18
Tras la muerte de su primo, Reiko tomó parte en los funerales atormentada por una profunda desesperación. Naturalmente, se daba cuenta de que sus padres y familiares conocían el motivo y la naturaleza de su sufrimiento. No bastaba con el consuelo y compasión de quienes se encontraban a su lado y que, por el contrario, hacían aumentar su tristeza y su incomodidad.
«“Te lo dije”, le repetía su padre, “era demasiado tarde”. “Aunque los hijos digan no quiero, no quiero, uno no puede fiarse de su estúpido juicio. Hoy en día disfrutamos de un clima de democracia y, por ello, respetamos siempre las ideas de los hijos, pero una persona a los veinte años, aunque adulta, no sabe aún nada de la vida y de la sociedad. Si fuesen los padres quienes con su sabiduría decidiesen el futuro de sus sucesores, éstos llegarían a vivir felices. Hubo un tiempo en que las muchachas, aun habiéndose casado con su esposo sin haberlo visto jamás con anterioridad, eran felices. Hoy en día, sin embargo, las chicas encuentran un montón de defectos en la persona que la familia ha seleccionado como la idónea para el matrimonio, los padres son quienes deben salvar su felicidad.
»“Hasta el final, no quise que rompieras tu compromiso, porque esperaba el día en que abrieses los ojos, pero esto ha sucedido demasiado tarde. De lo que sí me arrepiento es de no haber conocido de antemano este final y no haber venido yo mismo a Tokyo a buscarte, te hubiese hecho regresar a la fuerza y casarte con él.
»“Ahora ya es inútil hablar de ello, te he visto cuidar al muchacho con tanto amor, que no puedo dejar de pensar que se sentirá satisfecho en el paraíso. Puede que hasta tú misma con tu comportamiento te hayas visto redimida de tus culpas.”»
Por otro lado, entre los padres era él quien no culpaba a Reiko de todos los errores:
«“Reiko, entiendo perfectamente tu estado de ánimo. Aunque también Shun tiene parte de culpa. Si de verdad te amaba, con el fin de demostrarte su amor, tendría que haber ido a buscarte a Tokyo y regresar juntos costase lo que costase. El no haberlo hecho demuestra que era un ser tímido e indolente. A pesar de todo, tú le amabas y por ello marchaste tan lejos. Él no sabía cómo funcionaba la psicología femenina. Pobrecillo, sólo siendo víctima de una enfermedad incurable fue capaz de recuperarte. Antes de morir, vosotros dos estuvisteis juntos, viviendo el amor y arrojando lejos la vanidad y el egoísmo. Por ello debes sentirte afortunada.”»
El padre, ahora, tenía la intención de hacer que Reiko regresase a su casa, pero, conmovido por su sufrimiento, volvió a comportarse como el padre indulgente de siempre y la dejó decidir a ella misma. Tras la muerte de su prometido ella deseaba más que nada en este mundo estar sola, se retiraría a cualquier lugar aislado de montaña para permanecer allí por un período de un año de luto. Todos intentaban consolarla y aquella fastidiosa consolación no hacía más que herir su ánimo. Quizá, fue lógica aquella decisión de partir y alejarse de su ciudad lo antes posible. De esta forma, oponiéndose a todos, Reiko huyó de Kofú y al primer lugar al que se trasladó no fue el apartamento de su hermano, sino a mi consulta.
Era un día de finales de invierno, tan tibio como un día de primavera. La calefacción central permanecía inútilmente encendida; dado que la sala demasiado caldeada aumenta la tensión psicológica de los pacientes, de vez en cuando hacía abrir las ventanas. Entonces, el ruido de las máquinas penetraba sin piedad; el viento soplaba en el interior y acumulaba polvo blanco sobre la superficie de la mesa, convirtiéndolo en un ambiente caprichoso que acababa por ponernos nerviosos.
En el intervalo entre visita y visita, iba a la sala de espera, abría la ventana y me asomaba como desafiando al ruido y al polvo. Mientras observaba la locura de la calle, vi a una mujer que miraba el cartel publicitario de cine que tenemos debajo del edificio. En las manos, llevaba una maleta azul y lucía un abrigo del mismo color, el resto de su atuendo era negro. Parecía esperar a alguien, pero no era así. De vez en cuando se giraba hacia este edificio y a continuación volvía a mirar el cartel, mas no parecía interesada por aquello que estaba observando. El cartel representaba una violenta imagen de un film de guerra, poco interesante, en la que un tanque avanzaba hacia los soldados que huyen de una trinchera en todas direcciones, una imagen un tanto desalentadora para una muchacha.
Al cabo de poco me di cuenta de que aquella chica joven era Reiko, quien se encontraba en lucha con un enésimo conflicto en su interior, indecisa por acudir o no de nuevo a mí. En todo caso, si vacilaba en volver era lógico que espiase la ventana de la consulta. En la ventana no aparecía ninguna señal particular, pero ella debía saber que se encontraba justo encima del cartel de cine. Todavía no había dirigido ni una sola vez sus ojos hacia esta dirección, y mis tentativas de llamar su atención, con repetidos gestos de mis manos, resultaron del todo inútiles.
Creo que Reiko tenía miedo de mirar hacia la consulta. Dentro de un Tokyo tan grande, aquella ventana guardaba su secreto. Es posible que pensara que su propio misterio, bajo los rayos del sol primaveral que atravesaban los cristales, estuviera creciendo inesperadamente, hasta el punto de convertirse en una flor de invernadero y que este pensamiento la hiciera temblar.
Finalmente, vi que optaba por llamar a la puerta. Atravesó la calle, entró en el edificio y llegó a la consulta. Desde el instante en que la vi penetrar hasta que llamó a la puerta, el tiempo transcurrió para mí con extrema lentitud.
Decidí recibir a Reiko fríamente y me sorprendió el hecho de no verla maquillada; sin ni siquiera un poco de carmín en los labios; muy delgada y pálida. También llamó mi atención su modo de vestir: un vestido negro de manga larga y cuello alto que sugería llevar sobre él cualquier objeto de bisutería con piedras de circonita. Daba la imagen de luto riguroso. Me miraba con sus grandes ojos humedecidos que resaltaban sobre aquel rostro, viva y melancólicamente. La perfecta imagen del sufrimiento. No logré creer que todo aquel aspecto fuera una muestra de dolor por la muerte de su prometido, en cambio sí que podría ser el resultado de su fidelidad a la música. Aquella indumentaria reflejaba su estado anímico, ocultaba su deseo interior y al mismo tiempo lo convertía en evidente. En aquella cara sin maquillar y en aquel vestido de luto no vi más que su felicidad.
«Hoy podemos dejar la sesión —le dije—. Me hago cargo de su actual estado, escucharé con calma todo cuanto quiera contarme, como un amigo. Aquí no estaremos cómodos, vayamos a la sala de terapia…»
«Sí, vayamos —me respondió ella—. He regresado a Tokyo y lo primero que he hecho es venir aquí, quizá porque quería entrar de nuevo en la sala.»
Me pregunté por qué Reiko no había dicho «quería verle de nuevo a usted», ¿por timidez, o por malicia? En el momento en que escuchó lo de «sala de terapia», sus ojos brillaron de alegría, como los de una niña a quien se le ofrece un dulce. Aquello produjo en mí una cierta satisfacción.
Akemi apareció con su camisa blanca y sin sonreír dijo:
«¡Cuánto tiempo! Debe pagar primero las sesiones a las que no ha asistido.»
«Después; no hay ningún problema», intervine rápidamente.
«No, el pagar por adelantado forma parte de la terapia», insistió obstinada y le hizo pagar los honorarios. No dijo nada más, cogió el dinero y me pareció satisfecha.
Una vez en la sala de terapia Reiko se sentó en el sillón y, mirando a su alrededor en la habitación desnuda, dijo suspirando profundamente:
«Aquí siempre se siente uno tranquilo. No hay otro lugar donde pueda relajarme tanto.»
«¿No hace calor?, ¿abrimos la ventana?»
«No; se está mucho mejor así.»
La muchacha se relajó por completo y extrañamente la imagen sensual que me había formado de ella, en mi mente, desapareció. Lo que ahora veía ante mí era de nuevo un manojo de nervios.
«Lo que sucedió a continuación de nuestra última sesión me lo explicó perfectamente en su carta. ¿Hay alguna cosa que no me ha dicho todavía?»
«Que yo haya escrito más o menos no tiene importancia, creo que usted lo ha entendido todo. Viviendo tantos días bajo aquel estado de ánimo, tuve el temor de que la enfermedad se apoderase de mí.»
«Pero, ¿por qué, hubo algún síntoma?»
«No, ninguno —me respondió tranquilamente—. Desde que empecé a visitar a Shun hasta este momento, no me he sentido curada.»
«Bien», le respondí con ambigüedad.
«Pero, doctor, durante los días de luto sentí algo muy extraño. Creo que usted podrá averiguar el motivo. Tras cuidar a Shun con tanta dedicación y suplicar su mejora, llegada su muerte, me vi presa de un inmenso dolor. Sin embargo, durante este período, en un rincón de mi corazón sentía, a diario, una felicidad desgarradora. Sabía bien que él no mejoraría y estaba claro que mi gozo provenía de este conocimiento. Por saber de su muerte, lo visitaba y cuidaba con toda mi alma, rogaba por él y sufría. Mas cuando murió, volví a ser víctima de un vivo dolor, el dolor por la pérdida de la felicidad de aquella circunstancial situación. Llegado este punto, no fui capaz de establecer comparación entre mi sentimiento egoísta y el puro dolor por la desaparición de la persona amada. Sin darme cuenta asocié a Shun, el hombre que siempre había odiado, con mi incomprensible felicidad.
»Me resulta difícil describir cuáles fueron mis sensaciones reales. Por ejemplo, cuando una vez muerto los familiares se reunieron en la habitación en tomo suyo, yo me arrojé sobre él sujetando mi rostro lleno de lágrimas con su mano; la sensación de aquel momento fue bellísima y decidí no separarme de él. Su cara era como la de una calavera y no resultaba nada agradable el mirarlo; aun así, yo continuaba gozando de aquella sensación y anhelaba ser colocada junto a él en el féretro. Sentía la música por todas partes, llenando cielo y tierra, sonaba envolviéndome y, finalmente, atravesaba mi cuerpo. La música que yo buscaba puede que fuese una música fúnebre. Creo que soy una mujer terrible, con una alma oprimida por el pecado.»
«No debe torturar su propia conciencia juzgando negativamente lo que tiene de positivo —le dije—; lo veo del siguiente modo: hasta ahora se preocupaba tan sólo de sí misma, pero esta vez experimentó el deseo de ocuparse devotamente de alguien, relegando su yo a un segundo plano. Su cuerpo y su alma se liberaron a través de ello y emergió su naturaleza femenina. El psicoanálisis no tiene interés en complicarse a propósito con elementos de fácil explicación. Admite su modo de pensar e interpreta el dolor por su prometido como algo natural, que no se puede juzgar como una culpa.»
«Sus palabras me reconfortan —dijo Reiko dócilmente—, casi han llegado a convencerme.»
«Ahora nos hace falta que usted sostenga con serenidad y sosiego esta convicción. Si lo hace tal y como le aconsejo, todo irá bien, podemos estar seguros de ello.»
«No, doctor, no es posible —afirmó de pronto con fiereza—. ¿Para mantener mi estado actual debe morir alguien más? ¿Es necesario que alguien enferme y sufra un mal incurable? Yo no puedo vivir con la idea de haberme convertido en una mujer monstruosa que para su propia felicidad sacrifica a un hombre detrás de otro.»
«Pero esto no es verdad. Esta idea de sacrificar a otros seres no se corresponde con la realidad. El caso ha sido que su novio ha caído gravemente enfermo y usted, lógicamente, ha vuelto a su lado para cuidarle, ¿no es cierto?»
«Por eso mismo yo soy un buitre. Soy como un cuervo que corre tras el olor de la muerte.»
Efectivamente, Reiko, con su vestido negro y sin tan sólo un poco de carmín, daba el aire de un buitre.
«No debemos dramatizar de esta manera.»
«Después de esta experiencia lo comprendo perfectamente. Si no llego hasta el límite con mis pensamientos, si no dramatizo la situación, no puedo escuchar la música.»
«Piense lo que quiera. También yo, en las atenciones hacia su prometido, veo, si le soy sincero, la venganza. No creo que sea muy importante el motivo de su felicidad. Si su comportamiento estuvo exteriormente reconocido, ya es suficiente. En la inmensa mayoría de los actos ejemplares y caritativos de la gente se puede pensar en causar sexuales, y, aunque sea cierto, no por ello podemos considerar aquellas acciones menos valiosas.»
«¡Qué sarcástico es usted, doctor! —dijo Reiko sonriendo por primera vez, pero mostrando un aire cansado—. Pero ahora tengo miedo, no sé por qué, pero lo tengo.»
«¿De qué tiene miedo?», le pregunté mirando dulcemente a sus ojos. En aquel instante, después de tanto tiempo, vi relampaguear sobre su mejilla un ligero tic.
La convulsión, veloz como un relámpago, parecía revelar la existencia de un misterioso e invisible pajarillo. Un pajarillo que habría estado siempre cerca, sin alejarse jamás, y que habiendo volado lejos por un corto intervalo de tiempo, quién sabe por dónde, ahora regresaba y se aposentaba con un veloz batir de alas en aquel espíritu enfermo.
Yo me encontraba en un estado psicológico inadecuado para un analista. Aquel tic podría haber representado el claro testimonio de mi fracaso pero, en lugar de preocuparme y desanimarme, me hacía vivir casi por completo la alegría de la victoria. Era la prueba evidente de que Reiko, a quien imaginaba alejada de mí para siempre, sentía aún necesidad de mi persona. Ella pareció no advertir la rapidísima contracción de su rostro.
«Lo que me aterroriza, doctor, es que si continúo de esta forma, me convertiré en una mujer que sólo podrá escuchar la música en situaciones absurdas y ante un hombre al final de sus días. Tengo el presentimiento de poder ser feliz tan sólo destruyendo a los hombres cercanos a mí. Si Ryuichi enfermase por mi culpa, esta vez no me lo perdonaría. Me despreciaría a mí misma y acabaría por suicidarme.»
«¿Se burla de mí? Es imposible que los jóvenes se vean afectados por el cáncer uno detrás de otro. Ryuichi es un muchacho rebosante de vitalidad y salud, no moriría ni aun queriéndole matar.»
«¿Quién puede asegurarlo? Hace tiempo que no le veo. Estará enfadado pero no pienso hacer nada. Tengo miedo de encontrarme con él y empezar a desear su muerte.»
»¡Esto es totalmente absurdo!»
«Doctor, en esta sala de terapia no existe nada absurdo. Puede suceder cualquier cosa. Lo amo tanto que no quiero encontrarme con él. ¿Existirá alguna otra mujer que, como yo, desee ver a su amado gravemente enfermo? No quiero verle, no quiero verle. Por su bien…»
Reiko se excitaba pronunciando esas palabras. Sobre sus blancas mejillas caían lágrimas, con furia sacó su pañuelo y se las secó.
«¿Dice que no puede verle porque lo ama?»
Ella guardó silencio.
«¿Y qué intenciones tiene a partir de ahora? ¿Volverá a su ciudad?»
Ella escondió la cabeza como una niña de cuello fino y delicado.
«¿Piensa vivir sola en Tokyo?»
«No»
«¿Entonces?…»
«Doctor, hasta que el recuerdo de mi prometido no vaya perdiendo valor, pienso que lo mejor será estar sola y no hacer nada, aunque ello también me asuste. Tengo miedo, porque de noche tengo la sensación de estar viendo en las tinieblas el rostro de su cadáver llamándome. Yo rechazo su invitación por el momento. Tampoco me apetece vivir en este Tokyo caótico; quiero iniciar un viaje que me aleje de todo, de mi familia, de mis parientes…»
«Buena idea, creo que lo ideal sería marchar con un compañero de fiar.»
«No conozco a nadie.»
Reiko se quedó inmóvil, con la cabeza gacha, y en actitud de reflexión. A continuación alzó sus ojos límpidos y fríos y me dijo inesperadamente:
«Doctor, ¿no vendría conmigo a este viaje?»