I
El territorio interior aparecerá en Italia. Extraños incidentes relacionados con el copyright en los confines de diversas jurisdicciones han retrasado esta publicación, preparada desde la década de 1980 gracias al hermoso trabajo de traducción de Gabriella Caramore; y he aquí que un editor que aprecio tiene, por fin, la libertad de inscribir este libro en su catálogo.
¿Por fin? Si empleo esas palabras es porque nunca he escrito nada sin pensar en mis lectores, y aun, casi siempre, particularmente en algunos de ellos, de quienes espero una objeción o un asentimiento. Y con El territorio interior —una reflexión perfecta para incitarme a este pensamiento, a este deseo, porque su tema son los sueños, las ilusiones, peligros de las horas en soledad— supe, desde la primera palabra en la página, que entre todos los interlocutores que esperaba, algunos de lengua italiana eran, para mí, los más importantes.
Por supuesto, cuando escribí el libro, el lector francés también estuvo presente en mí, tanto como lo está en el resto de los libros que he escrito, porque algunas de las preguntas que aquí he intentado plantear, así como las ilusorias respuestas que buscaba expulsar de mí, provienen de mi hermosa lengua natal; en ella fueron producidas y construidas, afectadas —o acaso alteradas— por algunos acontecimientos de su larga historia, y que el trabajo de un escritor puede hallar de nuevo, y vivificar, si posee cierta preocupación por la poesía. Pero las quimeras que describo y las categorías del pensamiento o de la imaginación que necesito para nombrarlas, están constantemente apoyadas, en El territorio interior, en las impresiones que debo al suelo italiano, a la civilización italiana, ¿y qué mayor deseo habría podido tener desde los primeros momentos
de mi empresa, sino los comentarios —sobre mis recuerdos de Italia— de aquellos para quienes «territorio interior» se dice «introterra» —o «retroterra»—? ¿De aquellos que, quizá desde la infancia, entre Siena y Pienza o Montalcino, vieron la malinconica distesa delle colle cretacee que, por mi parte, sólo pude observar muy tarde, demasiado tarde, aturdido ya por aquello que nombro mi gnosis?
En El territorio interior el espacio de la escritura es paralelo a un espacio mítico que tiene sus más distantes fronteras, difíciles de situar, en las arenas de Asia Central o en los patios traseros o en las tierras baldías de la periferia que el Extremo Occidente abandona a los vidrios rotos, a los berros oxidados en la yerba. Pero, así como la simple realidad inmediata posee para el filósofo platónico un modelo al nivel de lo Inteligible, donde las diversas partes dejan entrever las relaciones que las unifican, así también el espacio que balizo en mis evocaciones, y que va desde la India hasta Estados Unidos, está dominado por un alto macizo que consiste en el conjunto de las rutas que, durante mucho tiempo, la península italiana me propuso seguir, poblada por los ecos de sus lenguas perdidas, numerosa en monumentos y obras cuya palabra, al mismo tiempo clara e impenetrable, me recordaba un origen que habría podido ser mi lugar, mi verdadero lugar, sobre esta extraña tierra que poseemos, tan pronta a colmar nuestros deseos, y sin embargo misteriosamente decepcionante.
Del peñasco de Capraia hasta el fondo crepuscular de los caminos que se dirigen a Appechio o Camerino, del mausoleo de Galla Placidia a Sant’Ivo alla Sapienza, o a lo largo de los altos muros de Orsanmichele, pero también en el ligero ruido del agua subterránea en San Clemente; y desde entonces, desde los primeros días, algunos versos sublimes de Dante —por ejemplo, ma come i gru van cantando lor lai…—, hasta, recientemente, otros de Leopardi no menos conmovedores, Italia fue para mí, en la vida vivida o en la imaginada, un laberinto de ilusiones y de lecciones de sabiduría, un tejido de signos de una misteriosa promesa que no mencionaré de nuevo, porque ése es el tema del libro que estas páginas introducen. Me contentaré con volver a ciertas palabras que antaño —en 1959, doce años antes de El territorio interior— escribí en un poema intitulado «Devoción», y precisaré ahora lo que con ellas entonces quise decir.