31.
Un mes después, Ursúa era nadie por los muelles de Nombre de Dios

Un mes después, Ursúa era nadie por los muelles de Nombre de Dios. Apenas recordaba en su desgracia, recorriendo a solas las rancherías de la costa, que había nacido príncipe, que había destrozado numerosos pueblos, que había alanceado y degollado y ahorcado a muchos hombres. Le parecían ajenas las cicatrices en su pecho sobre el que había pendido alguna vez un collar con una cruz de zafiros, y un día se sorprendió de encontrar en sus alforjas, casi deshecho ya por la intemperie de los últimos viajes, un documento que para él estuvo lleno de promesas cuando pasaba por el istmo la primera vez: la carta que debía abrir la puerta de las Indias a su adolescencia, escrita por ceremoniosos secretarios y abrumada por un lacre imperial. Apenas pensaba que en una ciudad alta y perdida crecía en un vientre el hijo de su sangre que no le sería dado conocer; los sueños de la Sabana se habían roto, y Armendáriz, su tío protector y la piedra sobre la que fundara su confianza, había desembarcado en España con cadenas y bajo escolta, sujeto a la peor acusación que pueda recibir un juez, la de haber sido injusto e indigno de sus códigos, y la peor que pueda recibir un gobernante: haber sido insensible al sufrimiento de aquellos que era su deber proteger.

De cuanto había encontrado al llegar a estas tierras nada quedaba ya. Heredia, el gran señor de Cartagena, se había hundido en el mar, después de atravesar todo el océano y a vista de la tierra española, y en ese mismo trance habían rendido el alma los oidores Góngora y Galarza, y el secretario Téllez, derrotado por su propia astucia. Robledo, estrangulado por el garrote infame, era una calavera que aparecía y volvía a perderse en la neblina lenta de las montañas. Belalcázar, el prepotente señor de Popayán y de Cali, amo de leguas y destinos, había muerto de pena y de rabia antes de hacer su último viaje a España cargado de cadenas. Otras manos gobernaban y oprimían los reinos que por un breve instante fueron suyos. Los fieles navarros habían quedado dispersos por los caminos. Miguel Díaz de Armendáriz, el primero que unió las gobernaciones en la ilusión de un país, ahora sería un fantasma en la corte de Felipe II, el joven rey engendrado en la Alhambra. Y al sur estaban muertos Francisco Pizarro y Almagro, Antonio de Carvajal y Gonzalo Pizarro, con buena parte de sus huestes. Medio siglo de guerras habían disuelto en polvo y sangre a millones de nativos, pero también habían convertido en polvo de las Indias a los grandes conquistadores. Por ahí andaban sus fantasmas perdidos entre infinitos fantasmas de indios: Balboa sin cabeza, recorriendo las selvas, Juan de la Cosa erizado de flechas, Bastidas perforado de puñales, Pérez de Quesada renegrido como un tronco bajo la furia del rayo, fray Vicente de Valverde acribillado y devorado, Blasco Núñez de Vela durmiendo sin escolta bajo las piedras. Fantasmas vagabundos entre los indios empalados y los guerreros ahorcados, entre manos crispadas y cráneos dispersos, entre los espectros de los caballos despeñados y los fantasmas de los perros de presa atravesados de lanzas y de flechas. En pocos años aquellos poderes habían revelado su carácter ilusorio; y el oro parecía más fantasmal que el amarillo de los atardeceres, y la sangre misma, seca apenas, parecía ser sólo uno de los colores de la tierra insensible.

Pero después de largos días de abatimiento, de lentas jornadas de deploración y de pesadumbre, Ursúa despertó una mañana con un designio terrible en su alma. El guerrero que había en él pareció decirle que aunque todo lo demás declinara y muriera, su furia y su poder de destrucción no morirían. Estaba dispuesto a dejar expirar todo en su corazón, menos la pasión de la guerra, y aquel hombre curtido y sombrío, que no había cumplido los treinta años, juró sobre su espada, y sobre el viento irreparable de los guerreros muertos, a solas, en la playa de Nombre de Dios y ante el golfo resplandeciente sobre el que se balanceaban los bergantines, que la sangre de sus antepasados no se rendiría, que tal vez ya no habría en su vida ni amor ni poder ni riqueza, pero que su mano, hábil desde siempre con el puñal y con la espada, su mano implacable, todavía era capaz de matar y de someter, y que él sabría extraer savia vital de la sangre que regaran sus manos.

Volvió con ojos ensombrecidos a las tabernas que había visitado en triunfo cuando iba a encontrarse con su tío, y en ellas recomenzó su cíclico destino de bebedor de leyendas. Lo sabía todo de las hazañas de La Gasca en el Perú, pero sus viajes y sus guerras contra chitareros y muzos y tayronas lo habían hecho perder el hilo de los asuntos en las tierras vecinas, y sólo allí vino a enterarse de lo que había ocurrido en Panamá al regreso del enviado imperial. El viejo tabernero Cayetano Beltrán, antiguo soldado de Pedrarias Dávila en Nicaragua, mientras llevaba y traía el licor de caña antillano al ritmo ágil y asimétrico de su pata de roble, le contó que, derrotados los rebeldes, varios años había permanecido La Gasca en Lima, remendando el reino que puso en sus manos Carlos V, endulzando con encomiendas y minas a los conquistadores recelosos para que nunca más se alzaran contra la Corona, y amasando un tesoro para poner a los pies del emperador. Se había propuesto no sólo llevar a España la noticia de que la integridad del Imperio estaba a salvo, sino llevar al rey de los reyes la prueba de que los países de ultramar eran un don de Cristo, un río de oro para que la Corona no flaqueara en su misión sobrenatural: asegurar con hogueras, espadas y fortalezas el poder ilimitado de la cruz.

El tesoro era grande, pero el rumor que corría por los reinos no dejó de acrecentarlo como un nuevo delirio. Diez millones de pesos de oro había amasado el hombre de las piernas largas en los reinos facciosos: quintos de la Corona acumulados durante los años de las guerras peruanas; 98 000 libras en barras de plata, producto de los socavones del Potosí; el primer oro de Buriticá aportado por Belalcázar; cofres de perlas y de piedras luminosas, y joyas santas labradas por orfebres indígenas en Popayán y en Quito. Ursúa recordó como en sueños que ese tesoro incluiría también el botín de los chitareros y las esmeraldas grandes de Muzo y de Coscuez, que él mismo había entregado a su tío para que Armendáriz hiciera llegar todo aquello al enviado imperial.

Encadenado de nuevo el destino de las Indias al trono de Carlos V y de su hijo Felipe, La Gasca sólo anhelaba perderse en el olvido de un monasterio sin nombre, sin pedir a nadie el menor reconocimiento, pero todavía lo esperaban discordias en su camino, y una de ellas fue causada por él mismo. Entre los españoles, terminada la edad de los rebeldes, comenzaba el tiempo de los ladrones. En sus primeros movimientos contra Pizarro, La Gasca había desterrado del Perú a varios intrigantes y pendencieros que no parecían merecer una condena mayor. Dos de ellos, Juan Bermejo, un hombre de ojos azules y de rostro exangüe, y Rodrigo Salguero, soldado resentido y sarmentoso, se instalaron en Nicaragua pero mantenían correspondencia con las sierras peruanas. Así se enteraron de que el obispo volvía a Panamá con doce millones de pesos en oro, plata y joyas, y compartieron esa jugosa noticia con los hermanos Hernando y Pedro Contreras, nietos y copias fieles de Pedrarias Dávila, el envidioso. Los Contreras estaban en guerra con la Iglesia, porque su padre, un hacendado que maceraba indios como ajos en su mortero, había sido despojado por la Corona de todos sus bienes, a instancias del obispo de León, Antonio Valdivieso Álvarez, a quien le dolían como en carne propia las llagas de los enfermos, las cadenas de los esclavos, los tormentos del sol en las espaldas de los siervos, los latigazos que arrancaban la piel y los eructos de vino de los hacendados sobre el hambre del indio.

Los dos hermanos afilaron en el infierno sus hierros y le cobraron a puñaladas al santo eclesiástico cada ducado de su herencia perdida, pero como la sangre, por mucha que sea, no paga las deudas, saquearon después sin restricciones a Granada y a Nicoya, y allí les confirmaron que La Gasca llevaba para el rey un tesoro que ya en el rumor iba por quince millones de pesos de oro. Ese caudal recogido por un obispo enemigo de los encomenderos sería la verdadera compensación por sus pérdidas, de modo que los hermanos, acompañados por Salguero y Bermejo, a la cabeza de unas tropas bestiales, pusieron rumbo al istmo panameño.

Juzgaron que para apoderarse del tesoro sería útil tomarse previamente la ciudad. Qué pésima noticia para La Gasca, quien ya había licenciado a sus tropas, saber que los Contreras avanzaban con trescientos hombres en armas sobre el istmo, no sólo con el propósito de robar el tesoro de la Corona y de aumentar a mil hombres su ejército reclutando seiscientos negros rebeldes del río Chagres, sino con la intención de coronar al mayor de los dos hermanos, Hernando de Contreras, como rey de Castilla de Oro. El germen de la rebeldía seguía vivo en la vasta extensión de las Indias, y la tentación de coronar aventureros era la peste que la conquista del nuevo mundo traía a la historia, después de tantos siglos en que nadie se atrevió, en asuntos de sienes y coronas, a contrariar la voluntad de Dios.

Ignorante feliz de esa conjura, La Gasca estaba enviando por el camino de Nombre de Dios, agobiadas de oro y plata, 1800 mulas que se perdían de vista, remontando las sierras lluviosas, cruzando las llanuras de barro donde el peso del oro volvía un martirio el avance de mulas y peones, y siguiendo después por la orilla del Chagres hacia el resplandor de los litorales del norte. No amparó aquel tesoro de más escolta que los arrieros armados del capitán Sancho Clavija, porque creía pacificada la totalidad de las Indias. Era tanta su confianza en el triunfo absoluto que había asegurado en el Perú, que por primera vez no tuvo idea del peligro que se encapotaba como un nubarrón sobre su cabeza y que habría convertido su entera misión en una derrota increíble si la suerte no hubiera terciado a su favor.

Y es que los dos hermanos rebeldes que todo lo habían hecho juntos desde niños, que todo lo habían profanado juntos, no sabían que su suerte dependía de seguir siempre y siempre uno al lado del otro. Tras invadir y saquear con tres centenares de hombres la ciudad de Panamá, fieles a su rencor contra la Iglesia ataron al obispo Pablo Torres a un poste en la plaza principal, dejándolo expuesto al escarnio, y por primera vez se separaron, de modo que mientras Pedro custodiaba la costa en su navío armado dejando la mitad de las tropas en la ciudad para mantener el orden, Hernando emprendió con la otra mitad la persecución del tesoro de La Gasca y Clavija, que iba avanzando por las selvas entre ciénagas humeantes y mariposas que brillaban como metales.

Pero después de tomar una tras otra las ciudades del istmo, de repente la suerte abandonó a los hermanos. Pedro y Hernando Contreras empezaron a sentirse extrañamente solos, los días les producían una sed incurable, las noches helaban sus cuerpos, incesantes insectos los desvelaban, a leguas de distancia uno de otro, empezaron a mostrar signos que los testigos después compararon y advirtieron idénticos, y gradualmente fueron perdiendo la noción de lo que hacían hasta el punto de no poder ya mantener la influencia sobre sus soldados.

Enfurecido por la humillación del obispo, el pueblo de Panamá se levantó contra los invasores, y a la misma hora en que Hernando, el hermano mayor, tratando de cruzar un río era arrastrado por las aguas, Pedro vio desde la cubierta del barco cómo llegaban armados los habitantes de la ciudad a la playa y hacían retroceder a sus tropas, y comprendiendo que la derrota era inevitable saltó con Bermejo y Salguero del barco, nadó hasta las costas boscosas del oeste, se internó en las montañas y desapareció para siempre.

Fue así como La Gasca ganó sin darse cuenta su última guerra a favor del emperador en las Indias. Gracias a la lealtad de los habitantes del istmo y a su propia suerte de administrador y de caudillo, salvó el tesoro más grande que había recibido el Imperio, y navegando sobre la derrota de unos enemigos que ni siquiera alcanzó a ver, volvió con velas desplegadas e informes minuciosos a España, dejando atrás un mundo que nadie llegó a conocer como él.

El emperador, después de aquellas jornadas de riesgo, recuperó su sueño perdido, se felicitó en su corazón por haber escogido al hombre preciso para la misión adecuada, y confió más que nunca en su propio criterio para resolver los asuntos de Estado. Contra la voluntad del hombre de las piernas largas, que sólo quería ayunar y rezar, y ni siquiera quería volver a sus tareas como inquisidor porque le había quedado un resabio con el olor de la carne quemada, Carlos V le impuso un obispado en Palencia, y más de una vez volvió a sacarlo de sus oraciones para que lo siguiera como una sombra consejera en las campañas de Alemania.

Ursúa supo que desde la partida de La Gasca con el fabuloso tesoro, que ahora el rumor avaluaba en veinte millones de pesos de oro, los señores de Panamá sólo tenían un desvelo: la fuga continua de los esclavos negros hacia los palenques rebeldes.

En las tierras difíciles de Castilla de Oro todo el trabajo reposa sobre los negros. Los tratantes de esclavos incendian en África los bosques para que pueblos acorralados por las llamas corran en desbandada hacia la costa tratando de salvarse, sin saber que allí están emboscadas los genoveses y los españoles, que los aprisionan en masa. Viene después la selección, que no tiene distingas de sexo ni de edad ni de raza, sino que identifica los más sanos, fuertes y resistentes, ya que no sólo tendrán que trabajar duro en las Indias sino primero sobrevivir a la travesía, apretados como termitas en barcos en los que hay que aprovechar todo el espacio para que el negocio sea rentable. Inmóviles y encadenados, tendidos varias semanas en el suelo de las bodegas y en varios niveles, una tercera parte muere en el trayecto, y sólo se abren los grilletes de la libertad para que el cuerpo abandonado por la vida se convierta en alimento de las profundas bestias del mar.

A partir del momento en que son capturados ya no tienen familias ni parientes, ni pueblos ni dioses ni costumbres: son mercaderías en manos de los traficantes, y sólo les dan algo en la medida en que sea una inversión razonable y ventajosa. Sus destinos sobre el mar de Tierra Firme fueron al principio sólo Cartagena y Nombre de Dios, aunque ahora comienzan a llevarlos a la vecina ciudad de Portobelo, donde los embarcaderos son más seguros ante la acechanza de piratas de Francia y de Inglaterra. Mareados todavía, los hacinan en barracas a donde les arrojan como a monos su ración diaria de ñames, yucas y guineas sancochados, mientras llega la hora de llevarlos al mercado donde los venden en subasta, y los marcan con hierros florecidos de rojo.

Balboa trajo los primeros, por cuenta propia, antes que la Corona reglamentara el negocio, pero ésta advirtió pronto la buena fuente de ingresos que representarían las franquicias para la importación de negros africanos. Beltrán recordaba que en 1518 la Corona dio la primera licencia para introducir a las Indias cuatro mil negros, lo que multiplicó los incendios en las costas occidentales de África. Esa fue la licencia que más tarde sus dueños traspasaron a los hombres de Génova, y la empresa más fuerte desde entonces ha sido La Casa de los Genoveses, los mayores cazadores de negros y los más hábiles negociantes de esclavos de todos los tiempos.

Para cavar y extraer metales en las minas, para talar los bosques gigantescos y aserrar su madera en los galpones, para manejar ganados en las crecientes haciendas, para cortar cañas en las primeras plantaciones del Caribe y en los valles de Tierra Firme, para bogar llevando viajeros y cargas por los ríos, para construir casas en las ciudades, para cargar las grandes piedras y empedrar plazas y caminos, para servir en las casonas y cargar fardos en las expediciones, para combatir a las órdenes de los conquistadores y hasta para pescar perlas cuando se extenúan los pulmones de los indios, los negros han sido el principal instrumento, carne de flecha en las batallas, suelo para caminar sobre las ciénagas, paño del sudor y punta de lanza de las expediciones más riesgosas, alimento de tigres y caimanes en las exploraciones a lo desconocido.

Andagoya obtuvo temprano permiso para introducir cincuenta esclavos libres de impuestos a Castilla de Oro, con la intención de construir la senda que uniera al río Chagres con el río Grande; desde entonces el camino entre los dos mares ha estado abonado con sangre de negros, y a veces fueron sus huesos astillados lo que le dio firmeza a ciertos tramos del camino. Pero Beltrán me dijo con ironía que hubo otros dedicados a tareas más espirituales, porque el obispo obtuvo licencia para llevar ciento veinte negros que trabajaron en la construcción de la catedral. A partir del momento en que las Nuevas Leyes prohibieron la esclavitud de los indios y los trabajos demasiado pesados para el personal de las encomiendas, de quinientas a seiscientas mulas trajinaron sin descanso de un mar a otro llevando mercancías, aparejos, armas y conservas, surtiendo los reinos del sur que sólo podían aprovisionarse a través del istmo, y ello requiere un esclavo por cada mula cargada.

Hubo desde el comienzo negros ladinos, esclavos cristianizados con el español en la lengua, que son los sirvientes más cercanos de los conquistadores, y negros mogollones, esclavos de servicio y en armas, envilecidos muchas veces en esbirros contra los indios y los otros esclavos. Pero también hubo desde temprano cimarrones rebeldes y prófugos, que no surgían propiamente de la masa de negros bozales de rudas costumbres, sino de sectores más cultivados que venían confundidos en los barcos negreros, esclavos procedentes de altas culturas de África, contadores de historias, músicos y letrados, sacerdotes y príncipes despojados hasta de sus collares y sus reliquias, que son sólo carne contable para los mercaderes, pero que trajeron aquí sus relatos y sus mitologías, leyendas de sus pueblos pescadores a la orilla de los grandes ríos, recuerdos de animales altísimos que ramonean en los altos follajes, de bestias que no volvieron más a las pupilas, de leones dorados cuyos rugidos vuelven apenas como caricias en las siestas balsámicas del cautiverio, y oscuros dioses tutelares viviendo de nuevo en las maderas talladas y las semillas rezadas de otro mundo.

Y Beltrán le contó a Ursúa que en 1549 un esclavo crecido desde niño entre españoles, al que llamaban Felipillo, huyó del archipiélago de Las Perlas con varios negros de las pesquerías y estableció un Palenque en San Miguel. Enterados de la existencia de aquel refugio de libertad, y hastiados de maltratos, los negros empezaron a huir de las ciudades y las haciendas porque sabían que Felipillo y sus hombres los recibirían en el Palenque. Cultivaban yucales y pescaban en el litoral, pero los amos desairados custodiaron las playas para impedirles el sustento, y los forzaron a refugiarse más adentro en las selvas. Esto los fue obligando a asaltar haciendas en busca de comida y de herramientas, a armarse para el saqueo y la defensa. Las juntas de hacendados enviaron contra ellos a Francisco Carreño, quien arremetió con sus tropas, quemó las sementeras y los bohíos, hizo treinta prisioneros cimarrones, y en presencia de los cautivos, con gran aparato de crueldad y de sangre, descuartizó a uno de ellos para escarmiento de todos.

Sin embargo, el tránsito a través del istmo se hizo más inseguro: los cimarrones no sólo empezaron a atacar por costumbre a los viajeros para robarles sus mercaderías sino que se aplicaron a liberar en los asaltos a todo el que viajaba como esclavo e invitado y sumado a la rebelión y a los palenques. En 1553, el gobernador Álvaro de Sosa decidió exterminar a esos rebeldes peligrosos, ya transformados a sus ojos en plaga, y tuvo que enviar varias expediciones sucesivas, porque el nuevo jefe militar de los esclavos, Bayano, humilló una tras otra a las cuadrillas de españoles, cada vez con más daño. Enfurecido, De Sosa envió una expedición aún más temible, dirigida por el sanguinario Gil Sánchez de Morcilla, quien regresó desbaratado y con cuatro hombres. Así creció el clamor de que Panamá estaba a merced de los cimarrones, y ello animó día tras día a nuevos esclavos para sumarse a los rebeldes. Finalmente los curas de Nombre de Dios y Panamá revelaron desde los púlpitos la mayor abominación concebible: los palenques no sólo habían coronado a Bayano rey de los cimarrones, habían llegado al sacrilegio de nombrar a uno de esos esclavos desnudos como obispo. Esto llevó el miedo y la ira de los españoles a su límite. Un nuevo ejército de Carreño devastó las selvas, venció en combate a Felipillo y logró apresar a Bayano y llevarlo cautivo hasta Nombre de Dios. Dado que los palenques seguían existiendo, firmaron un pacto de convivencia, pero los dueños de esclavos no lo respetaron y Bayano se lanzó de nuevo a la sublevación.

El poder de los negros crecía, los asaltos se multiplicaron, y ya los españoles sólo podían cruzar en tropas de más de veinte los caminos de Castilla de Oro por los días en que Ursúa escuchó esas noticias en las tabernas cenagosas de Nombre de Dios, donde las gentes se aprestaban para recibir los galeones solemnes que traían al nuevo virrey del Perú, Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, quien venía a administrar la paz que había sembrado La Gasca, sin saber que las Indias Occidentales lo esperaban larvadas de conflictos como la vieja Europa, esa tierra de nunca más que había visto perderse detrás del horizonte marino.

Y es allí donde aparezco yo en esta historia, porque después de años de combatir al servicio del emperador en Italia y en Flandes, había entrado como escribano en la corte del marqués de Cañete, con quien me recomendó antes de morir el cardenal Pietro Bembo, y había sido por varios años secretario del marqués cuando nos llegó la noticia de que Felipe II lo designaba como nuevo virrey del Perú. Nada más alejado de mis expectativas y de mis esperanzas que volver al país de los incas, de donde salí con Pizarro a buscar la canela. Yo pensaba envejecer en Europa, seguir mi vida de letrado en los despachos del Imperio, olvidar hasta el fin esa selva que se cerró en torno de nosotros y ese río que arrastró nuestro barco por meses enteros hasta arrojamos llenos de miedo y de fiebre contra la ola espumosa.

La noche de la designación del virrey volví a tener pesadillas como las que llenaron mis primeros años después de salvarme del río. La selva me envolvía, el río me hablaba, la serpiente enroscaba su cuerpo en torno al mío, un clima ardiente lleno de silbas y de gritos de pájaros soplaba contra mi rostro y me ahogaba. Por eso lo primero que hice ante el marqués fue renunciar al cargo de secretario, disponerme a buscar un nuevo oficio en alguna ciudad española, aunque estaba dispuesto a viajar donde fuera, en los países del Imperio, para seguir mi camino de letras y de infolios.

Pero el marqués de Cañete no sólo se negó a aceptar mi renuncia, sino que me aseguró que era la certeza de tener a su lado a un veterano de Indias, alguien nacido en las islas, que conocía por igual el Perú y los entreveros de la corte, alguien que descubrió con Orellana el río de las amazonas y alternó con Pietro Bembo en los palacios de Italia, lo que lo había decidido a aceptar la designación como virrey, y no tuve más remedio que prometer acompañarlo en sus primeros tiempos, mientras tomaba posesión del reino, y volver luego a mi oficio y a mi destino. Le debía al marqués tantos favores, había vivido a su sombra los únicos años tranquilos de mi existencia: no tuve el valor de negarle mi apoyo en el momento en que lo necesitaba. Mi trabajo sería exactamente el mismo, dijo don Andrés Hurtado de Mendoza, y en una ciudad que prosperaba bajo la paz imperial recién conquistada. En el virreinato del Perú bien podía estarme esperando una fortuna.

Lentamente me hice a la idea, pensé en la tumba de mi padre, pensé en tantos guerreros de los que me hablaba en sus cartas mi maestro Oviedo, que ahora eran polvo del Imperio (¡quién me hubiera dicho que por esos días Ursúa en Panamá les daba vuelta a los mismos pensamientos!), pensé que de algún modo yo me debía a ese mundo y que un virrey era suficiente protección contra los peligros de la memoria y de la conquista. Lo cierto es que sin saber muy bien cómo, ya estaba yo en la cubierta del galeón solemne que salía de Cádiz, ya estaba en medio de una corte lujosa que iba vestida de gala hacia el abismo, zarpando con los vientos del nordeste de vuelta a un mundo en el que me esperaban los días más difíciles y los años más reveladores de mi vida.