33.
Cuando los horizontes se entristecen
Cuando los horizontes se entristecen, como le oí decir un día a Castellanos, miro al pasado y siento vértigo. Recorro en tardes mansas las colinas de Santa Águeda del Gualí, la aldea que fundó con sus últimas fuerzas el licenciado Gonzalo Jiménez, quien ahora se consume devorado por un fuego interior. Veo allá abajo las llanuras de Tierra Caliente, manchadas de bosques, en cuyo centro se yerguen unas sierras aisladas y escalonadas como si ocultaran pirámides. ¿Cómo logré llegar a estas tierras felices? ¿Cómo sobreviví a los ríos y a los años? Acaso sólo porque el dios de los cuentos necesita una voz que los relate, escapé a los peligros, indemne, mientras en cada episodio iban siendo sacrificados quienes parecían ser los triunfadores.
Al final no triunfamos los humanos, al final sólo triunfa el relato, que nos recoge a todos y a todos nos levanta en su vuelo, para después brindarnos un pasto tan amargo, que recibimos como una limosna última la declinación y la muerte. Veo mi isla perdida como una ostra abierta en el mar; veo el Perú de huesos incas y de piel cristiana que visité en mi adolescencia; veo los bosques de caneleros que al tocarlos eran de viento; veo el río que nos llevó en su lomo como a una hoja seca arrancada del árbol; veo los muelles de Sevilla llenos de lágrimas y los palacios de Roma llenos de favoritos; veo los cuerpos podridos goteando en las ruedas de Flandes y veo las mezquitas blancas detrás de las aguas azules de Argel; veo los galeones altísimos, los frágiles palacios flotantes con pendones de Cristo y mascarones en forma de arcángeles; y en los barrizales de Panamá veo a Ursúa como lo vi por primera vez, los cabellos dorados y la barba rizada, el rostro ya feroz iluminado por una sonrisa desafiante, a la luz de las velas en la casa de un cirujano, en una noche de hace más de quince años, la noche en que recibí al mismo tiempo un doble don de tiniebla y de luz, una herida en el vientre que pudo ser mortal, y una amistad que desde entonces llenó mis años.
Mi vida me da vértigo, y no quisiera ver lo que siguió, lo que tal vez un día, cuando me sienta fuerte y a salvo, intentaré poner en estas páginas hechas contra el olvido, que no cruzarán el mar para pedir licencia en los estrados de la corte, ni pasarán la prueba de los celosos lectores del rey, y que por ello no llegarán jamás a las imprentas de Madrid o Sevilla.
Tal vez no había manera de evitar las crueldades que ha producido esta conquista, pero sé que hubo, entre tantos varones que llegaron de España, muchos seres distintos, y a menudo los mejores son los que menos oportunidad tuvieron de moderar el horror y de impedir los crímenes. Inhábil para juzgar la labor valerosa y maligna de los grandes capitanes, he intercambiado largas cartas con el prefecto Mancio Lejesema, un hombre generoso y recto, que tiene su parroquia en el Cuzco, y él me instruyó hace poco en cosas que mi corazón se negaba a entender: «Yo sólo sé honrar a quienes convierten los esclavos en hombres libres», me dijo, «y la labor de Cortés, de Pizarro, de Belalcázar, de Jiménez o de tu amigo Ursúa, sólo ha consistido en convertir a los hombres libres en esclavos».
Miro las vueltas de mi vida, y sólo les hallo semejante con un cuento que le oí relatar a uno de los esclavos negros de Gonzalo Jiménez, el viejo licenciado al que carcome la lepra. Los esclavos tienen una manera muy curiosa de contar esos cuentos, a los que llaman adivinanzas, no porque esperen que alguien, a partir de la pregunta inicial, pueda adivinar de qué trata la historia, sino para mostrar cuán imposible es deducir por unos datos sueltos la unidad de un destino. El negro estaba en el centro de un grupo, junto a la gran hoguera del sábado en la plaza de Santa Águeda, y anunció una adivinanza, lo cual hizo que todos los presentes estuvieran atentos. Era la siguiente: «Primero tuve cuatro patas y dos orejas largas, después fui pescado entre la espuma, más tarde fui cóndor alzando vuelo entre los riscos, luego serpiente entre colinas de oro, y un día fui con los hombres en un barco, volví a ser burro bajo el peso de un fraile, y fui lagarto revolcado en el fango, y finalmente me convertí en obispo. Adivina adivinador quién soy». El esclavo miró a todos los presentes para asegurarse por sus caras de que nadie sabría responder, y anunció con un aire triunfal la respuesta: «El primer asno que llegó al Nuevo Reino». Allí impuso una nueva pausa, para saborear el asombro de los contertulios, y cuando todo el mundo empezaba a reclamar una explicación, contó ritualmente su historia.
«Este era un asno que fue traído de España en un barco, y era el primero que llegaba a estas tierras, por eso al comienzo tuvo cuatro patas y dos orejas largas. Pero llegando a las costas de Santa Marta, el barco se hundió, y el burrito fue enlazado por hombres que se salvaban en un bote, y levado a rastras hasta la orilla, de modo que llegó a tierra firme pescado entre la espuma. Pero los hombres murieron en la playa a manos de los indios, y éstos quedaron pasmados de asombro ante aquel animal que no habían visto nunca. El burrito se hizo querer, pero causó espanto cuando empezó a rebuznar, porque a los indios les pareció que tenía cuerpo de venado pero grito de monstruo. Dos caciques hermanos, Murubara y Arobare se quedaron con él, y lo tuvieron unos días en su aldea, alimentándolo con maíz y con hierbas. Pero fue entonces cuando vino el malvado Alonso Luis de Lugo a arrasar las aldeas, por encargo de su padre, el adelantado, y los caciques Murubara y Arobare fueron a refugiarse con sus tesoros y sus gentes, escondiéndose en los peñascos altos de la sierra. Hasta allá sabían subir los indios por los peñoles, pero al burro, que no querían dejar, lo tuvieron que alzar con lianas en unas angarillas que inventaron para él, lograron llevarlo vivo hasta lo más alto de los riscos, y lo guardaron como a una cosa sagrada junto a los grandes tesoros que los caciques habían salvado. Por eso fue como un cóndor volando por los riscos, pues no subió al trote por ellos sino suspendido en el viento. El burro hizo su nido entre los muchos tesoros, porque su grito potente era la mejor alarma para custodiarlos, y así fue como la serpiente de los cuentos viejos, que anidaba entre el oro. Sólo que hasta allá llegaron al fin los españoles, y cuando ya estaban cerca, hostigados por los indios que les arrojaban piedras desde lo alto, oyeron el ruido del animal y quedaron asustados, porque a lo único que se parecía era al rebuzno de un burro, y era imposible que hubiera un animal de España en aquellos riscos inaccesibles, de modo que creyeron que había monstruos en las alturas. Al cabo vencieron a los indios, capturaron a los príncipes Murubara y Arobare y se los trajeron como esclavos, recogieron veinte mil pesos de oro, y decidieron llevar el burro también, como símbolo de su buena suerte, después de averiguar cómo lo habían levantado hasta aquellas alturas. Por el mismo sistema lo bajaron, y el asno terminó en poder de Gonzalo Jiménez de Quesada, que lo trajo como bestia de carga por las orillas del río, en su viaje de sufrimientos hacia el interior. Había soportado tantas pruebas que por el camino empezaron a llamarlo Conquistador, y con ese nombre se quedó el resto de su vida. Varias veces, para pasar las tierras inundadas por los muchos ríos que caen en el Magdalena, Conquistador fue llevado por los bergantines, y por eso se dijo que un día fue con los hombres en un barco. Y con las tropas de Gonzalo Jiménez aquel veterano fue el primer burro en entrar a la Sabana de Bogotá, donde dicen los brujos que un día le harán un monumento. En la Sabana estuvo en poder de un clérigo muchos meses, de modo que es verdad que volvió a ser asno bajo el peso de un fraile. Pero aconteció que el hermano de Gonzalo Jiménez, el Hernán Pérez de Quesada, se fue a buscar El Dorado por la orilla de la cordillera, frente a los llanos inmensos del oriente, y con sus tropas y sus jinetes y sus indios llevó también al burro para que cargara fardos y provisiones. Esa es la desgracia de ser el único burro entre tantos caballos. Y bajo esos pesos tan grandes el pobre Conquistador padeció como un indio o como un negro los inviernos del llano, donde los ríos se desbordan y las tierras se vuelven lagunas, y fue igual que un lagarto revolcado en el fango, en una expedición a la que fueron centenares de hombres y de caballos y volvieron sólo unos cuantos. Ya de regreso, era la montura de fray Vicente de Requeseda, de la orden de los agustinos, que había sido nombrado obispo. Y fueron tantos los trabajos del regreso, que llegó el día en que los pocos sobrevivientes se vieron desbaratados y a punto de morir de hambre, y entonces el santo fraile prefirió seguir a pie el resto del camino, y ordenó a los hombres sacrificar al asno. Con la sangre y las tripas hicieron morcillas, asaron la asadura, se alimentaron de los lomos y las piernas trabajadas por los caminos, y hasta los cueros se comieron bien hervidos. Y como quien más comió fue el obispo, bien puede decirse que el pobre burrito se convirtió finalmente en obispo, pues lo que comemos se convierte en nosotros. Con lo cual esta contada la adivinanza del primer asno que llegó al Nuevo Reino».
Mientras todos celebraban el cuento, pensé en mí, y en Ursúa, y en tantos que vivieron las transformaciones que obran estos caminos, y vi en el relato una imagen de nuestras aventuras fatigosas y de sus tristes desenlaces. Todos vivimos prodigios y espantos, pero siempre he pensado que Ursúa es mejor imagen que los otros de lo que ha sido esta conquista. Su valentía, su belleza, su furia, esa manera de oscilar entre la codicia de las nuevas tierras y el odio por ellas, su crueldad ante los guerreros desnudos y su excitación ante las muchachas de cobre, su doble sed de oro y de sangre, su imposibilidad de descansar, pero también su incapacidad de triunfar, que lo hacía buscar siempre más lejos, no poder detenerse en la satisfacción y en el goce, sino despertar cada día para nuevos delirios, todas esas cosas son como letras de una oscura desesperación.
Tres veces se había atravesado Panamá en su camino, y cada una de ellas le dio un vuelco a su suerte. La primera fue casi imperceptible: el muchacho arrebatado por los barcos cruzó las selvas como sin verlas, soñando con los tesoros fabulosos del Perú, y reviviendo la aventura de Balboa, la inminencia de un mar dilatado en leyenda y misterio, el asombro elemental de que algo tan inmenso hubiera podido estar tanto tiempo escondido. Esas eran las aventuras que soñaba: apartar los ramajes para descubrir un océano, ser el primero a las puertas de una ciudad incomprensible, destrenzar las serpientes enormes para llegar al tesoro escondido, ver los dragones o los gigantes de un mundo nuevo, someter pueblos feroces o dominar a los reyes del río y del trueno.
La segunda vez, de vuelta del Perú, era el joven pariente de un juez poderoso, y ya iluminaba su rostro el destino que lo esperaba. No podía imaginar que la tercera vez llegaría al istmo en condición de nadie, cansado y perseguido, mintiéndose, para poder vivir, proyectos cada vez más fantásticos. Y menos que en Panamá se convertiría en el jefe brutal de una banda de proscritos, para salir convertido en un general poderoso y sombrío, al encuentro de su jornada final, donde le fue concedida toda la belleza que un hombre pueda codiciar y la más dura muerte que alguien pudiera imaginar. (Y por esta manera desbocada de adelantarme a los hechos podra advertir quien lea estos cuadernos, si es que alguien llega a leerlos, qué difícil es contar las cosas en orden y en secuencia, cuando todo el pasado se acumula simultaneo en la mente).
Fue entonces cuando comenzamos a hablar. En cuanto se despojó de su coraza de guerra y de su condición de jefe de tropas, alentado por su triunfo y devuelto a su propia estimación por la adoración de la corte virreinal, se convirtió casi en un muchacho de rostro inocente. Yo no lo había visto jamas en la guerra, pero su sonrisa, su manera de hablar, sus modales, su elegancia al comer y su buen humor obraban un efecto casi mágico sobre todos. El virrey no celebraba reuniones sin él, y le hacía contar sus historias del Nuevo Reino de Granada, pero Ursúa siempre prefería contar aventuras de viajes, hablar de caimanes y tigres, de tempestades por el río, historias de rayos y de naufragios, de dioses bestiales de piedra, de ciudades increíbles en las montañas y de un relámpago que no cesa jamás. Y yo empecé a verme envuelto por la magia de su discurso, que era como una caverna llena de objetos de oro, por sus historias fascinantes, y por las leyendas del pasado que le había contado Oramín.
Todo, en labios de Ursúa, era tan asombroso, que yo sólo quería oírlo otra vez, y no me di cuenta a qué horas él empezó a hacerme hablar de mi vida. Así como había asediado a Oramín para que lo guiara hacia el tesoro de Tisquesusa, como había bebido los relatos interminables de Castellanos, así empezó a sacar de mí los recuerdos que yo más ocultaba, los que no quería dejar salir desde hacía mucho, huellas dolorosas de las guerras y los años. Sus palabras extraían esos recuerdos de mi alma, me hacían volver por los caminos de mi juventud, salir otra vez de La Española, dejando a mi madre india con un rostro que la pena hacía de piedra, volver a los mesones borrascosos de Lima, volver a los riscos helados de Quito, avanzar por una selva cerrada entre el ladrido enloquecedor de los perros de presa, y subir a aquel barco que nos llevó más allá de la luna y del miedo.
Cabalgando hasta la otra orilla del istmo, me hizo prometer que le contaría cómo fue nuestro viaje, desde cuando Gonzalo Pizarro oyó decir en el Cuzco que había tras las montañas un país de canela, hasta cuando encontramos, perdidos en el río, el país de las amazonas. Lo que yo no esperaba es que contarle aquellas cosas a Ursúa las volvería nuevas para mí, me llenaría de curiosidad ante ellas como si las estuviera viendo por primera vez. Y sé que aquel día algo se decidió en mi vida, una barrera silenciosa cedió, y la selva, con sus misterios y sus propósitos, volvió a apoderarse de mi destino.
Estuvimos hablando la tarde entera, mientras el sol se ponía detrás del manto de las selvas, bajo un revolar de alcatraces. Por primera vez en mi vida tuve la nítida sensación de haber encontrado un amigo. Alguien con quien podía hablar de todas las cosas. Él tenía una historia qué contar que yo quería oír siempre, yo escondía una historia que él siempre quería oír. Tal vez hablaba sólo para hacerme hablar, pero yo viví en sus palabras sus aventuras. Y preferí su vida a la mía, porque yo me sentía víctima de mis circunstancias y él parecía el amo de las suyas. Me engañó su pasión, seguramente, aunque ya por entonces la pasión de Ursúa, que fue fantasía y fue embriaguez y fue casi inocencia, se había ido convirtiendo en una mezcla de terquedad y de rencor. ¡Qué efecto no habría obrado sobre mí de conocerlo algunos años antes! El reino fantástico que soñó conquistar con heroísmo al salir de su casa ahora era una promesa de su resentimiento. Yo me vi en el espejo de sus viajes, porque me parecieron voluntarios y heroicos, él se asomaba al espejo del mío para buscar la puerta de su gran aventura. Y ambos veíamos lo que necesitábamos ver. Pero Ursúa me atrajo como un hechicero, y tiempo después comprendí que su voz era el soplo de la serpiente que me llamaba otra vez a su lomo. En Europa aprendí que todos los caminos llevan a Roma: aquí todas las aguas buscan el río. Y el agua de la sangre, y el agua de las lágrimas, y el agua que corría por mi espalda bajo el fogaje de la selva, buscaban esas aguas inmensas o eran llamadas desde lejos por ellas.
Me quedé mirando el atardecer. Allí estábamos los dos, en el puerto de Panamá, ante la mole de las aguas ardidas y entre el bullicio de las aves marinas. Estábamos en el final y en el comienzo, en el lugar de donde todos partieron a buscar la riqueza o la muerte. En el lugar de donde salió mi padre, de donde salió Pizarro con sus ojos ávidos, de donde salió Almagro con su rostro excesivo.
Y el sol hundiéndose en el mar era como esa montaña de oro que todos persiguieron, que algunos hallaron, y que a ninguno le ayudó a vivir. Ahora éramos dos, un mundo verdadero, y en el sol yo veía tardes y reinos muertos, y él veía tal vez el fuego de su sangre y la raíz de sus montañas de infancia. Después hubo un silencio, en el que cabían todas las derrotas pasadas, y sopló un viento sobre las palmeras rojísimas, y entonces una sombra cubrió el sol a nuestra derecha, una sombra alta y solemne: el barco negro que nos llevaría al futuro.