15
El día tan esperado de la nueva sesión, Reiko no dio señales de vida. Esta vez no me escribió nada ni tan sólo me telefoneó. Yo, mientras tanto, imaginé al respecto diversas posibilidades. Una hipótesis bastante optimista era que Reiko, gracias al resultado de la terapia, hubiese sido capaz de escuchar la música con el joven Egami y como consecuencia de la inmensa felicidad lograda y de la ingratitud típica de los pacientes, hubiese iniciado un viaje para borrar de su memoria la atmósfera de la terapia.
Otra hipótesis era que su resistencia hubiese aumentado y, frente al temor de ser analizada hasta lo más profundo de ella misma, hubiese empezado a odiarme y no quisiese ni ver mi rostro.
Pensando en la primera de las hipótesis, experimentaba un poco de celos, por ello prefería confiar en que la segunda fuera la real. En tales casos prefiero admitir mi fracaso como profesional.
De todos modos, mi estado de ánimo aquel día no era del todo ideal para un psicoanalista a punto de iniciar una de sus sesiones.
«¿No te lo decía yo?», parecían decir los ojos de Akemi.
Naturalmente, ella no tradujo en palabras aquel pensamiento, pero yo intuía que era feliz viendo cómo se cumplían sus previsiones.
Si soy sincero, diré que transcurrida aquella jornada fui presa de un profundo abatimiento moral y estuve a punto de olvidar el aspecto más importante de mi trabajo, la paciencia. Sabía y sé bien que la labor de un terapeuta consiste en dar agua y abono, esperando con calma a que las semillas del oscuro vientre de la tierra lleguen a abrirse, que poco a poco germinen y hagan nacer las flores de la solución. A pesar de ello, no me atreví a llamarla a su casa ni aun cuando Akemi me decía con aire de indiferencia: «¿Qué habrá sucedido?, quizá se haya resfriado, ¿probamos a llamarla por teléfono?» A ello yo respondía con decisión: «No, mejor será que no.» Después de dar dicha respuesta, debí resignarme aún más a no llamarla. Luego pensé que mi rotunda negativa, más que de un juicio terapéutico, se trataba de una manifestación obstinada ante Akemi, lo que me llevó hacia un largo e inevitable examen de conciencia.
Se hizo tarde. Apenas me quedé solo, telefoneé a Ryuichi. No esperaba encontrarlo en casa. Aquel día, al terminar su jornada de trabajo había regresado de inmediato a su apartamento. Tenía una voz afable y parecía sentirse aliviado por mi llamada. Dijo que deseaba hablar conmigo y que si yo aceptaba podríamos encontrarnos en el local de Yarakucho, en donde ya habíamos estado juntos.
Era un pequeño bar situado en el ángulo del callejón Sushiyayokocho. Me dijo que desde el tiempo en que pertenecía al equipo de remo de la universidad frecuentaba aquel lugar junto con otros atletas, ya que la propietaria era una de las admiradoras del club. Aquella tarde, Ryuichi me trató como a un apreciado y viejo amigo. Ante los alimentos que acompañaban al sake, no de primera calidad, le pregunté:
«Después de la última sesión, la de la semana pasada, ¿cómo la viste?»
«Durante dos o tres días, estupendamente. No manifestaba señal alguna de histerismo. Por la tarde, aunque se veía que no estaba del todo curada, se encontraba relajada y confiaba en mí. Yo pensaba que, si todo continuaba de la misma forma, seguiríamos el mejor camino, y por eso me sentía profundamente agradecido. Sin embargo, como un rayo en el cielo sereno, llegó una carta de su padre con la noticia de que su primo, su prometido, estaba a punto de morir. Me mostró la carta; decía efectivamente que su primo, angustiado por su negativa frente a la posibilidad de regresar a Tokyo, había empezado a beber y había acabado con problemas graves de alcoholismo, hasta el punto de declarársele un cáncer de hígado. No había cumplido los treinta, pero ya se encontraba al borde de la muerte. El enfermo quería verla de nuevo de todas todas, aunque tan sólo fuese por una sola vez. Reiko debía partir de inmediato.
»Naturalmente, a causa de esa carta nos peleamos. A mí, me parecía innecesario marchar con tanta prisa tratándose de alguien que, aunque estaba en su lecho de muerte, ella afirmaba odiar con tanta furia. Me replicó acusándome de crueldad y esto no me lo esperaba. Prosiguió diciendo que, aunque sintiese odiarle, a fin de cuentas, era un primo con el que había jugado de niña y con el cual tenía en común muchos inocentes recuerdos de infancia. Me acusó de no tratar correctamente a sus parientes, en un tono diferente al de su habitual cinismo. De golpe, tuve la impresión de haber descubierto su sentido provinciano de unidad familiar y, si le soy sincero, me sentí defraudado. En aquel momento me di cuenta de que ella quería volver a cualquier precio. Hubiera podido ausentarme de la empresa por unos días y acompañarla a Kofú, pero frente a una reacción como aquélla no tuve ganas de hacerlo.
»En realidad, anteayer, cuando partió, la acompañé hasta la estación y le pregunté qué pensaba hacer con respecto a la próxima cita con usted. Me respondió que le escribiría una carta desde Kofú, ¿le ha llegado ya?»
«No», le respondí un tanto distraído por el hecho de estar escuchándole y sacando mis conclusiones a la vez.
También yo, como Ryuichi, me sentí desilusionado. El mecanismo psicológico que la muchacha había logrado construir y el análisis realizado con tanto entusiasmo, desafiando al mecanismo mediante la tentativa de sondear lo más profundo de su alma, habían quedado destruidos por su ingenuo sentido de la unidad familiar, típico de aquellos seres nacidos en viejas familias de provincia. De todos modos, mi interés por aquel caso no había disminuido en lo más mínimo. Al día siguiente esperé con impaciencia la carta de Reiko; por el contrario, al cabo de una semana, recibí una llamada telefónica de Ryuichi. Me decía que ya que Reiko tardaba mucho en volver, se dirigiría a escondidas a Kofú para controlar la situación. Yo ya no podía hacer nada más que esperar noticias a su regreso.
Apenas hubo regresado, Ryuichi vino a hacerme una visita a la consulta. Sentado en la sala de espera vacía, con un lado de su rostro dirigido hacia la ventana por la cual se filtraba una luz típica de las lluvias de invierno, me dijo en tono triste:
«No entiendo nada. ¡Qué chica tan extraña!»
«¿Cómo ha ido todo?»
«Fui al hospital pero me fue imposible presentarme en la habitación del enfermo, por ello, intenté descubrir alguna cosa a través de una enfermera, como si de un pariente se tratase…»
«Ya, tú eres bueno en asuntos similares…»
En ese instante, Akemi, luciendo una camisa blanca, entró en la habitación como si quisiera escuchar nuestra conversación. Le lancé una rápida y severa mirada para hacerle entender que debía marcharse.
«Pues sí —me respondió el joven sin manifestar la mínima incomodidad—. Le dije que yo era un pariente que vivía en Tokyo y que no gozaba de buenas relaciones con la familia. Le hice creer que me sentía preocupado y que necesitaba saber cómo se encontraba el enfermo. La enfermera no me miró apenas y me citó en un bar del hospital.
»Tras una breve espera, apareció luciendo una camisa blanca y una chaqueta roja sobre los hombros y diligentemente me dio todo tipo de explicaciones.
»Dijo que, el pobre, no viviría más de una semana, dos a lo sumo. Se encontraba en fase terminal de un cáncer de hígado, atormentado por los últimos intentos, sin éxito, para mejorar su estado, que consistían en aspirar el líquido de su vientre. A consecuencia de ello, la opresión en el pecho se le hacía insoportable. Sus brazos, delgadísimos, se asemejaban a cañas de bambú… Tras haber escuchado todo cuanto se refería a las condiciones del enfermo, empecé a preguntar por aquello que realmente me interesaba:
»“¿Qué visitas recibe? ¿Por casualidad no recordará usted a una pariente joven?”, le pregunté con naturalidad pero sin olvidar ningún aspecto de la descripción de Reiko. Lo que relató a continuación me pareció sorprendente.
»“Se trata de un paciente afortunado”, me dijo la enfermera uniendo sus manos y entrelazando los dedos, “ante tal espectáculo no puedo por menos que sentir envidia”.
»“Envidia, ¿de quién?”
»“De aquella hermosa muchacha, Reiko, la prometida que llegó de inmediato desde Tokyo. Seguro que la pobre se encontraba lejos por causas de fuerza mayor. Desde que llegó, hará doce días ahora, le acompaña constantemente sin separarse ni un solo segundo de él. Yo he visto multitud de enfermos, pero tal devoción no la había visto jamás, ni en una verdadera esposa. Pasa todas las noches a su lado, con un interés conmovedor, nunca duerme y tan sólo descansa un poco en el diván vecino a la cama de él. Poco a poco, el equipo de enfermería nos hemos familiarizado con ella y le aconsejamos dejarlo solo, ya que solamente conseguirá enfermar con su actitud, pero ella, con una triste sonrisa, nos responde: ‘son ustedes muy amables, por preocuparse por mí. Tan bella como una virgen. Nunca había visto a nadie igual.
»“Pero como era de esperar en estos diez días, la señorita Reiko, pobre, ha sufrido un deterioro físico. Si visitar a un enfermo que no goza de expectativas de vida ya resulta triste, figurémonos lo que para ella debe representar, amándolo más que a nada en este mundo. Me da pena. Todos nosotros nos hemos convertido en sus admiradores e intentamos infundirle valor. Aunque sepamos que nuestro deseo sirve de bien poco. Esta enfermedad no tiene cura, tan sólo un milagro podría salvarle.
»“La señorita Reiko, a veces, sale al pasillo y permanece al lado de la ventana, inmóvil, inmersa en sus propios pensamientos. El solo hecho de encontrar su figura, de espaldas, me da ganas de romper a llorar. En una ocasión, viéndola en dicho estado, me acerqué a ella cautelosamente y la sorprendí con una broma. Ella se giró e intentó sonreírme, pero sus ojos estaban bañados por multitud de lágrimas. Le dije que quizá podía parecerle cruel, pero que era necesario pensar en quienes continúan viviendo y no en quienes van a morir y que debía preocuparse más por sí misma. Ella me dio las gracias y desde aquel momento somos grandes amigas.
»“El comportamiento de esta muchacha es, a la vez, cuidadoso y meticuloso. Cuando vienen de visita los familiares del enfermo, parece darles prisa. Los padres del muchacho parecen personas un tanto frías, que aprovechan la bondad y gentileza del amor de Reiko hacia su hijo, para no cuidarse de él. Este hecho nos indigna a todos.”
»Doctor Shiomi, ya debe usted entender cuál fue mi asombro al escuchar estas palabras. No pude entender nada. De algún modo quise verificar con mis propios ojos todo cuanto había escuchado y le rogué a la enfermera que me diera permiso para espiar, sin ser visto, la habitación del enfermo. Una vez en el hospital, la puerta de la habitación, de la cual colgaba un cartel prohibiendo las visitas, estaba entreabierta y, de este modo, pude observar su interior. La habitación se encontraba en penumbra, con las cortinas echadas. El enfermo, cuyo rostro mortecino yacía abandonado sobre la almohada, miraba el techo con los ojos abiertos de par en par. Su cara pálida, seria, terroríficamente delgada estaba lejos de ser la de aquel primo feliz y despreocupado del cual Reiko me había hablado siempre. Reiko debía de sentirse agotada, la vi sentada en una pequeña silla, al lado de la cama, con la cabeza apoyada y hundida en el colchón, parecía adormecida. No conseguí verle la cara, pero tanto sus cabellos como sus hombros eran los que yo conocía. Vencí la tentación de entrar y llamar su atención. Estoy completamente seguro de que ella estaba viviendo aquellos momentos sin darse cuenta, como víctima de la hipnosis. ¿O acaso era yo quien estaba soñando?, llegué a pensar, incluso, después de asistir a aquel espectáculo.
»La luz grisácea que se filtraba a través de aquellas cortinas decadentes, el rostro amarillento del enfermo con los ojos abiertos, el pelo ondulado de la mujer que se hundía sobre aquellos lienzos blancos… formaban parte de una imagen inmóvil, como petrificada; imagen que se aparecía ante mí como sagrada e inolvidable. No pude hacer otra cosa que retirarme tímidamente a través de la fisura de la puerta.
»¿Me pregunta qué ocurrió a continuación? Ocurrió que la enfermera me dijo que si quería salir con ella, y de pronto me encontré en el centro de Kofú, dando vuelta tras vuelta en las salas de baile, donde no hice nada más que beber.
»Doctor Shiomi, ¿qué diablos puedo hacer ahora?»