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A pesar de mi modo de ser desconfiado, me tranquilizó verificar que Reiko se marchaba sola. Pensé que si uno quiere dudar de alguien siempre encuentra alguna razón para hacerlo. Me alarmé inútilmente pero ahora debía volver con calma a mi trabajo. Entré con prisas en la consulta, era ya más de la una y encontré a un paciente con quien tenía concertada visita a aquella misma hora. Me disculpé por el retraso e iniciamos tranquilamente la sesión. Era un paciente que sufría de una dolencia bastante común, la eritrofobia, pero que no me preocupaba demasiado porque se hallaba cerca de la curación.

A la partida de Reiko siguieron días de intenso trabajo y, aunque continuaba pensando en ella, mis numerosas obligaciones me impidieron caer en la tentación de telefonear al hotel turístico de S. Transcurrida una semana, mi impaciencia fue aumentando, hasta que al final llegaron noticias de Reiko, una carta muy larga en la cual me hablaba de nuevas e interesantes circunstancias.

«Apreciado doctor Shiomi:

»A veces, temo la llegada del día en que usted no perdone más mis caprichos y me abandone a merced del destino. Le aseguro que ahora le escribo con buenas intenciones. En esta carta quiero describir detalladamente mi actual estado de ánimo, en relación a un suceso que apenas he verificado y en el cual no tengo culpa alguna.

»El primer día en el hotel transcurrió disfrutando de una perfecta y tranquila soledad. Leí el libro que me regaló y pensé, tal vez con un poco de presunción por mi parte, que de ahora en adelante podría escribir mis cartas en función del conocido autoanálisis.

»El hotel se halla situado sobre un peñasco que separa el mar del extremo meridional de la península de Izu. Desde mi habitación puedo disfrutar de una vista de extraña belleza. El viento primaveral que sopla de occidente es bastante fuerte, pero este hecho no me desanima ni impide que pase horas y horas en la ventana contemplando la bahía y las profundas ensenadas; las olas blancas, que rompen contra las rocas sabiamente distribuidas, y las naves que pasan a lo lejos.

»Tan sólo llegar aquí me sentí como una mujer nueva; mi apetito aumentó considerablemente, y fui capaz de entrar directamente, sin experimentar ninguna extrañeza, en la ruidosa sala de juegos, donde los clientes, casi todos acompañados por sus familias, se divierten alborotadamente insertando, una tras otra, monedas en las máquinas. Puede que la única cosa que me hiciese sentir a disgusto era el hecho de ser una mujer sola. Aquella noche, en el hall del hotel, me llamó la atención un hombre que se mantenía aparte. Llevaba un jersey negro y su aire era un tanto melancólico. Más que un hombre debo decir un muchacho, su edad debía estar sobre los veinte años. También él parecía no tener compañía, pero al cabo de muy poco desapareció.

»Al día siguiente, finalizado el desayuno, fui a pasear por el jardín del hotel. El jardín está inclinado hacia el lado sudoccidental y en él hay una gran escalinata de piedra. Descendiendo por sus peldaños se pueden ver las fresas que se cultivan en aquella tierra. Bajo la capa de plástico que las cubre, una se da cuenta de que ya están maduras. Yo me siento bien con el mero hecho de verlas y en mi boca puedo notar la fresca aspereza de su pulpa.

»Doctor, me siento como una viuda que pensando en la muerte de su marido se siente culpable por su propia salud. ¿Es pecado sentirse bien? Como comprenderá, me encontraba en una situación ambigua, por un lado, mi obsesión por la muerte de aquel hombre, era tanta que veía una gran cinta negra aparecida en aquel cielo azul y luminoso; por el otro, me sentía tan bien y tan viva que pensaba que aquélla era la verdadera felicidad.

»Probablemente, si no hubiera escuchado la música en aquella ocasión concreta, ahora no me hubiese sido posible experimentar esa pura felicidad, una felicidad que no requería nada más.

»Una vez experimentada esta alegría, la alegría sexual por la que Ryuichi se impacientaba y la música que tan desesperadamente necesitaba escuchar, me parecían un deseo vacío e insignificante. Ante aquel primo tan odiado mi sentimiento era el de gratitud, una gratitud que nunca había sentido por ningún otro hombre, ¡ah!, perdone, excepto hacia usted, naturalmente.

»Al final de la escalinata de piedra hay una piscina llena de agua límpida, aunque sople el viento occidental. Como no estamos en verano, pensé que, si bajaba hasta allí, podría estar sola, pero, al contrario, encontré muchísima gente. Los recién casados tomaban fotografías y, del mismo modo, los padres hacían lo mismo con sus hijos. Después, esos mismos niños no podían parar ni un segundo de dar vueltas a la piscina. Tras la multitud, se encontraban dos parejas jóvenes con sus hijos, los dos maridos estaban aparte y por sus caras serias parecían discutir, sin embargo, lo que realmente hacían era jugar a dados sobre el pavimento de cemento. De golpe, uno de ellos gritó: “¡Caramba!” Ante mis ojos atónitos, se desnudó velozmente: debajo llevaba el traje de baño; y, sin pensárselo dos veces, se sumergió en el agua fría de la piscina. Los que se encontraban alrededor, riendo, tuvieron que realizar un salto hacia atrás para evitar ser salpicados. Yo me sentí muy lejos de todos ellos y pensé con envidia que aquella persona tan simple no tendría nada que descubrir a través del psicoanálisis.

»Poco después, comencé a experimentar un inexplicable desprecio por aquellas dos parejas que se divertían ruidosamente con sus hijos.

»Para alejarme de aquella gente tuve que saltar por una verja y continuar por una calle que llevaba hasta el mar. Más que de una calle, diría que se trataba de un peligroso y tortuoso sendero que a través de la vegetación bajaba hasta la costa; en época de lluvias hubiera sido imposible recorrerlo. Afortunadamente, no vi que nadie me siguiese. Pensé que para disfrutar de una verdadera soledad debía llegar hasta el final de aquel sendero. A mitad de camino contemplé el mar.

»A lo largo de la costa inclinada hacia el oeste lucía un sol matinal deslumbrante. El viento de occidente luchaba contra las olas que se dirigían a tierra ignorando el esfuerzo paciente de éstas por llegar lo más lejos posible.

»En la punta de una gran roca inclinada hacia el mar pude ver un pájaro negro, probablemente un cormorán. Era un pájaro bastante grande, muy negro, que llamó mi atención porque permanecía inmóvil, sin iniciar el vuelo. Al cabo de poco, me di cuenta de que estaba engañada por los deslumbrantes reflejos del mar y que, sin ninguna duda, aquélla era la figura de un hombre agazapado. Evidentemente, se trataba de un hombre. Vestía unos pantalones y un jersey negros, y desde donde yo podía verle tan sólo se distinguía el cuello blanco de la camisa. Me acordé del joven que había visto la tarde anterior en el hall del hotel y me di cuenta de que se trataba de él. Establecí unos ciertos paralelismos entre aquella oscura figura y mi actual estado de ánimo; no tuve ganas de bajar, sino de volver atrás y, por ello, rápidamente di la vuelta; pasé por el lado de la piscina, y me dirigí a mi habitación. Durante todo el día, la imagen de aquel joven agachado en el extremo de la roca permaneció grabada en mi corazón. Solo en aquel lugar; absorto melancólicamente en sus propios pensamientos, y con los ojos fijos en el mar, no parecía tratarse de una persona feliz. Por otra parte, aquel extremo de la roca era irregular y resbaladizo, un lugar poco seguro; incluso desde lejos podía advertirse el peligro. Entonces, si dentro de él algo le empujaba hacia el riesgo, ¿qué podría ser?

»En mi corazón, atenazado por la duda, desapareció la paz que reinaba el día anterior. No entiendo por qué el alma de aquel desconocido proyectó su sombra oscura sobre la mía. Lo único que pude constatar fue que, a pesar de querer expulsarlo de mi mente, aquella figura negra agachada en el extremo de la roca seguía allí como un pájaro, el pájaro del infortunio.

»Durante el resto del día, a pesar de que se alojaba en el mismo hotel, no lo volví a ver. Poco a poco la impaciencia se apoderó de mí, pensé en dirigirme a la recepción, pero no podía preguntar sobre un desconocido. Más tarde, se me ocurrió la idea de que podía tratarse de un escenógrafo de televisión, o algo parecido, que se encontraba en aquel lugar buscando la inspiración. Era muy joven para dedicarse a eso, pero podría tratarse de todo un genio. Esta última hipótesis me tranquilizó un poco, pero aun así, cuando me fui a la cama no conseguí cerrar los ojos ni por un instante. Finalmente, decidí recurrir a los somníferos. Los localicé rápidamente dentro de la maleta. Por un lado, me alivió el hecho de haber supuesto que los podía necesitar, pero, por otro, me enfadé conmigo misma por necesitarlos.

»Empecé a sospechar que, tras la muerte de Shun, mi influencia en la infelicidad ajena se había vuelto superior a la de los demás seres humanos. Me parecía querer destruir con mis propias manos aquella maravillosa e inesperada felicidad que había conseguido. ¿Lo que estaba buscando no era el medio para hacerlo?

»En mis sueños aparecieron de nuevo aquellas sucias tijeras. La otra noche soñé que cortaban en mil pedazos mi felicidad, desgarraban mi traje de santa hasta dejarme completamente desnuda. Intenté defenderme de su ataque con todas mis fuerzas, a continuación, grité y me desperté.»