veras, y a eso de la media tarde me sentí como atontada.

Así que caí en el eterno refugio de las maestras fatigadas, y abrí una discusión acerca de qué-quiero-ser-cuando-sea-grande. Ya habíamos pasado por las acostumbradas enfermeras y pilotos y camareras de avión, y constructores de puentes, con las acostumbradas y también inesperadas bailarinas de ballet y físicos atómicos (aunque el niño todavía no sabía sumar seis más nueve), cuando la polémica se rompió en espumas como una ola contra el chico Francher, y allí se quedó.

El chico Francher estaba echado en su asiento, apoyando todo el peso del cuerpo en la nuca y el extremo lejano de la columna vertebral. La clase suspiró, todos juntos pero en silencio, y esperó la contribución de Clement Francher.

—¿Y tú, Clement? —lo incité, cambiando en vano de posición, tratando de aliviar el grito tenso de unos músculos doloridos.

—Un enemigo de la ley —dijo Francher hoscamente, sin tomarse la molestia de enderezarse—. Haré una lista y violaré las leyes que haya... y no me meterán preso.

—¿Para qué? —le pregunté tratando de acallar un espasmo de dolor—. Un enemigo de la ley no es un hombre útil.

—¿Quién quiere ser útil? —preguntó Francher—. Yo utilizaré a los otros, puedo hacerlo.

—Quizá —dije, sabiendo que era cierto—. Pero ése no es el camino de la felicidad.

—¿Y quién es feliz? —dijo el chico—. Los malos no son felices porque son malos. Los buenos no son felices porque tienen miedo de los malos.

—Clement —le dije suavemente—, creo que tú...

—Yo digo que está loco —interrumpió Rigo con una luz en los ojos negros—. No le haga caso, señorita Carolle. Se pasa el tiempo diciendo locuras.

Vi de pronto que el pesado globo terráqueo se movía en el último estante de la biblioteca, detrás de Rigo, deslizándose hacia el borde. Vi cómo se alzaba en el estante y grité:

—¡Clement!

La urgencia de mi voz sobresaltó a toda la clase, incluso al chico Francher, y Rigo se hizo a un lado, apartándose de la línea de caída del globo terráqueo, que se hizo trizas a sus pies.

Algunos niños gritaron, otros boquearon, y al fin se alzó una babel de voces. Encontré los ojos del chico Francher y vi que enrojecía y bajaba la cabeza. Pero en seguida se enderezó, orgulloso, desafiante, y me devolvió la mirada. Se mojó el dedo índice en la lengua y dibujó una marca invisible en el aire. Meneé la cabeza lentamente, apenada. ¿Qué podía hacer yo con semejante chico?

Bueno, pero tenía que hacer algo, de modo que le dije que se quedara después de terminadas las clases, aunque los otros se preguntaban por qué. Francher esperó apoyado contra la puerta desafiándome con todos los desgarbados ángulos del cuerpo, y los pulgares enganchados en los bolsillos de delante. Dejé que los ruidos de la partida se desvanecieran y murieran: el último retintín apresurado de una caja de almuerzo, el último susurro de unas pisadas, el último portazo reverberante. El chico Francher se apoyaba ya en un pie ya en otro, aflojando los hombros.

—Siéntate —le dije al fin.

—No.

El tono había sido inexpresivo, indiferente. Miré al chico. Le miré los planos jóvenes y descarnados del rostro; la boca triste, apretada, terca; los ojos que se le nublaban en una obstinada resolución. Me incliné sobre el escritorio, apoyando las manos en el borde, y pensé qué podría decirle. Los razonamientos eran inútiles. Un chico de esa edad tiene respuestas para todo.

—Todos sentimos la violencia en nosotros, alguna vez —dije apretando las manos—, pero no siempre podemos dejarla salir. Piensa en lo que ocurriría si fuera de otro modo. —Sonreí torciendo la boca—. Si hace un rato yo hubiera obedecido a mis impulsos, es posible que te hubiera golpeado la cabeza con una enciclopedia.

Las pestañas del chico Francher aletearon, saltaron. Me miró a los ojos por primera vez.

—Hay ocasiones en que basta contener el aliento, hasta que la violencia se va de nosotros. En otros momentos es demasiado grande, y crece dentro como un globo hasta que nos ahoga los pulmones y nos lastima las mandíbulas. —Las cejas de Francher bajaban ahora sobre unos ojos vigilantes —. Pero, a veces, la violencia puede servirnos, como cuando batimos una torta, o cortamos leña, o pateamos una lata vacía, o cuando —vacilé—, o cuando corremos hasta que las rodillas se nos doblan de cansancio.

Callé un rato, mientras contenía el aliento esperando a que mi reacción contra unas rodillas inertes se apagara del todo.

—Hay violencias mayores quizá —proseguí—. La violencia del asalto y el crimen, del vandalismo y la guerra, pero hasta esa violencia puede servirte de algo. Si quieres destruir, hay muchas cosas inútiles que necesitan ser destruidas, y para siempre. Pero todavía no sabes qué cosas son ésas, y convendría que guardaras tu violencia, por ahora.

Francher habló con una voz ronca.

—Puedo destruir.

—Sí —dije—, pero destruye para construir. No tienes derecho a hacer daño a la gente con tu propio daño.

—¡La gente! —lo dijo como si fuera una blasfemia.

Tomé aliento. Si Francher hubiese sido más pequeño... Un cálido abrazo, una mano que acaricia una cabeza despeinada, una larga mirada que aletea al borde de una sonrisa pueden ablandar los brazos y piernas más rígidos y rebeldes, ¿pero qué se puede hacer con una criatura que no es un adulto ni un niño, sino enigmáticamente ambas cosas? Me incliné hacia adelante.

—Francher —le dije suavemente—, si tu madre pudiera entrar en tu mente, ahora...

Francher enrojeció, y en seguida empalideció. Abrió la boca. Tragó saliva. Se lanzó hacia la puerta.

—Deje tranquila a mi madre. —La voz era agitada y ronca—. Déjela tranquila. Está muerta.

Escuché el ruido de los pasos que se alejaban y el golpe devastador de la puerta de calle. De súbito, por alguna razón, sentí que mi corazón lo seguía por la loma hasta el pueblo. Suspiré, casi con exasperación. De manera que éste sería mi niño. Nosotras las maestras los encontramos a veces. No son nuestros preferidos. A veces ni siquiera los tenemos en nuestra clase. Son los niños que se nos aposentan en nuestro corazón, sin que nadie los haya invitado, y demandan sus derechos por encima de la-llamada-del-deber. Y yo tenía que llegar a este mi niño. De algún modo tenía que impedir que cruzase la frontera, deslizándose a la tierra de nadie, como seguramente ya estaba haciéndolo. Este mi niño (más aún que el mi niño de costumbre) era diferente.

Apoyé la cabeza sobre el escritorio y dejé que la fatiga me inundara. Un minuto después me puse a acomodar los papeles. Ordené el escritorio y saqué mi bolso del cajón de abajo. Me enderecé trabajosamente, eché una mirada hacia mis muletas, y les hice una mueca.

—Vamos, amigas —dije—. Ayudémonos a partir.

Arma estuvo ausente una semana; mi resistencia a dejar la clase me sorprendió de veras. El olor del polvo de tiza se me había metido de nuevo en la nariz, y no veía la hora de empezar a trabajar de nuevo. De manera que ayudé con los programas escolares y los bailes de los jóvenes, y todo eso llevó naturalmente al día en que la comisión y yo nos encontramos en el salón municipal de fiestas y todos miramos alrededor desesperanzada-mente.

—¿Cuánto hace que están ahí esos adornos?

Eché atrás la cabeza para ver mejor las ennegrecidas telarañas de papel crepé que cubría todo el cielo raso y la parte alta de las paredes. Twyla dejó de mordisquearse la punta de una trenza.

—Cerca de cuatro años, creo. Por lo menos las más nuevas. Haba Verde las puso.

—¿Haba Verde?

—Sí. Un loco. Juntó todo el papel crepé del pueblo y lo sujetó con clavos, clavos grandes. Ya no vive en la aldea. Tuvo silicosis y se fue a Manantiales Calientes.

—Bueno, clavos o no clavos no vamos a tener un baile de disfraz con esas cosas ahí colgando.

—Extrañaremos esos viejos adornos. ¿Cómo los sacamos? —preguntó Janniset.

—Haba Verde pidió prestada una escalera a una cuadrilla que tendía cables en la mina de Campana Azul —dijo Rigo—. Tendremos que buscar otro modo de sacarlas.

Sentí que algo se movía apenas junto a mi brazo. Pudo haber sido el chico Francher, que cambiaba de posición y se apoyaba en el otro pie, o pudo haber sido la sombra de un pensamiento. Miré de soslayo, pero sólo alcancé a verle el borde afilado de la mejilla, y la pelusa de la nuca.

—Creo que podría conseguir una escalera. —Rigo hizo sonar la uña de un pulgar contra el filo de los dientes blancos—. No llegará muy arriba, pero ayudará.

—Podríamos traer rastrillos y arrancarlos tirando —sugirió Twyla.

Todos nos reímos hasta que calmé a los niños diciéndoles:

—Quizá tengamos que hacerlo. A quién se le habrá ocurrido hacer techos de seis metros de altura. Bueno, mañana es sábado. Todos aquí a las nueve, y nos pondremos a trabajar.

—Yo no puedo. —El chico Francher echó anclas, tercamente, estropeando en un segundo todo nuestro entusiasmo.

—Oh. —Enderecé las muletas, y Francher les clavó de nuevo los ojos, como hipnotizado.

—Es una lástima.

—¿Cómo? —Rigo estaba belicoso—. Si nosotros podemos, tú puedes también. Se supone que trabajamos todos juntos, y nos divertimos juntos. Tú no eres nadie en especial. Estás en la comisión, ¿no?

Tuve ganas de taparle la boca a Rigo, pero me contuve. No me gustaba la inmovilidad de las manos de Francher, aunque todo lo que hizo el chico fue mirar de soslayo a Rigo y decir:

—Me pusieron como voluntario en esta comisión. Yo no lo pedí. Y esto íbamos a arreglarlo hoy. Mañana tengo que trabajar.

Rigo parecía incrédulo.

—¿Trabajar? ¿Dónde? —Separando escoria en lo de Absalom.

Rigo hizo sonar de nuevo la uña, burlonamente.

—Un trabajo miserable. Pagan monedas.

—Sí.

Y el chico Francher se escurrió, cabizbajo, y desapareció del otro lado del edificio, sin una mirada de despedida.

—Bueno, ¡está trabajando! —Twyla escupió pensativa un pelo extraviado, y retorció entre los dedos la punta mojada de una trenza—. El chico Francher está haciendo algo. Digo yo, ¿cómo habrá sido?

—¿Estás tratando de entender a ese idiota? —preguntó Janniset—. No pierdas el tiempo. Te apuesto a que no es verdad.

—Váyanse, niños —dije—. Hoy no podemos hacer nada. Yo cerraré. Hasta mañana.

Esperé dentro del vestíbulo polvoriento y resonante hasta que los ecos de la partida murieron en el rocoso callejón que bordeaba el terraplén del ferrocarril y desembocaba en una calle del pueblo. No me parecía bien pedirles que no corrieran tanto, adecuando la marcha a mis pies vacilantes. Tal vez algún día yo podría aceptar mis soportes como otros aceptan un par de anteojos, pero todavía no, ¡oh, todavía no!

Dejé el salón y cerré con candado. Bregué precariamente sobre las losas y piedras sueltas, y de pronto el borde de una losa se quebró bajo la presión de mi muleta y trastabillé, perdiendo el equilibrio. Vi con una estremecida claridad, en un rápido segundo, que el único lugar donde podría apoyar mi muleta vacilante era un pedrusco pulido y redondo, y me vi a mí misma tendida, caída y sola en el callejón, un pedazo de humanidad inútil y fuera de servicio, una carga y un estorbo para todos. Y entonces, en el último instante, el pedrusco resbaló a un lado y mi muleta cayó clavándose en el agujero blando y húmedo donde había estado la piedra. Recobré el aliento, aliviada, y aflojé un poco las manos contraídas. ¡Qué suerte!

Y en ese mismo momento vi que el chico Francher estaba a mi lado, aguardando otra vez, en silencio.

—Oh. —Esperé que no me hubiera visto debatiéndome en mi torpeza—. ¡Hola! Creí que te habías ido.

—De veras tengo que trabajar. —La voz de Francher había perdido el tono monótono de costumbre—. No es mucho, pero estoy ahorrando para comprarme un instrumento de música.

—Bueno, pero muy bien —dije sonriéndole a aquella mirada insólita que se clavaba en mí—. ¿Qué clase de instrumento?

—No sé —dijo el chico—. Algo que canté así...

Y allí, en el rocoso sendero, a la larga luz oblicua del crepúsculo que traspasaba los árboles, oí unas notas débiles que vacilaban y tropezaban al principio, y luego empezaron a cantar: Oh, oye las, flautas,, las, flautas, que llaman... Cada una de las notas de esa melodía, que era mi preferida, se abría en mí como una flor blanca, y se alzaba como en escalones, escalones por los que yo podía subir libre, ágilmente.

La voz de Francher me bajó de nuevo a la tierra.

—¿Qué instrumento es ése? Hablé con una voz temblorosa.

—Tendrás que contentarte con algo menos. No hay un instrumento así.

El chico parecía desorientado.

—Pero yo lo he oído.

—Tal vez —dije—. ¿Quién lo tocaba?

Bueno... —dijo Francher—. Se lo oía a mamá. Mamá lo pensaba para mí.

¿De dónde era tu mamá? —pregunté impulsiva mente.

—De sitios de miedo y de terror. De hambre y oscuridad. A medio camino entre la locura y el sueño... —El chico me miró frunciendo la boca, con una expresión de algún modo desanimada—. Ella me prometió que yo entendería algún día, pero ahora es algún día, y ella se ha ido.

—Sí —suspiré recordando cómo yo había soñado que algún día podría correr de nuevo—. Pero hay otros algún día en el futuro, y que te esperan.

—Sí —dijo Francher—. Y el tiempo tampoco se detuvo para usted.

Dio media vuelta, y echó a andar.

Lo miré irse, preocupada. Pero caramba, pensé. Aquí estoy de nuevo, metida en una charla que no tiene sentido. La punta de mi muleta trazó en la tierra unos círculos concéntricos, hasta que de pronto aparté la piedra que había salido a tiempo del agujero.

—Qué sinvergüenza —dije en voz alta—. ¡Qué sinvergüenza!

A la mañana siguiente, a las nueve menos cinco, los chicos me esperaban a la puerta del salón, arrebujados contra el frío de octubre que un sol lechoso no había tenido tiempo aún de dispersar. Rigo sostenía una escalera descolada, cubierta generosamente de goterones de pintura, y con dos peldaños rotos.

—Parece bastante raquítica —le dije—. No queremos sangre derramada en la pista de baile. Es mala para la cera.

Rigo sonrió mostrando los dientes.

—Me sostendrá —dijo—. La usé anoche para recoger manzanas. Hay que tener un poco de cuidado, nada más.

—Bueno, pues ten cuidado entonces —sonreí mientras abría la puerta—. Mejor prevenir que...

La voz se me apagó y murió mientras yo miraba dentro. Los otros se empujaron en silencio a mi alrededor, los ojos muy abiertos. Yo tenía la impresión de que el cielo raso se había venido abajo.

—Demonios —boqueó Janniset—, ¿qué pasó aquí?

—¡Miren, miren! —chillaba Twyla—. Eh, ¡miren!

Miramos mientras entrábamos arrastrando los pies. No quedaba ningún papel en las paredes y el cielo raso, y los restos cubrían el suelo en trocitos, como una andrajosa nevada. Tenía que haber sido una increíble cantidad de papel, pues ahora nos llegaba casi a los tobillos mientras vadeábamos el salón.

Rigo clavaba los ojos en el entarimado de la orquesta. Ordenadamente alineados en el borde de la tarima estaban todos los clavos que había sostenido el papel, con las puntas hacia arriba, en equilibro sobre las cabezas.

Twyla se estremeció y se mordió los labios.

—Me da miedo —dijo—. No es normal. Parece como si alguien hubiese tenido un ataque de furia, o se hubiera vuelto loco, y hubiera roto todos los papeles imaginando que mataba a alguien. Y esos clavos tan... tan ordenados, y con tanto cuidado, como si los hubieran puesto ahí uno por uno... es más loco que lo del papel.

Twyla se adelantó y movió un dedo hacia los clavos, retrocediendo, como si esperase que la golpearan. Algunos clavos cayeron rodando, sonando débilmente sobre la madera de la tarima. De pronto, turbada, Twyla volteó todos los clavos.

—¡Ya está! —dijo frotándose el dedo contra el vestido—. Todo es una locura ahora.

—Bueno —dije—, loco o no loco, alguien nos ahorró el trabajo. Rigo, no necesitaremos la escalera. Traigan las escobas y saquemos esta basura.

Mientras los niños iban a buscar las escobas alcé dos clavos y los golpeé uno contra otro, y los clavos tintinearon: Oh, oye Latí flautas, las flautas, que llaman...

A mediodía teníamos el lugar bien limpio, brillante casi, a pesar de la vieja pintura. A la tarde ya habíamos colgado los nuevos adornos: guirnaldas de color naranja y negro, y todos suspiramos satisfechos, y qué hermoso era. Cuando cerramos, Twyla me dijo de pronto, con una vocecita:

—¿Y si ocurre de nuevo antes del baile del viernes? Todo este trabajo...

—No ocurrirá —prometí—. No ocurrirá.

Retrocedí y toqué el candado un par de veces, pero Twyla me esperaba aún cuando me volví desde la puerta. Se miró con atención la punta de una trenza y me dijo:

—Fue él, ¿no es cierto?

—Sí, supongo que sí —dije.

—¿Cómo lo hizo?

—Lo conoces desde antes que yo —repliqué—. ¿Cómo lo hizo?

—Nadie conoce al chico Francher —dijo Twyla, y luego en voz baja—. Me miró una vez, realmente me miró. Es gracioso, pero no causa risa —continuó apresuradamente—. Cuando me miró... —La mano se le endureció sobre la trenza, e inclinando la cabeza me miró de soslayo—. Hizo música en mí...

»¿Sabe? —dijo en seguida, todavía dentro del eco de esas extrañas palabras —. Usted es un poco como él. Francher me hace pensar y creer cosas que yo nunca pensaría ni creería sola. Usted me hace decir cosas que yo nunca diría... No, no es cierto. Usted deja que yo diga cosas que no me animaría a decirles a los otros. —Gracias —dije—. Gracias, Twyla.

Yo había olvidado el estremecido canto de un baile de adolescentes. Había olvidado los pasitos cautelosos sobre tacones altos, las miradas que asomaban a la madurez gracias a una corbata y una chaqueta. Y cómo, cómo se parecen los adolescentes a los adultos cuando se sacan las camisas de franela y los pantalones de dril. Janniset apenas cabía en su propio esplendor, y no le tembló ni un pelo de la cabeza increíblemente brillante cuando le sonreí mis: —Buenas noches, señor Janniset. —Pero en la complacida satisfacción que le había dejado mi formalidad, se olvidó de sí mismo en cuanto se dio vuelta y se levantó los estrechos pantalones como si hubiesen sido los viejos vaqueros de dril.

La belleza latina de Rigo resplandecía de veras; estaba tan hundido en los ojos oscuros de Angie, y Angie tan hundida en los ojos oscuros de él, que entendí por qué los jóvenes mexicanos se casan tan pronto. ¡Y Angie! Bueno, no parecía una alumna de octavo grado: vestido sin breteles, pendientes, ojos tentadores y alegres; afuera del contexto de las costumbres y tradiciones estaba tan hermosa que quitaba el aliento. Por supuesto, tenía un vestido «muy poco adecuado para su edad», y unas joyas y un maquillaje que la larga fila de madres y tías observaron con desaprobación. Pero yo hubiese apostado que muchas de ellas hubiesen querido ver esa belleza en sus propios niños.

En esta pequeña comunidad las chicas se vestían siempre de gala con cualquier pretexto, y el baile de la víspera de Todos los Santos era casi siempre el primer acontecimiento del otoño. Las faldas de crinolina se deslizaban como pimpollos invertidos sobre el brillo de los tacones altos, pero no pasaba mucho tiempo antes de que los zapatos fueran desechados y olvidados bajo alguna silla o colgaran de alguna mano materna mientras los pies desnudos desafiaban los pasos de los muchachos.

Twyla tenía las mejillas brillantes y rió, pieza tras pieza, hasta el primer intervalo. Ella y Janniset me trajeron ponche hasta donde yo estaba sentada junto con otros espectadores, y luego Janniset se escurrió para ir a ver de nuevo a Marty, que en la escuela era sólo una chica, pero que aquí, vestida de fiesta, se aparecía como la aurora de un milagro femenino. Twyla apuró el ponche, y se pasó la lengua por la comisura de los labios.

—No vino —dijo hoscamente.

—Lo siento —dije—. Quería que él se divirtiera con el resto de ustedes. Tal vez venga aún.

—Tal vez. —Twyla inclinó el vaso lentamente, y en seguida, con brusquedad, lo tiró debajo de la silla, exponiendo su vestido al peligro de las salpicaduras.

—Tienes un hermoso vestido —le dije—. Me gusta cuando giras y se te ven las enaguas rojas bajo el azul.

—Gracias —Twyla se alisó los pliegues de la falda—. Me siento rara con mangas. Nadie las usa. Apuesto que por eso no vino. Porque no tiene ropa de fiesta como los otros, quiero decir. Nada más que los pantalones de dril.

—Ah, qué pena —dije—. Si yo hubiera sabido...

—No —contestó Twyla—. Se supone que la señora McVey tiene que comprarle ropa. Le dan dinero para eso. Todo lo que hace esa mujer es quejarse de lo mucho que se sacrifica cuidando del chico Francher, y no lo cuida para nada. Es culpa de ella...

—No critiquemos a los demás —le dije—. Quizás haya razones que no conocemos, y además —señalé con un movimiento de cabeza—, ahí está.

Twyla se volvió a mirar y casi pude verle los golpes del corazón bajo la tela azul.

El chico Francher estaba apoyado contra la puerta, la cara apretada, impasible. Tuve un acceso de furia, recordando a la señora McVey; Francher llevaba los pantalones de dril de siempre, desteñidos y casi blancos a fuerza de lavados, y la camisa de dibujos ya apenas visibles excepto a lo largo de las costuras. No estaba bien, esto de no permitirle ser como los otros chicos, aunque fuera en este modo menor, o tal vez especialmente en este modo menor, pues las ropas no pueden esconderse como la mente o el alma.

Traté de encontrar la mirada de Francher y hacerle señas, pero él tenía los ojos clavados en la tarima de los músicos, que se preparaban para seguir tocando. Era trágico que el chico Francher tuviera que satisfacer casi toda su hambre con este puñado de músicos inexpertos. Ante el primer acorde retrocedió a la oscuridad, y sentí cómo Twyla se ponía muy rígida, volviéndose a mí.

—No entrará —casi gritó entre la música que destruía una melodía y juntaba los trozos sanguinolientos.

Meneé la cabeza, tristemente.

—Me parece que no —dije, y me vi envuelta en una conversación del todo incomprensible, y audible a medias, con la señora Frisney. Hasta que no empezó la pieza siguiente, y la mujer fue remolcada por el abuelo Griggs, no pude volverme hacia Twyla. La niña se había ido. La busqué mirando por el salón. Ningún giro de azul en contraste con el pesado balanceo de una cola de caballo castaño-dorada.

No había motivo para que yo me sintiera inquieta. Había muchos sitios a los que ella podía haber ido con todo derecho, pero sentí de pronto una inconfundible necesidad de aire fresco, y fui balanceándome por entre los bailarines hasta salir al paralizante escalofrío de la noche. Me arrebujé en el abrigo, deseando haberlo tenido bien puesto y no sólo echado sobre los hombros. Pero el aire era claro y limpio. No podía decir qué cosa se respiraba allá atrás en el salón, pero no era aire. Cuando terminé de sacar lo que fuera de mis pulmones y los llené con la frescura de la noche, me encontraba ya a mitad de camino en el sendero que acompañaba a las vías del ferrocarril. No había pasado un tren por esos rieles desde principios de siglo, y justo del otro lado crecía un monte de sauces y álamos y unos pocos pinos ásperos. Cuando entré a la sombra de los árboles, miré el cielo abrasado de estrellas que se transformaban en una claridad blanca junto a la media luna y perforaban de luz el horizonte oscuro. El ruido del movimiento y la música me sacaron de mi abstracción. Di un paso vacilante hacia la oscuridad. Un metro más allá vi el revoloteo de la falda y quise llamar a Twyla. En cambio me detuve al otro lado del arbusto que tenía delante y miré lo que ella hacía.

El chico Francher estaba bailando: bailando solo en la noche quieta. No, no solo, pues una columna de hojas amarillas se alzaba desde el suelo y giraba a su alrededor, danzando junto con Francher, siguiendo una melodía con movimientos tan exactos que yo no alcanzaba a distinguirlos del sonido de la música. Fascinada, miré el torbellino y el balanceo, las vueltas y los giros, el vuelo hasta más arriba de las copas de los árboles, y el lento descenso del chico junto con las hojas de otoño. Pero de algún modo yo no podía verlo a Francher como una entidad separada, vestida con pantalones de dril y camisa de franela. Él y las hojas estaban unidos de tal modo que la repentina, la aguda definición de una mano o una cabeza que se volvían en el aire me sobresaltaba de veras. El chico era una hoja mayor que las otras, llevadas todas por los helados vientos del otoño. Una última frase deslizante y el chico Francher bajó a tierra.

Se detuvo un instante, la cabeza inclinada, deshaciendo en polvo una hoja quebradiza que tenía entre los dedos. De pronto oyó el susurro de un movimiento y se volvió rápidamente, a la defensiva. Twyla había salido al claro. Durante un instante los dos niños se quedaron mirándose en silencio. La voz de Twyla fue tan suave que yo apenas alcancé a oírla.

—Hubiera bailado contigo.

¿Conmigo? ¿Así? —El chico se señaló las ropas. —Claro —dijo Twyla—. Eso no importa.

¿Delante de todos?

¿Por qué no? —dijo Twyla—. Si tú hubieras querido.

—No en el salón —dijo Francher—. Hay algo ahí apretado y duro.

—Entonces aquí —dijo Twyla extendiendo las manos.

—La música —pero las manos de Francher buscaban las de ella.

—Tu música —dijo Twyla.

—La música de mi madre —corrigió Francher.

Y la música comenzó, una melodía extraña, oscilante, como un vals. Tan leve como las hojas que se movían a los pies de los dos niños, mientras circundaban el claro.

Todavía los veo, pero aun ahora no hay adjetivos en mi corazón para aquel encantamiento. La música se hizo más rápida y creció, suave, plenamente: la música perdida que una madre había legado a su niño.

Twyla estaba tan entregada a la magia del momento que no advirtió —estoy segura-que sus pies ya no tocaban las hojas caídas. No notó que sus zapatos rozaban de pronto las copas de los árboles. Cuando los largos giros de la música los trajeron de vuelta en espiral hacia el claro, las enaguas de color escarlata de Twyla se le enredaron en una rama y dejaron un jirón brillante que se agitó en el viento, pero eso tampoco la distrajo.

Antes que el corazón asombrado se me quebrara del todo, la música se apagó lentamente, dejándolos de pie sobre la hierba desigual. Luego de una pausa sin aliento, la mano de Twyla se alzó, despacio, maravillada, hasta la mejilla de Francher. El muchacho volvió la cara y puso la boca contra la palma de la mano de Twyla. Luego dieron los dos media vuelta y se separaron sin decirse una palabra.

Twyla pasó tan cerca de mí que me rozó con los bordes de la falda. Dejé que cruzara los rieles hacia el baile antes de seguirla. Llegué a tiempo para oír el murmullo, aparentemente en la segunda vuelta que daba al salón: «... Ahí afuera sola con el chico Francher», y la enconada malicia de «y trae la enagua rota».

Manchas de estiércol sobre las galas de un vestido de Pascua.

Anna dijo: —¡Uf! —y se lanzó hacia mi sillón. Cuando la pata delantera se salió de su sitio, ella se quedó suspendida en el aire, y con la destreza de una larga práctica, inclinó el sillón, repuso la pata, y en seguida se sumergió en las profundidades polvorientas —. De los caprichos de una aldea, ¡líbrame, Señor! —gimió.

—¿Qué pasa ahora? —pregunté cambiando la dirección de mi aguja de ganchillo mientras terminaba otra hilera del tapete.

—¿Quieres decir que no estás enterada del último escándalo? —Los ojos se le abrieron en una mueca de horror y la voz le bajó a un tono cómplice—. Estaban fuera en la oscuridad, solos, haciendo quién-sabe-qué. ¡Imagínate! —La voz le temblaba ahora, ávida, ultrajada—. ¡Con el chico Francher! —En seguida habló normalmente—. De veras, una creería que el chico Francher es un leproso o algo parecido. Cuánto ruido por un poco de romance nocturno. Te apuesto a que los otros niños se sienten también ultrajados, y así tranquilizan sus propias conciencias, culpables de las mismas correrías. Pero como se trata del chico Francher...

—No estaban solos —dije como al descuido y manteniendo a rienda corta mi indignación—. Yo estaba allí.

—¿Estabas allí? —Las cejas se le alzaron a Anna, bruscamente—. Bueno, bueno, eso cambia las cosas. ¿Qué pasó? No es que yo —dijo rápidamente-crea en esos chismes, caramba, acerca de Twyla, ¿pero qué pasó?

—Bailaron —dije—. El chico Francher tenía vergüenza de sus ropas y no quería entrar en el salón. De modo que bailaron en el claro.

—¿Sin música?

—El chico Francher... tarareó —dije, clavando los ojos en mi tarea.

Hubo un breve silencio.

—Bueno —dijo Anna—. Interesante, y una buena explicación. Pero,¿estabas allí?

—Sí.

—¿Bailaron y nada más?

—Sí. —Pedí mentalmente disculpas por transformar en algo tan pedestre la magia que yo había visto—. Y a Twyla se le enredó la enagua en una rama, y dejó allí un jirón antes que se diera cuenta.

—Hummm. —Arma se había puesto seria al fin—. Tendrías que llevar tu tapete al club de costura.

No supe qué decir.

—Pero yo...

—Estaban sirviendo suculentas porciones de la reputación de Twyla, como aperitivo. Y la señora McVey contribuye con el postre: la incurable depravación de los niños huérfanos.

Metí mi tejido en la bolsa.

—¿Cómo tengo la cara? —pregunté.

Bueno, esa noche volví a la casa de los Somensen con los ojos bastante más abiertos. Anna tomó mis cosas en la puerta.

—¿Cómo te fue? —preguntó.

—Señor —exclamé dejándome caer en una silla—, si alguna vez empiezan conmigo, ¿qué quedará de mí?

—Huesos pelados —dijo Anna en seguida—, con marcas de dientes. Bueno, ¿les dijiste?

—Sí —contesté—, pero no quisieron creerme. Era demasiado fácil. Y por supuesto, a la señora McVey no le gustó que yo hablara de las ropas del chico Francher. Hizo una delicada referencia al precio de la ropa, pero no impresionó en lo más mínimo a la señora Holmes, que tiene seis hijos. Creo que me he ganado una enemiga para toda la vida. Tuvo un buen panorama de sí misma a través de mis ojos, y no le gustó nada. Pero creo que el chico Francher no irá más a un baile con pantalones de dril.

—Dios quiera que no haga algo peor —entonó Anna piadosamente.

Eso fue lo que esperé de veras un tiempo, que no ocurriera nada, pero de todos modos el rayo cayó sobre Arroyo del Sauce, un rayo lento y sutil, un rayo calculador, colérico y frío. Yo me iba quedando sin aliento a medida que llegaban las noticias. El viejo cobertizo de Turbow estalló sin ruido a las nueve de la noche del martes y los pedazos cayeron por todo el terreno de la granja. Claro que Turbow venía hablando desde hacía años de echar abajo esa ruina...

Y entonces el último madero sólido del viejo puente del ferrocarril, al pie de la casa de Thurman, se estremeció y se deshizo ruidosamente en aserrín a las once de la noche del mismo martes. Los rieles, faltos de apoyo, temblaron un momento, y se curvaron hacia arriba en dos rosetones absurdos. La ausencia de puente significaba para los Thurman una hora de caminata hasta el pueblo, en vez de un paseo de quince minutos. Pero también significaba seguridad para los transeúntes demasiado jóvenes e incapaces de entender que los maderos podridos no eran una maravillosa mezcla de gimnasio y jungla.

A las cinco de la tarde del miércoles toda el agua del estanque de Holmes se alzó como un geiser y cayó de nuevo aplastando los pocos peces que quedaban y abriéndose paso hacia el arroyo, adonde fue a parar el agua estancada, plagada de larvas de mosquitos. Los vecinos habían estado insistiéndole a Holmes durante años, pero...

Me asusté ante la simple, literal traducción de mis palabras y busqué en mi memoria con aprensión cautelosa. Quizá me hubiera quedado tranquila si hubiese podido tachar con una línea los dos últimos nombres en mi lista de socias del club.

Pero en la noche del jueves se oyó un.estruendo y un rugido, y me arrebujé en la cama rezando sin palabras contra no sabía qué; y en la mañana del viernes escuché las estremecidas frases de asombro, a la mesa del desayuno.

—... que el demonio toma forma de duende, y ahí está ahora...

—... justo en el medio, enorme y de cuerpo entero...

—¿Qué pasa? —pregunté mientras todos me clavaban las miradas y yo me sentía como una polilla a la luz de una batería de reflectores.

Hubo un alboroto alrededor de la mesa. Todos se morían por hablar, pero siempre hay que observar cierto burdo protocolo, aun en una casa de pensión.

El viejo Charlie se aclaró la garganta, tomó un largo trago de café y se lo paseó pensativa y cuidadosamente alrededor de los dientes antes de tragárselo.

—La piedra movediza —cloqueó, regando finamente a sus vecinos-se vino abajo anoche, saltando como una pelota de ping-pong, pasando por encima de una media docena de cercas, aplastando dos de los cerdos de Scudder, y rompiendo luego toda una sección de la pared de piedra de Leland. Allí está ahora, en medio del campo de alfalfa, grande como una casa. Tardarán años en limpiar ese campo. —El viejo tomó un largo sorbo de café—. Están pasando cosas raras. —El alero de cejas protuberantes de Blue Noe se alzó y cayó prodigiosamente—. Nunca oí antes que una piedra movediza se viniera abajo. Y todas las otras cosas. Seguro que el diablo anda suelto por aquí.

Me fui en medio de una ardua discusión entre los sustentadores de la teoría del diablo y los que atribuían los fenómenos a las recientes pruebas atómicas. Ahora yo podía tachar otro nombre de la lista. ¿Pero y el último nombre? ¿Qué pasaba con el último?

Esa misma tarde el chico Francher se materializó delante de la casa de pensión, en el escalón inferior del porche, con los ojos fijos en mis muletas. Nos quedamos allí en silencio un rato, sobre todo, creo, porque no se me ocurría nada razonable que decir. Al fin decidí no ser razonable.

—¿Y la señora McVey?

Francher se encogió de hombros.

—Me da de comer.

—¿Y los cerdos de Scudder?

Un color rosado manchó las mejillas de Francher.

—Se me escapó —dijo—. Apunté al cerco pero la solté demasiado pronto.

Les dije la verdad a todas esas mujeres, el lunes. Ya sabían que no era cierto lo que decían de ti y de Twyla. No había necesidad...

¡No había necesidad! —Los ojos del chico llamearon y yo parpadeé apartándome de aquella mirada recta, in dignada—. Tienen suerte los malditos que no los haya aplastado a todos.

Sí —dije de prisa—, sé cómo te sientes, pero no puedo felicitarte por lo poco que hiciste, comparado con lo que podías haber hecho. Hiciste demasiado. Sobre todo eso de los cerdos y de la pared.

—Lo de los cerdos fue sin querer —murmuró el muchacho pasando el dedo por un remiendo que tenía en la rodilla—. El viejo Scudder es un buen hombre.

—Sí —dije—, ¿has pensado algo?

—No sé —dijo Francher—. Podría traer unos cerdos de otra parte, pero supongo que eso no resolvería el problema.

—No, no lo resolvería —dije—. Habría que comprarle... ¿Tienes algún dinero?

—¡No para cerdos! —llameó el chico—. Todo lo que tengo son mis ahorros para el instrumento de música, ¡y ni un centavo irá a parar a unos cerdos!

—Bueno, bueno —dije—. Ya se te ocurrirá algo.

Francher inclinó de nuevo la cabeza, hurgando en el remiendo, y yo miré el sol tardío que se le deslizaba por la curva de la mejilla, y pensé que ésta era una extraña conversación.

—Francher —dije inclinándome impulsivamente hacia adelante—, ¿nunca pensaste por qué puedes hacer lo que haces?

Los ojos del chico volaron a los míos.

—¿Nunca pensó por qué no puede hacer lo que no hace?

Me sonrojé y enderecé las muletas.

—Sé por qué —dije.

—No, no sabe —dijo Francher—. Sólo sabe cuando empieza el no puedo. No sabe en realidad por qué. Ni siquiera los doctores lo saben. Bueno, yo tampoco sé por qué puedo. Ni siquiera sé dónde empieza, pero a veces siento dentro mí una ola de algo que grita tratando de librarse de todos los no puedo de alrededor, como no puedes hacer esto, no puedes hacer aquello, y entonces recuerdo que puedo.

Los dedos de Francher revolotearon y mis muletas se movieron; se alzaron y bajaron suavemente los escalones, y los subieron y se apoyaron de nuevo en el sitio de costumbre.

—Las muletas no pueden caminar —dijo el chico Francher—, pero usted... Se lastimó algo más que el cuerpo en ese accidente.

—Todo se me lastimó —dije con amargura, el pecho agarrotado por el frío horror de aquella noche y lo que vino luego—. Todo terminó... todo.

—Nada termina —dijo el chico Francher—. Todo empieza siempre. ¿Cuándo va a empezar usted?

Y Francher se escurrió, con las manos en los bolsillos, la cabeza inclinada, pateando una piedra del sendero. Helada por dentro, tratando de mantener viva la llama de mi cólera, miré cómo se iba.

Bueno, la pared de Leland tenía que ser reconstruida, y el trabajo lo hizo el chico Francher. Trabajó fuerte, alzando las piedras pesadas, y agrietándose las manos con el deshidratante de la mezcla. Quizá la pared no quedó tan derecha como antes, pero —y así lo esperaba-una piedra suelta había encontrado un sitio firme en alguna parte del chico Francher por medio de este acto de compensación. Que le pagaran por hacerlo no quitaba nada al acto en sí mismo, sobre todo teniendo en cuenta el monto de la paga, y el hecho de que todo se le fue en la otra reparación.

La aparición de los cerdos extraños en la propiedad de Scudder, en el prado del este, conmocionó la aldea, aunque los hechos raros que habían ocurrido antes atenuaron la maravilla del caso. Scudder preguntó aquí y allá, pero no averiguó nada y se guardó los animales. Yo no hice preguntas pero me tranquilicé un tiempo con respecto al chico Francher.

Para esta época un tal doctor Curtís vino al pueblo. Bueno, «vino al pueblo» es un eufemismo. El auto tuvo un desperfecto cuando subía por las lomas, y el doctor Curtís se vio obligado a aceptar nuestra hospitalidad hasta que Bill Thurman pudiera encontrar el repuesto necesario. Se quedó en lo de Somansen, en el cuarto frente al mío, luego que la señora Somansen lo hubo limpiado frenéticamente con el simple recurso de empujar todas las cajas y potes y sobras y restos hasta el extremo del pasillo y taparlos allí con un lienzo. Luego roció el polvo con agua, y fregó el barro resultante; puso un ladrillo bajo una pata de la cama, la tendió con dos colchones de desecho del ejército, una sábana con borde crochet y otra de muselina cruda; desenterró una almohada maravillosamente blanda, pero que se desinflaba al menor contacto convirtiéndose en una oblea que olía a plumas húmedas, y coronó el espléndido conjunto con dos colchas tejidas a mano, y un cojín decorado con un pavo real en technicolor, que lo dominaba todo.

—Ya está —suspiró la señora Somansen sacando el polvo del tocador con una punta del delantal—. Creo que esto le convendrá.

—Espero que sí —sonreí—. Es quizás el cuarto más apresurado que haya tenido nunca.

—No sé qué otra cosa hubiera podido conseguir sin habernos avisado antes —dijo la mujer haciendo girar una alfombra andrajosa de modo que no se viera que estaba quemada—. Si no fuera porque le he echado el ojo a ese nuevo abrigo...

El doctor Curtis parecía un hombre tranquilo y amable, y era tan bueno tener a alguien con quien hablar, que usara palabras de más de dos sílabas. No es que la gente de Arroyo del Sauce fuera ignorante, pero no tenía interés en discutir temas de más de tres sílabas. Creo, además de ese asunto de la conversación, que me acerqué al doctor Curtís porque él no miraba ni dejaba de mirar mis muletas. Era agradable, excepto por la punzada de «aquí hay uno que no me ha conocido sin ellas».

Esa noche, después de la comida, nos sentamos todos alrededor de la maciza estufa de kerosene en el salón de delante, y charlamos acompañados por el murmullo de la radio, monótono y bajo. Por supuesto, se habló de los últimos y sorprendentes sucesos. El doctor Curtís se interesó mucho, sobre todo cuando le contaron lo de los rieles que se habían curvado hacia arriba, como rosetones. Como era médico, y extraño, el grupo esperaba de él una explicación, o por lo menos una hipótesis cortés.

—¿Qué pienso yo? —El doctor Curtís se inclinó hacia adelante en la vieja mecedora, y dejó descansar los brazos sobre las rodillas—. Pienso que ocurren muchísimas cosas que nuestros esquemas familiares de pensamiento no alcanzan a explicar. Una vez que nos acostumbramos a esos esquemas es muy difícil romperlos y probar otros. De modo que quizá lo mejor sea no buscar ninguna explicación.

—Hummm... —El viejo Charlie golpeó la pipa haciendo caer la ceniza en la palma de la mano y miró alrededor buscando el cesto de los papeles —. Buena manera de decir que usted tampoco sabe. Lo recordaré. Quizá me sirva alguna vez. Bien, buenas noches a todos.

Paseó aturdidamente los ojos por el salón, dejó caer la ceniza en la maceta del geranio, y se fue chupando la pipa vacía.

La partida del viejo fue la señal para que los otros decidieran irse a la cama a la muy prudente hora de las diez de la noche. Pero yo no me sentía prudente, no hasta el punto de ir a acostarme temprano.

—Entonces hay lugar en la vida para lo inexplicable. —Plegué la falda entre los dedos y la volví a alisar.

—Sería un mundo pobre y mezquino de otro modo —dijo el doctor—. En otro tiempo yo apartaba de mí todo lo que no podía explicar, pero me curé de eso una vez. —El hombre sonrió con nostalgia—. A veces me parece que hubiera sido mejor no curarme. Como le decía, puede ser bastante molesto.

Sí —dije impulsivamente—. Como oír música imposible, o deslizarse por un rayo de luna. —Sentí un tirón en el corazón ante la repentina inexpresividad de la cara del médico. Oh Señor, chasqueada otra vez. El hombre podía hablar volublemente de cosas inexplicables, pero no creía de veras —. Y muletas que caminan solas —dije con rapidez—, y hojas de otoño que bailan en un claro sin viento. —Tomé las muletas y fui ciegamente hacia la puerta—. Y quizás un día, si soy una buena muchacha y dejo de creer... caminaré de nuevo.

¿Si deja de creer? —Las palabras me siguieron—. Quiere decir si empieza a creer.

—No fuerce sus esquemas —dije por encima del hombro—. Si dejo de creer.

Por supuesto, me sentía una tonta a la mañana siguiente, a la mesa del desayuno, pero el doctor Curtís no comentó nuestra conversación y yo tampoco. El doctor estaba discutiendo el alquiler de un jeep para su excursión de caza, y cómo dejar allí el coche en arreglo.

—Dígale a Bill que volverá una semana antes —aconsejó el viejo Charlie—. Así el coche estará listo cuando usted vuelva.

El chico Francher estaba entre el grupo de gente que se reunió para observar a Bill, que llevaba los avíos del doctor Curtís del auto al jeep. Como siempre, Francher estaba un poco apartado de los demás, recostado en un árbol. Al fin salió el doctor Curtís, con el.30-06 bajo un brazo y el pesado saco de caza bajo el otro. Arma y yo nos inclinamos a mirar por encima de la cerca del costado.

Vi cómo el chico Francher se enderezaba lentamente, y cómo se sacaba las manos de los bolsillos mientras miraba al doctor Curtís. Alzó una mano en el aire, como intentando un ademán, y en seguida se detuvo, titubeando. El doctor Curtís entró en el jeep, se sentó al volante, y tocó los botones del tablero.

¿Cuál es la radio? —le preguntó a Bill.

¿Radio? ¿En este jeep? —Bill rió.

—Pero la música... —El doctor Curtís hizo una pausa, casi imperceptible, y encendió el motor—. He estado canturreando entre dientes yo mismo, parece —sonrió.

El jeep despertó con un rugido y retrocedió por el patio dispersando al grupo. En el momento de echar mano a la palanca de cambios, el doctor Curtís miró a un lado y nuestros ojos se encontraron. Fue un encuentro breve, pero había una pregunta en los ojos del médico; yo le contesté con mi ignorancia, y en él hubo algo así como un estallido de perplejidad... todo en un minúsculo intervalo, entre marcha atrás y primera.

Miramos el remolino de polvo detrás del jeep a medida que se alejaba gruñendo hacia el camino.

—Bueno —dijo Anna—, ¡nos vamos de caza!

—¿Quién es? —Las manos del chico Francher apretaban el borde de la cerca; volvió a mí unos ojos de ciego.

—No sé —dije—. Se llama doctor Curtís. —Ha oído música antes. —Me imagino que sí —dijo Anna. —¿Aquella música? —le pregunté a Francher.

—Sí —casi lloró Francher—. ¡Sí!

—Volverá —dije—. Tiene que venir a buscar el coche. —Bueno —dijo Anna—, las palabras parecen comunes, pero el sentido es un sinsentido. ¿Quién quiere café?

Esa tarde el chico Francher me acompañó, sin una palabra, mientras yo me afanaba cuesta arriba detrás de la casa de pensión, buscando horizontes más amplios y que contrarrestaran la cerrazón del día. Hubiese preferido caminar sola, en parte porque necesitaba un poco de silencio y en parte porque el chico nunca apartaba los ojos (¿acusadores?) de mis muletas. Pero no parecía importarle que yo le prestara o no atención, de modo que no me molestó demasiado. Me apoyé jadeando en un peñasco de granito y dejé que la brisa que traía de lejos la frescura de la nieve me levantara el pelo mientras yo me recobraba. Me envolví en el abrigo, protegiéndome las orejas. El chico Francher tenía un puñado de piedrecillas y las tiraba contra las latas herrumbrosas que punteaban la loma. Cuando una piedra describió en el aire un ángulo recto, antes de golpear contra una lata, el chico me habló:

Si ese hombre conoce el nombre del instrumento, entonces... —Se quedó sin palabras.

¿Qué nombre es ése? —pregunté frotándome la nariz en el sitio donde el cuello del abrigo me hacía cos quillas.

—No es realmente un nombre —dijo Francher—. Sólo dos sonidos.

—Bueno, entonces dilos, como si fuese una palabra. Instrumento de música es algo largo e incómodo.

El chico Francher escuchó con la cabeza inclinada, moviendo los labios.

—Supongo que podría llamarlo rapur —dijo, suavizando la a—, pero no es eso.

—Rapur —dije—. Por supuesto, tú sabes bien que no hay ningún instrumento con ese nombre. —Me sentía intrigada; me había dejado arrastrar a otra conversación tipo Francher, y empezaba a gustarme —. Algo que quizá tu madre soñó para ti.

—¿Y para el doctor?

—Hum. —Mis engranajes mentales dieron lentamente una vuelta más, y sin impulso—. ¿Qué te parece a ti?

—Estoy casi seguro de que hay otros como mi madre. Otros que conocen también la locura y el sueño.

—¿El doctor Curtis? —pregunté.

—No —dijo Francher lentamente, frotándose la mano contra el peñasco—. No. Tengo como una impresión débil, extraña. Él es como usted. Él... él conoce a alguien que sabe, pero él mismo no sabe.

—Bueno, gracias —dije—. Es hermoso ser una pluma en semejante pájaro. Todo es muy sencillo entonces. Cuando vuelva, tú le preguntas quién es.el que sabe.

—Sí. —Francher aspiró una trémula bocanada—. ¡Sí!

Fuimos fácilmente loma abajo, hablando de dinero y de música. Francher había ahorrado bastante, y ahora podía comprarse un buen instrumento... ¿pero qué instrumento? Me habló un rato de melodías y tonos y escalas y claves, y de la posibilidad de encontrar alguna vez algo que sonara como un rapur.

Nos detuvimos al pie de la colina y dije entonces, impulsivamente:

—Francher, ¿por qué hablas conmigo?

Tuve ganas de parar las palabras cuando aún no había acabado de decirlas. Las palabras tienen un terrible poder: destruyen las situaciones delicadas y cortan los lazos frágiles.

Francher tiró otras dos piedrecillas contra el terraplén y se dio vuelta, con las manos en los bolsillos. Las palabras llegaron a mí cuando ya no las esperaba.

—Usted no me odia... aún.

Me sentí conmovida. Supongo que yo había imaginado que todos quienes rodeaban al chico Francher habían llegado a conocerlo como yo, pero comprendía ahora que no era así. Desde ese momento me metí en toda conversación que tuviera como tema al chico Francher, y prestaba atención cada vez que alguien lo mencionaba. Me sorprendió descubrir que para casi todo el mundo Francher era un simple delincuente, un haragán, un inútil, una carga. Por algún extraño camino habían llegado a la conclusión de que Francher era responsable de todas esas cosas raras que habían estado ocurriendo en la aldea. Pregunté a varias personas cómo era posible atribuírselas a un niño, y la única respuesta que conseguí fue:

—El chico Francher puede hacer cualquier cosa... mala.

Hasta Arma seguía pensando que Francher era una maldita carga en la escuela, a pesar de que al fin parecía comportarse en un nivel bastante aceptable, académicamente hablando.

Yo había pensado, el cielo sabe por qué, que el muchacho estaba sintiéndose parte de la comunidad. En cambio, lo que hacía era manejarse solo. Revisé todo lo que había pasado desde que yo lo conocía, y me costó encontrar algo que pudiera parecer de veras positivo a los ojos de la gente.

Pero, pensé, ¡si es una suerte que no haya caído en manos de la ley!

Y sentí un nudo frío en el estómago imaginando qué podría pasar si el chico Francher avanzaba por algún camino que no fuese el de la ley. Burlarse de la autoridad es para un adolescente una tentación insidiosamente dulce, y yo no quería que mi niño cayera en esa tentación.

Bueno, los días que siguieron a la partida del doctor Curtís fueron típicos días de caza. Minutos de luz de sol y extraños colores de otoño; horas de nubes y lluvias y nevisca y heladas y vientos crueles. Llegaban noticias sobre grandes nevadas en la montaña de Mingus, y Los Cachorros estaría sepultado bajo la nieve todo el invierno, desde un poco antes de lo acostumbrado. Vimos cómo los primeros copos caían perezosamente y cómo luego se deshacían en lágrimas contra las casas apretadas. Parecía como si toda excitación, toda actividad, estuviera a punto de ser barrida de Arroyo del Sauce con el trapo gris del invierno.

Entonces lo inesperado, que a veces salpica de rojo el acostumbrado color gris, ocurrió de pronto. La Media Luna, el elegante rancho-escuela que ocupaba las mejores tierras de la región, invitó a todos los escolares del pueblo a una velada musical. Habían importado una orquesta que tocaba conciertos y era también un buen conjunto para bailes, y planeaban un fin de semana de gala con un concierto el viernes por la tarde y un baile para los jóvenes el sábado por la noche. Los pupilos del rancho, pobrecitos, no se codeaban con los chicos del pueblo. Eran en su mayoría chicos inadaptados o no deseados, cuyos padres podían darse el lujo de sacárselos de encima de un plumazo con el pretexto de que se criaran en un lugar saludable.

Por supuesto, el torbellino arrastró a toda la aldea. Había hijos de millonarios en el rancho, y también de gente famosa, pero nunca teníamos ocasión de echarles una mirada, excepto cuando atravesaban la aldea en el autobús del rancho. En esas ocasiones pestañeábamos todos juntos mirando los metales cromados, y también suspirábamos, aunque por distintas razones. Yo suspiraba por las delgadas, desdichadas caritas apretadas contra los vidrios de las ventanillas, y por los tristes ojos vueltos hacia esas casas donde vivían familias que querían a sus hijos.

De todos modos, el consenso general era que valía la pena soportar un «concierto» con tal de asistir a un baile animado por una orquesta... pues sólo quienes fueran al concierto serían invitados al baile.

Hubo mucha discusión y mucha animosidad acerca de lo que había que ponerse para ambas ocasiones, tan distintas. Los muchachos se quedaron tranquilos cuando vieron que el único traje bueno bastaba para las dos ocasiones. Las chicas discutieron y discutieron y organizaron un mercado de préstamos y trueques, pues los padres se negaban a gastar dinero aun para esta ocasión tan especial.

Yo estaba contenta por el chico Francher. Ahora tendría oportunidad de oír música en vivo; un cambio notable comparado con lo que gemía entre la estática de nuestros aparatos de radio, en las estaciones que alcanzábamos a captar. Ahora oiría tal vez un débil eco del rapur y vestido de fiesta además, pues la señora McVey se había rendido al fin y le había comprado un traje nuevo, realmente un hermoso traje, en la tienda de la aldea. Me sentía tan ansiosa como Twyla, imaginándome al chico Francher envuelto en esplendores.

Fue un verdadero shock ver al muchacho en el concierto, los pulgares en los bolsillos, apoyado contra la puerta de salida, donde se amontonaba el público. Tenía una cara oscura e inexpresiva, y los pantalones de dril remendados, desteñidos, eran una mancha clara en la penumbra del salón.

—¡Mire! —me susurró Twyla—. ¡Está de pantalones de dril!

—Cómo —exclamé—, ¿y el traje nuevo?

—No sé —contestó Twyla—. ¡Y esos pantalones ni siquiera están limpios!

Y se hundió en el asiento sintiendo los ojos acusadores de todo el mundo mirándola a través del chico Francher.

El concierto fue espléndido. Aun nuestros entusiastas del rock quedaron atrapados en la maravillosa telaraña de la música. Hasta yo me perdí durante largos y hermosos momentos en las brillantes huellas melódicas que me llevaban fuera de las tierras grises de lo cotidiano. Pero también sentí la mordedura de las lágrimas detrás de mis párpados. La música se ha hecho para conmover, y mis pies muertos no podían marcar ni un compás. Dejé que los cobres y los tambores aplastaran mi rebelión, triturándola en pedacitos soportables, y me uní gozosa al aplauso entusiasta.

¡Eh! —dijo Rigo detrás de mí cuando el público empezó a levantarse para irse—. No creí que algo pudiera sonar así. Señor, ¿oyeron esa trompeta? Me gustaría conseguirme una y soplar un poco.

Sonaría como una vaca enferma —dijo Janniset—. Son difíciles de tocar.

La discusión siguió a lo largo del pasillo. La voz de Twyla fue un susurro en mi oído. —Sí —dije—, pero quizá lo veamos en el autobús. No lo vimos. Francher no estaba en el autobús. No había venido tampoco en el autobús. En realidad nadie sabía cómo había llegado al concierto, ni cómo se había ido.

Arma, Twyla y yo nos metimos en el auto de Arma y partimos hacia Arroyo del Sauce. El corazón me latía con prisa; los pensamientos me zumbaban en la cabeza. Cuando llegamos a lo de Somansen había un auto estacionado al frente.

—¡ La McVey! —me silbó Anna en el oído—. Hay problemas.

No tuve tiempo de sacarme el abrigo en el sofocante calor de la sala, cuando ya me estaba encarando a la violencia monumental de la señora McVey.

—Vestirlo —silabeó la McVey con la barbilla en alto mientras se disparaba hacia adelante en la silla—. ¡Vestirlo para que se sienta igual a los demás! —Las manos se le movieron en el aire y yo las esquivé instintivamente y pestañeé cuando un puñado de harapos blancos se esparció a mis pies —. ¡La camisa nueva! —gritó casi la mujer. Otra lluvia de jirones, oscuros ahora—. ¡El traje nuevo! ¡Ni un pedacito más grande que una mano! —Siguió una salpicadura, una granizada sorda—. ¡Los zapatos! —La voz de la mujer se alzó todavía más, en un áspero chillido—. Los zapatos. —El miedo combatía ahora con la cólera—. Mire esos trozos, pequeños como estampillas... ¡Zapatos! —Se le quebró la voz—. ¡Estos pedacitos eran un par de zapatos!

La McVey se hundió en la silla, sin aliento, sacando de alguna parte un arrugado pañuelo de papel y secándose el mentón. Anna me ayudó a sacarme el abrigo y busqué una silla. Twyla se quedó en el umbral de la puerta, acurrucada, intimidada, con los ojos muy abiertos en una expresión de fascinado terror.

—Déjelo ser como los otros —susurró la McVey—. ¿Ese hijo de Satanás una persona decente?

Mi voz sonó insustancial y alta en la calma que sigue al huracán.

—¿Pero por qué?

—Por ninguna razón —boqueó la mujer llevándose una mano al pecho palpitante—. Le compré toda esa ropa nueva para probar, creyendo que le gustaría. Creyendo —la voz se le deslizó a un quejumbroso trémolo—, creyendo que él vería que yo sólo deseaba lo mejor para él. —Hizo una pausa y sorbió por la nariz, con aire lúgubre. No hubo ninguna expresión de simpatía durante esta pausa de silencio, de modo que la mujer continuó, ofendida—: Y tomó todo, se encerró en su cuarto, y salió con eso. —El dedo señaló la pila de andrajos—. Me... ¡me los tiró a la cabeza! ¡Usted y sus ideas de que quiere ser como los otros! —Los labios se le curvaron como apartándose del veneno de las palabras—. No quiere ser como nadie sino como él mismo. ¡Y él es el demonio!

La McVey susurraba ahora, y el aliento se le apagó junto con la última palabra. Se quedó callada, los ojos muy abiertos.

—¿Pero por qué? Tiene que haber dicho algo.

La señora McVey se cruzó las manos sobre el vientre abultado y frunció la boca.

—Hay cosas que una dama no repite —dijo meneando la cabeza.

—Oh, vamos. —Yo ya estaba harta de ser cortés con todas las McVey de este mundo—. No hagamos comedias. Usted podría enseñarle a un estibador... —Apreté los labios y respiré hondo—. Discúlpeme, señora McVey, pero no es momento de ser discreta. ¿Qué dijo él? ¿Qué excusa dio?

—No dio ninguna excusa —disparó la mujer—. Sólo... sólo... —Las gordas mejillas se le colorearon—. El chico me insultó.

Arma y yo nos miramos.

—Oh.

—¿Pero qué le pasó? —insistí—. Tiene que haber habido alguna causa...

—Bueno. —Arma se retorció en su silla—. Al fin y al cabo qué puede esperarse...

—¿De semejante ambiente? —estallé—. Bueno, Arma, por cierto que yo esperaba algo distinto de un ambiente como el tuyo.

La cara se le ensombreció a Arma y se puso a recoger sus cosas.

—Lo conozco desde antes que tú —dijo tranquilamente.

Desde antes —admití—, pero no mejor. Anna —rogué inclinándome hacia ella—, no lo condenes sin oírlo.

¿Condenarlo? —Anna me miró vivamente—. No sabía que estuviésemos juzgándolo.

Oh, Anna. —Me hundí de nuevo en el asiento—. El pueblo entero lo juzga, y lo acusan de todo, tú lo sabes bien.

—No quiero pelear contigo —dijo Arma—. Será mejor que me despida.

La puerta se cerró detrás de Anna. La señora McVey y yo nos medimos con los ojos. Había abierto la boca para decir algo cuando noté junto a mí el susurro de un movimiento. Twyla estaba de pie a la desnuda luz del cielo raso, con las manos entrelazadas sobre el pecho, los ojos sombreados por las pestañas, cada vez más a medida que entornaba los párpados protegiéndose de la claridad. Habló con una voz tranquila.

—¿Con qué dinero le compró la ropa?

—No es cosa suya, señorita —dijo la McVey enrojeciendo.

—Estamos casi a fin de mes —dijo Twyla—. El cheque no llegará hasta la semana próxima. ¿De dónde sacó el dinero?

—¡Bueno! —La señora McVey empezó a incorporarse extrayendo el cuerpo de las profundidades del sillón—. No tengo por qué quedarme y tolerar que este pedazo de...

Twyla se le acercó, se le acercó tanto que la señora McVey cayó de nuevo sentada, aferrándose a los polvorientos brazos del sillón.

—No le queda nada del cheque después de la primera semana —dijo Twyla—. Y este mes se compró un salto de cama de nylon, de color púrpura. Le costó la cuota de una semana.

La señora McVey se inclinó hacia adelante, la boca abierta en un horrorizado furor.

—Le quitó el dinero —dijo Twyla, los ojos de acero en la tensa cara joven—. Le robó el dinero que él había ahorrado. —La niña dio media vuelta y se apartó del sillón, y la falda y el pelo ondularon en el aire—. Algún día —dijo con los dientes apretados —, algún día yo también seré vieja y gorda y fea, ¡pero el cielo me libre de ser vieja, gorda, fea, y ladrona!

—Twyla —intervine, temiendo que a la McVey le diera un ataque allí mismo.

—Es una ladrona! —gritó Twyla—. Francher estuvo ahorrando casi un año para comprarse... —tartamudeó, sintiendo evidentemente que estaba pisando hielo quebradizo, a punto de traicionar una confidencia—, para comprarse algo. ¡Y casi había juntado lo que necesitaba! Y ella estuvo espiándolo y...

Tuve que detenerla.

—¡Twyla!

Las manos de Twyla se alzaron, rebeldes.

—¡Es cierto! ¡Es cierto!

—Twyla. —Mi voz era tranquila pero la hizo callar. —Adiós, señora McVey —dije—. Lamento lo ocurrido.

—¡Lo lamenta! —bufó la mujer, levantándose—. Solteronas amargas que nunca tuvieron hijos metiendo las narices en las casas decentes...

La señora McVey rodó con rapidez hacia la puerta. Tomó el picaporte y me echó una mirada venenosa por encima del hombro.

—Tengo influencias —dijo—. Ya verá usted.

La puerta se estremeció, como subrayando la partida.

Desalojé de mi mente a la McVey.

—Twyla. —Le tomé entre mis manos las manos heladas—. Vete a tu casa. Yo tengo que encontrar a Francher.

Twyla protestó con un rápido movimiento de manos.

—Pero yo quería...

—Lo siento, Twyla —dije—. Creo que así será mejor.

Los hombros se le distendieron.

—Bueno.

En cuanto Twyla se fue irrumpió la señora Somansen.

—Mejor que venga a la mesa y tome una taza de café —dijo.

Me enderecé, fatigada.

—¡Esa McVey! Es capaz de sacar de sus casillas al mismísimo diablo —dijo la señora Somansen, animada—. Bueno, así son algunos. He oído decir a muchas maestras que he tenido aquí estos años que no eran los chicos quienes las preocupaban sino los padres. —La mujer me empujó al otro lado de la puerta y fue a la cocina a buscar el colador—. He dicho muchas veces que una maestra siempre tiene razón... aunque esté equivocada.

La voz se le perdió en una larga historia de familia que probaba justamente la tesis contraria, y yo miraba mi taza de café preguntándome en qué sitio de todo este mundo yo podría encontrar al chico Francher. Desde aquel episodio de los chismes yo tenía mis temores. Sin embargo la gente que reacciona con violencia ante trastornos relativamente mínimos, muchas veces se queda tranquila cuando se enfrenta con algo de veras serio... Una suerte de pérdida de las proporciones en el nivel de las reacciones emotivas.

¿Pero qué haría Francher? Había planeado comprar un instrumento de música y ahora no tenía dinero. No tenía con que hacer música. ¿Cómo respondería? ¿Vengándose, o buscando la música en cualquier sitio? ¿Huiría? ¿Adonde? ¿Robaría dinero? ¿Robaría música? ¿Robaría?

Me sobresalté y volqué el café en el platillo. La señora Somansen se había marchado. La casa estaba tranquila en la pausa del atardecer, esa indefinida transición entre el día y la noche.

Esta vez no sería sólo una armónica. Tanteé mis muletas, buscando en mi mente algún medio de transporte. Estiraba la mano hacia el pestillo cuando la puerta se abrió y casi me hizo caer.

—¡Café! ¡Café! —graznó el doctor Curtis.

No supe qué hacer. El doctor se tambaleó hacia adelante, cargando el equipo de caza, la cara poblada por una barba desigual, las ropas oliendo a fuegos de campamento y aire libre, y se acercó a la mesa tomando la cafetera. Era evidente que el café estaba frío.

—Oh, bueno —dijo como quien sigue una conversación—. Supongo que puedo sobrevivir sin café.

—¿Sobrevivir a qué?

El doctor Curtis me miró un momento, sonriendo, y luego dijo:

—Bueno, si se lo voy a decir a alguien da lo mismo que sea usted, aunque espero que no pierda la cabeza y vaya por ahí contándoselo a todo el mundo. Por supuesto, puede ser una pequeña alucinación luego de las fatigas de una excursión de caza, pero me asusté.

—¡Se asustó! —repetí estúpidamente mientras la cabeza me daba vueltas pensando si le pediría que me ayudase a buscar al chico Francher.

—Un poco —admitió el médico—. Allí estaba yo, conduciendo, sin meterme con nadie, cantando con empeño, ya que no melódicamente Una vida en las olas del mar, y he aquí que de pronto ellos se me aparecen, marchando tranquilamente por el camino.

La historia se arrastraba, y mis oídos estaban impacientes.

—¿Ellos?

—El trombón y el tambor mayor —explicó el doctor Curtis.

Tuve la impresión de que me metían inesperadamente en una alocada comedia de enredos.

—¿Qué?

—El trombón y el tambor mayor —repitió el doctor Curtis—. Llevando el compás y marchando sin duda con paso perfecto, aunque no es posible marcar el paso de modo muy convincente a dos metros de altura. Eso suponiendo que fuera un trombón con pies, pero éste no era el caso.

—Doctor Curtis. —Me aferré a una punta de su abrigo de caza—. Por favor, ¡por favor! ¿Qué pasó? ¡Dígame! ¡Tengo que saberlo!

El doctor Curtis me miró y se puso grave.

—Usted se toma esto muy en serio, ¿no? —me dijo, extrañado.

Tragué saliva y asentí.

—Bueno, fue a unos ocho kilómetros más allá del rancho La Media Luna, donde comienzan los pinares. Dios me ayude, un trombón y un tambor marchaban en el aire cruzando el camino. El tambor llevaba el compás... aunque ahora que lo pienso los palillos del tambor estaban quietos, caídos sobre el parche. Paré el jeep y corrí hacia el sitio por donde habían aparecido. No vi nada, pues la vegetación es allí muy espesa, pero juraría que oí débilmente el regocijo del trombón. Sentí que los dos instrumentos estaban escondidos detrás de un árbol, burlándose de mí. —El doctor se frotó con una mano la barbilla hirsuta—. En fin, tal vez sería mejor que me tomara ese café, frío o no.

—Doctor Curtis —dije con urgencia—, ¿me puede ayudar? ¿Sin hacerme ninguna pregunta? ¿Puede llevarme ahora mismo?

Fui por mi abrigo. Sin palabras, el doctor Curtis me ayudó a ponérmelo y me abrió la puerta. El día se había ido y el cielo era un agua clara sobre el horizonte, coloreada detrás de las lomas, allí donde se había puesto el sol. Pocos minutos después el jeep bramaba cuesta arriba hacia el cruce. Grité por sobre el traqueteante runrún del motor:

—Es el chico Francher. Tengo que encontrarlo y conseguir que los devuelva, ¡antes que lo descubran!

—¿Que devuelva qué y adonde? —gritó el doctor Curtis, cuando de pronto el ruido disminuyó. Habíamos llegado a la cima de la cuesta, y la señora Frisney, que en ese momento cruzaba el camino, nos miró estupefacta, el paraguas abierto a la primera luz de las estrellas.

—Es demasiado largo de explicar —aullé mientras acelerábamos bajando por la carretera—. Quizá se ha robado ya la orquesta completa, y todo porque la señora McVey le compró un traje nuevo. Tengo que conseguir que la devuelva, o lo arrestarán, el cielo nos ayude.

¿Quiere decir que era el chico Francher quien tenía el trombón y el tambor? —gritó el doctor.

¡Sí! —La tensión de la conversación me lastimaba el pecho—. Y quizá todo lo demás.

Tuve que sostenerme para no caer hacia adelante; el doctor Curtís había frenado de golpe.

—Mire —dijo—, aclaremos esto. Lo que usted cuenta es todavía más disparatado. ¿Trata de decirme que ese chico se ha robado una orquesta?

—Sí —dije—. No me pregunte cómo. No lo sé, pero él puede hacerlo. —Lo tomé de la manga—. ¡Él me dijo que usted sabía! El día que usted se fue de caza, Francher me dijo que usted conocía a alguien que sabía. ¡Estábamos esperándolo!

—Bueno, que me maten —dijo el doctor lentamente maravillado—. Bueno, que me cuelguen. —Se pasó la mano por la cara—. Así que ahora me toca a mí. —Extendió la mano hacia la llave del encendido—. ¡Paso, Jemmy! —gritó—. ¡Ahí voy con otro! ¿Tuyo o mío, Jemmy? ¿Tuyo o mío?

Fue como si estas extrañas palabras hubiesen disparado un gatillo. De pronto todo lo que parecía incomprensible e insólito se convirtió en una locura insensata. Tuve ganas de no haber conocido nunca Arroyo del Sauce, o al chico Francher, o al doctor Curtís; no haber visto una armónica que tocaba sola, ni las miradas de soslayo de Twyla, ni el camino blanco que se perdía en la rápida caída de la noche. Me arrebujé en el abrigo, sintiendo en los ojos unas lágrimas punzantes, de abrumada desesperanza, y el único consuelo que pude encontrar fue imaginarme a mí misma destruyendo mis odiadas muletas y esparciendo los pedazos por el camino.

El doctor Curtís detuvo el jeep. Me incorporé.

—Fue por acá —dijo el doctor atisbando el crepúsculo—. El sitio es bastante solitario... el desapacible extremo de la soledad. No sería raro que el chico estuviese bastante asustado, y deseando volver a su casa.

—No el chico Francher —dije —. No es del tipo doméstico.

—Ah, sí —dijo el doctor Curtis—. Lo había olvidado.

Y allí estaba. Al principio creí que era el viento de la tarde entre los pinos, pero el sonido se hizo más profundo y creció hasta llegar a ser el acorde magnífico, tormentoso, retumbante, de toda una orquesta. Luego, uno por uno, los distintos instrumentos tocaron un solo, recorriendo escalas, exhibiendo silencios, revisando posibilidades. En algún momento, entre las cuerdas y los metales, me bajé del jeep.

—Usted quédese aquí —le dije al médico en voz baja—. Iré a buscarlo. Espéreme.

Era como caminar en la lluvia: las notas caían a mi alrededor; el relámpago agudo de los piccolos, y el trueno susurrante de los tambores. No había melodía; sólo un niño que corría de un sitio a otro por una tienda de golosinas, arrebatando vorazmente aquí y allá, alimentándose a manos llenas, disfrutando del placer de desechar algo, pues tenía de sobra.

Me esforcé cuesta arriba, preocupada, sin prestar mucha atención a las irregularidades de ese territorio desconocido, sumido casi en la oscuridad. Ahí estaban los instrumentos —en el hoyo arenoso, más allá de la cuesta-dispuestos en filas precisas y ordenadas, como en un concierto, cada uno envuelto en un silencio súbito y sombrío, quebrado solamente por la estremecida risita de los címbalos, que callaron apresuradamente golpeando la arena.

—¿Quién anda ahí? —Francher era una figura rígida, de pie sobre un peñasco, con los brazos medio levantados.

—Francher —dije.

—Oh. —Francher se deslizó por el aire hacia mí—. Ya no me escondo —dijo—. Ahora seré yo mismo todo el tiempo.

—Francher —dije secamente—, eres un ladrón. El chico se sacudió protestando: —No soy ni...

—Sí, esto eres tú —dije—, eres un ladrón. Robaste esos instrumentos.

Francher buscó las palabras y al fin estalló. —Ellos me robaron el dinero, ellos me robaron toda mi música.

—¿Ellos? —pregunté—. No puedes empaquetar a la gente toda junta y llamarla «ellos». ¿Yo te robé tu dinero? ¿O Twyla, o la señora Frisney, o Rigo?

—Tal vez usted no lo tocó —dijo el chico Francher—. Pero estaba ahí y dejó que la McVey me lo robara.

—Ése es un pecado en el que ha caído toda la humanidad, desde un principio —dije—. Estar ahí y permitir que las cosas malas ocurran. Pero aun la señora McVey creía que te ayudaba. No se sentó a maquinar y decidió robarte. Para alguna gente, los niños no son dueños exclusivos de las cosas que tienen, pues las comparten con los adultos, que los ayudan a cuidarlas. Lo que es algo muy distinto del robo deliberado a un extraño. ¿Qué hay de los dueños de esos instrumentos? ¿Qué han hecho para merecer tu enemistad?

—Son gente —dijo Francher, terco—. Y yo nunca más seré gente. —Se elevó poco a poco en el aire y dio una voltereta—. Mire —dijo, flotando sobre la loma—. La gente no lo puede hacer.

—No —dije—, pero cualquier clase de criatura que hayas decidido ser, no parece capaz de meterse los faldones de la camisa en los pantalones.

Francher se arregló rápidamente la camisa, y se enderezó. Hubo un silencio torpe en aquella sombra, y entonces le pregunté:

—¿Qué harás con los instrumentos?

—Oh, pueden llevárselos cuando yo termine... si los encuentran —dijo Francher con desprecio—. Tocaré toda esta noche.

El brillante sonido de las trompetas se abrió paso en el crepúsculo, y los violines vibraron en un obligato de plata.

—Y cada compás dirá «ladrón» —repliqué—. Y cada golpe de tambor gruñirá «robado».

Francher aulló casi.

¡No me importa, no me importa! ¡«Ladrón» y «robado» son palabras de la gente, y yo nunca más seré gente, ya le dije!

¿Qué serás? —pregunté apoyándome cansadamente contra el tronco de un árbol—. ¿Un animal?

—No, señor. —El chico no sabía qué hacer con las manos—. Seré algo más que humano.

—Bueno, la tuya no es una conducta muy inteligente para alguien más que humano. Antes tendrás que ser enteramente humano. Para ser más que humano, antes tendrás que ser el mejor humano posible... y empezar desde ahí. Que seas enteramente distinto no le importará mucho a la gente. Tienes que poder superarlos en su propio terreno, y luego ir más allá. No les importará que puedas volar como un pájaro si no eres capaz de caminar erguido como un hombre. Para la mayoría, ser «diferente» es ser «malo». Oh, quizá dirán: «Dios mío, qué maravilla», cuando les muestres alguno de tus fantásticos trucos, pero... —titubeé preguntándome si no estaría diciendo algo inadecuado—, pero te olvidarán en seguida, como se olvida cualquier atracción barata de feria.

Francher se estremeció y apretó los puños y me habló con palabras duras y amargas.

—Usted es como los demás, usted piensa que soy un monstruo...

—Pienso que eres una criatura desdichada —dije—, pues no sabes quién eres o de dónde vienes, pero te costaría todavía más descubrirlo si burlas la ley.

—La ley no me toca —dijo Francher fríamente—. Yo sé quién soy...

—¿Lo sabes, Francher? —le pregunté sin levantar la voz—. ¿De dónde venía tu madre? ¿Por qué podía entrar en las mentes de los otros? ¿Te separarás de la gente antes de haber averiguado de qué maravillas eres capaz? No estos pequeños espectáculos, sino milagros verdaderos, que signifiquen algo. —Se me hizo un nudo en la garganta mientras le miraba la cara vuelta hacia el otro lado, sombreada por el crepúsculo. Yo sentía que me estaba congelando en el viento cada vez más frío, pero Francher parecía inconmovible aunque no tenía la chaqueta puesta. Los labios se me movieron rígidamente—. Los dos sabemos que puedes salirte con la tuya burlando la ley, pero sabes tan bien como yo que si das este primer paso ya nunca podrás volverte atrás. Y eso quizás impida también que seas aceptado por los tuyos, pues si es cierto que hay otros, han de estar muy por encima de los ladrones comunes. Y el doctor Curtis ha vuelto de esa excursión de caza. Quizás estarnos ya muy cerca de la verdad. Yo no conocí a tu madre, Francher, pero sé que éste no es el sueño que ella había reservado para ti, y que la ayudó a soportar el hambre, el silencio, el terror, y esos sitios del pánico...

Me volví y me alejé, tropezando, hacia el camino. La oscuridad era impenetrable a mi alrededor, mientras yo gemía pensando en este mi niño. En algún momento antes de llegar, el doctor Curtis se adelantó a ayudarme. Me llevó hasta el jeep, y me desprendió los dedos helados de las muletas, y me calentó las manos entre sus manos enguantadas.

—El chico no es de este mundo —me dijo—. No sus padres y sus abuelos al menos. He ido de caza con algunas de esas gentes. Francher no lo sabe, es indudable, como tampoco lo sabía la madre, pero él podrá encontrar a los suyos. Quizás esto la ayudaría a usted a convencerlo...

Me puse a buscar mis muletas, atisbando en la oscuridad, y al fin dije, sintiendo un hormigueo en los labios:

—No. No serviría de nada que lo sobornáramos. Tiene que decidir ahora, con todo ese peso en contra. Tiene que abrirse paso hacia ese nuevo mundo; no podría entrar en él dejándose ir sin esfuerzo. El pollo se muere, si uno pretende apresurar su incubación.

Lloré y lloré durante todo el viaje de vuelta por ese niño extraviado en una desolación que yo no conocía, arrojado a un cautiverio del que yo no podía librarlo.

El doctor Curtís me acompañó hasta la puerta de mi cuarto. Levantó mi cara escondida y me la secó.

—No se preocupe —me dijo—. Le prometo que se harán cargo del chico Francher.

Sí —dije mirando la cara del doctor Curtis, tan cerca de la mía, y cerrando los ojos—. El comisario se encargará de Francher, si lo encuentra. En cualquier momento descubrirán la falta de la orquesta, si no la descubrieron ya.

Usted lo ha hecho pensar —me dijo el doctor—, y por eso se quedó tan quieto, escuchándola.

—Demasiado tarde —dije—, demasiado tarde.

Ya en mi cuarto, me tiré en la cama tratando de no pensar. Estuve así hasta que el frío me endureció el cuerpo. Me puse entonces mi ropa de dormir y me abotoné el abrigado salto de cama hasta la barbilla. Me senté en la oscuridad cerca de la ventana, mirando el fantasma de encaje de los álamos a la difusa luz de la luna. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que alguien viniera a obsequiarme torpemente con las últimas noticias acerca del chico Francher?

Puse los codos sobre el alféizar de la ventana, y apoyé la cabeza en las palmas de las manos, apretándome los ojos. Oh Francher, mi niño, mi solitario niño perdido...

—No estoy perdido.

Alcé la cabeza, sobresaltada. La voz era tan suave. Tal vez yo había imaginado...

—No, estoy aquí.

El chico Francher se adelantaba a la lechosa luz de la luna moviéndose con una fuerza y una seguridad nuevas, muy distintas de su acostumbrada torpeza de adolescente.

—Oh, Francher...

No podía permitirme un sollozo, pero la voz se me quebró.

—Está todo bien —dijo Francher—, los devolví.

Los hombros me dolieron, aflojándose.

—No tuve tiempo de ponerlos en la sala, pero los apilé con cuidado en el porche —dijo Francher, y el brillo de una sonrisa le cruzó por la cara—. Supongo que se preguntarán cómo llegaron allí.

—Siento tanto lo de tu dinero —dije, torpemente. El chico me miró, muy serio.

—Ahorraré otra vez. Juntaré el dinero y alguna vez tendré mi música. No es necesario que sea ahora.

De pronto, una cálida burbuja me llenó de algún modo los pulmones. Sentí la excitación como un hormigueo en las puntas de los dedos. Me incliné sobre el alféizar.

¡Francher! —llamé suavemente —. Tú tienes tu música. Ahora. ¿Recuerdas cuando bailaste con Twyla? Oh, Francher. El sonido es vibración. Puedes hacer vibrar el aire sin ningún instrumento. ¿Recuerdas la melodía que tocaste con la orquesta? ¡Tócala de nuevo, Francher!

Francher miró sin comprender, y luego fue como si le hubieran encendido una luz detrás de la cara.

—¡Sí! —gritó—. ¡Sí!

Suavemente, oh, tan suavemente, pues así ocurren los milagros, oí el primer acorde. La música crecía plena, suave, hasta que vibró en todo el patio... una orquesta que lloraba susurrando a la pálida luz de la luna.

—Pero la melodía —dijo de pronto Francher por encima de aquellos sonidos milagrosos—. ¡No sé qué melodías puede tocar una orquesta!

—Hay libros —dije—. Libros enteros de partituras de sinfonías y óperas y...

—Y cuando conozca mejor los instrumentos —ésta era la voz esperanzada y animada del verdadero chico Francher-cualquier cosa que oiga... —En el patio resonó roncamente un par de compases del último rock'n'roll, y luego floreció dulcemente en el Adoramus Te y se deslizó luego a El campesino en la cañada—. Y algún día escribiré yo mismo mi música.

Un trémulo rapur enhebró una frase melódica y calló.

En el silencio que sobrevino entonces el chico Francher me miró, no a la cara sino clavando los ojos en algo que estaba dentro de mí.

¡Señorita Carolle! —Sentí las lágrimas que me venían a los ojos—. ¡Usted me dio mi música! —Alcancé a oír el movimiento de la saliva en la garganta del chico. Mi mano se movió en una señal de protesta, pero él continuó rápidamente—: Por favor, venga afuera.

¿Así? —le pregunté —. Estoy en salto de cama y zapatillas.

Son abrigados —dijo—. Venga, la ayudaré a pasar por la ventana.

Y antes que me diera cuenta yo ya estaba sobre el alféizar, descolgándome hacia el patio.

—Los aparatos —dije, detestando las palabras—. Mis muletas.

—No —dijo Francher—. No las necesita. Camine por el patio, señorita Carolle, sola.

¡No puedo! —grité con desesperación—. ¡Oh, Francher, no te burles de mí!

Sí puede —dijo el chico—. Esto es lo que yo le daré a usted. No puedo curarla, pero puedo darle esto. Camine.

Me tomé desesperadamente del alféizar. Y vi entonces de nuevo a Francher y a Twyla que bajaban describiendo una espiral desde las copas de los árboles. Francher cabeza abajo, mostrado el torso desnudo. Francher lanzando la piedra movediza de patio en patio.

Solté el alféizar. Di un paso, y otro, y otro, manteniendo las manos separadas del cuerpo, ¡libre al fin de los dedos agarrotados y los codos doloridos! Fui a través del patio y cada paso era un canto de alabanza. Me volví desde el cerco y miré hacia atrás. El chico Francher estaba acurrucado junto a la ventana, en un tenso ovillo de concentración. Me deslicé de puntillas, corrí de vuelta sintiendo el viento que me apartaba el pelo de la cara. Era como beber después de haber tenido mucha sed, después de haber tenido mucha hambre. ¡Como puertas que se abren de par en par! Caí hacia adelante y me tomé del alféizar. Y grité inarticuladamente cuando sentí que las viejas tenazas se cerraban de nuevo, que la vieja media-muerte se adueñaba de mí. Me desplomé frente al chico Francher. Unos ojos atormentados miraron los míos desde una cara blanca y macilenta. Francher se pasó el antebrazo por la cara, enjugándose el sudor.

—Lo siento —jadeó—. Es todo lo que puedo hacer ahora.

Mis manos lo buscaron. Hubo un brusco movimiento, tan rápido y tan próximo que grité y aparté los pies. Alcé los ojos, asustada. El doctor Curtís y una figura sombría estaban de pie frente a nosotros. Pero la sorpresa de verlos allí desapareció en seguida, hundiéndose en aquel asombro reciente.

—¡Se movió! —grité—. ¡El pie se me movió! ¡Miren! ¡Miren! ¡Se movió!

Me concentré de nuevo, firme, firmemente. Luego de unos laboriosos segundos, el dedo gordo se me sacudió en el pie izquierdo.

Mi risa histérica fue casi un grito.

—¡Un dedo es mejor que nada! —sollocé—, ¿no es cierto, doctor Curtís? Eso quiere decir que alguna vez, alguna vez...

El doctor Curtís se había agachado a mi lado y me sostenía las manos frenéticas con unas manazas tranquilas.

—Podría ser —dijo—. Jemmy nos ayudará a averiguarlo.

La otra figura se había agachado también junto al doctor Curtís. Hubo un curioso silencio expectante... pero el hombre no me miraba a mí. No fueron mis manos las que él buscó. No era yo quien lloraba quedamente.

Era el chico Francher, que de pronto se había arrojado a los brazos del desconocido y había estallado en sollozos, con el desesperado llanto de un niño que puede ser muy valiente mientras se siente completamente perdido, y que se deshace en lágrimas cuando llegan a rescatarlo.

El desconocido miró al doctor Curtis por encima de la cabeza del chico Francher.

—El niño es de los míos —dijo—. Pero ella es casi uno de los tuyos.

Todo pudo haber sido un sueño, o una explosión de la imaginación, aunque no había nadie menos imaginativo que la señora McVey, y sé que ella nunca perdonará al chico Francher. La McVey tiene ahora otro huérfano, una plácida niñita rechoncha a la que le gusta estarse quieta, sentada, escuchando la charla de las mujeres... Pero el chico Francher no se le borrará de la memoria a la McVey. Generaciones que todavía no han nacido oirán probablemente de él y aquellos zapatos.

Y Twyla... Llevará con ella esa magia hasta la muerte, a menos (y sé que a veces ella reza con esperanza), a menos que Francher venga alguna vez a buscarla. Pues Francher se ha ido.

Jemmy, el desconocido, se lo llevó a Cougar Canyon, allá en las montañas, donde viven todos los que se le parecen... hijos de las estrellas, hijos del Pueblo, el Pueblo que hace un siglo vino a la Tierra, escapando de un mundo que pronto estallaría en pedazos, dispersándose entre nosotros luego de una llegada que fue casi un desastre. Y allá en Cougar Canyon están ayudándolo al chico Francher a desarrollar todos sus dones y capacidades, y algunos son únicos, de modo que Francher pronto podrá encontrar el sitio que más le conviene entre esas gentes. Me dicen que ya ahora hay algunos de entre nosotros que están desarrollándose de acuerdo con las pautas del Pueblo. Eso es lo que Jemmy quiso decir cuando le comentó al doctor Curtis que yo era casi uno de ellos.

Y yo volveré a caminar otra vez. El doctor Curtis trajo a Bethie, una Sensitiva del Pueblo. Ella apenas me tocó con las manos, y me leyó para el doctor Curtis. Y yo tuve que aceptar al fin que era yo misma mi propio impedimento. Que mi médico había tenido razón: que el tiempo, la paciencia y la fe me completarían otra vez.

Cuanto más pienso en el Pueblo, en Jemmy y Bethie y el chico Francher, más creo que esas palabras son la clave de lo que ellos esperan hacer en nuestro mundo.

Tiempo, paciencia y fe; y lo más importante es la fe.