I

A menudo, un sentimiento de inquietud me invade en las encrucijadas. Me parece que en esos momentos, que en ese lugar o casi: ahí, a dos pasos sobre el camino que no tomé y del que ya me alejo, sí, es ahí donde se abre un país de una esencia más alta, donde habría podido vivir y que ahora ya he perdido. Sin embargo nada indicaba, ni siquiera sugería, en el instante de la elección, que tuviese que tomar esa otra ruta. Pude seguirla con los ojos, con frecuencia, y verificar que no conducía a una tierra nueva. Pero eso no me tranquiliza, porque sé que el otro país no es excepcional por el aspecto inimaginable de los monumentos o del suelo. No me agrada imaginar formas o colores desconocidos, ni la superación de la belleza de este mundo. Amo la tierra, lo que veo me colma, y en ocasiones llego a creer que la línea pura de las cimas, la majestuosidad de los árboles, la vivacidad del movimiento del agua en el fondo del cauce, la gracia de la fachada de una iglesia, porque intensas, en ciertas regiones, a ciertas horas, sólo pueden haber sido deseadas, y para nuestro bien. Esta armonía tiene un sentido, estos paisajes y estas especies son, inmóviles, quizá encantados, una palabra, y basta sólo con mirar y escuchar con fuerza para que el absoluto se declare, al término de nuestro errar. Aquí, en esta promesa, está el lugar.

Y, sin embargo, es cuando he llegado a esta especie de fe que la idea del otro país puede apoderarse de mí con toda su violencia, y privarme de cualquier felicidad sobre la tierra. Porque, cuanto más convencido estoy de que se trata de una frase o, mejor, de una música —signo y substancia al mismo tiempo—, con mayor crueldad siento que falta una clave, entre todas aquellas que nos permitirían escucharla.

Estamos desunidos, en esta unidad, y hacia aquello que presiente la intuición, la acción no puede desembocar ni resolverse. Y si una voz se eleva, por un instante clara en el rumor de orquesta, ah, el siglo pasa, quien hablaba muere, el sentido de las palabras se pierde. Es como si, de los poderes de la vida, de la sintaxis del color y de las formas, de la espesura y de la iridiscencia de las palabras que repite sin fin la perennidad natural, no supiésemos percibir una articulación, entre las más simples, sin embargo, y el sol, que brilla, parece oscurecer. ¿Por qué no podemos dominar cuanto existe, como al filo de una terraza? Existir, pero de otra forma, y no en la superficie de las cosas, en el meandro de los caminos, en el azar: como un nadador que se sumergiese en el porvenir para emerger luego cubierto de algas, y más ancho de frente, y de espaldas —¿riendo, ciego, divino?—. Algunas obras nos dan sin embargo una idea de la virtualidad imposible. El azul, en la Bacanal con tañedora de laúd de Poussin, posee la tormentosa inmediatez, la clarividencia no conceptual que necesita nuestra conciencia como un todo.

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El azul, en la Bacanal con tañedora de laúd

Imaginando así, me vuelvo de nuevo hacia el horizonte. Aquí, un mal misterioso del espíritu nos golpea, o acaso es algún repliegue de la apariencia, algún defecto en la manifestación de la tierra, lo que nos priva del bien que puede darnos. Allá, gracias a la forma más evidente de un valle, gracias al relámpago un día inmovilizado en el cielo, o quizá —cómo saberlo— gracias a la existencia de una lengua más sutil, de una tradición salvada, de un sentimiento que no poseemos (no puedo ni quiero elegir), un pueblo existe, y en un lugar a él semejante reina en secreto sobre el mundo. En secreto, porque no concibo nada, tampoco aquí, que se oponga de frente a lo que sabemos sobre el universo. La nación y el lugar absolutos no están completamente desprovistos de la condición ordinaria como para que sea necesario, al soñar su existencia, rodearlos de paredes de ozono puro. Evocándolos apenas, aquí, los seres de allá en nada se distinguen de nosotros, supongo, si no es por la extrañeza poco pronunciada de un simple gesto, o por una palabra en la que mis semejantes, al comerciar con ellos, no quisieron profundizar. ¿No es siempre lo evidente lo que primero escapa? Pero si un azar me abriera a mí esa vía, quizá yo sabría comprender.

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Gracias al relámpago un día inmovilizado en el cielo…

Es eso lo que sueño en las encrucijadas, o un poco después —y me desconcierta todo cuanto pueda favorecer la impresión de que un lugar distinto, que como tal permanece, aparezca no obstante, y con cierta insistencia—. Cuando un camino se eleva y me muestra, a lo lejos, otras sendas entre las piedras, otros pueblos visibles; cuando el tren se desliza sobre un angosto valle, en el crepúsculo, y pasa frente a unas casas en las que, de vez en cuando, una ventana se ilumina; cuando el barco sigue de cerca la orilla y el sol golpea una vidriera lejana (y una vez fue Caraco, adonde los caminos —me dijeron— ya no llegan, devorados hace tiempo por las zarzas), pronto en mí nace esa específica emoción, y creo aproximarme, y me siento llamado a la vigilancia. ¿Cuál es el nombre de esos pueblos, allá a lo lejos? ¿Por qué aquel fuego en la terraza, a quién saludan así desde la orilla, a quién llaman? Por supuesto, al llegar a alguno de esos lugares la impresión de haber «ardido» se disipa. Sin embargo, a veces por el ruido de unos pasos a lo largo de una hora se incrementa, o por una voz que sube hasta la estancia de mi hotel, a través de las persianas cerradas.

¡Y Capraia, durante tanto tiempo el objeto de mis deseos! Su forma —una larga modulación de cimas y planicies— me parecía perfecta, y mis ojos durante minutos enteros no podían apartarse de ella, al atardecer, casi siempre, desde que surgió de la bruma el segundo día del primer verano, y más alta de lo que creí que era, sobre el horizonte. Pero Capraia era parte de Italia, nada la unía a la isla donde me hallaba, y se decía que estaba casi desierta: toda dispuesta para que ese nombre, que la reducía a un puñado de pastores, a su errar sin fin sobre planicies rocosas a ras del cielo en el jazmín, el asfódelo (algunos olivos y algarrobos en las hondonadas), le confiriera la calidad de arquetipo y la fundara, para el pensamiento anhelante, como el lugar verdadero. Así fue por algunas estaciones, luego mi vida cambió, no volví a ver Capraia, casi la olvidé, y otros años pasaron. Y sucedió que una mañana tomé un barco en Génova, con destino a Grecia; y cerca de la tarde, bruscamente, sentí que algo me empujaba a subir sobre el puente y a mirar hacia el oeste, donde ya aparecían, donde iban a pasar, muy cerca, a nuestra derecha, algunos riscos, una ribera. Una mirada, un temblor interior: una memoria dentro de mí, más profunda que la conciencia, o más presta al acecho, lo había comprendido antes que yo. ¿Es posible? ¡Sí, es Capraia frente a mí, Capraia por su otra orilla, la nunca antes vista, la inimaginable! Bajo esa forma alterada o, mejor, destruida por nuestra proximidad (porque apenas pasábamos a cien metros de la orilla), la isla avanzaba, se abría, se revelaba —breve costa, tierra de nadie, era posible sólo ver un pequeño desembarcadero, un camino que se aleja, algunas casas aquí y allá, una especie de fortaleza sobre el acantilado—, pronta a desaparecer.

Y se apoderó de mí la compasión. Capraia, tú perteneces al mundo de aquí, como nosotros. Sufres la finitud, estás despojada del secreto, aléjate, desaparece en la noche que cae. Y vela ahí, después de haber establecido conmigo otros vínculos de los que nada quiero aún saber, porque sigo llamado por la esperanza, o la ilusión. Mañana veré Zante, Cefalonia, hermosos nombres también y mayores tierras, preservadas por su profundidad. ¡Ah, cómo comprendo el final de la Odisea, cuando Ulises reencuentra Ítaca, pero sabiendo ya que volverá a partir, un remo sobre los hombros, adentrándose más allá de las montañas de la otra orilla, hasta que alguien le pregunte sobre el extraño objeto que lleva consigo, mostrando así que nada sabe sobre el mar! Si las orillas me atraen, mucho más la idea de un territorio interior, protegido por la amplitud de sus montañas, sellado como el inconsciente. Camino cerca del agua, miro la espuma que se mueve, signo que busca una forma, en vano. El olivo, el calor, la sal que a la piel se adhiere, qué más desear —sin embargo, es el camino verdadero el que se aleja, más allá, por pasajes rocosos, ocultos cada vez más—. Y cuanto más me interno en un paraje del Mediterráneo, más fuerte es el olor a cal de los vestíbulos, los ruidos de la tarde, el temblor del laurel, variando de intensidad, de altura (como se dice de un sonido, ya agudo), hasta la angustia, evidencia, aunque cerrada, y llamado, aunque imposible de comprender.

Del mismo modo, no miro jamás el laberinto de pequeñas colinas —sencillos caminos, pero fondo infinito— del Triunfo de Battista de Piero della Francesca, sin decirme: este pintor, entre todas sus preocupaciones tuvo una que me obsesiona. Pero amo también, bajo ese signo, las grandes planicies cuyo horizonte es tan bajo que los árboles y casi las yerbas lo esconden. Porque entonces lo invisible y lo próximo se confunden, todo lugar es otra parte, y el centro está a dos pasos, quizá: desde hace mucho tiempo estoy en el camino, y basta sólo superar un recodo para que pueda percibir los primeros muros, o hablar con las primeras sombras… Es verdad que el mar favorece mi ensoñación, porque asegura la distancia, y significa, para los sentidos, la plenitud vacante; pero ocurre de una forma no específica, y veo que los grandes desiertos, o la trama, desierta también, de las rutas de un continente, pueden ocupar la misma función, que es la de permitirnos errar, aplazando por mucho tiempo la mirada que a todo abraza, y renuncia. Sí, aun las autopistas de Estados Unidos, sus trenes lentos y como sin término, las zonas devastadas que se extienden frente a ellos —pero en este caso, lo admito, es soñar demasiado, y hacerlo mal—. Penetrando con el tren, este año todavía, en el oeste de Pensilvania, bajo la nieve, vi de pronto sobre fábricas tristes, pero entre los árboles de un bosque desmembrado, las palabras contradictorias, Bethlehem Steel, y fue de nuevo la esperanza, pero a costa, esta vez, de la verdad de la tierra. Al cesar de buscar el aumento del ser en la intensificación de sus apariencias, acaso no imaginaba ya, cerca de aquí, en una calle lateral, aun la más sórdida, un patio interior donde se empila el carbón, una puerta: y todo, más allá del umbral, montañas y cantos de pájaros, y el mar, ¿resucitados, sonrientes? Pero es así como olvidamos los límites, que son la potencia, sin embargo, de nuestro ser en el mundo. Al aproximarme a Pittsburgh comprendí cómo el rechazo gnóstico pudo penetrar, poco a poco, en la lengua griega, que no obstante nació de la belleza, y se elevó a la noción de cosmos.

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Este pintor, entre todas sus preocupaciones tuvo una, que me obsesiona…

Y lo comprendí aún mejor porque mi nostalgia también es, en sus momentos más oscuros, un rechazo del mundo, a pesar de que nada, como dije antes, me conmueve más que las palabras, y los acentos, de la tierra. Sí, es verdad, nuestra tierra es hermosa, no imagino nada más, estoy en paz con esta lengua, mi lejano dios se ha retirado sólo a dos pasos, su epifanía es la sencillez: y a pesar de todo eso, sólo pensar que la vida verdadera está más allá, en ese otro lugar insituable, basta para que aquí todo adquiera el aspecto de un desierto. Y lo veo en lo que amo y en lo que he hecho de ello, cuando esa obsesión se apodera de mí. Creo en la luz, por ejemplo. A tal punto que he llegado a pensar que nació de ahí el país verdadero, por azar, quiero decir, por un accidente en el que, en una estación y en un lugar, fue más intensa. La noche y el día, como en todo lugar y en toda época. Pero por la mañana y a mediodía y por la tarde, una luz total, tanto y tan pura, en su modulación revelada, que los hombres, deslumbrados, logrando verse sólo a contraluz, formas oscuras tejidas por el fuego, no comprendieron más la psicología, y hubo en ellos sólo el sí y el no de la presencia, comunicando como el relámpago convoca, y nació así la indecible ternura, la violencia inspirada, la revolución absoluta. Pero si éste es mi sueño, ¿qué es para mí la luz de aquí, o de hoy, y qué encuentro en ella? Son sólo carencias cuya grandeza es el deseo, y la frecuentación un exilio. ¡Qué hermosas fachadas! ¡Qué cercano me es Alberti cuando elabora en Rimini, en Florencia, su música! Pero al captar el sol de aquí, en realidad ilumina el horizonte, y miro allá, lejos, donde se reúne su claridad, ¿qué busca, qué sabe? ¿Ypor qué en Bizancio esos platos de estaño, o de plata? De ahí provienen algunos reflejos tan sencillos, tan desprovistos de deseo, de materia, que parecen hablar de un umbral, iluminado. En un espejo, ya también erosionado (¿por qué quisieron la fragilidad del azogue, la dulzura de las hojas de plata?), los frutos, altos sobre la mesa puesta y que se ensancha del otro extremo, como en la perspectiva «invertida», y el rostro también, poseen la insistencia de la memoria. Objetos misteriosos que encuentro, en ciertas ocasiones, en una iglesia, en un museo, y que me obligan a detenerme como ante una encrucijada. Son tan hermosos y graves que con ellos pueblo lo que he visto sobre la tierra: pero con una violencia que la empobrece, siempre. Basta con que algo me conmueva —puede ser lo más humilde: una cuchara de estaño, una caja de hierro oxidado con sus imágenes de otro siglo, un jardín entrevisto a través de los arbustos, una horquilla contra un muro, el canto de una sirvienta en la sala contigua— para que el ser se escinda, y su luz, y me encuentre en el exilio.

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¡Qué hermosas fachadas!

Una noche (hace mucho tiempo, aún iba yo al liceo) giraba las agujas de la onda corta. Voces reemplazando otras voces, aumentando un poco, perdiéndose en el flujo y reflujo del sonido que se desvanece, y tuve la impresión, lo recuerdo, de que era el cielo constelado, el cielo vacío. Existe un decir entre los hombres, una palabra sin fin, pero ¿acaso no es una materia tan vana y repetitiva como la espuma, la arena o todos los astros vacíos? ¡Qué miseria el signo! ¡Y sin embargo, cuánta certeza, a ciertas horas, de avanzar en su interior como en la proa de un barco, o como un autobús entre las dunas! ¡Nuestra existencia, más intensa que la suya, porque lo hemos visto tomar forma, abrir y luego perderse! Pensando así, seguí girando las agujas. A pesar de haberlo percibido mal, en cierto momento sentí que había superado algo que despertaba ya en mí la fiebre, y me obligaba a volver atrás. Restablecí en su precaria primacía lo que venía de franquear —¿y qué era?—. Un canto, pero también los tambores y las flautas de una sociedad primitiva.

Y ahora voces de hombres, muy roncas, y la de un niño, intensamente seria, y el coro calla sin embargo, y de nuevo todos juntos, ritmos entrecortados, estremecimientos, aullidos. Y alrededor la impresión subjetiva o no, lo ignoro, pero extraordinaria, del espacio. Y comprendo. Esos seres están en lo más alto de la soledad de las piedras: en el umbral de un anfiteatro, al final de caminos que enormes rocas bloquean. Encima de ellos, los techos que el agua erosiona, que la saxífraga disloca, y de donde el águila se eleva, aún más alto. En el horizonte, sobre espolones, en las cavidades, los pueblos donde viven, y sus pesadas fachadas, cerradas, a veces en ruinas, bajo las torres. Ahí, sin embargo, donde estamos nosotros, hay un campamento, y los fuegos en la noche que cae —¿por qué ese nomadismo, aunque circunscrito, de las sociedades avisadas?—.

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Los pueblos donde viven, y sus pesadas fachadas, cerradas, a veces en ruinas…

Y este país, estos hombres, esta música, son el Cáucaso, la Circasia o las montañas de Armenia, de Asia Central, salvo que esas palabras tienen para mí, surgiendo de esa forma, el valor mítico, la masa insituable al menos en los mapas modernos de una especie de polo del absoluto: en realidad, el monte Ararat de mi arca que, llevando en sí el universo, aún arrastra a su alrededor las aguas ruidosas, el horizonte negro y desnudo, la corriente rápida e indecisa.

Pronto el canto cesa, en una lengua desconocida alguien comienza a hablar, y luego, sólo el ruido. Se fue el país misterioso, y yo entregué al otro lado del horizonte una de las riquezas del nuestro. Pero a partir de ese momento fui sensible a la música: una de las riquezas, una de las alquimias de ese otro lugar vino a apoderarse de nuestras experiencias, aquí, y a sumarse a mis poderes limitados… En verdad, tengo el derecho de indicar que mi gnosis, lo confieso, tiene dos formas de límite. Primero, nuestra región, aun en lo más alto de mi sueño, no es simplemente o por siempre expoliada en beneficio de la otra. Lo que se marcha con el espíritu, permanece con el cuerpo, y esa presencia minada posee, sobre un fondo de naturaleza desierta, tal intensidad que es como un incremento del ser en la nada, tan insistente como paradójico. ¿Los exiliados dando testimonio contra el lugar del exilio? Pero, lo dije, el objeto más pequeño puede sumarse en cualquier momento a esta especie ambigua, y ahí permanecer, extendiendo, iluminando sus vínculos: en último extremo es el mundo que, amado primero como la música, y enseguida disuelta su presencia, vuelve como presencia segunda, reestructurada por lo desconocido, pero viva y en una relación más secreta conmigo. De ese otro lugar aprendimos las artes, la poesía, técnicas de negación, de intensificación, de memoria. Y ellas nos permiten reconocernos, amarnos —pero también, al escuchar la música original, insertar en ella nuestros acordes, a los que, sin embargo, las cosas responden—, ¿Después de todo, no es el ser algo inacabado, y el canto oscuro de la tierra menos un esbozo por estudiar que por continuar, la clave faltante menos un secreto que una tarea? ¿Y lo que sueño como otro lugar no es, acaso, en un sentido profundo, el porvenir que un día —la coagulación terminada, los hombres, las bestias y las cosas llamados a un mismo lugar, a una misma hora— se revelará aquí mismo, la ausencia despojada de su disfraz de comedia pastoral, en las risas, en los llantos de alegría, para el reencuentro supremo —mundo perdido hace un instante, mundo salvado ahora mismo?

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¿Los exiliados dando testimonio contra el lugar del exilio?

Pero aún ocurre esto, que no tengo el deseo de la otra tierra más que en ciertos momentos, en ciertos lugares, en las encrucijadas, en sentido literal o metafórico, de la experiencia de estar vivos. Gomo si sólo una parte de ella se prestara a la volatilización, a la fiebre, y la otra, por el contrario, me retuviera en los trabajos de aquí, durante un tiempo clausurado en sí mismo, distraído del horizonte, suficiente, en verdad. Y al final, una duda, entre la gnosis y la fe, el dios oculto y la encarnación, y no la elección sin retorno. Un rechazo que se alimenta, ávidamente, sin embargo, de lo que ha despreciado. Y además del deseo que permanece, una evolución ha comenzado hace mucho tiempo. Avanzo, y junto a mí se extiende una larga cima, indefinidamente, destrozada por el fuego, que alta o baja lo atraviesa todo, lo abandona todo en cuanto me aproximo, y cuando ya me he ido vuelve y lo retoma: pero, cómo decirlo, el punto en el que la mirada se ciega, en el espacio del espíritu, es menos próximo, el momento en el que el horizonte se cierra, en el tiempo vivido, es menos precipitado, como si mi valle se extendiera, y se iluminara. Y siento la necesidad de comprender mejor el doble postulado que en ocasiones no hago más que aceptar. Son antiguos la mayoría de los recuerdos que he evocado del territorio interior (para mí son ésas las palabras que fijan mejor la firme aspiración y la intuición incierta), porque únicamente ellos son «puros», los más recientes se han impregnado cada vez más de reflexión, de una denuncia lúcida quizá, en todo caso de un designio que cree poder superar la oposición entre ambos reinos. Sí, existe un conocimiento tardío al que debemos ayudar mediante la reflexión, aun si ésta es contradictoria y está plagada de obstáculos: la claridad se creará no por ella sino en ella, en sí misma, poco a poco, por un movimiento del ser, más vasto, más consciente que las palabras.