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Últimamente la neurosis se manifiesta más entre los jóvenes, por esto empecé a recibir visitas de muchachos aparentemente rebosantes de salud. Según parece, esos jóvenes robustos y deportivos han sustituido a los pálidos intelectuales tradicionalmente asociados con el agotamiento nervioso. El proverbio mens sana in corpore sano se ha generalizado de forma equivocada, ya que el verso original de Juvenal, poeta de la antigua Roma, dice en realidad «quiero una mente sana en un cuerpo sano».

Tanto la histeria, más corriente en el sexo femenino, como la psicastenia, en el masculino, son variantes de la neurosis; pero en la primera se da un sufrimiento físico, y, en la segunda, mental. Resulta irónico pensar que, en una época en la cual nadie lee, los jóvenes, que son los que más parecen odiar los libros, sufran también, espiritualmente, por causa de la neurosis. La causa de su neurosis es, sin necesidad de contradecir a Freud, claramente sexual. La libido masculina es siempre conceptual y la libido conceptual, que no llega a alcanzar la sublimación, manifiesta abiertamente su conceptualidad inmadura. Éste sería el núcleo del sufrimiento psíquico. En mis años de estudio y experiencia clínica, para mí ha sido interesante descubrir que, en la mente del joven japonés medio, aunque pertenezca a una época en la cual parece que se ha alcanzado la completa libertad sexual y a un país donde —a diferencia de otros países— no hay represión religiosa, se dan todavía diversas represiones sexuales.

El joven del «jersey negro» que se presentó en la consulta, el día de la cita y a la hora pactada, a diferencia de los nuevos tipos de neurosis de los que acabo de hablar, padecía un agotamiento nervioso muy clásico. La descripción de Reiko era exacta, tenía unos ojos límpidos, la cara de piel muy blanca y las facciones delicadas como talladas en marfil; parecía un joven noble de la antigua capital china de Ch’angan. Pensé que era un pecado que le faltase vitalidad, pero me di cuenta que éstas eran conjeturas que me había formado a partir de la lectura de la carta de Reiko. No llevaba puesto el jersey negro —símbolo de su soledad— sino uno de color claro, bien confeccionado, que delataba su pertenencia a una familia rica y refinada. El hecho de que fuese tan puntual me impresionó favorablemente. Cuando Akemi le presentó la factura, pagó sin ningún problema, y a continuación me siguió hasta la sala de terapia.

«¿Ésta —me preguntó, mirando con aire preocupado las paredes desnudas— es la sala a donde venía siempre Reiko Yumikawa?»

Esperaba esa pregunta.

«No, no es ésta. Aquí tenemos tres salas de terapia similares. La que utilicé para el tratamiento de la señorita Yumikawa es la que sigue a continuación por el pasillo. Pensé que seria mejor utilizar otra estancia.»

«¿Qué quiere decir con esto?»

«Nada en particular.»

«Veo que empieza pronto con los sondeos. Los psicólogos son todos iguales», me dijo con la clara intención de provocarme, pero, al obtener el resultado esperado, permaneció en silencio con un cierto aire nervioso.

Mientras lo miraba pensé que su nombre, Hanai[3], armonizaba con sus maneras refinadas. Creo que Hanai temía lo que podría pasar en aquella sala cerrada y en penumbra. Por su forma de vestir, era fácil adivinar los síntomas de una manía persecutoria, aunque yo no acostumbraba a valorar la primera impresión que me causaban los pacientes.

Durante poco tiempo permanecí en silencio a propósito. Hanai se impacientó, se volvió hacia mí y me preguntó:

«Doctor, ¿usted ha leído Armance, de Stendhal?»

Me avergüenza decirlo pero mi cultura literaria no es muy extensa. De Stendhal conozco El rojo y el negro y La cartuja de Parma; Armance, nunca lo había oído nombrar.

«No, no lo he leído.»

«Pero aun así sabrá de qué va.»

«No, tampoco.»

«¿Se está burlando de mí?»

«No, me enorgullezco del hecho de no hacerme nunca el sabio.»

«Entonces, ¿de verdad no lo conoce?»

«No.»

«No lee mucho, ¿eh?», dijo riendo con una sutil mueca en sus labios.

«¡Qué pecado! Octave, el protagonista, acaba suicidándose. Yo quería saber lo que usted pensaba, si lo valoraba como justo o como equivocado.»

A partir de aquello leí Armance y descubrí que Octave era un impotente que, al final, heroicamente, se suicidaba. Si hubiese leído el libro cuando Hanai lo mencionó por primera vez, me habría dado cuenta entonces de su problema; por ello me convencí de que para un buen psicoanalista es muy importante la cultura literaria.

Hanai es el típico paciente que no está dispuesto a colaborar con su psicoanalista y que se cubre, desde el primer momento, con una armadura con la cual espera defenderse de la terapia. Se parecía a Reiko en sus primeras visitas, pero sin duda era mucho más duro que ella. Yo permanecía en silencio y él me atacaba; sus palabras eran extremadamente agresivas; era como si su impotencia física se transformara en potencia intelectual.

«Entonces, doctor, quisiera hacerle una pregunta: curar, ¿qué significa? ¿Qué significa curar a los pacientes con la psicoterapia eliminando sus represiones? ¿Significa, quizá, conseguir su nueva adaptación social?»

«Más o menos.»

«Comprendo que en América la psicoterapia se haya convertido en algo similar a eso, porque se trata de una moda estúpida que no intenta más que uniformar a la humanidad, rica y variada; una moda que instruye a los seres mediocres deseosos de llevar una a una a las ovejas descarriadas al redil del conformismo. Gracias a la psicoterapia, esos individuos “protegidos” empiezan a ir cada domingo a la iglesia, a los enojosos parties de sus vecinos y al supermercado a por las demandas de sus mujeres. Si, por casualidad, alguno de ellos se encuentra con un conocido, con una sonrisa jovial y un golpecillo en la espalda, dice: “menos mal que estás bajo protección, ahora eres uno de los nuestros”. A veces pienso que en América los psicoanalistas reciben subvenciones del gobierno. Los seres humanos, incluso los más estúpidos, tenemos, en general, la suficiente inteligencia como para reaccionar ante quienes nos intentan cerrar los ojos. Por ejemplo, comprendemos que, tras la publicidad, se esconde la intención de anular el criterio de la gente, por eso odiamos los anuncios de la televisión. Por el contrario, si alguno dice: “te abriré los ojos”, no tenemos ni la inteligencia como para descubrir lo que realmente se esconde tras estas palabras, ni tampoco la fuerza para ignorarlas; nuestros sentidos se ven alterados, y aceptamos con placer embrollos como la psicoterapia.»

«¡Esto es cinismo!», dije con sincera sorpresa.

«Sí, pero yo no he venido con la intención de dejarme curar por usted, aun pagando la visita.»

«¿Qué intenta?»

«Que usted escuche lo que quiero decirle.»

«¿De qué se trata?»

«Se trata de aquella muchacha, Reiko Yumikawa.»

«Yo quiero saber de usted, no de la señorita Yumikawa. ¿Cuáles son sus problemas?», lo acosé con aire pretendidamente ingenuo.

Hanai, sentado en el sofá regulable con el respaldo recto, con sus ojos fijos en la pared, en tono poco natural y mascullando palabras a través de sus secos labios, dijo:

«Como esperaba, usted es malo.»

«¡Pero qué dice!»

«Pretende que sea yo mismo quien confiese. Pero no importa, sé que Reiko se lo ha contado todo. Yo… soy impotente.»

Hanai pronunció estas palabras con gran esfuerzo, como si se le hubiesen atragantado.